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Antología de lecturas Matemáticas . 1 EL DIABLO DE LOS NÚMEROS Hans Magnus Enzensberger. Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar. Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto. Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más y más rápido, hasta despertar bañado en sudor. A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su

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Antología de lecturas Matemáticas .

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EL DIABLO DE LOS NÚMEROS

Hans Magnus Enzensberger.

Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar. Se decía: Siempre me toca hacer el papel de

tonto.

Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser tragado por un pez gigantesco y desagradable, y

cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz un olor terrible. O se deslizaba cada vez más

hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más

y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.

A Robert le jugaban otra mala pasada cuando ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de

carreras con por lo menos veintiocho marchas. Entonces soñaba que la bici, pintada en color lila

metálico, estaba esperándolo en el sótano. Era un sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici,

a la izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación del candado: 12345. ¡Recordarla era

un juego de niños! En mitad de la noche Robert se despertaba, cogía medio dormido la llave de su

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estante, bajaba en pijama y tambaleándose, los cuatro escalones y… ¿qué encontraba a la

izquierda del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa! Un truco de lo más miserable.

Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse de tales maldades. En cuanto le venía un mal

sueño pensaba a toda prisa, sin despertar: Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado.

Sé muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme. Pero está clarísimo que se trata de un pez

soñado que, naturalmente, sólo puede tragarme en sueños, nada más. O pensaba: Ya vuelvo a

escurrirme por el tobogán, no hay nada que hacer, no puedo parar de ningún modo, pero no estoy

bajando de verdad.

Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa bici de carreras, o un juego para ordenador que

quería tener a toda costa —ahí estaba, bien visible, a su alcance, al lado del teléfono—, Robert

sabía que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar atención a la bici. Simplemente la dejaba

allí. Pero, por mucha astucia que le echara, todo aquello seguía siendo bastante molesto, y por

eso no había quien le hablara de sus sueños.

Hasta que un día apareció el diablo de los números.

Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez hambriento,, y de no deslizarse por un

interminable tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante. En su lugar, soñó con una

pradera. Lo curioso es que la hierba era altísima, tan alta que a Robert le llegaba al hombro y a

veces hasta la cabeza. Miró a su alrededor y vio, justo delante de él, a un señor bastante viejo,

bastante bajito, más o menos como un saltamontes, que se mecía sobre una hoja de acedera y le

miraba con ojos brillantes. — ¿Quién eres tú? —preguntó Robert. El hombre le gritó,

sorprendentemente alto: — ¡Soy el diablo de los números!

Pero Robert no estaba de humor para aguantarle nada a semejante enano.

—En primer lugar —dijo—, no hay ningún diablo de los números.

— ¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando conmigo, si ni siquiera existo?

—Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que ver con las Matemáticas.

— ¿Por qué?

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—«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco

panaderos para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez —siguió despotricando Robert—. Una forma idiota

de matar el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo!

El diablo de los números se bajó con un elegante salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de

Robert, que en protesta se había sentado entre la hierba, alta como un árbol.

— ¿De dónde te has sacado esa historia de las trenzas? Seguro que del colegio.

— ¡Y de dónde si no! —Dijo Robert—. El señor Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas,

siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo. Cuando cree que no le vemos porque estamos

haciendo los deberes, saca una trenza de su maletín y se la devora mientras nosotros hacemos

cuentas.

— ¡Vaya! —Exclamó el diablo de los números, sonriendo con sorna—. No quiero decir nada en

contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no tiene nada que ver con las Matemáticas.

¿Sabes una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos no sabe hacer cuentas. Además,

les da pena perder el tiempo haciéndolas, para eso están las calculadoras. ¿No tienes una?

—Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.

—Ajá —dijo el diablo de los números—. No importa. No hay nada que objetar a un poco de

práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas,

ratoncito, eso es muy diferente!

—Sólo quieres que cambie de idea —dijo Robert—. No te creo. Si me agobias en sueños con

deberes, gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores!

—Si hubiera sabido que eres tan cobarde —dijo el diablo de los números—, no habría venido. Al

fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo un poco. La mayoría de las veces estoy libre por

las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert, seguro que está harto de bajar siempre el

mismo tobogán.

—Cierto.

— ¿Lo ves?

— Pero no voy a dejar que me tomes el pelo —gritó Robert—. Que no se te olvide.

Pero entonces el diablo de los números se puso en pie de un salto, y de repente ya no era tan

bajito.

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— ¡Así no se le habla a un diablo! —gritó.

Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.

—Perdón —murmuró Robert.

Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.

—Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se

necesita un diablo?

—Por eso mismo, querido —respondió el anciano—: Lo diabólico de los números es lo sencillos

que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora. Para empezar, sólo necesitas una

cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes,

digamos... cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así:

y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado

complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?

—Sí dijo Robert.

—Y eso aún no es todo —prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón

de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert—. Cuando

hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el

infinito. Porque hay infinitos números.

Robert no sabía si creérselo.

— ¿Cómo lo sabes? —preguntó—. ¿Has probado a hacerlo?

—No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.

Robert se quedó igual que estaba.

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— O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito —objetó—, o si es infinito no puedo

contar hasta allí.

— ¡Mal! —gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó

de rabia y se hizo más y más grande.

— ¿Mal? ¿Por qué mal? —preguntó Robert.

— ¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo?

—No lo sé.

—Más o menos.

—Muchísimos —respondió Robert—. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con

los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América... miles de millones.

—Por lo menos —dijo el diablo de los números—. Bien, supongamos que hemos llegado al último

de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los

consumidos más uno... el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente

saber cómo seguir. No necesitas más.

Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.

—También se puede hacer al revés —añadió el anciano.

— ¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés?

—Bueno, Robert —el anciano volvía a sonreír—

No sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además,

infinitos de ellos.

Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se

tratara.

Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta

frecuencia se habla deslizado.

— ¡Basta! —gritó.

— ¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro

chicle. Aquí está...

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De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.

Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente

lila y que estaba duro como una piedra.

— ¿Eso es un chicle?

—Un chicle soñado —dijo el diablo de los números—. Lo compartiré contigo. Presta atención.

Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.

Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió:

—Esto se escribe así:

Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones—anuncio que escriben

mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco

se fue fundiendo como un helado de mora.

Robert miró hacia lo alto.

— ¡Alucinante! —dijo—. Un bastón así me haría falta.

—No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito

cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno

de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:

»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.

—Albert y Bettina —dijo Robert.

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—Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno

recibe un cuarto:

---Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente

que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de

nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de

la mitad de la mitad, etcétera.

—Y así hasta el aburrimiento —dijo Robert.

—Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista.

Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de

personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de

ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al

final.

El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya

lila infinitamente larga.

— ¡Vas a pintarrajear el mundo entero! —exclamó Robert.

— ¡Ah! —Gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más—. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú

el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no

confundirse.

—Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante

trabajoso —se atrevió a objetar Robert.

— ¿Ves? —dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que

desaparecieron todos los unos—. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera

algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1… Por ese motivo inventé todos los demás números.

— ¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.

—Bueno —dijo el anciano—, yo o algunos otros.

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Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se

hacen todos los demás números a partir del uno.

— ¿Y cómo es eso?

—Muy fácil. Lo hago así:

—El siguiente es:

—Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.

—Tonterías —dijo Robert—:

— ¿Ves? — dijo el diablo de los números—, ya has hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por

favor dime cuánto es:

—Eso es demasiado —protestó Robert—. No puedo calcularlo de memoria.

—Entonces, coge tu calculadora.

—¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora a los sueños.

—Entonces coge ésta —dijo el diablo de los números, y le puso una en la mano. Tenía un tacto

extrañamente blando, como si estuviera hecha de masa de pan. Era de color verde cardenillo y

pegajosa, pero funcionaba. Robert pulsó:

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¿Y qué salió?

— ¡Estupendo! — dijo Robert—. Ahora ya tenemos un tres.

—Bueno, pues ahora no tienes más que seguir haciendo lo mismo.

Robert tecleó y tecleó:

— ¡Muy bien! — el diablo de los números le dio unas palmadas en la espalda a Robert—. Esto

tiene un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta. Si sigues adelante no sólo te salen

todos los números del dos al nueve, sino que además puedes leer el resultado de delante atrás y

de detrás adelante, igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.

Robert siguió intentándolo, pero al llegar a

la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se convirtió en una pasta verde cardenillo que se

escurría lentamente.

— ¡Maldición! —gritó Robert, quitándose la masa verde de los dedos con el pañuelo.

—Para eso necesitas una calculadora más grande. Para un ordenador decente una cosa así es un

juego de niños.

— ¿Seguro?

— ¡Claro! —dijo el diablo de los números.

— ¿Y siempre sigue así? —Preguntó Robert—. ¿Hasta que te aburras?

—Naturalmente.

— ¿Has probado con...

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—No, no lo he hecho.

—No creo que resulte —dijo Robert.

El diablo de los números empezó a hacer la cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse

amenazadoramente, primero la cabeza, hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert, o por

el esfuerzo.

—Espera —gruñó el anciano—. Sale una verdadera ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no

resulta. ¿Cómo lo has sabido?

—No lo sabía— dijo Robert—. Simplemente lo adiviné. No soy tan tonto como para hacer un

cálculo así.

— ¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se

procede con exactitud!

—Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar?

— ¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes

enseñarme cuántos son dos y dos?

A cada palabra que decía, el diablo de los números se volvía más grande y más gordo. jadeó para

coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.

— ¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca! ¡Montón de mocos! —gritó el anciano, y apenas había

d icho la última frase cuando explotó de rabia, con un fuerte estando.

Robert se despertó. Se había caído de la cama. Estaba un poquito marcado, pero aun así no pudo

por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado al diablo de los números.

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COMO RECONOCER A UN MATEMÁTICO.

Un investigador meteorológico, viajaba en un globo realizando pruebas climáticas en una extensa

región, cuando de pronto se avecina una tempestad y por causa de los vientos, es llevado a un

lugar lejano y desconocido.

A lo lejos y sobre la tierra, divisa a un hombre solitario y decide guiar su globo hacia él para

obtener datos de su ubicación espacial.

Cuando estuvo justo sobre el hombre, gritó fuertemente para ser escuchado y dijo.

¡Oiga! Por favor, ¿Podría decirme donde me encuentro?.

- Con mucho gusto - Replicó el hombre –

Dejó transcurrir un momento y dijo:

"¡Está usted en un globo!".

El investigador se sorprende ante tal respuesta, pero de inmediato vuelve a preguntar.

Por casualidad, ¿No será usted matemático?

Perplejo, el hombre le responde.

Si lo soy, pero... ¿Cómo ha podido usted descubrirlo?

Muy sencillo - replica el investigador-

"Por lo rápido, preciso e inútil de su respuesta".

El matemático y el pastor

Un matemático pasea por el campo, sin nada que hacer, aburrido. Encuentra a un pastor que

cuida un numeroso rebaño de ovejas, y decide divertirse un poco a costa del paleto.

- Buenos días, buen pastor.

- Buenos días tenga usted.

- Solitario oficio, el de pastor, ¿no?

- Usted es la primera persona que veo en seis días.

- Estará usted muy aburrido.

- Daría cualquier cosa por un buen entretenimiento.

- Mire, le propongo un juego. Yo le adivino el número exacto de ovejas que hay en su rebaño, y si

acierto, me regala usted una. ¿Qué le parece?

- Trato hecho.

El matemático pasa su vista por encima de las cabezas del ganado, murmurando cosas, y en unos

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segundos anuncia:

- 586 ovejas.

El pastor, admirado, confirma que ése es el número preciso de ovejas del rebaño. Se cumple en

efecto el trato acordado, y el matemático comienza a alejarse con la oveja escogida por él mismo.

- Espere un momento, señor. ¿Me permitirá una oportunidad de revancha?

- Hombre, naturalmente.

Pues ¿qué le parece, que si yo le acierto su profesión, me devuelva usted la oveja?

- Pues venga.

El pastor sonríe, porque sabe que ha ganado, y sentencia:

- Usted es matemático.

- ¡Caramba! Ha acertado. Pero no acierto a comprender cómo. Cualquiera con buen ojo para los

números podría haber contado sus ovejas.

- Sí, sí, pero sólo un matemático hubiera sido capaz, entre 586 ovejas, de llevarse el perro.

SUICIDIO MATEMÁTICO

Cecilia Juárez Urban

Era viernes por la tarde cuando se llevaron una gran sorpresa Cesar, Jair y Daniel, alumnos de la

escuela secundaria técnica No 118, al descubrir el cadáver del profesor Peralta, quien era

considerado por todos el terror de las matemáticas. Su aspecto era agresivo y autoritario, su lema

"la disciplina", pero sobre todo se distinguía por el trabajo excesivo en clase. Inmediatamente

avisaron a la dirección de la escuela sobre lo acontecido.

Todo indica que el exceso del álgebra y la aritmética provocaron su deceso, esto afirmaron las

autoridades de la escuela al hacer el peritaje en la escena de los hechos.

Su cuerpo fue encontrado en la sala de maestros donde solía preparar sus clases, alrededor de él

se encontraban distintas figuras geométricas que se distinguían por su forma, tamaño, color y

volumen; hojas repletas de ejercicios sobre ecuaciones de primer y segundo grado; una

calculadora en su mano y distintos libros de la asignatura giraban ante su cuerpo desfallecido.

Los testigos afirman que llevaba dos semanas continuas trabajando en un proyecto, sin

descansar, y que deseaba dejar listo el trabajo para que los alumnos ejercitaran en su ausencia,

ya que el proyecto absorbía la mayor parte de su tiempo. Y esa semana, en especial, se había

agudizado más.

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Cesar, Jair y Daniel habían sido citados por el maestro, dos horas antes, para entregarles los

ejercicios que tenían que realizar en clase, éstos llegaron media hora después de lo acordado, lo

que hace suponer que provoco un estado de histeria y enojo en el profesor y que aunado a la

carga de trabajo le provoco un shock matemático.

Las autoridades se vieron en la necesidad de informar al jefe de enseñanza de la materia para que

levantara el acta correspondiente y se descartara el homicidio.

Los alumnos y profesores se encontraban consternados ante lo acontecido, y decían: "pobre

maestro y todo pos las matemáticas". Pero un consuelo les quedaba y es que donde quiera que

este será feliz enseñando matemáticas.

EL DIABLO DE LOS NÚMEROS

Hans Magnus Enzensberger

LA SEGUNDA NOCHE

Robert se escurría. Seguía siendo lo mismo de siempre: apenas se quedaba dormido, empezaba. Siempre tenía que bajar. Esta vez era por una especie de cucaña. No mires hacia abajo, pensó Robert, se agarró fuerte y se escurrió con las manos al rojo vivo, abajo, abajo, abajo... Cuando aterrizó de golpe sobre el blando suelo de musgo, escuchó una risita. Delante de él, sentado en uña seta de color marrón, suave como el terciopelo, estaba el diablo de los números, más bajito de lo que lo recordaba, que le miraba con sus ojos brillantes.

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— ¿De dónde sales tú? —le preguntó a Robert. Éste señaló hacia arriba. La cucaña por la que había bajado llegaba hasta muy alto, y vio que tenía arriba un trazo oblicuo. Robert había aterrizado en un bosquecillo de gigantescos unos. El aire a su alrededor zumbaba. Como mosquitos, los números bailaban ante sus narices. Intentó espantarlos con ambas manos, pero eran demasiados, y sintió que cada vez más de esos diminutos doces, treces, cuatros, cincos, seises, sietes, ochos y nueves empezaban a rozarlo. A Robert le resultaban ya lo bastante repugnantes las polillas y las mariposas nocturnas como para que esos bichos se le acercaran demasiado. — ¿Te molestan? —preguntó el anciano. Extendió la palma de su manita y ahuyentó a los números con un soplo. De pronto el aire estaba limpio, sólo los unos, altos como árboles, seguían estando allí como un solo uno, alzándose hasta el cielo—. Siéntate, Robert —dijo el diablo de los números. Esta vez era sorprendentemente amable. — ¿Dónde? ¿En una seta? — ¿Por qué no? —Porque es una tontería —se quejó Robert—. ¿Dónde estamos? ¿En un libro infantil? La última vez estabas sentado en una hoja de acedera, y ahora me ofreces una seta. Me suena familiar, lo he leído antes en algún sitio. —Quizá sea la seta de Alicia en el país de las maravillas —dijo el diablo de los números. — ¡El Diablo sabe qué tendrá que ver esta cosa de los cuentos con las Matemáticas! —rezongó Robert. —Eso es lo que ocurre cuando se sueña, querido. ¿Crees quizá que yo me he inventado todos estos mosquitos? No soy yo el que se tumba en la cama y duerme y sueña. ¡Estoy bien despierto! ¿Qué haces, pues? ¿Piensas quedarte eternamente ahí de pie? Robert se dio cuenta de que el anciano tenía razón. Se encaramó a la siguiente seta. Era enorme, blanda y abombada, y cómoda como el sillón de un hotel. — ¿Qué te parece?

—Pasable —dijo Robert—. Tan sólo me pregunto quién se ha inventado todo esto, esos

mosquitos numéricos y esa cucaña en forma de uno por la que he bajado. Algo así no se me

hubiera ocurrido a mí ni en sueños. ¡Fuiste tú!

—Puede ser —dijo el diablo de los números irguiéndose satisfecho en su seta—. ¡Pero falta algo! — ¿Qué? —El cero.

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Era cierto. Entre todos los mosquitos y polillas no había ni un cero. — ¿Y por qué? —preguntó Robert. —Porque el cero es el último número que se les ocurrió a los seres humanos. Tampoco hay que sorprenderse, el cero es el número más refinado de todos. ¡Mira! Volvió a empezar a escribir algo en el cielo con su bastón, allá donde los unos altos como árboles dejaban un hueco:

MCM — ¿Cuándo naciste, Robert? — ¿Yo? En 1986 —dijo Robert un poco a regañadientes. Y el anciano escribió:

MCMLXXXVI —Eso ya lo he visto yo —exclamó Robert—. Son esos números anticuados que pueden verse a veces en los cementerios. —Proceden de los antiguos romanos. Los pobres no lo tenían nada fácil. Sus números son difíciles de descifrar, empezando por ahí. Pero seguro que sabrás leer este:

I —Uno —dijo Robert.

X —X es diez. —Muy bien. Entonces, querido, tú naciste en

MCMLXXXVI

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— ¡Dios mío, qué complicado! —gimió Robert. —Cierto. ¿Y sabes por qué? Porque los romanos no tenían ceros. —No entiendo. Tú y tus ceros... Cero es simplemente nada. —Correcto. Eso es lo genial del cero —dijo el anciano. —Pero ¿por qué nada es un número? Nada no cuenta nada. —Quizá sí. No es tan fácil aproximarse al cero. Intentémoslo, de todos modos. ¿Te acuerdas todavía de cómo repartimos el chicle grande entre todos los miles de millones de personas, por no hablar de los ratones? Las porciones se hicieron cada vez más pequeñas, tan pequeñas que ya no era posible verlas, ni siquiera al microscopio. Y hubiéramos podido seguir dividiendo, pero nunca habríamos alcanzado la nada, el cero. Casi, pero nunca del todo. — ¿Entonces? —dijo Robert. —Entonces tenemos que empezar de otra forma. Quizá lo intentemos restando. Restando es más fácil. El anciano extendió su bastón y tocó uno de los gigantescos unos. Enseguida empezó a encogerse, hasta que estuvo, cómodo y manejable, a la altura de Robert. —Bien, calcula. —No sé calcular —afirmó Robert. —Absurdo

1—1= —Uno menos uno es cero —dijo Robert—. Está claro. — ¿Ves? Sin el cero no es posible. —Pero ¿para qué hemos de escribirlo? Si n 0 queda nada, tampoco hace falta escribir nada. ¿Para qué un número aposta para algo que no existe? —Entonces calcula:

1—2= —Uno menos dos es menos uno. —Correcto. Sólo que... sin el cero, tu serie numérica tiene el siguiente aspecto:

… 4,3,2,1 —1,—2,—3,—4…

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--La diferencia entre 4 y 3 es uno, entre 3 y 2 otra vez uno, entre 2 y 1 otra vez uno, ¿y entre 1 y —1? —Dos —aseguró Robert. —Así que tienes que haberte comido un número entre 1 y –1. — ¡El maldito cero! —exclamó Robert. —Ya te he dicho que sin él las cosas no funcionan. Los pobres romanos también creían que no les hacía falta el cero. Por eso no podían escribir sencillamente 1986, sino que tenían que andar atormentándose con sus M y C y L y X y V. —Pero ¿qué tiene que ver eso con nuestros chicles y con restar? —preguntó Robert, nervioso. —Olvídate del chicle. Olvídate de restar. El verdadero truco con el cero es muy distinto. Para eso necesitarás un poco de cabeza, querido. ¿Te sientes capaz, o estás demasiado cansado? —No dijo Robert—. Me alegro de no seguir resbalando. Encima de esta seta se está muy bien. —Vale. Entonces te pondré una pequeña tarea. ¿Por qué el tipo es de pronto tan amable conmigo?, pensó Robert. Seguro que intenta tomarme el pelo. —Adelante —dijo. Y el diablo de los números preguntó:

9+1= — ¡Si no es más que eso¡ — respondió Robert disparando— :¡Diez! — ¿Y cómo lo escribes? —No tengo bolígrafo a mano. No importa, escríbelo en el cielo. Aquí tienes mi bastón.

9+1=10 Escribió Robert en el cielo en color lila. — ¿Cómo? –Preguntó el diablo de los números—. ¡Cómo uno cero! Uno más cero no son diez. —Qué tontería —gritó Robert—. Ahí no pone uno más cero, ahí pone un uno y un cero, y eso es diez. — ¿Y por qué, si me permites la pregunta, es diez? —Porque se escribe así. — ¿Y por qué se escribe así? ¿Puedes decírmelo? —Porque... porque... porque... Me estás poniendo nervioso —gimió Robert.

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— ¿No quieres saberlo? —preguntó el diablo de los números, reclinándose cómodamente en su seta. Siguió un largo silencio, hasta que Robert ya no pudo soportarlo. — ¡Dilo de una vez! —exigió. —Muy sencillo. Eso viene de los saltos. — ¿De los saltos? — Dijo Robert con desprecio —. ¿Qué expresión es ésa? ¿Desde cuándo saltan los números? —Se dice saltar porque yo lo llamo saltar. No olvides quien es el que manda aquí No en vano soy el diablo de los números, recuérdalo. —Está bien, está bien –le tranquilizo Robert—. Entonces ¿puedes decirme qué quieres decir con saltar? —Encantado. Lo mejor será que volvamos a empezar por el uno. Más exactamente por el uno por uno.

1x1=1 1x1x1=1

1x1x1x1=1 »Puedes hacerlo tantas veces como quieras y siempre te saldrá únicamente uno. —Está claro. ¿Qué otra cosa podría salir? —Bien, pero ahora ten la bondad de hacer lo mismo con el dos.

—De acuerdo —dijo Robert.

2x2=4 2x2x2=8

2x2x2x2=16 2x2x2x2x2=32

… » ¡Pero esto aumenta rapidísimo! Si sigo un poquito más, pronto volveré a necesitar la calculadora.

5x5=25 5x5x5=125

5x5x5x5=625 5x5x5x5x5=3125

5x5x5x5x5x5=15625

—No será necesario. Aún aumenta más rápido si coges el cinco:

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— ¡Basta! —grito Robert.

— ¿Por qué te asustas siempre que sale una cifra grande? La mayoría de las cifras grandes son

absolutamente inofensivas.

—Yo no estoy tan seguro –dijo Robert—. De todos modos me parece una lata multiplicar una y otra vez el mismo cinco por si mismo. —Sin duda. Por eso, como diablo de los números, yo no escribo siempre lo mismo, me resultaría demasiado aburrido, sino que escribo:

51=5 52=25

53=125

etcétera. Cinco elevado a uno, cinco elevado a dos, cinco elevado a tres. En otras palabras, hago

saltar al cinco. ¿Comprendido? Y si haces lo mismo con el diez aún resulta más fácil. Va como

sobre ruedas sin calculadora. Si haces saltar el diez una vez se queda como está:

101=10

»Si lo haces saltar dos:

102=100 »Si lo haces saltar tres:

103=1000 —Si lo hago saltar cinco veces —exclamó Robert— da 100.000. Otra vez, y me sale un millón. —Hasta el aburrimiento —dijo el diablo de los números—. ¡Así de fácil Eso es lo bonito del cero. Enseguida sabes lo que vale cualquier cifra según dónde esté: cuanto más adelante, tanto más; cuanto más atrás, tanto menos. Si tú escribes 555, el último número cinco vale exactamente cinco y no más; el penúltimo cinco ya vale diez veces más, cincuenta; y el cinco de delante vale cien veces más que el último, quinientos. ¿Y por qué? Porque se ha escurrido hacia delante. En cambio los cincos de os antiguos romanos no eran más que cincos, porque los romanos no sabían saltar. Y no sabían saltar porque no tenían ceros. Por eso tenían que escribir números tan enrevesados como MCMLXXXVI.

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¡Alégrate, Robert! A ti te va muchísimo mejor. Con ayuda del cero y saltando un poquito puedes fabricar tú mismo todos los números corrientes que desees, no importa que sean grandes o pequeños. Por ejemplo el 786. — ¡Y para qué quiero yo el 786! — ¡Por Dios, no te hagas más tonto de lo que eres! Entonces coge tu fecha de nacimiento, 1986. El anciano empezaba a hincharse de nuevo amenazadoramente, y la seta en la que estaba sentado, también. —Hazlo —bramó—. ¡Pronto! Ya vuelve a empezar, pensó Robert. Cuando se excita, este tipo se pone insoportable, peor que el señor Bockel. Con cuidado, escribió un gran uno en el cielo. — ¡Mal! —Gritó el diablo de los números—. ¡Muy mal! ¿Por qué he tenido que ir a dar precisamente con un bobo como tú? Debes fabricar el número, idiota!, no limitarte a escribirlo. A Robert le hubiera gustado despertarse. ¿Tengo que aguantar todo esto?, pensó, y vio que la cabeza del diablo de los números se volvía cada vez más roja y gorda. —Por detrás —gritó el anciano. Robert le miró sin comprender. —Tienes que empezar por detrás,, no por delante. —Quieres decir... Robert no quiso discutir con él. Borró el uno y escribió un seis. —Bien, ¿te has enterado por fin? Entonces podemos seguir. —Por mí... —dijo Robert disgustado—. Sinceramente, preferiría que no te diera un ataque de rabia por cualquier tontería. —Lo siento —dijo el anciano—, pero no puedo evitarlo. Al fin y al cabo un diablo de los números no es Papá Noel. — ¿Estás satisfecho con mi seis? El anciano movió la cabeza y escribió debajo:

6x1=6 —Eso es lo mismo —dijo Robert. — ¡Eso ya lo veremos! Ahora viene el ocho. ¡No olvides saltar!

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De pronto, Robert entendió lo que el anciano quería decir y escribió:

8x10=80 —Ahora ya sé cómo sigue —gritó, antes de que el diablo de los números dijera nada—. Para el nueve tengo que saltar dos veces con el diez. Y escribió:

9x100=900 y

1x1000=1000 saltando tres veces. —Junto, resulta:

6+80+900+1000 =1986 »Realmente no es tan difícil. Podría hacerlo incluso sin diablo de los números. — ¿Ah, sí? Creo que te estás poniendo un poquito arrogante, querido. Hasta ahora sólo has tenido que vértelas con los números corrientes. ¡Eso es coser y cantar! »Espera a que me saque de la manga los números quebrados. De ellos hay muchos más. Y luego los números imaginados, y los números irrazonables, de los que hay aún más que infinitos… ¡no tienes idea! ¡Números que giran siempre en círculo y números que no se acaban! Mientras lo decía, la sonrisa del diablo de los números crecía y crecía. Ahora se le podían ver incluso los dientes, infinitos dientes, y entonces el anciano empezó a agitar su bastón ante los ojos de Robert… — ¡Socorro! —gritó Robert, y despertó. Todavía aturdido, le dijo a su madre—: ¿Sabes cuándo nací? 6x1 y 8x10 y 9x100 y 1x1000. —No sé qué le pasa a este chico últimamente—dijo la madre de Robert, meneó la cabeza y le puso delante una taza de cola-cao—. ¡Para que recobres fuerzas! No estás diciendo más que tonterías. Robert se bebió su cola-cao— y cerró el pico. Uno no puede contárselo todo a su madre, pensó.

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IMPORTANCIA DE LAS MATEMATICAS

Aldebazan, rey de Irak, descansando cierta vez en la galería de su palacio, soñó que encontraba

siete jóvenes que caminaban por una ruta. En cierto momento, vencidas por la fatiga y por la sed,

las jóvenes se detuvieron bajo el sol caliente del desierto. Apareció entonces, una hermosa

princesa que se aproximó a las peregrinas, trayéndoles un gran cántaro de agua pura y fresca. La

bondadosa princesa sació la sed que devoraba a las jóvenes, y éstas pudieron reanudar su

interrumpida jornada.

Al despertar, impresionado con ese curioso sueño, decidió entrevistarse con un astrólogo famoso,

llamado Sanib, al cual consultó sobre el significado de aquella escena a la que él - Rey Poderoso

y justo – asistiera en el mundo de las visiones y fantasías. Dijo Sanib, el astrólogo; ¡Señor! Las

siete jóvenes que caminaban por la ruta, eran las artes divinas y las ciencias humanas: la Pintura,

la Música, la Escultura, la Arquitectura, la Retórica, la Dialéctica, y la Filosofía. La princesa que las

socorrió representa la grande y prodigiosa Matemática. "Sin el auxilio de la matemática las artes

no pueden progresar y todas las otras ciencias perecen". Impresionado el rey por lo que oía,

determinó que se organizaran en todas las ciudades, oasis, y aldeas de su país, centros de

estudio matemáticos. Elocuentes y hábiles hombres, dotados de gran cultura, iban por orden del

soberano recorriendo las tiendas y las caravanas, enseñando aritmética a los camelleros y

beduinos. En las paredes de las mezquitas y en las puertas de los palacios, los versos de los

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poetas famosos, fueron sustituidos por fórmulas algebraicas y por cálculos numéricos. Al cabo de

pocos meses ocurrió que el país atravesaba por una era de prosperidad. Paralelamente al

progreso de la ciencia, crecían los recursos materiales del país, las escuelas estaban repletas; el

comercio se acrecentaba en forma prodigiosa; las obras de arte se multiplicaron, se levantaron

monumentos, y las ciudades estaban colmadas de turistas curiosos. El país de Irak tenía abiertas

las puertas al Progreso y a la riqueza, pero la fatalidad puso término a aquel periodo de trabajo y

prosperidad. El rey Aldebazan, acometido por repentina enfermedad murió y con él se abrió dos

tumbas: una de ellas acogió al poderoso monarca y la otra, la cultura científica del pueblo. Subió al

trono un príncipe vanidoso, indolente y de limitadas dotes intelectuales. Le preocupaban más las

diversiones que los problemas administrativos del estado, pocos meses después, todos los

servicios públicos estaban desorganizados; las escuelas cerradas, el tesoro público dilapidado. El

país llegó a la ruina y muy pronto fue atacado e invadido por los enemigos del reino.

EL ORIGEN DEL AJEDREZ

Malba Tahan. El Hombre que Calculaba

Difícil será descubrir, dada la incertidumbre de los documentos antiguos, la época precisa en que

vivió y reinó en la India un príncipe llamado Ladava, señor de la provincia de Taligana. Sería, sin

embargo, injusto ocultar que el nombre de dicho monarca es señalado por varios historiadores

hindúes como uno de los soberanos más ricos y generosos de su tiempo.

La guerra, con su cortejo fatal de calamidades, amargó la existencia del rey Ladava, transformado

es ocio y gozo de la realeza en otras más inquietantes tribulaciones. Adscrito al deber que le

imponía la corona, de velar por la tranquilidad de sus súbditos, nuestro buen y generoso monarca

se vio obligado a empuñar la espada para rechazar, al frente de su pequeño ejercito, un ataque

insólito y brutal del aventurero Varangui, que se hacia llamar príncipe de Calián.

El choque violento de las fuerzas rivales cubrió de cadáveres los campos de Dacsina, y

ensangrentó las aguas sagradas del río Sabdchu. El rey Ladava poseía, según lo que de él nos

dicen los historiadores, un talento militar no frecuente. Sereno ante la inminente invasión, elaboró

un plan de batalla. Y tan hábil y tal feliz fue al ejecutarlo, que logró vencer y aniquilar por completo

a los pérfidos perturbadores de la paz de su reino.

El triunfo sobre los fanáticos de Varangui le costo desgraciadamente duros sacrificios. Muchos

jóvenes xatrias pagaron con su vida la seguridad del trono y del prestigio de la dinastía. Entre los

muertos, con el pecho atravesado por una flecha, quedó en el campo del combate el príncipe

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Adjamir, hijo del rey Ladava, que se sacrificó patrióticamente en lo más encendido del combate

para salvar la posición que dio a los suyos la victoria.

Terminada la cruenta campaña y asegurada la nueva línea de fronteras, regresó el rey a su

suntuoso palacio de Andra. Impuso sin embargo la rigurosa prohibición de celebrar el triunfo con

las ruidosas manifestaciones con que los hindús solían celebrar sus victorias. Encerrado en sus

aposentos, sólo salía de ellos para oír a sus ministros y sabios brahmanes cuando algún grave

problema lo llamaba a tomar decisiones en interés de la felicidad de sus súbditos.

Con el paso del tiempo, lejos de apagarse los recuerdos de la penosa campaña. La angustia y la

tristeza del rey se fueron agravando. ¿De qué le servían realmente sus ricos palacios, sus

elefantes de guerra, los tesoros inmensos que poseía, si ya no tenía a su lado a aquel que había

sido siempre la razón de su existencia? ¿Qué valor podrían tener a los ojos de un padre

inconsolable las riquezas materiales que no apagan nunca la nostalgia del hijo perdido?

El rey no podía olvidar las peripecias de la batalla en que murió Adjamir. El desgraciado monarca

se pasaba horas y horas trazando en una gran caja de arena las maniobras ejecutadas por las

tropas durante el asalto. Con un surco indicaba la marcha de la infantería; al otro lado,

paralelamente, otro trazo mostraba el avance de los elefantes de guerra. Un poco más abajo,

representada por perfilados círculos dispuestos con simetría, aparecía la caballería mandada por

un viejo Radj, que decía gozar de la protección de Techandra, diosa de la Luna. Por medio de

otras líneas esbozaba el rey la posición de las columnas enemigas desventajosamente colocadas,

gracias a su estrategia en el campo en que se libró la batalla decisiva.

Una vez completado el cuadro de los combatientes con todas las menudencias que recordaba, el

rey borraba todo para empezar de nuevo, como si sintiera el íntimo gozo de revivir los momentos

pasados en la angustia y en la ansiedad.

A la hora temprana en que llegaban al palacio los viejos brahmanes para la lectura de los Vedas,

ya el rey había trazado y borrado en su cajón de arena el plano de la batalla que reproducía

interminablemente.

-¡Desgraciado monarca!, murmuraban los sacerdotes afligidos. Obra como un sudra a quién Dios

privará de la luz de la razón. Sólo Dhanoutara, de los enfermos que amparase al soberano de

Taligana.

Un día, al fin, el rey fue informado de que un joven brahmán -pobre y modesto- solicitaba

audiencia. Ya antes lo había intentado varias veces pero el rey se negaba siempre alegando que

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no estaba en disposición de ánimo para recibir a nadie. Pero esta vez accedió a la petición y

mandó que llevaran a su presencia al desconocido.

Llegando a la gran sala del trono, el brahmán fue interpelado, conforme a las exigencias del ritual,

por uno de los visires del rey.

-¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué deseas de aquel que por voluntad de Vinchú es rey y

señor de Taligana?

-Mi nombre, respondió el joven brahmán, es Lahur Sessa y procedo de la aldea de Namir que

dista treinta días de marcha de esta hermosa ciudad. Al rincón donde vivía llegó la noticia de que

nuestro bondadoso señor pasaba sus días en medio de una profunda tristeza, amargado por la

ausencia del hijo que le había arrebatado por la guerra. Gran mal será para nuestro país, pensé, si

nuestro noble soberano se encierra en sí mismo sin salir de su palacio, como un brahmán ciego

entregado a su propio dolor. Pensé, pues, que convenía inventar un juego que pudiera distraerlo y

abrir en su corazón las puertas de nuevas alegrías. Y ese es el humilde presente que vengo ahora

a ofrecer a nuestro rey Ladava.

Como todos los grandes príncipes citados en esta o aquella página de la historia, tenía el

soberano hindú el grave defecto de ser muy curioso. Cuando que el joven brahmán le ofrecía

como presente un nuevo juego desconocido, el rey no pudo contener el deseo de verlo y apreciar

sin más demora aquel obsequio.

Lo que Sessa traía al rey Ladava era un gran tablero cuadrado dividido en sesenta y cuatro

cuadros o casillas iguales. Sobre este tablero se colocaban, no arbitrariamente, dos series de

piezas que se distinguían una de otra por sus colores blanco y negro. S e repetían simétricamente

las formas ingeniosas de las figuras y había reglas curiosas para moverlas de diversas maneras.

Sessa explicó pacientemente al rey, a los visires y a los cortesanos que rodeaban al monarca, en

qué consistía el juego y les explicó las reglas esenciales:

- Cada jugador dispone de ocho piezas pequeñas: los "Peones". Representan la infantería que se

dispone para avanzar hacia el enemigo para desbaratarlo. Secundando la acción de los peones,

vienen los "Elefantes de guerra", representados por piezas mayores y más poderosos. La

"Caballería", indispensable en el combate, aparece igualmente en el juego simbolizada por dos

piezas que pueden saltar como dos corceles sobre las otras. Y, para intensificar el ataque, se

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incluyen los dos "Visires" del rey, que son dos guerreros llenos de nobleza y prestigio. Otra pieza,

dotada de amplios movimientos, más eficiente y poderosa que las demás, representará el espíritu

de la nacionalidad del pueblo y se llamará la "Reina". Completa la colección una pieza que aislada

vale poco pero es muy fuerte cuando está amparada por las otras. Es el "Rey".

El rey Ladava, interesado por las reglas del juego, no se cansaba de interrogar al interventor:

-¿Y por que la Reina es más fuerte y poderosa que el propio rey?

-Es más poderosa, argumentó Sessa, por que la reina representa en este juego el patriotismo del

pueblo. La mayor fuerza del trono reside principalmente en la exaltación de sus súbditos. ¿Cómo

iba a poder existir el rey el ataque de sus adversarios si no contase con el espíritu de abnegación

y sacrificio de los que le rodean y velan por la integridad de la patria?

Al cabo de pocas horas, el monarca, que había aprendido con rapidez todas las reglas del juego,

lograba ya derrotar a sus visires en una partida impecable.

Sessa intervenía respetuoso de cuando en cuando para aclarar una duda o sugerir un nuevo plan

de ataque o defensa.

En un momento dado observó el rey, con gran sorpresa, que la posición de las piezas, tras las

combinaciones resultantes de los diversos lances, parecía reproducir exactamente la batalla de

Dacsina.

-Observad, le dijo el inteligente brahmán, que para obtener la victoria resulta indispensable el

sacrificio de este visir...

E indicó precisamente la pieza que el rey Ladava había estado a lo largo de la partida defendiendo

o preservando con mayor empeño.

El juicioso Sessa demostraba así que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la

fatalidad para que de él resulten la paz y la libertad de un pueblo.

Al oír tales palabras, el rey Ladava, sin ocultar el entusiasmo que embargaba su espíritu dijo:

-¡No creo que el ingenio humano pueda producir una maravilla comparable a este juego tan

interesante e instructivo! Moviendo estas piezas tan sencillas, acabo de aprender que un rey nada

vale sin el auxilio de y la dedicación constante de sus súbditos, y que a veces, el sacrificio de un

simple peón vale tanto como la pérdida de una poderosa pieza para obtener la victoria.

Y dirigiéndose al joven brahmán, le dijo:

- Quiero recompensarte, amigo mío, por este maravilloso regalo que tanto me ha servido para el

alivio de mis viejas angustias. Dime pues, qué es lo que deseas, dentro de lo que yo pueda darte,

a fin de demostrar cuan agradecido soy a quienes son dignos de recompensa.

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Las palabras con que el rey expresó su generoso ofrecimiento dejaron a Sessa imperturbable. Su

fisonomía serena no reveló la menor agitación, la más insignificante muestra de alegría o de

sorpresa. Los visires lo miraban atónitos y pasmados ante la apatía del brahmán.

-¡Poderoso señor!, replicó el joven mesuradamente pero con orgullo. No deseo más recompensa

por el presente que os he traído, que la satisfacción de haber proporcionado un pasatiempo al

señor de Taligana a fin de que con él alivie las horas prolongadas de la infinita melancolía, Estoy

pues sobradamente recompensado, y cualquier otro premio sería excesivo.

Sonrió desdeñosamente el buen soberano al oír aquella respuesta que reflejaba un desinterés tan

raro entre los ambiciosos hindúes, y no creyendo en la sinceridad de las palabras de Sessa,

insistió:

- Me causa asombro tanto desdén y desamor a los bienes materiales, ¡oh joven! La modestia,

cuando es excesiva, es como el viento que apaga la antorcha y ciega al viajero en las tinieblas de

una noche interminable. Para que pueda el hombre vencer a los múltiples obstáculos que la vida

le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que no impulse a una

meta. Exijo por tanto que escojas sin demora una recompensa digna de tu valioso obsequio.

¿Quieres una bolsa llena de oro? ¿Quieres un arca repleta de joyas? ¿Deseas un palacio?

¿Aceptarías la administración de una provincia? ¡Aguardo tu respuesta y queda la promesa ligada

a mi palabra!.

-Rechazar vuestro ofrecimiento tras lo que acabo de oír, respondió Sessa, sería menos

descortesía que desobediencia. Aceptaré pues la recompensa que ofrecéis por el juego que

inventé. La recompensa habrá de corresponder a vuestra generosidad. No deseo, sin embargo ni

oro, ni tierras, ni palacios. Deseo mi recompensa en granos de trigo.

-¿Granos de trigo?, exclamó el rey sin ocultar su sorpresa ante tan insólita petición. ¿Cómo voy a

pagarte con tan insignificante moneda?

-Nada más sencillo, explicó Sessa. Me daréis un grano de trigo para la primera casilla del tablero;

dos para la segunda; cuatro para la tercera; ocho para la cuarta; y así, doblando sucesivamente

hasta la sexagésima y última casilla del tablero. Os ruego, ¡oh rey!, de acuerdo con vuestra

magnánima oferta, que autoricéis el pago en granos de trigo tal como he indicado...

No solo el rey sino también, los visires, los brahmanes, todos los presentes se echaron a reír

estrepitosamente al oír tan extraña petición. El desprendimiento que había dictado tal demanda

era en verdad como para causar asombro a quien menos apego tuviera a los lucros materiales de

la vida. El joven brahmán, que bien habría podido lograr del rey un palacio o el gobierno de una

provincia, se contentaba con granos de trigo.

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-¡Insensato!, explicó el rey. ¿Dónde aprendiste tan necio desamor a la fortuna? La recompensa

que me pides es ridícula. Bien sabes que en un puñado de trigo hay un número incontable de

granos. Con dos o tres medias te voy a pagar sobradamente, según tu petición doblando el

número de granos a cada casilla del tablero. Esta recompensa que pretendes no llegará a distraer

durante unos días el hambre del último paria de mi reino. Pero en fin, mi palabra fue dada y voy a

hacer que te hagan el pago inmediatamente de acuerdo a tu deseo.

Mandó el rey llamar a los algebristas más hábiles de la corte y ordenó que calcularan la porción de

trigo que Sessa pretendía.

Los sabios calculadores, al cabo de unas horas de profundos estudios, volvieron al salón para

someter al rey el resultado completo de sus cálculos.

El rey les preguntó, interrumpiendo la partida que estaba jugando:

-¿Con cuántos granos de trigo voy a poder al fin corresponder a la promesa que hice al joven

Sessa?

-¡Rey magnánimo!, declaró el más sabio de los matemáticos. Calculamos el número granos de

trigo y obtuvimos un número cuya magnitud es inconcebible para la imaginación humana.

Calculamos en seguida con el mayor rigor de cuantas ceiras correspondían a ese número total de

granos y llegamos a la siguiente conclusión: el trigo que habrá de darle a Lahur Sessa equivale a

una montaña teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien veces más alta que el

Himalaya. Sembrados todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de

trigo que según vuestra promesa corresponde en derecho al joven Sessa.

¿Cómo describir aquí la sorpresa y el asombro que estas palabras causaron al rey Ladava y a sus

dignos visires? El soberano hindú se veía por primera vez ante la imposibilidad de cumplir la

palabra dada.

Lahur Sessa -dicen las crónicas de aquel tiempo- como buen súbdito no quiso afligir más a su

soberano. Después de declarar públicamente que olvidaba la petición que había hecho y liberaba

al rey de la obligación del pago conforme a la palabra dada, se dirigió respetuosamente al

monarca y habló así:

-Meditad, ¡oh rey!, sobre la gran verdad que los brahmanes prudentes tantas veces dicen y

repiten: los hombres más inteligentes se observan a veces no sólo ante la apariencia engañosa de

los números sino también con la falsa modestia de los ambiciosos. Infeliz aquel que toma sobre

sus hombros el compromiso de una deuda cuya magnitud no puede valorar con la tabla de cálculo

de su propia inteligencia. ¡Más inteligente es quien mucho alaba y poco promete!.

Y tras ligera pausa, añadió:

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-¡Menos aprendemos con la ciencia vana de los brahmanes que con la experiencia directa de la

vida y de sus lecciones constantes, tantas veces desdeñadas! El hombre que más vive, más

sujeto está a las inquietudes morales, aunque no las quiera. Se encontrará ahora triste, luego

alegre, hoy fervoroso, mañana tibio; ora activo, ora perezoso; la compostura alternará con la

liviandad. Sólo el verdadero sabio instruido en las reglas espirituales se eleva por encima de esas

vicisitudes y por encima de todas las alternativas.

Esas inesperadas y tan sabias palabras penetraron profundamente en el espíritu del rey.

Olvidando la montaña de trigo que sin querer había prometido al joven brahmán, le nombró primer

visir.

Y Lahur Sessa, distrayendo al rey con ingeniosas partidas de ajedrez y orientándolo con sabios y

prudentes consejos, prestó los más señalados beneficios al pueblo y al país para mayor seguridad

del trono y mayor gloria de su patria.

EL DIABLO DE LOS NÚMEROS

LA TERCERA NOCHE

A Robert no le importaba que el diablo de los números le asediara en sueños de vez en cuando.

¡Al contrario! Sin duda el anciano era un sabelotodo, y sus ataques de ira no resultaban

especialmente atractivos. Nunca se podía saber cuándo se hincharía y le gritaría a uno, con la

cabeza enrojecida. Pero todo eso seguía siendo mejor, mucho mejor, que ser engullido por un pez

viscoso o que resbalar más y más hacia un agujero negro.

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Además, Robert se había propuesto demostrar al diablo de los números, si es que volvía, que él no se acababa de caer de una higuera. Había que darle a ese tipo en las narices, pensó Robert antes de dormirse. Sabe Dios qué se había creído, él y sus ceros. En realidad, él mismo no era mucho más que un cero: ¡un simple fantasma de los sueños! Sólo había que despertar… y desaparecía. Pero, para darle en las narices, Robert tenía que empezar por soñar con el diablo de los números, y para soñar con él tenía que dormirse. Se dio cuenta de que no era tan fácil. Estaba despierto dando vueltas en la cama. Nunca le había ocurrido antes. — ¿ Por qué das tantas vueltas? —preguntó el diablo de los números. Robert vio que su cama estaba en una cueva. El anciano estaba sentado ante él, haciendo girar su bastón en el aire. —¡En pie, Robert! —dijo—. ¡Hoy vamos a dividir! —¿Es preciso? —preguntó Robert—. Por lo menos podrías haber esperado a que me durmiera. Además, no soporto las divisiones. — ¿Por qué no? —Mira, cuando se trata de sumar, restar o multiplicar, salen todas las cuentas. Sólo al dividir no. Entonces suele quedar algún resto; me parece una pesadez. —La pregunta es cuándo. —Cuándo qué? —preguntó Robert. —Cuándo queda un resto y cuándo no —le explicó el diablo de los números—. Ése es el punto de partida. A algunos números se les ve en la cara que se les puede dividir sin que quede resto. —Está claro —dijo Robert—. Los números pares siempre salen cuando se les divide entre dos. ¡No hay problema! Y los números de la tabla del tres también se pueden dividir fácilmente:

9: 3 15:3

etc. Es igual que al multiplicar, sólo que al revés:

3 x 5=15 y

15:3=5 »Para eso no me hace falta ningún diablo de los números, puedo hacerlo solo.

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Hubiera sido mejor para Robert no decir eso. De un tirón el anciano lo sacó de la cama. Le temblaba el bigote, se le empezó a enrojecer la nariz. y su cabeza pareció hincharse. —¡No tienes ni idea! —gritó—. ¡Sólo porque te has aprendido de memoria la tabla de multiplicar te crees que sabes algo! ¡No sabes ni una castaña! Ya vuelve a empezar, pensó Robert. Primero me saca de la cama y luego se enfada porque no me apetece dividir no sé qué números. —Me acerco por pura bondad a este principiante para enseñarle algo, y en cuanto abro la boca se pone descarado. — ¿A esto llamas tú ser bondadoso? —le preguntó Robert. Le hubiera gustado salir corriendo. Pero ¿cómo se sale de un sueño? Miró a su alrededor y no pudo encontrar la salida de la cueva. — ¿Adónde quieres ir? —Fuera de aquí. — ¡Si sales corriendo ahora no volverás a verme! —Amenazó el diablo de los números—. Por lo que a mí concierne, puedes aburrirte a muerte con tu estimado señor Bockel y comer trenzas hasta ponerte malo.

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Robert pensó: el más listo cede. —Perdona —dijo—: no lo dije con mala intención. —Pues mejor. La ira del anciano se calmó tan rápido como había venido. —Diecinueve —murmuró—. Prueba con el 19. Intenta dividirlo en partes iguales de forma que no quede nada. Robert reflexionó. —Eso sólo se puede hacer de una manera —dijo al fin—. Lo dividiré en diecinueve partes iguales. —Eso no vale —respondió el diablo de los números. —O lo dividiré entre cero. —Eso no vale en ningún caso. — ¿Y por qué no vale? —Porque está prohibido. Dividir por cero está estrictamente prohibido. — ¿Y si aun así lo hago? — ¡Entonces las Matemáticas saltarían en pedazos! —el diablo de los números empezaba a excitarse otra vez. Pero, por suerte, se controló y dijo—: Reflexiona. ¿Qué debería salir si divides 19 entre cero? —No lo sé. Quizá cien o cero o cualquier número intermedio. —Antes has dicho que no había más que hacerlo al revés, entonces era con el tres:

3x15=5 Así que

15:3=5 »Ahora prueba con el 19 y con el cero. Robert calculó. —19 entre cero… digamos, 190. — ¿Y viceversa? —190 por cero… 190 por cero… es cero. — ¿Lo ves? Da igual el número que escojas, siempre saldrá cero y nunca 19. ¿Qué se deduce de ello? Que no puedes dividir entre cero ningún número, porque sólo saldría una idiotez. —Está bien —dijo Robert—, lo dejare. Pero ¿ qué hago entonces con el 19? Da igual entre lo que lo divida, entre 2, entre 3, entre 4, 5, 6, 7, 8… siempre queda resto.

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—Ven aquí —dijo el anciano a Robert—, voy a contarte una cosa. Robert se inclinó hacia él, tan cerca que el bigote del anciano le hizo cosquillas en el oído, y el diablo de los números le susurró un secreto:

—Tienes que saber que existen números, absolutamente normales, que se pueden dividir; y luego están los otros, aquellos con los que eso no funciona. Yo los prefiero. ¿Y sabes por qué? Porque son números de primera. Los matemáticos llevan mil años rompiéndose la cabeza con ellos. Son unos números maravillosos. Por ejemplo el once, el trece o el diecisiete. Robert se sorprendió, porque de repente el diablo de los números parecía extasiado, como si estuviera disolviendo en la boca una golosina. —Y ahora por favor, dime, querido Robert: ¿cuáles son los dos primeros números de primera? —Cero —dijo Robert para enfadarle. — ¡El cero está prohibido! —gritó el anciano, volviendo a esgrimir su bastón.

—Entonces el uno. —El uno no cuenta. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! —Está bien —dijo Robert—. No te excites. El dos. Y el tres también, por lo menos eso creo. El cuatro no, ya lo hemos probado. El cinco seguro, el cinco no se puede dividir. Bueno, etcétera. —Já. ¿Qué significa etcétera? El anciano había vuelto a calmarse. Incluso se frotaba las manos. Era indicio seguro de que guardaba en la manga un truco muy especial.

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—Eso es lo bonito en los números de primera —dijo—. Nadie sabe de antemano cómo sigue la lista de los números de primera, excepto yo, naturalmente; pero yo no se la cuento a nadie. — ¿Tampoco a mí? — ¡A nadie! ¡Nunca! La gracia es ésa: no se ve en un número si es de primera o no. Nadie puede saberlo de antemano. Hay que probarlo. — ¿Cómo? —Enseguida lo veremos. Empezó a pintar con su bastón en la pared de la cueva todos los números del 2 al 50. Cuando terminó, el cuadro era el siguiente:

—Bien, querido muchacho, ahora coge mi bastón. Cuando averigües que un número no es de primera, no tienes más que tocarlo con él y desaparecerá. — ¡Pero falta el uno! —Se quejó Robert—. ¡Y el cero! — ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! Esos dos no son números como los demás. No son ni de primera ni de no primera. ¿Ya no te acuerdas de lo que soñaste al principio del todo?: ¿que todos los demás números han surgido del uno y del cero? —Como tú digas —dijo Robert—. Empezaré por borrar los números pares, porque dividirlos entre dos es una nimiedad. —Excepto el dos —le advirtió el anciano—. Es de primera, no lo olvides. Robert cogió el bastón y empezó. En un abrir y cerrar de ojos, la pared de números tenía el siguiente aspecto:

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—Y ahora sigo con el tres. El tres es de primera.

Todo lo que sale en la tabla del tres no es de primera, porque se puede dividir entre tres: 6, 9, 12, etcétera. Robert borró la serie del tres, y quedaron:

—Luego, la serie del cuatro. Ah, no, no tenemos que preocuparnos de los números que son

divisibles entre cuatro, ya los hemos quitado, porque el cuatro no es de primera, sino 2 x 2. Pero el

cinco es de primera. El diez claro que no, ya ha desaparecido, porque es 2 x 5.

—Y también puedes borrar todos los demás que terminen en cinco —dijo el anciano. —Claro:

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Ahora Robert estaba encantado: —Podemos olvidarnos del seis —exclamó—, es 2 x 3. Pero el siete es de primera. — ¡De primera! —exclamó el diablo de los números. —El once también. — ¿Y cuáles nos quedan?

Bueno, querido lector, querida lectora, eso tienes que averiguarlo por ti mismo. Coge un rotulador de punta gorda y sigue hasta que no queden más que números de primera. Entre nosotros: son exactamente quince, ni uno más ni uno menos.

—Bien hecho, Robert. El diablo de los números se encendió una pipa y rió por lo bajo. — ¿De qué te ríes? —preguntó Robert. —Sí, hasta cincuenta aún se puede hacer —dijo el diablo de los números. Se había puesto cómodo en su asiento y sonreía perverso—. Pero piensa en un número como

10 000 019 o

141 421 356 237 307 » ¿Es de primera o no? ¡Si supieras cuántos buenos matemáticos se han roto ya la cabeza pensando en esto! Incluso los mayores diablos de los números pinchan en hueso al tocar este asunto.

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—Antes dijiste que sabías cómo sigue la serie de los números de primera, pero que no querías decirlo. —Bueno, la verdad es que exageré un poco. Está bien que lo admitas —dijo Robert—. A veces, más que el diablo de los números pareces e papa de los números. —Las gentes más simples lo intentan con gigantescas computadoras. Se pasan meses calculando hasta que echan humo. Has de saber que el truco que te he enseñado de borrar primero la—serie del dos, luego la del tres y después la del cinco, etcétera, es un trasto viejo. No está mal, pero cuando se trata de grandes cifras duraría una eternidad. Entre tanto hemos ideado toda clase de refinados métodos, pero, por astutos que sean, cuando se trata de los números de primera siempre nos atascamos. Eso es lo diabólico en ellos, y lo diabólico es divertido, ¿no te parece? Mientras lo decía, el diablo de los números trazaba complacido círculos con su bastón. —S pero ¿de qué sirve todo ese romperse la cabeza? —preguntó Robert. —No hagas preguntas tontas! Eso es precisamente lo emocionante: que en el reino de los números las cosas no son tan aburridas como con tu señor Bockel. ¡Él y sus trenzas! Alégrate de que te revele tales secretos. Por ejemplo el siguiente: coge cualquier número mayor que uno, no importa cuál, y duplícalo. —222 —dijo Robert—. Y 444. —Entre un número así y su doble siempre, pero SIEMPRE, hay al menos un número de primera. — ¿Estás seguro? —307 —dijo el anciano—. Pero funciona también con cifras inmensas. — ¿Cómo lo sabes? — ¡Oh¡, aún falta lo mejor —dijo el anciano, incorporándose. Ya no había forma de pararlo—. Coge cualquier número par, no importa cuál, siempre que sea mayor que dos, y te demostraré que es la suma de dos números de primera. —48 —exclamó Robert. —Treinta y uno más diecisiete —dijo el anciano, sin pensárselo demasiado.

—34 —gritó Robert.

—Veintinueve y cinco —respondió el anciano. Ni siquiera se quitó la pipa de la boca. — ¿Y sale siempre? — se admiró Robert—. ¿Cómo es posible? ¿Por qué es así?

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—Sí —dijo el anciano; frunció el ceño y se quedó mirando los anillos de humo que lanzaba al aire—, eso me gustaría saber a mí. Casi todos los diablos de los números que conozco han intentado averiguarlo. La cuenta sale siempre, sin excepción, pero nadie sabe por qué. Nadie ha podido demostrar que es así. ¡Eso sí que es fuerte!, pensó Robert, y no pudo por menos que reír. —Me parece realmente de primera —dijo. Le gustaba que el diablo de los números contara esas cosas. Como siempre que no sabía cómo seguir, ponía una cara un poco irritada, pero enseguida aspiró su pipa y se echó a reír también. —No eres tan tonto como pareces, querido Robert. Lástima, tengo que irme. Esta noche aún tengo que visitar a unos cuantos matemáticos. Me divierte atormentar un poquito a esos tipos. Y enseguida se hizo cada vez más tenue. No, no exactamente tenue, cada vez más transparente, y luego la cueva se quedó vacía. Sólo una nubecilla de humo seguía flotando en el aire. Las cifras pintadas en la pared se borraron ante los ojos de Robert, y la cueva se le antojó blanda y cálida como un edredón. Intentó recordar qué era lo maravilloso de los números de primera, pero sus pensamientos se hicieron cada vez más blancos y nubosos, como una montaña de blanco algodón. Pocas veces había dormido así de bien.

¿Y tú? Si aún no has caído, te contaré un último truco. No sólo funciona con los números ¡Pares, sino también con los impares. Escoge uno. Sólo tiene que ser mayor que Cinco. Digamos el 55 ó el 27. También éstos puedes componerlos a base de números de primera, sólo que no necesitarás dos, sino tres. Tomemos por ejemplo el 55:

55=5+ 19+31 Prueba con el 27. Verás que sale SIEMPRE, aunque no sepa decirte Por qué.

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El Hombre que Calculaba

Malba Tahan

Capítulo I: En el que se narran las divertidas circunstancias de mi encuentro con un singular

viajero camino de la ciudad de Samarra, en la Ruta de Bagdad. Qué hacía el viajero y cuáles eran

sus palabras.

¡En el nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! Iba yo cierta vez al paso lento de mi camello por la Ruta de Bagdad de vuelta de una excursión a la famosa ciudad de Samarra, a orillas del Tigris, cuando vi, sentado en una piedra, a un viajero modestamente vestido que parecía estar descansando de las fatigas de algún viaje. Me disponía a dirigir al desconocido el trivial salam de los caminantes, cuando, con gran sorpresa por mi parte, vi que se levantaba y decía ceremoniosamente: -Un millón cuatrocientos veintitrés mil setecientos cuarenta y cinco...

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Se sentó enseguida y quedó en silencio, con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera absorto en profundas meditaciones. Me paré a cierta distancia y me quedé observándolo como si se tratara de un monumento histórico de los tiempos legendarios. Momentos después, el hombre se levantó de nuevo y, con voz pausada y clara, cantó otro número igualmente fabuloso: -Dos millones trescientos veintiún mil ochocientos sesenta y seis... Y así, varias veces, el raro viajero se puso en pie y dijo en voz alta un número de varios millones, sentándose luego en la tosca piedra del camino. Sin poder refrenar mi curiosidad, me acerqué al desconocido, y, después de saludarlo en nombre de Allah -con Él sean la oración y la gloria- le pregunté el significado de aquellos números que sólo podrían figurar en cuentas gigantescas. -Forastero, respondió el Hombre que Calculaba, no censuro la curiosidad que te ha llevado a perturbar mis cálculos y la serenidad de mis pensamientos. Y ya que supiste dirigirte a mí con delicadeza y cortesía, voy a atender a tus deseos. Pero para ello necesito contarte antes la historia de mi vida. Y relató lo siguiente, que por su interés voy a transcribir con toda fidelidad:

Capítulo II: Donde Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, cuenta la historia de su vida. Cómo

quedé informado de los cálculos prodigiosos que realizaba y de cómo venimos a convertirnos en

compañeros de jornada.

-Me llamo Beremiz Samir, y nací en la pequeña aldea de Khoi, en Persia, a la sombra de la pirámide inmensa formada por el monte Ararat. Siendo aún muy joven empecé a trabajar como pastor al servicio de un rico señor de Khamat.

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Todos los días, al amanecer, llevaba a los pastos el gran rebaño y me veía obligado a devolverlo a su redil antes de caer la noche. Por miedo a perder alguna oveja extraviada y ser, por tal negligencia, severamente castigado, las contaba varias veces al día. Así fui adquiriendo poco a poco tal habilidad para contar que, a veces, de una ojeada contaba sin error todo el rebaño. No contento con eso, pasé luego a ejercitarme contando los pájaros cuando volaban en bandadas por el cielo. Poco a poco fui volviéndome habilísimo en este arte. Al cabo de unos meses -gracias a nuevos y constantes ejercicios contando hormigas y otros insectos- llegué a realizar la proeza increíble de contar todas las abejas de un enjambre. Esta hazaña de calculador nada valdría, sin embargo, frente a las muchas otras que logré más tarde. Mi generoso amo poseía, en dos o tres distantes oasis, grandes plantaciones de datileras, e, informado de mis habilidades matemáticas, me encargó dirigir la venta de sus frutos, contados por mí en los racimos, uno a uno. Trabajé así al pie de las palmeras cerca de diez años. Contento con las ganancias que le procuré, mi bondadoso patrón acaba de concederme cuatro meses de reposo y ahora voy a Bagdad pues quiero visitar a unos parientes y admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de la famosa ciudad. Y, para no perder el tiempo, me ejercito durante el viaje contando los árboles que hay en ésta región, las flores que la embalsaman y los pájaros que vuelan por el cielo entre nubes. Y señalándome una vieja higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió: -Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que cada rama tiene como promedio, trescientas cuarenta y siete hojas, es fácil concluir que aquel árbol tiene un total de noventa y ocho mil quinientas cuarenta y ocho hojas. ¿No cree, amigo mío? -¡Maravilloso! -exclamé atónito. Es increíble que un hombre pueda contar, de una ojeada, todas las ramas de un árbol y las flores de un jardín…. Esta habilidad puede procurarle a cualquier persona inmensas riquezas... -¿Usted cree? -se asombró Beremiz. Jamás se me ocurrió pensar que contando los millones de hojas de los árboles y los enjambres de abejas se pudiera ganar dinero. ¿A quién le puede interesar cuántas ramas tiene un árbol o cuántos pájaros forman la bandada que cruza por el cielo? -Su admirable habilidad -le expliqué puede emplearse en veinte mil casos distintos. En una gran capital como Constantinopla, o incluso en Bagdad, sería usted un auxiliar precioso ' para el Gobierno. Podría calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil le sería evaluar los recursos del país, el valor de las cosechas, los impuestos, las mercaderías y todos los recursos del Estado. Le aseguro -por las relaciones que tengo, pues soy bagdalí que no le será difícil obtener algún puesto destacado junto al califa Al-Motacén, nuestro amo y señor. Tal vez pueda llegar al cargo de visir-tesorero o desempeñar las funciones de secretario de la Hacienda musulmana. -Sí es así en verdad, no, lo dudo respondió el calculador. Me voy a Bagdad. Y sin más preámbulos se acomodó como pudo en mi camello -el único que llevábamos-, y nos pusimos a caminar por el largo camino cara a la gloriosa ciudad.

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Desde entonces, unidos por este encuentro casual en medio de la agreste ruta, nos hicimos compañeros y amigos inseparables. Beremiz era un hombre de genio alegre y comunicativo. Muy joven aún -pues no había cumplido todavía los veintiséis años- estaba dotado de una inteligencia extraordinariamente viva y de notables aptitudes para la ciencia de los números. Formulaba a veces, sobre los acontecimientos más triviales de la vida, comparaciones inesperadas que denotaban una gran agudeza matemática. Sabía también contar historias y narrar episodios que ilustraban su conversación, ya de por sí atractiva y curiosa. A veces se quedaba en silencio durante varias horas, encerrado en un mutismo impenetrable, meditando sobre cálculos prodigiosos. En esas ocasiones me esforzaba en no perturbarlo. Le dejaba tranquilo, para que pudiera hacer, con los recursos de su privilegiada memoria, descubrimientos fascinantes en los misteriosos arcanos de la Matemática, la ciencia que los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.

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Capítulo III: Donde se narra la singular aventura de los treinta y cinco camellos que tenían que ser repartidos entre tres hermanos árabes. Cómo Beremiz Samir, el Hombre que Calculaba, efectuó un reparto que parecía imposible, dejando plenamente satisfechos a los tres querellantes. El lucro inesperado que obtuvimos con la transacción. Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Álgebra. Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos. Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceando como posesos, se oían exclamaciones: -i Que no puede ser! -¡Es un robo! -¡Pues yo no estoy de acuerdo! El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que discutían. -Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos. Según la voluntad expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamed Namir una tercera parte y a Harim, el más joven, sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proceder a tal partición? -Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me comprometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora. En este punto intervine en la cuestión. -¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin el camello? -No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a que conclusión llegamos. Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el menor titubeo mi bello jamal, que, inmediatamente, pasó a incrementar la cáfila que debía ser repartida entre los tres herederos. -Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos, que como ahora ven son 36.

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Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así: -Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división. Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó: -Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar, pues también tú sales ganando en la división. Y por fin dijo al más joven: -Y tú, joven Harim Namir, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también notable y bien podrás agradecerme el resultado. Y concluyó con la mayor seguridad: -Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado 18 + 12 + 4- de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como saben, pertenece al bagdalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema de la herencia. - Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y equidad. Y el astuto Beremiz -el Hombre que Calculaba- tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el animal que me pertenecía: -Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial servicio. Y seguimos camino hacia Bagdad. Capítulo IV: De nuestro encuentro con un rico jeque, malherido y hambriento. La propuesta que nos hizo sobre los ocho panes que llevábamos, y cómo se resolvió, de manera imprevista, el reparto equitativo de las ocho monedas que recibimos en pago. Las tres divisiones de Beremiz: la división simple, la división cierta y la división perfecta. Elogio que un ilustre visir dirigió al Hombre que Calculaba. Tres días después, nos acercábamos a las ruinas de una pequeña aldea denominada Sippar cuando encontramos caído en el camino a un pobre viajero, con las ropas desgarradas y al parecer gravemente herido. Su estado era lamentable. Acudimos en socorro del infeliz y él nos narró luego sus desventuras. Se llamaba Salem Nasair, y era uno de los más ricos mercaderes de Bagdad. Al regresar de Basora, pocos días antes, con una gran caravana, por el camino de el-Hilleh, fue atacado por una

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chusma de nómadas persas del desierto. La caravana fue saqueada y casi todos sus componentes perecieron a manos de los beduinos. Él -el jefe- consiguió escapar milagrosamente, oculto en la arena, entre los cadáveres de sus esclavos. Al concluir la narración de su desgracia, nos preguntó con voz ansiosa: -¿Traéis quizá algo de comer? Me estoy muriendo de hambre... -Me quedan tres panes -respondí. -Yo llevo cinco, dijo a mi lado el Hombre que Calculaba. -Pues bien, sugirió el jeque, yo os ruego que juntemos esos panes y hagamos un reparto equitativo. Cuando llegue a Bagdad prometo pagar con ocho monedas de oro el pan que coma. Así lo hicimos. Al día siguiente, al caer la tarde, entramos en la célebre ciudad de Bagdad, perla de Oriente. Al atravesar la vistosa plaza tropezamos con un aparatoso cortejo a cuyo frente iba, en brioso alazán, el poderoso Ibrahim Maluf, uno de los visires. El visir, al ver al jeque Salem Nasair en nuestra compañía le llamó, haciendo detener a su brillante comitiva, y le preguntó: -¿Qué te pasó, amigo mío? ¿Cómo es que llegas a Bagdad con las ropas destrozadas y en compañía de estos dos desconocidos? El desventurado jeque relató minuciosamente al poderoso ministro todo lo que le había ocurrido en el camino, haciendo los mayores elogios de nosotros. -Paga inmediatamente a esos dos forasteros, le ordenó el gran visir. Y sacando de su bolsa 8 monedas de oro se las dio a Salem Nasair, diciendo: -Te llevaré ahora mismo al palacio, pues el Defensor de los Creyentes deseará sin duda ser informado de la nueva afrenta que los bandidos y beduinos le han infligido al atacar a nuestros amigos y saquear una de nuestras caravanas en territorio del Califa. El rico Salem Nasair nos dijo entonces: -Os dejo, amigos míos. Quiero, sin embargo, repetiros mi agradecimiento por el gran auxilio que me habéis prestado. Y para cumplir la palabra dada, os pagaré lo que tan generosamente disteis. Y dirigiéndose al Hombre que Calculaba le dijo: -Recibirás cinco monedas por los cinco panes. Y volviéndose a mí, añadió:

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-Y tú, ¡Oh, bagdalí!, recibirás tres monedas por los tres panes. Mas con gran sorpresa mía, el calculador objetó respetuoso: -¡Perdón, oh, jeque! La división, hecha de ese modo, puede ser muy sencilla, pero no es matemáticamente cierta. Si yo entregué 5 panes he de recibir 7 monedas; mi compañero bagdalí, que dio 3 panes, debe recibir una sola moneda. -¡Por el nombre de Mahoma intervino el visir Ibrahim, interesado vivamente por el caso. ¿Cómo va a justificar este extranjero tan disparatado reparto? Si contribuiste con 5 panes ¿por qué exiges 7 monedas?, y si tu amigo contribuyó con 3 panes ¿por qué afirmas que él debe recibir sólo una moneda? El Hombre que Calculaba se acercó a prestigioso ministro y habló así: -Voy a demostraros ¡Oh, visir!, que la división de las 8 monedas por mí propuesta es matemáticamente cierta. Cuando, durante el viaje, teníamos hambre, yo sacaba un pan de la caja en que estaban guardados, lo dividía en tres pedazos, y cada uno de nosotros comía uno. Si yo aporté 5 panes, aporté, por consiguiente, 15 pedazos ¿no es verdad? Si mi compañero aportó 3 panes, contribuyó con 9 pedazos. Hubo así un total de 24 pedazos, correspondiendo por tanto 8 pedazos a cada uno. De los 15 pedazos que aporté, comí 8; luego di en realidad 7. Mi compañero aportó, como dijo, 9 pedazos, y comió también 8; luego sólo dio 1. Los 7 que yo di y el restante con que contribuyó el bagdalí formaron los 8 que correspondieron al jeque Salem Nasair. Luego, es justo que yo reciba siete monedas y mi compañero sólo una. El gran visir, después de hacer los mayores elogios del Hombre que Calculaba, ordenó que le fueran entregadas las siete monedas, pues a mí, por derecho, sólo me correspondía una. La demostración presentada por el matemático era lógica, perfecta e incontestable. Sin embargo, si bien el reparto resultó equitativo, no debió satisfacer plenamente a Beremiz, pues éste dirigiéndose nuevamente al sorprendido ministro, añadió: -Esta división, que yo he propuesto, de siete monedas para mí y una para mi amigo es, como demostré ya, matemáticamente clara, pero no perfecta a los ojos de Dios. Y juntando las monedas nuevamente las dividió en dos partes iguales. Una me la dio a mí -cuatro monedas- y se quedó la otra. -Este hombre es extraordinario, declaró el visir. No aceptó la división propuesta de ocho dinares en dos partes de cinco y tres respectivamente, y demostró que tenía derecho a percibir siete y que su compañero tenía que recibir sólo un dinar. Pero luego divide las ocho monedas en dos partes iguales y le da una de ellas a su amigo. Y añadió con entusiasmo: -¡Mac Allah! Este joven, aparte de parecerme un sabio y habilísimo en los cálculos de Aritmética, es bueno para el amigo y generoso para el compañero. Hoy mismo será mi secretario.

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-Poderoso Visir, dijo el Hombre que Calculaba, veo que acabáis de realizar con 29 palabras, y con un total de 135 letras, la mayor alabanza que oí en mi vida, y yo, para agradecéroslo tendré que emplear exactamente 58 palabras en las que figuran nada menos que 270 letras. ¡Exactamente el doble! ¡Que Allah os bendiga eternamente y os proteja! ¡Seáis vos por siempre alabado! La habilidad de mi amigo Beremiz llegaba hasta el extremo de contar las palabras y las letras del que hablaba, y calcular las que iba utilizando en su respuesta para que fueran exactamente el doble. Todos quedamos maravillados ante aquella demostración de envidiable talento.

Malditas matemáticas: Alicia en el país de los números

1. Las matemáticas no sirven para nada

Alicia estaba sentada en un banco del parque que había al lado de su casa, con un libro y un

cuaderno en el regazo y un bolígrafo en la mano. Lucía un sol espléndido y los pájaros alegraban

la mañana con sus trinos, pero la niña estaba de mal humor. Tenía que hacer los deberes.

—¡Malditas matemáticas! ¿Por qué tengo que perder el tiempo con estas ridículas cuentas en vez

de jugar o leer un buen libro de aventuras? —se quejó en voz alta—. ¡Las matemáticas no sirven

para nada!

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Como si su exclamación hubiera sido un conjuro mágico, de detrás de unos matorrales que había

junto al banco en el que estaba sentada salió un curioso personaje: era un individuo larguirucho,

de rostro melancólico y vestido a la antigua; parecía recién salido de una ilustración de un viejo

libro de Dickens que había en casa de la abuela, pensó Alicia.

—¿He oído bien, jovencita? ¿Acabas de decir que las matemáticas no sirven para nada? —

preguntó entonces el hombre con expresión preocupada.

—Pues sí, eso he dicho. ¿Y tú quién eres? No serás uno de esos individuos que molestan a

las niñas en los parques...

—Depende de lo que se entienda por molestar. Si las matemáticas te disgustan tanto como

parecen indicar tus absurdas quejas, tal vez te moleste la presencia de un matemático,

—¿Eres un matemático? Más bien pareces uno de esos poetas que van por ahí deshojando

margaritas.

—Es que también soy poeta.

—A ver, recítame un poema.

—Luego, tal vez. Cuando uno se encuentra con una niña testaruda que dice que las

matemáticas no sirven para nada, lo primero que tiene que hacer es sacarla de su error.

—¡Yo no soy una niña testaruda! —protestó Alicia—. ¡Y no voy a dejar que me hables de

mates!

—Es una actitud absurda, teniendo en cuenta lo mucho que te interesan los números.

—¿A mí? ¡Qué risa! No me interesan ni un poquito así—replicó ella juntando las yemas del índice

y el pulgar hasta casi tocarse—. No sé nada de mates, ni ganas.

—Te equivocas. Sabes más de lo que crees. Por ejemplo, ¿cuántos años tienes?

—Once.

—¿Y cuántos tenías el año pasado?

—Vaya pregunta más tonta: diez, evidentemente.

—¿Lo ves? Sabes contar, y ése es el origen y la base de todas las matemáticas. Acabas de

decir que no sirven para nada; pero ¿te has parado alguna vez a pensar cómo sería el mundo si

no tuviéramos los números, si no pudiéramos contar?

—Sería más divertido, seguramente.

—Por ejemplo, tú no sabrías que tienes once años. Nadie lo sabría y, por lo tanto, en vez de

estar tan tranquila ganduleando en el parque, a lo mejor te mandarían a trabajar como a una

persona mayor.

—¡Yo no estoy ganduleando, estoy estudiando matemáticas!

—Ah, estupendo. Es bueno que las niñas de once años estudien matemáticas. Por cierto, ¿sabes

cómo se escribe el número once?

—Pues claro; así —contestó Alicia, y escribió 11 en su cuaderno.

—Muy bien. ¿Y por qué esos dos unos juntos representan el número once?

—Pues porque sí. Siempre ha sido así.

—Nada de eso. Para los antiguos romanos, por ejemplo, dos unos juntos no representaban el

número once, sino el dos —replicó el hombre, y, tomando el bolígrafo de Alicia, escribió un gran II

en el cuaderno.

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—Es verdad —tuvo que admitir ella—. En casa de mi abuela hay un reloj del tiempo de los

romanos y tiene un dos como ése.

—Y, bien mirado, parece lo más lógico, ¿no crees?

—¿Por qué?

—Si pones una manzana al lado de otra manzana, tienes dos manzanas, ¿no es cierto?

—Claro.

—Y si pones un uno al lado de otro uno, tienes dos unos, y dos veces uno es dos.

—Pues es verdad, nunca me había fijado en eso. ¿Por qué 11 significa once y no dos?

—¿Me estás haciendo una pregunta de matemáticas?

—Bueno, supongo que sí.

—Pues hace un momento has dicho que no querías que te hablara de matemáticas. Eres

bastante caprichosa. Cambias constantemente de opinión.

—¡Sólo he cambiado de opinión una vez! —protestó Alicia—. Además, no quiero que me hables

de matemáticas, sólo que me expliques lo del once.

—No puedo explicarte sólo lo del once, porque en matemáticas todas las cosas están

relacionadas entre sí, se desprenden unas de otras de forma lógica. Para explicarte por qué el

número once se escribe como se escribe, tendría que contarte la historia de los números desde el

principio.

—¿Es muy larga?

—Me temo que sí.

—No me gustan las historias muy largas; cuando llegas al final, ya te has olvidado del

principio.

—Bueno, en vez de la historia de los números propiamente dicha, puedo contarte un cuento, que

viene a ser lo mismo...

2. El cuento de la cuenta

—Había una vez, hace mucho tiempo, un pastor que solamente tenía una oveja —empezó el

hombre—. Como sólo tenía una, no necesitaba contarla: si la veía, es que la oveja estaba allí; si

no la veía, es que no estaba, y entonces iba a buscarla... Al cabo de un tiempo, el pastor

consiguió otra oveja. La cosa ya era más complicada, pues unas veces las veía a ambas, otras

veces sólo veía una, y otras ninguna...

—Ya sé cómo sigue la historia —lo interrumpió Alicia—. Luego el pastor tuvo tres ovejas, luego

cuatro..., y si seguimos contando más ovejas me quedaré dormida.

—No seas impaciente, que ahora viene lo bueno. Efectivamente, el rebaño del pastor iba

creciendo poco a poco, y cada vez le costaba más comprobar, de un solo golpe de vista, si

estaban todas las ovejas o faltaba alguna. Pero cuando tuvo diez ovejas hizo un descubrimiento

sensacional: si levantaba un dedo por cada oveja y no faltaba ninguna, tenía que levantar todos

los dedos de las dos manos.

—Vaya tontería de descubrimiento —comentó Alicia.

—A ti te parece una tontería porque te enseñaron a contar de pequeña, pero al pastor nadie le

había enseñado. Y no me interrumpas... Mientras el pastor sólo tuvo diez ovejas, todo fue bien;

pero pronto consiguió algunas más, y entonces ya no le bastaban los dedos.

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—Podía usar los dedos de los pies.

—Si hubiera ido descalzo, tal vez —convino él—. De hecho, algunas culturas antiguas los

usaban, y por eso contaban de veinte en veinte en vez de hacerlo de diez en diez como nosotros.

Pero el pastor llevaba alpargatas, y habría sido muy incómodo tener que descalzarse para contar.

De modo que se le ocurrió una idea mejor: cuando se le acababan los diez dedos, metía una

piedrecita en su cuenco de madera, y volvía a empezar a contar con los dedos a partir de uno,

pero sabiendo que la piedra del cuenco valía por diez.

—¿Y no era más fácil acordarse de que ya había usado los dedos una vez?

—Como dice el proverbio, sólo los tontos se fían de su memoria. Además, ten en cuenta que

nuestro pastor sabía que su rebaño iba a seguir creciendo, por lo que necesitaba un sistema que

sirviera para contar cualquier cantidad de ovejas. Por otra parte, la idea de las piedras le vino muy

bien para descansar las manos, pues en vez de levantar los dedos para la primera decena de

ovejas, empezó a usar piedras que metía en otro cuenco, esta vez de barro.

—¡Qué lío!

—Ningún lío. Es más fácil de hacer que de explicar: al empezar a contar las ovejas, en vez de

levantar dedos iba metiendo piedras en el cuenco de barro, y cuando llegaba a diez vaciaba el

cuenco y metía una piedra en el cuenco de madera, y luego volvía a llenar el cuenco de barro

hasta diez. Si al final tenía, por ejemplo, cuatro piedras en el cuenco de madera y tres en el de

barro, sabía que había contado cuatro veces diez ovejas más tres, o sea, cuarenta y tres.

—¿Y cuando llegó a tener diez piedras en el cuenco de madera?

—Buena pregunta. Entonces echó mano de un tercer cuenco, de metal, metió en él una

piedra que valía por las diez del cuenco de madera y vació éste. O sea, que la piedra del cuenco

de metal valía por diez del cuenco de madera, que a su vez valían cada una por diez piedras del

cuenco de barro.

—Lo que quiere decir que la piedra del cuenco de metal representaba cien ovejas.

—Muy bien, veo que has captado la idea. Si al cabo de una jornada de pastoreo, tras meter las

ovejas en el redil y contarlas una a una, el pastor se encontraba, por ejemplo, con esto —dijo el

hombre, tomando de nuevo el bolígrafo y dibujando en el cuaderno de Alicia:

—Quiere decir que tenía doscientas catorce ovejas —concluyó ella.

—Exacto, ya que cada piedra del cuenco de metal vale por cien, la del cuenco de madera vale

por diez y las del cuenco de barro valen por una.

Pero entonces al pastor le regalaron un bloc y un lápiz...

—No puede ser —protestó Alicia—, el bloc y el lápiz son inventos recientes; los números se

tuvieron que inventar mucho antes.

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—Esto es un cuento, marisabidilla, y en los cuentos pueden pasar cosas inverosímiles. Si te

hubiera dicho que entonces apareció un hada con su varita mágica, no habrías protestado; pero

mira cómo te pones por un simple bloc...

—No es lo mismo: en los cuentos pueden aparecer hadas, pero no aviones ni cosas

modernas.

—Está bien, está bien: si lo prefieres, le regalaron una tablilla de arcilla y un punzón. Y entonces,

en vez de usar cuencos y piedras de verdad, empezó a dibujar en la tablilla unos círculos que

representaban los cuencos y a hacer marcas en su interior, como acabo de hacer yo en tu

cuaderno. Sólo que, en vez de puntos, hacía rayas, para verlas mejor. Por ejemplo,

significaba ciento setenta y tres. Pero pronto se dio cuenta de que las rayas, si las hacía todas

verticales, no eran muy cómodas, pues no resultaba fácil distinguir, por ejemplo, siete de ocho u

ocho de nueve. Entonces empezó a diversificar los números cambiando la disposición de las

rayas:

»A medida que iba familiarizándose con los nuevos números, los escribía cada vez más deprisa,

sin levantar el lápiz del papel (perdón, el punzón de la tablilla), y empezaron a salirle así:

»Poco a poco fue redondeando las siluetas de sus números con trazos cada vez más fluidos,

hasta que acabaron teniendo este aspecto:

123456789

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»Pronto comprendió que no hacía falta poner los círculos que representaban los cuencos, ahora

que los números eran compactos y no podían confundirse las rayas de uno con las del de al lado.

Así que sólo dejó el círculo del cuenco cuando estaba vacío; por ejemplo, si tenía tres centenas,

ninguna decena y ocho unidades, escribía:

—¿Y no es más fácil dejar sencillamente un espacio en blanco? —preguntó Alicia.

—No, porque el espacio en blanco sólo se ve si tiene un número a cada lado. Pero para escribir

treinta, por ejemplo, que son tres decenas y ninguna unidad, no puedes escribir sólo 3, porque eso

es tres. Por tanto, era necesario el círculo vacío. El pastor acabó reduciéndolo para que fuera del

mismo tamaño que los demás signos, con lo que el trescientos ocho del ejemplo anterior acabó

teniendo este aspecto:

308

»Había inventado el cero, con lo que nuestro maravilloso sistema de numeración estaba

completo.»

—No veo por qué es tan maravilloso —replicó Alicia—. A mí me parecen más elegantes los

números romanos.

—Tal vez sean elegantes, pero resultan poco prácticos. Intenta multiplicar veintitrés por

dieciséis en números romanos.

—No pienso intentarlo. ¿Te crees que me sé la tabla de multiplicar en latín?

—Pues escribe en números romanos tres mil trescientos treinta y tres.

—Eso sí que sé hacerlo —dijo Alicia, y escribió en su cuaderno:

MMMCCCXXXIII

—Reconocerás que es más cómodo escribir 3.333 en nuestro sistema posicional decimal.

—Sí, lo reconozco —admitió ella a regañadientes—. ¿Pero por qué lo llamas sistema posicional

decimal?

—En el sistema romano, todas las M valen lo mismo, y también las demás letras, mientras que en

nuestro sistema el valor de cada dígito depende de su posición en el número. Así, en el 3.333,

cada 3 tiene un valor distinto: el primero de la derecha representa tres unidades, el segundo tres

decenas, el tercero tres centenas y el cuarto tres millares. Por eso nuestro sistema se llama

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posicional. Y se llama decimal porque se salta de una posición a la siguiente de diez en diez: diez

unidades son una decena, diez decenas una centena, diez centenas un millar...

3. El agujero de gusano

—No ocurrió realmente así, ¿verdad? —dijo Alicia tras una pausa.

—No. Como ya te he dicho, lo que te he contado no es la historia de los números, sino un

cuento. La verdadera historia es más larga y más complicada; pero, en esencia, viene a ser lo

mismo. Lo importante es que comprendas por qué un uno al lado de otro uno significa once y no

dos.

—Cuéntame más cuentos de números —pidió la niña.

—Creía que detestabas las matemáticas.

—Y las detesto; pero me gustan los cuentos. También detesto a las ratas, y sin embargo me

gustan las historias del ratón Mickey.

—Puedo hacer algo mejor que contarte otro cuento: te invito a dar un paseo por el País de los

Números.

—¿Está muy lejos?

—Aquí mismo. Sígueme.

El hombre se dio la vuelta y desapareció entre los matorrales de los que había salido unos

minutos antes. Sin pensárselo dos veces, Alicia lo siguió.

Oculta por la vegetación, había una gran madriguera, en la que aquel estrafalario individuo se

metió gateando.

«Qué raro que haya una madriguera tan grande en el parque», pensó la niña mientras

entraba tras él.

«Si es de un conejo, debe de ser un conejo gigante; aunque en realidad no creo que haya conejos

sueltos por aquí...»

La madriguera se hundía en la tierra oblicuamente y, aunque estaba muy oscura, Alicia

lograba ver la silueta del matemático, que avanzaba a un par de metros por delante de ella.

De pronto el hombre se detuvo. Alicia llegó junto a él y vislumbró en el suelo un agujero de

aproximadamente un metro de diámetro. Se asomó y sintió vértigo, pues parecía un pozo sin

fondo, del que emanaba un tenue resplandor grisáceo. Ai mirar con más atención, se dio cuenta

de que era una especie de remolino, como el que se formaba en el agua de la bañera al quitar el

tapón. Era como si la oscuridad misma se estuviera colando por un desagüe.

—Es un agujero de gusano —dijo él—. Conduce a un mundo paralelo.

A Alicia le sonaba lo de los agujeros de gusano y los mundos paralelos, pero no sabía de qué.

—Debe de ser un gusano muy grande —comentó con cierta aprensión.

—No hay ningún gusano. Este agujero se llama así porque horada el espacio-tiempo igual

que los túneles que excavan las lombrices horadan la tierra.

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—¿Tiene algo que ver con los agujeros negros?

—Mucho. Pero ya te lo explicaré otro día, cuando hablemos de física. Por hoy tenemos

bastante con las matemáticas.

Dicho esto, saltó al interior del remolino y desapareció instantáneamente, como engullido por una

irresistible fuerza de succión.

—Estás loco si crees que voy a saltar ahí dentro —dijo la niña, aunque sospechaba que él ya

no podía oírla. Pero la curiosidad, que en Alicia era más fuerte que el miedo e incluso que la

pereza, la llevó a tocar el borde del remolino con la punta del pie, para ver qué consistencia tenía.

Fue como si un tentáculo invisible se le enrollara a la pierna y tirara de ella hacia abajo. Empezó a

girar sobre sí misma vertiginosamente, como una peonza humana, a la vez que descendía como

una flecha por el remolino. O más bien como una bala, pensó la niña, pues había oído decir que

las balas giran a gran velocidad dentro del cañón para que luego su trayectoria sea más estable.

Curiosamente, no tenía miedo, ni la mareaba la vertiginosa rotación, ni sentía ese vacío en el

estómago que notaba cuando en la montaña rusa se precipitaba hacia abajo.

De pronto, tan bruscamente como había comenzado, cesó el blando abrazo del remolino y cayó

con gran estrépito sobre un montón de hojas secas.

Alicia no sintió el menor daño y se puso en pie de un brinco. Miró hacia arriba, pero estaba

muy oscuro. Le pareció ver sobre su cabeza, a varios metros de altura, un círculo giratorio algo

menos negro que la negrura envolvente. Hacia delante, sin embargo, se veía un punto de luz, que

era el final de un largo pasadizo. Lo recorrió a toda prisa, y desembocó en un amplio vestíbulo,

iluminado por una hilera de lámparas colgadas del techo.

Alrededor de todo el vestíbulo había numerosas puertas, y ante una de ellas estaba el hombre con

una llave de oro en la mano, disponiéndose a abrirla.

Alicia corrió junto a él, y éste hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Daba a un

estrecho pasadizo al fondo del cual se veía un espléndido jardín.

—Adelante —dijo el matemático con una enigmática sonrisa, y la niña lo precedió por el pasadizo.

4. El País de los Números

El pasadizo llevaba al más hermoso jardín que Alicia jamás había visto. Rodeada de alegres

flores y arrullada por el rumor de las frescas fuentes, sintió una alegría tan intensa que casi se le

saltaron las lágrimas.

La sacó de su embelesamiento un extraño personaje que pasó corriendo ante ella. Era un

gran naipe con cabeza, brazos y piernas, que llevaba un bote de pintura en una mano y una

brocha en la otra.

—¡Yo conozco este sitio! —exclamó entonces la niña—. ¡Es el País de las Maravillas de

Alicia!

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—No exactamente, pero se le parece bastante —dijo el hombre a su lado—, del mismo modo que

tú no eres la misma Alicia, pero te pareces mucho a ella.

—¡Y tú eres el autor, Lewis Carroll! Ya decía yo que me sonaba tu cara. He visto una foto tuya en

algún sitio.

—Mi verdadero nombre es Charles Dodgson, para servirte —dijo él, con una ligera inclinación de

cabeza—. Lewis Carroll es el seudónimo que usaba cuando escribía cuentos y poemas. Puedes

llamarme Charlie... Ven, vamos a ver qué hacen esos muchachos.

Los tres naipes —que eran el 2, el 5 y el 7 de picas— estaban atareados alrededor de un rosal

en el que había seis rosas blancas. O, mejor dicho, que habían sido blancas, pues estaban

terminando de pintarlas. Uno tenía un bote de pintura roja, otro de pintura rosa y el tercero de

pintura amarilla, y estaban pintando dos rosas de cada color.

Mientras Alicia y Charlie se acercaban, los hombres naipe terminaron su tarea y se pusieron a

discutir acaloradamente.

—¿Algún problema, muchachos? —preguntó el escritor.

—Pues sí —contestó Siete—. La Reina de Corazones quiere que en cada rosal haya rosas de

varios colores...

—Y varias de cada color —prosiguió Cinco.

—Y el mismo número de cada color —concluyó Dos.

—Pues lo habéis conseguido —dijo Alicia—, no veo dónde está el problema: aquí hay dos

rojas, dos rosas y dos amarillas; o sea, varios colores, varias de cada color y las mismas de cada

color.

—Sí, claro, con seis rosas es fácil —dijo Siete—, y también con ocho o con nueve.

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—Pero allí hay un rosal con siete rosas —prosiguió Cinco, señalando hacia su derecha. Y,

efectivamente, Alicia vio un macizo con siete rosas blancas.

—Y ése no sabemos cómo pintarlo —añadió Dos.

—Si pintamos tres de rojo y cuatro de rosa, habrá varios colores y varias rosas de cada color,

pero no el mismo número de cada color —dijo Siete.

—Si pintamos cada una de un color, como un arco iris, habrá varios colores y las mismas de

cada color, pero no habrá varias de cada color, sino sólo una —dijo Cinco.

—Y si las pintamos todas del mismo color, habrá varias de cada color y el mismo número de cada

color, pero no varios colores —añadió Dos.

—En cualquier caso —concluyó Charlie—, se incumple una de las tres condiciones de la

Reina, puesto que con siete rosas no es posible cumplirlas las tres a la vez. Yo os aconsejo que

dejéis el rosal tal y como está, con todas las rosas blancas, y le digáis a la Reina que su blancura

muestra que 7 es un número primo, es decir, que no es divisible en partes enteras iguales.

—Se puede dividir en siete partes de una rosa —objetó Alicia.

—Sí, claro, y en una sola parte de siete rosas: los números primos sólo son divisibles por sí

mismos y por la unidad —precisó a continuación Charlie.

En ese momento se oyó sonar una trompeta, y los tres naipes se echaron a temblar; parecían

grandes hojas rectangulares agitadas por el viento.

—¡La Reina! —exclamaron a coro.

Y, en efecto, a los pocos segundos apareció la Reina de Corazones con su séquito.

Rápidamente, los hombres naipe escondieron las brochas y los botes de pintura tras unos

arbustos y sacaron cuatro palitos negros; Dos tomó uno en cada mano, los otros, uno cada uno, y

adoptaron la siguiente posición:

—¿Qué hacen? —preguntó Alicia.

—Forman matemáticamente para que la Reina les pase revista: 5 + 2 = 7 —explico Charlie a

la niña.

Pero toda la atención de la Reina de Corazones estaba dirigida a los rosales. Al fijarse en el

macizo de las siete rosas blancas, exclamó enfurecida:

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—¡Este rosal no cumple mis especificaciones!

Los tres naipes estaban temblando tan violentamente que no podían ni hablar; pero Charlie

avanzó con decisión hacia la Reina para interceder por ellos.

—Majestad —dijo—, permitidme que, como matemático, os recuerde que vuestras instrucciones

eran irrealizables en el caso del rosal con siete rosas; pero de este modo habéis hecho que se

ponga de manifiesto su condición de número primo, por lo que esas rosas blancas destacan entre

sus variopintas compañeras con la prístina belleza de las verdades matemáticas.

—Mmm... Sí, después de todo, no quedan mal unas cuantas rosas blancas entre tanto colorín

colorado, y este cuento se ha acabado —dijo la Reina—. Aunque debo añadir que nunca me han

gustado los números primos.

Los jardineros se echaron a temblar de nuevo, pues ellos tres eran números primos: 2, 5 y 7.

—No debéis preocuparos por ellos, majestad —dijo Charlie—, pues están en franca minoría

frente a los números compuestos.

—Pero aparecen donde una menos se lo espera. Y los hay de todos los tamaños.

—Eso es cierto, majestad. Pero podéis encontrar listas de números compuestos consecutivos tan

largas como queráis, sin ningún primo entre ellos.

—¿De veras? ¿Puedes decirme una lista de cien números consecutivos sin ningún primo?

—Nada más fácil, majestad. Consideremos el producto de los 101 primeros números: 1 x 2 x

3 x 4 x... x 98 x 99 x 100 x 101. Los matemáticos lo llamamos «factorial de 101» y lo expresamos

así: 101!

—Un número en verdad admirable —comentó la Reina.

—Llamemos N a este número enorme, que será divisible por 2, 3, 4, 5, ... , 98, 99, 100 y 101, ya

que los contiene a todos ellos como factores.

—Evidente.

—Pues bien, formemos ahora la sucesión N + 2, N + 3, N + 4, N + 5, ... , N + 98, N + 99, N +

100 y N+ 101. Como N es divisible por 2, también lo será N + 2; como N es divisible por 3,

también lo será N + 3, etc., por lo que tenemos una serie de cien números consecutivos (de N + 2

a N + 101), ninguno de los cuales es primo.

—¡Qué buena noticia! —exclamó la Reina complacida—. ¡Sucesiones de números todo lo

largas que yo quiera sin ningún antipático primo entre ellos! Voy a recompensarte por tu astucia:

te nombro mi Joker.

—¿Qué es eso? —preguntó Alicia.

—Mi Bufón, el Comodín de mi baraja —contestó la Reina—. Y, por cierto, ¿tú quién eres,

mocosa?

—Es mi joven amiga Alicia, majestad —intervino Charlie—. Me disponía a mostrarle el País

de los Números, con vuestra venia.

—Está bien; si es amiga tuya, la tomaré también a mi servicio, como aprendiza de doncella de

segunda clase.

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Alicia iba a replicar, pero Charlie se adelantó:

—Me temo, majestad, que no podemos aceptar vuestro generoso ofrecimiento, porque...

—Yo no hago ofertas, lechuguino, yo doy órdenes —lo cortó la Reina. Hizo un gesto con la mano,

y de su séquito se adelantaron dos pajes.

Uno le encasquetó en la cabeza al escritor un gorro de bufón, rojo y con tres largas puntas

terminadas en cascabeles, y el otro le puso a Alicia una cofia blanca. La niña se la quitó con un

gesto brusco y la tiró al suelo.

—No voy a llevar esa cosa ridícula ni pienso ser la doncella de nadie —dijo con

determinación.

La Reina se puso roja de cólera y aulló:

—¡Insurrección, rebeldía, desacato! ¡Guardias, detenedlos!

—¡Ja! ¿Es que no sabes quién es él? —replicó Alicia señalando a Charlie; y lo dijo con tal aplomo

que, por un momento, la Reina se quedó desconcertada.

—No le hagáis caso, majestad, es sólo una niña y... —empezó a decir el escritor; pero Alicia

lo interrumpió:

—Él es nada menos que Lewis Carroll, tu autor, y puede hacerte desaparecer si lo desea.

La Reina no pareció impresionada por la revelación.

—¿Conque desaparecer, eh? —dijo con los brazos en jarras—. Acabas de darme una buena

idea, mocosa. ¡Que venga el Cero!

Los miembros del séquito se apartaron apresuradamente para dejar paso a un hombre naipe

similar a los tres jardineros, pero con el anverso completamente en blanco.

—¿Llevas tus armas reglamentarias? —le preguntó la Reina.

—Sí, majestad —respondió Cero a la vez que sacaba dos palitos negros, uno en cada mano,

que juntó formando una X. Ante aquel signo, todos retrocedieron espantados.

—¿Por qué le tienen tanto miedo? —le preguntó Alicia a Charlie en voz baja.

—Es el Cero y lleva el signo de multiplicar —contestó el escritor—. Ya sabes que cualquier

cosa, al multiplicarla por cero, desaparece.

—Llévalos al calabozo —le ordenó la Reina al Cero—. Y si se resisten, ya sabes.

—¡No tenemos por qué obedecer! —le dijo Alicia a Charlie—. Tú eres el autor, son tus

personajes...

—Los personajes acaban teniendo vida propia, y algunas veces hasta se rebelan contra su

autor, igual que hacen algunos hijos con sus padres. De momento, será mejor que obedezcamos.

Así que Alicia y Charlie se pusieron en marcha, precedidos por dos guardias y seguidos de

cerca por Cero, que esgrimía amenazador su signo de multiplicar.

Pero en cuanto estuvieron fuera de la vista de los demás, el escritor se paró en seco y dijo,

señalando su vistoso gorro:

—Soy el Comodín, ¿no es cierto?

—Sí —convino el Cero—. La Reina acaba de nombrarte su Joker.

—Y el Comodín puede tomar el valor de cualquier naipe de la baraja, ¿no es verdad?

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—Así es —admitieron a coro los guardias.

—Pues bien, ahora soy la Reina de Corazones, y os ordeno que os marchéis.

—¡Qué magnífica jugada! —exclamó Alicia—. ¡Bravo, Charlie, eres un genio!

Los guardias se miraron desconcertados y luego miraron a Cero, que se rascó la cabeza con

uno de sus palitos negros y dijo:

—Técnicamente, tiene razón.

—Pues ya podéis iros técnicamente —los conminó Alicia, haciendo con la mano un

displicente gesto de despedida.

Los dos guardias se marcharon cabizbajos, pero Cero parecía indeciso.

—Tú puedes venir con nosotros —dijo por fin Charlie—; así nos defenderás de eventuales

peligros con tu poder aniquilador.

—¿Y adonde vamos ahora? —preguntó entonces Alicia.

—Al laberinto —contestó el escritor.

—¡Yo no puedo entrar en el laberinto! —exclamó Cero echándose a temblar.

—Bueno, si te portas bien, tal vez te deje quedarte fuera —dijo Charlie magnánimo—; pero nos

acompañarás hasta allí.

Anduvieron por el jardín durante un buen rato, entre espléndidos macizos de flores y fuentes

cantarinas, hasta que llegaron a un alto y tupido seto de ciprés que parecía prolongarse

indefinidamente en ambas direcciones, y en el que sólo se veía una estrecha abertura vertical a

modo de entrada.

—El laberinto —dijo Charlie—. Hemos de cruzarlo para llegar al otro lado.

—Para llegar al otro lado de algo, siempre hay que cruzarlo —comentó Alicia.

—No siempre —replicó el escritor—. Algunas cosas puedes rodearlas; por ejemplo, para ir al

otro lado de ti, es más fácil rodearte que cruzarte. Pero el laberinto hay que cruzarlo.

—¿Y por qué no podemos rodearlo? —preguntó la niña.

—Porque para entender lo que encontraremos al otro lado, antes tienes que entender lo que

encontraremos ahí dentro. No basta llegar a los sitios con los pies: hay que llegar también con la

cabeza.

—Pues yo, precisamente porque quiero que mi cabeza y mis pies sigan yendo juntos, no

pienso entrar ahí —dijo Cero con convicción.

—¿Por qué te asusta tanto el laberinto? —preguntó Alicia—. Si tienes tu arma aniquiladora...

—Ninguna arma sirve contra... —empezó a decir Cero temblando violentamente; pero no pudo

acabar la frase porque, sólo de pensarlo, se desmayó del susto y quedó tendido boca arriba sobre

la hierba.

—Podemos aprovechar para descansar un rato —propuso Alicia, sentándose en el suelo junto

al inconsciente naipe.

—Buena idea —dijo Charlie, tomando asiento a su vez.

—A ver si cuando vuelva en sí nos explica por qué le tiene tanto miedo al laberinto —comentó

la niña.

—No se te ocurra preguntárselo otra vez, o volverá a desmayarse.

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—¡Qué rara es aquí la gente, si es que se la puede llamar gente! —exclamó Alicia—. Y,

hablando de rarezas, ¿por qué la Reina les tiene tanta manía a los pobres números primos?

—Porque no siguen ninguna pauta, y la Reina es una maniática de la ley y el orden.

—¿Qué quiere decir eso de que no siguen ninguna pauta?

—Los múltiplos de 2 (que coinciden con los números pares) van de dos en dos, los múltiplos de 3

van de tres en tres, y así todos los números compuestos, es decir, los que tienen divisores; pero

los primos no aparecen en la lista de los números de manera regular: a veces hay dos muy juntos,

como el 11 y el 13 o el 71 y el 73, y otras veces dos primos consecutivos están muy distanciados

(de hecho, como le he explicado antes a la Reina, podemos hallar primos consecutivos tan

distanciados como queramos). Total, que no hay forma de saber de antemano dónde aparecerán

los primos. Dicho de otra manera, no hay ninguna fórmula que permita obtener todos los números

primos, mientras que con los demás números eso sí es posible.

—¿Cómo?

—Por ejemplo, todos los números pares son de la forma 2n, donde n es cualquier número: si

vamos dando a n todos los valores posibles (1,2, 3, 4, 5...), obtenemos todos los números pares

(2, 4,6,8,10...).

—¿Y los impares?

—Todos los números impares son de la forma 2n + 1; aunque, en este caso, para obtener la

lista completa hemos de empezar por n = 0: para n = 0, 2n + 1 = 1; para n = 1, 2n + 1 = 3; para n =

2, 2n + 1 = 5. Y así sucesivamente.

—Y si no hay ninguna fórmula para los números primos, ¿cómo podemos hacer su lista? —

preguntó Alicia.

—Eliminando los que no son primos.

—¿De qué manera?

—Igual que se separa la harina del salvado o la arena de los guijarros: con una criba.

El monstruo del laberinto

Durante un buen rato dieron vueltas y más vueltas por el tortuoso laberinto, sin que Alicia

apartara nunca la mano de la tupida pared vegetal.

De pronto se oyó un horrísono mugido-rugido que hizo que la niña se detuviera en seco.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó alarmada.

—El horrísono mugido-rugido del monstruo del laberinto, supongo —contestó Charlie como si

tal cosa.

—¿Por eso no quería entrar el Cero?

—Es probable. Pero sigamos adelante.

—¿No sería más prudente volver atrás?

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—En un laberinto, los conceptos «adelante» y «atrás» no están muy claros. El monstruo podría

aparecer por cualquier sitio, así que lo mejor que podemos hacer es continuar nuestro camino.

—¿Cómo es ese monstruo? —preguntó Alicia con cierta aprensión mientras reanudaban la

marcha.

—¿Has oído hablar del laberinto de Creta?

—Sí. Dentro había un hombre con cabeza de toro llamado Minotauro.

—Pues tengo entendido que el monstruo de este laberinto es pariente suyo, aunque yo nunca

he conseguido verlo. Espero tener más suerte esta vez.

—¿Llamas suerte a encontrarte con un monstruo? ¡Pues no quiero ni pensar en lo que será

para ti la desgracia! —exclamó Alicia.

—La desgracia es una niña que dice que las matemáticas no sirven para nada —dijo Charlie.

Alicia iba a replicar algo, pero se quedó con la boca abierta porque, de pronto, al doblar uno de los

innumerables recodos del laberinto, desembocaron en un acogedor recinto cuadrado; sólo le

faltaba un techo para parecer el salón de una vivienda. Los muebles estaban modelados en

arbustos de boj, y había algunas estanterías excavadas directamente en el tupido seto que

formaba las paredes del laberinto.

En el centro de aquel espacio relativamente amplio, una mujer robusta y un tanto entrada en

carnes, embutida en unas mallas de gimnasia, hacía rítmicas flexiones de cintura. La mujer tenía

cabeza de vaca.

—¿Es la hermana del Minotauro? —preguntó Alicia con los ojos desorbitados.

—O de Alvar Núñez —comentó Charlie.

Al percatarse de su presencia, la Minovaca interrumpió sus ejercicios gimnásticos y se quedó

mirándolos con los brazos en jarras.

—¿Adónde creéis que vaaais? —preguntó con voz profunda y alargando mucho la a de

«vais», lo que a Alicia le sonó muy prepotente.

—¿Y a ti que te importa? —contestó la niña, aunque no sin antes resguardarse detrás de

Charlie.

—¿Cómo que a mmmí que me importa, niñata impertinente? ¡Estáis en mmmí laberinto!

—Entonces puede que te importe adónde vamos, pero adónde creemos que vamos es asunto

nuestro —replicó Alicia.

—Mmm —mugió la Minovaca, amenazadora—. No me gustan las mmmarisabidillas.

—No es una marisabidilla —intercedió Charlie, conciliador—. Más bien es una «mariignoran-

tilla»; ni siquiera se sabe la tabla de multiplicar.

—¿Es eso cierto? —se asombró la Mino-vaca.

—No sé nada de mates, ni ganas —dijo Alicia desafiante, aunque sin salir de detrás de

Charlie.

—Bien, hoy mmme siento generosa. Te haré una prueba de ignorancia, y si la superas te

dejaré mmmarchar.

—No se puede hacer una prueba de ignorancia —objetó la niña.

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—¡Yo puedo hacer lo que mmme dé la gana!

—Quiero decir que no tiene sentido hacerle a alguien una prueba de ignorancia —precisó

Alicia—. Ignorar cosas es demasiado fácil.

—Ignorar cosas es bastante fácil —convino la Minovaca—, aunque no siempre. Pero lo que ya

no es tan fácil es saber lo que se ignora y lo que no se ignora. De hecho, el conocimmmiento de la

propia ignorancia es la verdadera clave de la sabiduría.

—Pues yo sé muy bien lo que no sé —aseguró Alicia con aplomo.

—Vammmos a verlo. Dice tu amigo que no te sabes la tabla de muuultiplicar.

—Entera, no. Ni me la pienso aprender. Primero te dicen que las mates son cosa de razonar y no

de empollar, y luego pretenden que te aprendas de memoria un montón de multiplicaciones.

—Sólo unas pocas. Y luego, a partir de esas pocas, puedes efectuar fácilmente todas las

muuultiplicaciones del muuundo, gracias a nuestro mmmaravilloso sistema de nummmeración

posicional.

—Sí, al menos no tenemos que usar esos engorrosos números romanos —comentó Alicia,

acordándose de su primera conversación con Charlie.

—Son engorrosos y poco prácticos —convino la Minovaca—, pero precisammmente para empezar

a concocer las muuultiplicaciones pueden ser útiles.

En ese momento llegó el Conejo Blanco, tan nervioso como siempre.

—¡Qué terrible retraso! —exclamó para sí, consultando su reloj de bolsillo, e intentó

escabullirse disimuladamente. Pero la imperiosa voz de la Minovaca lo detuvo en seco:

—¡Tú, ven aquí!

El Conejo Blanco se acercó con las orejas gachas.

—Discúlpame, es que tengo mucha prisa y... —empezó a decir.

—Esta niña también tiene muuucha prisa por aprender —le cortó secamente la Minovaca—.

Déjame tu reloj.

Obedientemente, el Conejo Blanco le dio su reloj. La Minovaca se lo enseñó a Alicia.

—Aquí tenemos veinte unos —le dijo—, que nos servirán para componer la tabla de muuultiplicar

del uno al cuatro.

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—¿Por qué el cuatro son cuatro palotes y no un palote y una uve? —preguntó Alicia.

—Porque un palote y una uve, o sea, IV, es también la primmmera sílaba de IVPITER, que es

Júpiter en latín. Como sabes, o deberías saber, Júpiter era el dios más importante para los

antiguos rommmanos, y les parecía una irreverencia utilizar sus iniciales para designar el

númmmero cuatro, que ni siquiera es un número muuuy importante, así que lo escribían con

cuatro unos. Únicamente en la Edad Mmmedia empezó a escribirse de la forma correcta, pero en

los relojes se suele seguir la antigua costumbre rommmana. Pero se supone que esto es una

clase de matemmmáticas, no de historia. Seguidme.

La Minovaca fue hacia una mesita baja (que era un pequeño arbusto de boj con la parte

superior podada formando una superficie plana y horizontal) sobre la que había un tablero

cuadrado y blanco.

Agitó el reloj sobre el tablero, y los veinte unos cayeron sobre él formando un montoncito informe.

Luego se llevó a la boca un silbato que llevaba colgado del cuello (Alicia había visto vacas con

cencerros, pero nunca con silbatos), sopló cuatro veces y los unos se colocaron en formación

sobre el blanco tablero en cuatro filas de cinco:

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Alicia asombrada.

—Soy la reina de los tableros, las tablas y los establos, las tabulaciones y las estabulaciones

—dijo con orgullo la Minovaca—. Y ahora, dimmme, ¿qué ves en el tablero?

—Veinte palotes —contestó la niña—. O veinte unos romanos, si lo prefieres.

—¿Cómmmo están ordenados?

—En cuatro filas de cinco.

—¿Y por qué no en cinco colummmnas de cuatro?

—Es lo mismo.

—Exacto. Cuatro veces cinco es lo mmmis-mo que cinco veces cuatro. Acabas de descubrir la

propiedad conmuuutativa de la muuultiplicación, o sea, eso tan bonito de que «el orden de los

factores no altera el producto».

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Dicho esto, la Minovaca dio varios toques de silbato rítmicos y entrecortados, y los palotes se

reordenaron sobre el tablero formando una fila y una columna con los números romanos del I al

IIII.

—¿Por qué se han puesto así? —preguntó Alicia.

—Los he estabulado para formmmar la tabla del 4 —contestó la Minovaca, y de un disimulado

hueco del arbusto-mesa sacó dos saleros, uno grande y otro pequeño.

—¿Te los vas a comer?

—No, yo sólo commmo niñas immmpertinentes. Eres tú la que tiene que devorarlos, es decir,

asimmmilarlos, pero con la cabeza. En estos saleros hay seta pulverizada. Ya sabes, la seta de la

Oruga, que por un lado hace crecer y por el otro mmmenguar.

—¿En el salero grande están los polvos que hacen crecer y en el pequeño los que hacen

menguar?

—Al revés, naturalmmmente.

—¿Por qué «naturalmente»?

—Porque lo mmmás natural es hacer crecer lo pequeño y hacer mmmenguar lo grande —contestó

la Minovaca, mientras espolvoreaba los unos con el menor de los saleros. En pocos segundos, los

palotes crecieron hasta alcanzar unas veinte veces su tamaño original.

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—Están formando una especie de parrilla —comentó Alicia.

—Pues esa parrilla es la tabla del 4. Las intersecciones de dos númmmeros indican su

producto.

—Es verdad. El dos y el tres se cortan en seis puntos; el tres y el cuatro, en doce...

La Minovaca espolvoreó los palotes con el salero grande, y enseguida recuperaron su anterior

tamaño. Luego puso el reloj del Conejo Blanco sobre el tablero, dio un par de enérgicos toques de

silbato, y los unos regresaron ordenadamente a su lugar en la esfera.

—¿Puedo irme ya? ¡Tengo tanta prisa! —suspiró el Conejo Blanco.

—Por mmmí sí —contestó la Minovaca, devolviéndole su reloj—, pero con lo atolondrado que

eres no sé si lograrás salir del laberinto.

El Conejo no se lo hizo repetir: salió corriendo como una blanca exhalación y, acto seguido,

desapareció por una disimulada abertura de la pared vegetal.

—Bien, mmmosquita mmmuerta —dijo la Minovaca mirando fijamente a Alicia—, vea-mmmos

ahora lo que realmmmente ignoras. ¿Qué tabla no te sabes?

—No me sé la del siete, por ejemplo —contestó la niña—. Y no me llames mosquita muerta.

Soy tan mamífera como tú.

—Entonces te llammmaré muuusaraña, que es el mammmífero más pequeño e insignificante

que existe. A ver, siete por dos.

—Eso lo sabe todo el mundo: catorce.

—¿Y siete por tres?

—Es lo mismo que tres por siete: veintiuno.

—¿Siete por cuatro?

—El doble de siete por dos: veintiocho.

—¿Ves commmo no sabes realmmmente lo que ignoras? Sí que te sabes la tabla del siete.

—No del todo —replicó Alicia—. Por ejemplo, no sé cuánto da siete por nueve.

—Pero si te supieras la tabla del nueve sí que lo sabrías.

—Claro, porque siete por nueve es igual que nueve por siete. Pero es que tampoco me sé la

del nueve.

—Sí que te la sabes. Mmmira...

La Minovaca sacó de otro hueco del arbusto-mesa una cajita llena de números y guiones, que

vació sobre el blanco tablero y ordenó a golpe de silbato. Los guiones se cruzaron para formar x o

se yuxtapusieron en signos de igualdad, y las cifras ocuparon sus puestos disciplinadamente:

9 x 2 =18

9 x 3 = 27

9 x 4 = 36

9 x 5 = 45

9 x 6 = 54

9 x 7 = 63

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9 x 8 = 72

9 x 9 = 81

—Faltan nueve por uno y nueve por diez —observó Alicia.

—No faltan, sobran —replicó la Minovaca—, porque son triviales. Cualquier númmmero por

uno es él mmmismo, y por diez basta con añadirle un cero. Bien, fíjate en esta tabla.

—Ya la veo, pero me olvidaré de ella en cuanto deje de verla —aseguró la niña.

—No he dicho que la veas, sino que te fijes en ella, para que ella pueda fijarse en tu cabezota.

—¿Y cómo tengo que fijarme?

—Fijarse en algo es mmmirarlo ordenadammmente, así que empecemmmos por el principio: 9

x 2 = 18; la primmmera cifra del producto es 2 - 1 = 1, y la segunda, lo que le falta a ese 1 para

llegar a 9, o sea, 9 - 1 =8. Pasemmmos al siguiente producto: 9x3 = 27; la primmmera cifra es 3 -

1 = 2, y la segunda, lo que le falta a ese 2 para llegar a 9, o sea, 9 - 2 = 7...

—¡Ya lo veo —exclamó Alicia—, siempre es así!

—Entonces, ¿cuánto es 9 x 7? —preguntó la Minovaca, tapando con una mano la tabla para

que la niña no la viera.

—La primera cifra del producto será 7 - 1, o sea, 6, y la segunda, lo que le falta a 6 para llegar

a 9, que es 3. Por lo tanto, 9 x 7 = 63.

—¿Lo ves? Sabías la tabla del nueve, pero no sabías que la sabías. En realidad, sí que te

sabes la tabla de muuultiplicar.

—Entera, no.

—Entera, sí —replicó la Minovaca. Sopló sobre el tablero, y las cifras y los signos salieron volando

como pequeños insectos negros; luego le dio la vuelta: en su reverso (¿o era su anverso?) había

una cuadrícula de 8 x 8.

—Es como un tablero de ajedrez, pero con todas las casillas blancas —comentó Alicia.

—Es un tablero y es una tabla: la de muuultiplicar —dijo la Minovaca. Sacó otra cajita llena de

cifras, mayor que la anterior, y vació su contenido. Con unos cuantos toques de silbato, puso las

cifras en formación:

—Faltan la tabla del uno y la del diez... —empezó a decir Alicia.

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—Y dale. Ya te he dicho que no faltan, sino que sobran: las elimmmino por triviales. Y si sigues

diciendo trivialidades, también te elimmminaré a ti —la amenazó la Minovaca.

—Iba a decir que faltan la del uno y la del diez, y aun así hay un montón de productos que hay

que aprenderse de memoria —protestó la niña.

—Mmmedio mmmontón nada mmmás. Fíjate en la diagonal que va del ángulo inferior

izquierdo al superior derecho: los productos que hay por encimmma de ella son los mmmismos

que hay por debajo.

—Es cierto —admitió Alicia—. Pero medio montón sigue siendo mucho.

—En realidad no es nada. La tabla del dos no es mmmás que la serie de los números pares:

2, 4, 6, 8..., así que podemmmos elimmminarla por trivial. La del tres...

—Ésa me la sé.

—Pues tammmbién podemmmos elimmminarla. La del cuatro es el doble que la del dos: si

sabes que 2x3 = 6, también sabes que 4x3 = 12. La del cinco es immmposible no saberla, pues

basta con muuultiplicar por diez la mmmitad de cada númmmero. Así, la mmmitad de 6 es 3, luego

5x6 = 30; la mitad de 7 es 3,5, luego 5x7 = 35...

—Es verdad, ahora caigo...

—Pues levántate, que seguimmmos. La del seis es el doble que la del tres: como 3x4=12, 6 x

4 = 24, etcétera. La del ocho...

—Te has saltado la del siete.

—No mmme la he saltado, mmmarisabidilla, la he dejado para el final. La del ocho es el doble

que la del cuatro, que es el doble que la del dos: como 4 x 3 = 12, 8 x 3 = 24. Y la del nueve ya te

la sabes.

—Pero falta la del siete.

—Parece que falta —replicó la Minovaca—, pero commmo te sabes todas las demmmás,

sabes que 2x7 = 14, 3x7 = 21, 4x7 = 28, 5x7 = 35, 6x 7 = 42, 8x7 = 56 y 9x7 = 63. Sólo te falta

7x7...

—Eso lo sé: 7x7 = 49.

— ¿Ves commmo sí que te sabes la tabla de mmmultiplicar? Así que no has superado la

prueba de ignorancia; debería devorarte.

—No puedes devorarme, las vacas son herbívoras —replicó Alicia, aunque volvió a

resguardarse detrás de Charlie.

—Bueno, mmme commmeré tu pelo ammmarillo, que es commmo paja.

—¡No es como paja —protestó la niña—, es un precioso cabello de un rubio dorado!

—Tal vez te deje mmmarchar si mmme halagas de formmma convincente.

—Eres la mejor profe de mates que jamás he conocido —dijo Alicia con convicción.

La Minovaca sonrió complacida y se ruborizó de placer: era evidente que el halago había sido de

su agrado. La niña le comentó a Charlie en voz baja:

—Tan risueña y coloradota, parece la Vaca que Ríe.

—Pues es la Minovaca que Sonríe —dijo el escritor, que no perdía ocasión de precisar.

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Problemas de Holmes

Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, es la verdad.

Una historia de ladrones

Hace cientos de años había en China una banda de ladrones muy famosa. Un día el jefe de la banda les planteó a sus hombres el siguiente problema:

"Hemos robado unas piezas de tela. Si cada uno de nosotros toma seis, sobrarán cinco piezas de tela. Pero si cada uno de nosotros quisiera siete piezas de tela, entonces nos faltarían ocho.

¿Podrías averiguar cuántos ladrones había en la banda?

Tres amigas

Tres amigas se juntan en una casa para comer, ¿podrías averiguar, a partir de la siguiente información, cuál es el nombre, el apellido y la profesión de cada una de ellas?

- Beatriz no se apellida García - La mujer que se apellida López es secretaria - La actriz se llama Claudia - La maestra no se apellida Méndez - Alicia es maestra

A p e l l i d o P r o f e s i ó n

García López Méndez Actriz Maestra Secretaría

N o m b r e

Alicia

Beatriz

Claudia

A c t i v i d a d

Actriz

Maestra

Secretaría

Nombre Apellido Profesión

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Las deportistas

Ana, Beatriz y Carmen son tres amigas deportistas. Una es tenista, otra gimnasta y la otra nadadora. La gimnasta, que es la más baja de las tres, es soltera. Ana, que es suegra de Beatriz, es más alta que la tenista.

¿Qué deporte practica cada una?

Montones de monedas

Tenemos tres montones de monedas. El primer montón tiene 11 monedas, el segundo montón tiene 7 monedas y el tercero tiene 6 monedas. Queremos formar tres montones iguales, o sea,

con el mismo número de monedas cada uno, pero tenemos que seguir las siguientes reglas:

- A un montón sólo se le pueden añadir tantas monedas como tenga ese montón en ese momento. Por ejemplo, si el montón tiene 6 monedas, entonces, en ese momento, sólo le podemos añadir 6 monedas. - Todas las monedas que se añadan a un montón tienen que salir de otro montón. O sea, si a un montón le agregamos 6 monedas, esas 6 monedas las tomamos todas juntas de otro montón; no podemos tomar, por ejemplo, 2 de uno y 4 del otro.

¿Cuáles son los movimientos que hay que hacer para formar tres montones iguales?

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Dos hermanos golosos

A Javier y a Manuel les gustan mucho los chocolates. Un día, en que los dos llevaban varios chocolates en los bolsillos, Manuel le dijo a Javier:

Si me das uno de tus chocolates entonces los dos tendremos la misma cantidad.

Javier, que es muy bueno en matemáticas le contestó:

Mira Manuel, mejor tú dame un chocolate a mí y así yo tendré el doble que tú.

¿Cuántos chocolates lleva Manuel y cuántos Javier?

Un murciélago hambriento

Un murciélago se comió 1050 mosquitos en cuatro noches. Cada noche comió 25 mosquitos más que la noche anterior.

¿Cuántos mosquitos se comió cada noche?

Confusión numérica 1

¿Cuáles son los números que faltan en cada uno de los renglones?

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Un viejito matemático

Les voy a contar una historia que me sucedió en 1932.

Estaba yo cenando con toda mi familia cuando mi abuelo me dijo: "Pepe, ¿te has dado cuenta de que tu edad es igual a las dos últimas cifras del año en que naciste?" Yo le contesté: "Claro que sí abuelo, y tú ¿te has dado cuenta de que a ti te pasa lo mismo?"

¿Podrías decir en que año nació Pepe y en que año nació su abuelo?

¡Árre caballito!

¿Qué recorrido debe realizar el caballo en un tablero de 4 x 4 para pasar por 15 de las 16 casillas, sin pasar por la misma casilla más de una vez?

Recuerda que el caballo avanza en forma de L

Calendarios

¿De dónde viene el calendario qué usamos actualmente?

Un calendario es una manera de medir el tiempo, una manera inventada, por supuesto, por los

humanos. Así, actualmente, el tiempo se divide, por conveniencia, en días, semanas, meses y

años. Casi cada cultura ha diseñado su propio calendario, pero casi todos los que han existido se

basan en los movimientos de la Tierra y una de sus consecuencias más importantes en lo que a la

medición del tiempo se refiere: las apariciones regulares del Sol y de la Luna.

Actualmente usamos el Calendario Gregoriano, ¿quieres conocer su historia?

Así empieza la historia...

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Los historiadores piensan que para el año 4241 a.C., los egipcios usaban ya el calendario más

exacto de la antigüedad. Tenían un año que estaba dividido en 12 meses cada uno de 30 días y

tenían además 5 días adicionales.

Por otro lado, los romanos habían introducido, hacia el siglo VII a.C., un calendario en el que el

año duraba 304 días divididos en 10 meses. En este calendario, el año comenzaba en el mes de

Marzo. Como la duración del año era muy distinta al tiempo que en realidad tarda la Tierra en dar

una vuelta alrededor del Sol, sucedía que las estaciones no se repetían en las mismas fechas de

un año para otro. Por eso, también en el siglo VII a.C. se decidió añadir dos meses más, Enero y

Febrero, al final de cada año. A partir de esta modificación, el año romano quedó compuesto por

doce "meses lunares", los llamaban así porque la duración de un mes era el tiempo que

transcurría entre una luna llena y la siguiente (este periodo es de aproximadamente 29 días y

medio) tiempo que ellos calcularon de 30 días.

Así los doce meses del primer calendario romano eran: Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis,

Sextilis, September, October, November, December, Ianuarius y Februarius.

Después de este primer calendario, el imperio romano se guió por el calendario Juliano que entró

en vigor el 1° de enero del año 45 a.C. Este calendario debe su nombre al emperador Julio César

quién mandó a sus astrónomos diseñarlo para corregir todos los errores que se tenían con el

antiguo calendario romano. El astrónomo que dirigió el proyecto fue Sosígenes de Alejandría. El

calendario fue establecido en todo el Imperio Romano y realmente logró resolver los problemas

que se tenían; sin embargo Julio César pudo disfrutarlo muy poco pues un año después de que se

adoptara este nuevo calendario, él fue asesinado.

Para que el nuevo calendario realmente coincidiera con la entrada de las estaciones se ampliaron

a 15 los meses del año 45 a.C. Esto fue necesario para corregir el retraso de tres meses que se

había acumulado con el calendario anterior. El año 45 a.C. fue llamado el "año de la gran

confusión" por lo largo que fue y porque nadie sabía exactamente en qué día vivía; sin embargo,

gracias a este año tan largo se logró resolver el desorden que se tenía. A partir del año siguiente

se instauraron años de 12 meses con el nuevo Calendario Juliano.

El Calendario Juliano se basaba en el año egipcio que tenía 365 días más 1/4. Cada cuatro años

se intercalaba un día (éste es el origen de los años bisiestos) y el año se dividió en 12 meses de

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distinta duración, puesto que 365 no es divisible por 12. En honor de César se dio el nombre de

Julius al mes Quintilis.

Después del asesinato de Julio César, su sucesor Augustus mandó perfeccionar aún más el

nuevo calendario y fue entonces cuando se estableció que el primer mes del año sería enero y el

segundo febrero. El Senado romano cambió el nombre del mes Sextilis por el de Augustus.

Los nombres de los meses que tenemos actualmente provienen del Calendario Juliano y su origen

es el siguiente:

1. Enero (en latín "Ianuarius") El nombre procede de Jano, el dios romano de las

puertas y los comienzos. En el antiguo calendario romano, Enero era el onceavo

mes del año. En el siglo I a.C., con el Calendario Juliano, pasó a ser considerado

como el primer mes. El 1 de enero, los romanos ofrecían sacrificios a Jano para que

diera un buen comienzo al nuevo año. Su símbolo era una cabeza con dos caras,

una que miraba al Este y otra que miraba al Oeste.

2. Febrero (en latín "Februarius") El nombre procede de la palabra latina "februa",

que se refería a los festivales de la purificación que se celebraban en la antigua

Roma durante este mes.

3. Marzo (en latín "Martius"): Para los antiguos romanos, esencialmente guerreros,

este mes consagrado al dios de la guerra, Marte, era el primero del año, fue con el

Calendario Juliano, cuando se estableció que Enero sería el primer mes del año,

cuando Marzo pasó a ser el tercero.

4. Abril (en latín "Aprilis"): El nombre de este mes se deriva de la palabra latina

"aperire" que significa "abrir". Los romanos eligieron el nombre de abril

probablemente porque comenzaba la estación en que la naturaleza comenzaba de

nuevo a "abrirse".

5. Mayo (en latín "Maius"): Era el tercer mes en el antiguo calendario romano y

tradicionalmente se acepta que debe su nombre a Maia, la diosa romana de la

primavera y los cultivos. Las celebraciones en honor de Flora, la diosa de las flores,

alcanzaban su punto culminante en la antigua Roma el 1 de mayo. En Europa se

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levantaban mayos (palos de mayo) en las aldeas adornados con espinos en flor el 1

de mayo.

6. Junio (en latín "Iunius"): Hay distintas versiones sobre la etimología del mes de

junio. Algunos historiadores piensan que el nombre de este mes proviene del nombre

de la diosa romana Juno, la diosa del matrimonio. Otros autores proponen, en

cambio, que el origen del nombre de este mes proviene de la palabra latina "iuniores"

(jóvenes) en oposición a maiores (mayores) para el mes de mayo, quedando así los

dos meses dedicados a la juventud y a la vejez respectivamente.

7. Julio (Quíntilis): Era el quinto mes del año en el calendario romano primitivo y por

eso fue llamado Quintilis, o quinto mes, por los romanos. Fue el mes en el que nació

Julio César, y en el 44 a.C., año de su asesinato, el mes recibió el nombre de julio en

su honor.

8. Agosto (Sextilis): Dado que era el sexto mes del calendario romano, que

comienza en marzo, fue originalmente llamado "Sextilis" (en latín, "sextus", que

quiere decir "sexto"). Se le dio el nombre de agosto en honor al emperador romano

César Octavio Augusto.

9. Septiembre (September): Era el séptimo mes del calendario romano y toma su

nombre de la palabra latina "septem", que significa "siete".

10. Octubre (October): Octubre era el octavo mes del antiguo calendario romano (en

latín "octo", que significa "ocho"),

11. Noviembre (November): Entre los romanos era el noveno mes del año (en latín,

"novem").

12. Diciembre (December): Diciembre era el décimo mes (en latín, "decem", significa

"diez") en el calendario romano.

Parece ser que Julio César deseaba que el año nuevo comenzara con el equinoccio de primavera,

o con el solsticio de invierno, pero el Senado Romano, que tradicionalmente utilizaba el 1 de

Enero como comienzo de su año oficial, se opuso a César e impuso esa fecha como la del

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comienzo del año. Esta es la razón por la que aún hoy en día nuestro año nuevo comienza en un

punto arbitrario de la órbita de la Tierra.

Además, originalmente el mes de Febrero tenía 29 días los años normales y 30 los bisiestos. Pero

al haber sido los meses del antiguo calendario Quíntilis y Séxtilis renombrados como Julio y

Agosto, en honor de Julio César y César Augusto respectivamente, se decidió que el mes de

Agosto tuviera 31 días en vez de los 30 que originalmente tenía Séxtilis. Para ello se le quitó un

día a Febrero. Para el Senado era muy importante que César Augusto no se considerara inferior a

Julio César por lo que "su mes", debía de tener la misma cantidad de días que "el mes de Julio

César".

El sistema de numerar los años a partir del nacimiento de Jesucristo, de la indicación A. D. (Anno

Domini, año del Señor), se debe a Dionisio el Exiguo en el siglo VI.

Concretamente fue en el año 525 de nuestra era, cuando el monje Dionisio el Exiguo introdujo el

calendario cristiano, al afirmar que Jesús había nacido el sábado 25 de diciembre del año 753

a.u.c. El clero cristiano se apresuró a difundirlo entre la población y situaron el principio de la

nueva era, el A.D. 1 (Anno Domini 1) comenzando el Sábado 1 de Enero del año 754 a.u.c. que

era el comienzo del primer año tras el nacimiento de Jesús.

Sin embargo, Dionisio cometió varios errores. El primero de ellos fue no incluir el año cero que

debería situarse entre el año 1 a.C. y el año 1 d.C. Realmente no es muy justo atribuir este error a

Dionisio, pues el cero era un concepto matemático desconocido en aquella época en su entorno.

Pero también cometió el error de olvidar los cuatro años en los que el Emperador Augusto

gobernó bajo su propio nombre: Octavio. De este modo el error sería de 5 años en total.

Al durar el año juliano aproximadamente 11 m y 14 s más que el año trópico (tiempo que tarda la

Tierra en dar una vuelta completa al Sol), acumula un error de un día cada 128 años. En 1477 el

equinoccio de primavera se había adelantado al 11 de marzo. A la Iglesia preocupó este error que

afectaba a la celebración de la Pascua de Resurrección y otras fiestas movibles que dependen de

ella.

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Para corregir el error, el papa Gregorio XIII, nombró una comisión de astrónomos y matemáticos

para que revisaran el calendario juliano. Así las dos personas que terminaron de diseñar el

calendario que usamos actualmente fueron: Luigi Lilio Ghiraldi (o Aloysius Lilius), médico de

Verona, quien ideó el nuevo sistema y Cristóbal Clavius, astrónomo, matemático y físico de

Nápoles, quien hizo todos los cálculos necesarios. En marzo de 1582 fue abolido el calendario

juliano por decreto del Papa Gregorio XIII y se estableció el calendario gregoriano.

El calendario juliano había acumulado un error de diez días con respecto al año trópico por lo que

estos días tuvieron que restarse de forma arbitraria; así en el año 1582, el día siguiente del jueves

4 de octubre fue el viernes 15 de octubre. Este ajuste logró que en el año 1583 el equinoccio de

primavera sucediera el 21 de marzo.

En nuestro calendario actual, el Calendario Gregoriano los años bisiestos se calculan de distinta

manera a como se calculaban en el Calendario Juliano.

Un año es bisiesto si las dos últimas cifras son divisibles entre 4, excepto cuando ambas son cero.

Sin embargo cuando las cuatro cifras, es decir, el número completo del año, es divisible entre 400

entonces el año sí es bisiesto aunque sus dos últimas cifras sean ceros.

Así, por ejemplo, 1944 fue un año bisiesto pues no termina en ceros y sus dos últimas cifras son

divisibles entre 4; 1900 no fue bisiesto pues acaba en dos ceros. Sin embargo, el año 2000 aún y

cuando termina en dos ceros si fue bisiesto pues el número 2000 es divisible entre 400. En 400

años se producen, por lo tanto, 97 años bisiestos en lugar de 100, cómo se generaban en el

Calendario Juliano.

El Calendario Gregoriano, que acumula un error de un día en 3226 años, fue adoptado por todos

los países católicos y la mayoría de los protestantes, aunque algunos de éstos no lo adoptaron

inmediatamente. Inglaterra, por ejemplo, no remplazó el Calendario Juliano por el Gregoriano sino

hasta el año 1752, para hacerlo tuvo que hacer un ajuste: el día siguiente al miércoles 2 de

Septiembre de 1752 según el calendario Juliano, fue el jueves 14 de Septiembre de ese mismo

año 1752, según el Calendario Gregoriano. La confusión fue total y aún hoy en día hay fechas que

los historiadores no pueden determinar con certeza. Como consecuencia del cambio de

calendarios, resulta que aunque tanto Cervantes como Shakespeare murieron el martes 23 de

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Abril de 1616 en España e Inglaterra respectivamente, en el caso de Cervantes se aplicaba ya el

Calendario Gregoriano, mientras que en el de Shakespeare la fecha corresponde al Calendario

Juliano. Así pues, Shakespeare murió el martes 3 de Mayo de 1616 según el calendario

Gregoriano, por lo que no murió el mismo día que Cervantes.

Rusia, probó entre 1923 y 1940 diversos calendarios y en 1940 adoptó oficialmente el Calendario

gregoriano. Antes de la Revolución Bolchevique que dio lugar al nacimiento de la Unión Soviética,

se utilizaba en Rusia el Calendario Juliano, por lo que dicha Revolución se llamó la Revolución de

Octubre, ya que se inició el martes 24 y el miércoles 25 de Octubre de 1917 según el Calendario

Juliano, pero estos días corresponden a los días martes 6 y miércoles 7 de Noviembre de 1917 en

el Calendario Gregoriano y son, de hecho, las fechas en las que actualmente se conmemora la

Revolución Rusa. La mayoría de los países utilizan hoy el Calendario Gregoriano.

Calendario perpetuo

Aquí encontrarás unas tablas que forman lo que se conoce como un "calendario perpetuo".

En él podrás encontrar qué día de la semana fue cualquier fecha que esté entre el 1° de enero de

1801 y el 31 de diciembre del 2036.

¿Cómo funciona? Por ejemplo, si quieres saber qué día de la semana fue el 11 de agosto de

1970, hay que hacer lo siguiente:

1. Busca, en las columnas de los años, las columnas que pertenecen

a los años 1901 a 2000.

2. En esas columnas, busca el número 70.

3. Ahora muévete por el renglón del número 70 hasta llegar a la

columna del mes de agosto. Ahí encontrarás el número 6; a éste

número deberás sumarle 11, es decir el número de la fecha que

estás buscando.

4. Una vez que sumaste 6+11 = 17, deberás buscar el número 17

en la segunda tabla, en la tabla de los días. En esta tabla el número

17 está en el renglón del martes por lo que el 11 de agosto de 1970

fue justamente un martes.

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Años

.

.

.

.

.

Meses

de 1801 a 1900 de 1901 a 2000 de

2001 a

2036

En

ero

Fe

bre

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Ju

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Ag

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Se

pti

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No

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re

Dic

iem

bre

01 29 57 85

.

. 25 53 81

.

. 09

.

4 0 0 3 5 1 3 6 2 4 0 2

02 30 58 86 . 26 54 82 . 10 5 1 1 4 6 2 4 0 3 5 1 3

03 31 59 87 . 27 55 83 . 11 6 2 2 5 0 3 5 1 4 6 2 4

04 32 60 88 . 28 56 84 . 12 0 3 4 0 2 5 0 3 6 1 4 6

05 33 61 89 01 29 57 85 . 13 2 5 5 1 3 6 1 4 0 2 5 0

06 34 62 90 02 30 58 86 . 14 3 6 6 2 4 0 2 5 1 3 6 1

07 35 63 91 03 31 59 87 . 15 4 0 0 3 5 1 3 6 2 4 0 2

08 36 64 92 04 32 60 88 . 16 5 1 2 5 0 3 5 1 4 6 2 4

09 37 65 93 05 33 61 89 . 17 0 3 3 6 1 4 6 2 5 0 3 5

10 38 66 94 06 34 62 90 . 18 1 4 4 0 2 5 0 3 6 1 4 6

11 39 67 95 07 35 63 91 . 19 2 5 5 1 3 6 1 4 0 2 5 0

12 40 68 96 08 36 64 92 . 20 3 6 0 3 5 1 3 6 2 4 0 2

13 41 69 97 09 37 65 93 . 21 5 1 1 4 6 2 4 0 3 5 1 3

14 42 70 98 10 38 66 94 . 22 6 2 2 5 0 3 5 1 4 6 2 4

15 43 71 99 11 39 67 95 . 23 0 3 3 6 1 4 6 2 5 0 3 5

16 44 72 . 12 40 68 96 . 24 1 4 5 1 3 6 1 4 0 2 5 0

17 45 73 . 13 41 69 97 . 25 3 6 6 2 4 0 2 5 1 3 6 1

18 46 74 . 14 42 70 98 . 26 4 0 0 3 5 1 3 6 2 4 0 2

19 47 75 . 15 43 71 99 . 27 5 1 1 4 6 2 4 0 3 5 1 3

20 48 76 . 16 44 72 00 . 28 6 2 3 6 1 4 6 2 5 0 3 5

21 49 77 00 17 45 73 . 01 29 1 4 4 0 2 5 0 3 6 1 4 6

22 50 78 . 18 46 74 . 02 30 2 5 5 1 3 6 1 4 0 2 5 0

23 51 79 . 19 47 75 . 03 31 3 6 6 2 4 0 2 5 1 3 6 1

24 52 80 . 20 48 76 . 04 32 4 0 1 4 6 2 4 0 3 5 1 3

25 53 81 . 21 49 77 . 05 33 6 2 2 5 0 3 5 1 4 6 2 4

26 54 82 . 22 50 78 . 06 34 0 3 3 6 1 4 6 2 5 0 3 5

27 55 83 . 23 51 79 . 07 35 1 4 4 0 2 5 0 3 6 1 4 6

28 56 84 . 24 52 80 . 08 36 2 5 6 2 4 0 2 5 1 3 6 1

Días

Domingo 1 8 15 22 29 36

Lunes 2 9 16 23 30 37

Martes 3 10 17 24 31

Miércoles 4 11 18 25 32

Jueves 5 12 19 26 33

Viernes 6 13 20 27 34

Sábado 7 14 21 28 35

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Aritmética Recreativa (fragmento)

Yakob Perelman

Las numeraciones escritas más difundidas

Parto de la base que a ninguno de ustedes, lectores de este libro, constituye un gran esfuerzo

escribir cualquier número entero; por ejemplo, dentro de los límites de un millón. Para la escritura

de los números, empleamos los diez bien conocidos signos 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0, llamados;

cifras. Ahora nadie duda que, con la ayuda de estos diez signos (cifras) podemos escribir un

número, ya sea muy grande o muy pequeño, entero o fraccionario.

Los números del uno al nueve, los escribimos con la ayuda de sólo una de las; nueve primeras

cifras. Para la escritura de los números del diez al noventa y nueve, necesitamos ya de dos cifras,

una de las cuales puede ser también el cero, y así sucesivamente.

Como base de la numeración tomamos el número "diez", por lo que nuestro sistema de

numeración se llama decimal.

Es decir, que diez unidades simples (unidades de primer orden) forman una decena (una unidad

de segundo orden), diez decenas forman una centena (una unidad de tercer orden), diez centenas

forman un millar (una unidad de cuarto orden) y, en general, cada diez unidades de cualquier

orden forman una unidad del orden inmediato superior.

En muchos pueblos los sistemas de numeración eran decimales. Eso está relacionado con el

hecho de que tengamos diez dedos en nuestras manos.

En la escritura de los números, en el primer lugar de la derecha escribimos la cifra

correspondiente a las unidades; en segundo lugar, la cifra de las decenas; luego la de las

centenas, después la de los millares, etc. Así, por ejemplo, la escritura de 2716 denota que el

número se compone de 2 millares, 7 centenas, 4 decenas y 6 unidades.

Si un número carece de unidades de determinado orden, en el lugar correspondiente escribimos

un cero. Así, el número que tiene tres millares y cinco unidades, se escribe. 3005. En él no existen

decenas ni centenas, es decir, las unidades de segundo y tercer orden; por tal razón, en los

lugares segundo y tercero de la derecha escribimos ceros.

¿Qué particularidad notable podemos encontrar en el sistema de numeración que siempre hemos

usado?

En el caso, por ejemplo, del número 14742, usamos dos veces la cifra 4: en el segundo y en el

cuarto lugar de la derecha. En tanto que una vez representa 4 decenas, la otra representa 1

millares. En consecuencia, resulta que una misma cifra puede denotar tanto cantidades de

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unidades, como cantidades de decenas, de centenas, de millares, etc. en función de la posición

que ocupe la cifra en la escritura del número. De aquí precisamente que nuestro sistema de

numeración se llame posicional.

Volvamos al número 2746, del cual hemos hablado antes. En él, la primera cifra de la derecha (la

cifra 6) representa 6 unidades, la segunda cifra de la derecha (4) representa 4 decenas, es decir,

el número

40 = 4 x 10,

la tercera cifra de la derecha (7) representa 7 centenas, o sea, el número

700 = 7 x 10 x 10 = 7 x 10 2

y finalmente, la cuarta cifra (2) representa 2 millares, es decir, el número

2000 = 2 x 10 x 10 x 10 = 2 x 10 3

El mencionado número puede ser escrito, pues, así:

2746 = 2000 + 700 + 40 + 6 = 2 x 10 3 + 7 x 10 2 + 4 x 10 1 + 6

Cada tres órdenes en un número constituyen una clase. Las clases se cuentan siempre de

derecha a izquierda. Primero está la llamada primera clase, constituida por las unidades, decenas

y centenas; después la segunda clase, con los millares, las decenas de millar y las centenas de

millar: luego la tercera clase, constituida por los millones, las decenas de millón y las centenas de

millón, etc.

Pensemos un poco en esta cuestión: ¿Por qué se efectúan tan rápida y fácilmente con los

números las cuatro operaciones aritméticas: adición, substracción, multiplicación y división?: Estas

ventajas nos son ofrecidas, lógicamente, por el citado principio posicional de la escritura de los

números.

En efecto, al hacer una operación aritmética cualquiera con números, trabajamos con las decenas,

centenas, millares, etc., como si fueran unidades, y sólo al obtener el resultado final tenemos en

cuenta su orden.

Así, para la escritura de los números, empleamos el sistema decimal posicional de numeración. El

famoso físico y matemático francés Laplace (siglos XVIII-XIX), escribió acerca del sistema: "La

idea de representar todos los números con diez signos, asignándoles además de un valor por su

forma otro por su posición, es tan sencilla, que en virtud de esta sencillez resulta difícil imaginarse

en qué medida es admirable esta idea''.

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Ahora casi toda la humanidad utiliza este sencillo sistema de numeración, cuyo principio de

construcción y trazo de cifras aparecen con idénticas propiedades pana tolo mundo.

¿Cómo surgió este extraordinario sistema de numeración decimal posicional?

No obstante su sencillez, los hombres necesitaron varios miles de años para llegar a él. No será

una exageración si decimos que todos los pueblos del mundo tomaron parte en la creación de

dicho sistema.

Inicialmente el sistema decimal posicional de numeración apareció en la India, y ya a mediados

del siglo VIII, se usaba ahí ampliamente. Por esa misma época, también surge en China y otros

países del Oriente. Los europeos adoptaron este sistema hindú de numeración en el siglo XIII,

debido a la influencia árabe. De aquí surgió, precisamente, la denominación, históricamente

incorrecta, de "numeración arábiga".

¿Qué sistemas de numeración estaban en uso, antes del surgimiento del decimal posicional?

El enorme interés de esta pregunta, hace necesario un análisis detallado de ella, lo que nos

proporcionará la posibilidad de valorar mejor la, ventajas de nuestro sistema de numeración.

Numeración Antigua Egipcia

Una de las más antiguas numeraciones es la egipcia. Data aproximadamente de hace 7000 años,

es decir, de más de 3000 años antes de nuestra era. En el transcurso de los tres primeros

milenios sufrió cambios insignificantes. Relacionémonos más de cerca con dicha numeración

antigua, y fijemos nuestra atención en la forma en que se representaban en ella los signos

numéricos, y cómo, con ayuda de ellos, se escribían los números.

En la numeración egipcia existían signos especiales (jeroglíficos) para los números: uno, diez,

cien, mil, diez mil, cien mil, un millón. Estos signos están representados en la figura 1.

Figura 1. Estos signos especiales (jeroglíficos) eran utilizados por los antiguos egipcios

para la notación de los números.

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Para representar, por ejemplo, el número entero 23 1415, era suficiente escribir en serie dos

jeroglíficos de diez mil luego tres jeroglíficos de mil, uno de cien, cuatro de diez y cinco jeroglíficos

para las unidades (ver. fig. 2).

Figura 2. Escritura del número 23 145 en el sistema de numeración egipcio.

Estos símbolos, en la escritura, no podían aparecer más de nueve veces en cada número. En el

sistema egipcio de numeración no había signo alguno para el cero.

Este solo ejemplo es suficiente para aprender a escribir los números tal y como los representaban

los antiguos egipcios. Este sistema de numeración es muy simple y primitivo. Es un sistema

decimal puro, puesto que en la representación de los números enteros se emplea el principio

decimal conforme al orden clase. Hay que notar que cada signo numérico representa solamente

un número. Así, por ejemplo, el signo para las decenas (ver fig. 1) denota solamente diez

unidades. Y no diez decenas o diez centenas, lo que pone en evidencia el por qué el sistema de

numeración egipcio no era posiciones.

Numeración Antigua Rusa

Conforme al principio de la numeración egipcia antigua, se construyeron sistemas de numeración

en algunos pueblos más, tales como el de la antigua Grecia por ejemplo, del que hablaremos

detalladamente más adelante.

En la antigua Rusia, por ejemplo, existió un sistema popular de numeración ampliamente

difundido, y elaborado sobre el mismo principio del sistema egipcio, pero distinguiéndose de éste

por la representación de los signos numéricos.

Es interesante anotar, que esta numeración era, en la antigua Rusia, inclusive de índole legal:

precisamente conforme a tal sistema, sólo que más desarrollado, los recaudadores de impuestos

debían llevar los registros en el libro de contribuciones.

El recaudador, leemos en el antiguo "Código de las Leyes", recibiendo de cualquiera de los

arrendadores o propietarios el dinero aportado, deberá él mismo, o por medio de un escribiente,

registrar en el libro de contribuciones frente al nombre del arrendador, la cantidad de dinero

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recaudado, anotando la suma recibida con cifras o signos. Para conocimiento de todos y de cada

cual, estos signos se instituyen idénticos para todo lugar, a saber:

diez rublos se denota por el signo (

un rublo O

diez kopeks x

un kopek |

un cuarto -

Por ejemplo, veintiocho rublos, cincuenta y siete kopeks y tres cuartos:

((OOOOOOOOxxxxx|||||||---

En otro lugar del mismo tomo del "Código de las Leyes", nos volvemos a encontrar con una

mención acercan del empleo obligatorio de las notaciones numéricas nacionales. Se dan signos

especiales para los millares de rublos, en forma de una estrella de seis puntas con una cruz en su

centro, y para las centenas, en forma de una rueda con ocho rayos. Pero las notaciones para los

rublos y las decenas de kopeks aquí se establecen en distinta forma que en la ley anterior.

Veamos el texto de la ley acerca de los así llamados "signos tributarios"

Que en todo recibo entregado al Representante de la Alta Estirpe, además de la redacción con

palabras se escriba, con signos especiales, los rublos y kopeks aportados, de tal manera que al

realizar un simple cálculo de todos los números, pueda ser aseverada la veracidad de las

declaraciones. Los signos empleados en el recibo significan:

una estrella mil rublos

una rueda cien rublos

diez rublos .

X un rublo,

|||||||||| diez kopeks

| un kopek.

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Figura 3. Inscripción antigua en un recites de pago de impuesto ("tributo"), que representa

la suma 1232 rublos, 24 kopeks.

Para que no puedan hacerse aquí adiciones de ningún tipo, todos los signos se rodean por medio

de un trazo constituido por líneas rectas.

Por ejemplo, mil doscientos treinta y dos rublos; veinticuatro kopeks se representan así (Ver fig. 3).

4. Numeración Romana

De todas las numeraciones antiguas, la romana es, posiblemente la única que se ha conservado

hasta hoy, y que es empleada con frecuencia. Las cifras romanas se utilizan hoy día para las

notaciones de los siglos, las numeraciones de los capítulos en los libros, etc.

Para la escritura de los números enteros en la numeración romana, es necesario recordar las

representaciones de los siete números fundamentales:

I V X L C D M

1 5 10 50 100 500 1000

Con su ayuda, podemos escribir todo número entero menor que 4000, y algunas de las cifras (I, X,

C, M) pueden repetirse consecutivamente hasta tres veces.

En la escritura de los números en el sistema romano de numeración, una cifra menor puede estar

a la derecha de una mayor; en este caso, la menor se adiciona a la mayor. Por ejemplo, el número

283 lo podernos escribir, en signos romanos así:

CCLXXXIII

es decir, 200 + 50 + 30 + 3 = 283. Aquí, la cifra que representa a la centena aparece dos veces,

ylas que representan respectivamente a las decenas y a las unidades aparecen tres veces.

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Una cifra menor, también puede escribirse a la izquierda de una mayor, con lo que aquella se

substrae de ésta. En este caso no se admite la repetición de la cifra menor. Los ejemplos que se

proporcionan enseguida ayudan a aclarar completamente el método de escritura de los números

en la numeración romana.

Escribamos en romanos los números 94, 944, 1809, 1959:

XCIV = 100 - 10 + 5 - 1 = 94

CMXLIV = 1000 - 100 + 50 - 10 + 5 - 1 = 944

MDCCCIX = 1000 + 500 + 300 + 10 - 1 = 1809

MCMLIX = 1000 + 1000 - 100 + 50 + 10 - 1 = 1959

¿Se ha observado que en este sistema no existe signo para representar el cero? En la escritura

del número 1809, por ejemplo, no usamos el cero.

Figura 4.- Así se escriben en la numeración romana todos y cada uno de los números

romanos del uno al cien.

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Estudien ustedes la figura 4, donde proporcionamos la escritura en la numeración romana de

todos los números enteros del 1 al 100.

Con la ayuda de las cifras romanas se pueden escribir también grandes números para lo cual,

después de la escritura del signo de millares se introduce la letra latina M como subíndice.

Escribamos, como ejemplo, el número 417 986:

CDXVIIM CMLXXXVI

El sistema romano de numeración, como el antiguo egipcio, no es posiciones: cada cifra en él

representa sólo un número estrictamente definido. Sin embargo, a diferencia del antiguo egipcio,

no es decimal puro. La presencia en el sistema romano de signos especiales para los números

cinco, cincuenta, y quinientos, muestran que en él existen fuertes vestigios de un sistema de

numeración quinario.

La numeración romana no está adaptada, en modo alguno, para la realización de operaciones

aritméticas en forma escrita. Esta es su desventaja mayor.

5. Numeración Antigua Griega

Continuemos nuestro relato acerca de los sistemas no posicionales de numeración, y al final del

capítulo describiremos detalladamente uno de los más antiguos sistemas de numeración (aunque

por supuesto, posterior al egipcio): el babilónico, que fue el primer sistema posicional.

Figura 5. Escritura de algunos números en la numeración ática o herodiánica.

Un sistema muy parecido al romano es el llamado ático o herodiánico, que se utilizó en la Grecia

antigua. En la figura 5 se muestran las representaciones de varios números de esta numeración. A

diferencia de la numeración romana este dibujo muestra que aquí, los signos parar los números

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uno, diez, cien y mil, pueden repetirse no tres, sino cuatro veces, en cambio, se prohíbe escribir

una cifra menor la izquierda de una mayor.

En la figura 6 se dan ejemplos de la escritura de números enteros en el sistema ático de

numeración, que, aclaran completamente el método de tal escritura.

Figura 6. Ejemplos que aclaran el método de escritura de los números enteros en el

sistema ático de numeración.

Durante el siglo III A. de N. E., en Grecia, en lugar de la numeración ática se utilizaba la

numeración jónica, donde números enteros se representaban con letras del alfabeto griego

sobrerrayadas; sistema de numeración denominado alfabético.

Figura 7. La numeración jónica, donde números enteros se representaban con letras del

alfabeto griego sobrerrayadas

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Como se ve, este sistema es decimal, pero no posicional.

Esto también sucede en otras numeraciones alfabéticas.

6. Numeración Eslava

Los pueblos eslavos también utilizaron una numeración alfabética. En la figura 8 están

representadas las 27 letras del alfabeto eslavo. Bajo cada letra está escrito su nombre y el valor

numérico que le corresponde. Sobre la letra que representa al número hay un signo (ver fig. 8)

llamado "titlo".

Figura 8. Notación de los números en la numeración alfabética eslava. Los nombres de las

letras, que en el dibujo están escritas en ruso, se traducen como sigue, en su orden

correspondiente: az vedi glagol dobró est zeló zenilia izhe fitá i kako lyudi mislietie nash ksi

on pokoy cherv rtsi slevo tvierbo uk fert ja psi o tsy .

7. Numeración Babilónica

El más interesante de todos los antiguos sistemas de numeración es el babilónico, que surgió

aproximadamente en el año 2000 A. de N.E. Fue el primer sistema posicional de numeración,

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conocido por nosotros. Los números en el sistema se representaban con la ayuda de sólo dos

símbolos, una cuña vertical V que representaba a la unidad y una cuña horizontal para el número

diez. Estas cuñas resaltaban en las tablillas de las cuñas de arcilla, por los palitos inclinados, y

tomaban la forma de un prisma. De aquí surgió la denominación de cuneiforme para la escritura

de los antiguos babilonios.

Con la ayuda de los dos signos mencionados, todos los, números enteros del 1 al 59 conforme a

un sistema decimal se podían escribir exactamente como en la numeración egipcia: es decir, que

los signos para el diez y la unidad repetían, correspondientemente tantas veces como en el

número hubiese decenas y unidades. Proporcionemos algunos ejemplos explicativos:

Hasta el momento no hemos encontrado nada nuevo. Lo nuevo empieza con la escritura del

número 60 donde se utiliza el mismo signo que para el 1, pero con un mayor intervalo entre él y

los signos restantes. Proporcionemos también, aquí, ejemplos aclaratorios:

De esta manera, ya podemos representar los números del 1 al 59 * 60 + 59 = 3599.

Enseguida está una unidad de un nuevo orden (es decir el número 1 x 60 x 60 = 3600), que

también se representa por el signo para la unidad; por ejemplo:

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De esta manera, la unidad de segundo orden representada por el mismo signo es 60 veces mayor

que la de primer orden, y la unidad de tercer orden es 60 veces mayor que la de segundo y 3600

veces mayor (60 x 60 = 3600) que la unidad de primer orden. Y así sucesivamente.

¿Pero qué sucede si uno de los órdenes intermedios no existe?, preguntarán ustedes. ¿Cómo se

escribe, por ejemplo, el número 1 x 60 x 60 + 23 = 3623? Si se escribiera simplemente en esta

forma:

Podría confundírsele con el número 1 x 60 + 23 = 83. Para evitar confusiones se introdujo,

posteriormente, el signo separador, que jugaba el mismo papel que el signo "cero"

juega en nuestra numeración. Así pues, con la ayuda de dicho signo separador, el número 3623

se escribirá así:

El signo separador babilonio nunca se colocaba al final de un número; por tal razón, los números

3; 3 x 60 = 180: 3 x 60 x 60 = 10800; etc., se representaban en forma idéntica. Se convenía en

determinar conforme al sentido del texto, a cuál de estos números se refería lo expuesto.

Es notable el que, en la matemática babilónica, se empleara un mismo signo, tanto para la

escritura de los números enteros, como para la el de las fracciones. Por ejemplo, las tres cuñas

verticales escritas en fila, podían denotar 3/60, ó 3/60x60 = 3/3.600, ó 3/60x60x60 = 3/216.000

¿Cuáles son las conclusiones que podemos sacar, ahora, sobre las particularidades de la

numeración babilónica?

En primer lugar, observamos que este sistema de numeración es posicional. Así, un mismo signo

puede representar en él, tanto 1 como 1 * 60, como 1*60*60 = 1 * 60 2 = 1 * 3600, etc., en función

del lugar en que dicho signo esté escrito. Exactamente como en nuestro sistema de numeración,

una cifra, por ejemplo, 2, puede representar los números: 2, ó 2 * 10 = 20, ó 2 * 10 * 10 = 2 X 10 2

= 2 * 100 = 200, etc., según si está en el primero, segundo, tercero, etc, orden.

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Sin embargo, el principio posicional, en la numeración babilónica, se lleva a cabo en órdenes

sexagesimales. Por tal motivo, dicha numeración se llama sistema de numeración posicional

sexagesimal. Los números hasta el 60 se escribían, en esto sistema, conforme al principio decimal

En segundo lugar la numeración babilónica permitía una escritura sencilla de las fracciones

sexagesimales, es decir, las fracciones con denominadores 60, 60 * 60 = 3600, 60 * 60 * 60 = 216

000, etc.

Las fracciones sexagesimales se utilizaron mucho en la época de los babilonios. Pero aún hoy

dividimos 1 hora en 60 minutos, y 1 minuto en 60 segundos. Exactamente igual, dividimos la

circunferencia en 360 partes, llamadas grados, un grado lo dividimos en 60 minutos, en tanto que

un minuto en 60 segundos.

Como se ve, el sistema de numeración hindú, ampliamente usado por nosotros, está lejos de ser

el único método de notación de los números.

Han existido también, otros procedimientos de representación de los números; así, por ejemplo,

algunos comerciantes tenían sus signos secretos para las notaciones numéricas: las llamadas,

"claves" comerciales. Sobre ellas hablaremos ahora detenidamente.

EL ABAD Y LOS TRES ENIGMAS

Esto era una vez un viejo monasterio, situado en el centro de un enorme y frondoso bosque, en el

que vivían muchos frailes.

Cada fraile tenía una misión diferente, así había un fraile portero, otro médico, otro cocinero, otro

bibliotecario, otro pastor, otro jardinero, otro hortelano, otro maestro, otro boticario, es decir había

un fraile para cada cosa y todos llevaban una vida monástica entregada al estudio y a la oración.

Como en todos los monasterios, el fraile que más mandaba era el abad.

Se cuenta que había llegado a oídos del Señor Obispo de aquella región que el abad del

monasterio era un poco tonto y no estaba a la altura de su cargo.

Para comprobar las habladurías de la gente le hizo llamar y le dio un año de plazo para que

resolviera los tres enigmas siguientes:

1º Si yo quisiera dar la vuelta al mundo ¿Cuánto tardaría?

2º Si yo quisiera venderme ¿Cuánto valdría?

3º ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad?

El abad regresó al monasterio y sentó en su despacho a pensar y pensar, y pensó tanto que por

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las orejas le salía humo. Se pasaba todo el día pensando, pero no se le ocurría nada, pensar sólo

le daba un fuerte dolor de cabeza. Hasta entró en la biblioteca del monasterio por primera vez en

su vida para buscar y rebuscar en los libros las soluciones y las respuestas que necesitaba.

Pasaba el tiempo sin que el abad resolviera los enigmas que le había planteado el Señor Obispo.

Cuando ya quedaban pocos días para que se cumpliera el año de plazo salió a pasear por el

bosque y se sentó desesperado debajo de un árbol.

Un joven y humilde fraile pastor que estaba cuidando las ovejas del monasterio le oyó lamentarse

y le preguntó qué le ocurría. El abad le contó la entrevista con el Señor Obispo y los tres enigmas

que le había planteado para probar sus conocimientos. El frailecillo le dijo que no se preocupara

más porque él sabría como contestar al Señor Obispo. Así que, el mismo día que se terminaba el

año de plazo, se presentó el joven fraile ante el Señor Obispo disfrazado con el hábito del abad y

la cabeza cubierta con la capucha para que el Obispo no pudiera reconocerlo.

Después de recibirlo, el Señor Obispo quiso saber las respuestas a sus enigmas y volvió a

plantear al falso abad la primera pregunta:

- Si yo quisiera dar la vuelta al mundo ¿Cuánto tardaría?

- Si Su Ilustrísima caminara tan deprisa como el sol -contestó rápidamente el frailecillo- sólo

tardaría veinticuatro horas.

El Obispo después de pensarlo un rato quedó satisfecho con la respuesta, así que pasó a la

segunda pregunta:

- Si yo quisiera venderme ¿Cuánto valdría?

El frailecillo respondió sin dudarlo:

- Quince monedas de plata.

Cuando el Obispo oyó esta respuesta preguntó:

- ¿Por qué quince monedas?

- Porque a Jesucristo lo vendieron por treinta monedas de plata y es lógico pensar que Su

Ilustrísima valga sólo la mitad.

Le iban convenciendo al Señor Obispo las respuestas de aquel abad y empezaba a pensar que no

era tan tonto como le habían dicho.

Entonces realizó la tercera y última pregunta:

- ¿Qué cosa estoy yo pensando que no es verdad?

- Su Ilustrísima piensa que yo soy el abad del monasterio cuando en realidad sólo soy el fraile que

cuida de las ovejas.

Entonces el Obispo, dándose cuenta de la inteligencia de aquel joven fraile, decidió que el

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frailecillo ocupara el cargo de abad y que el abad se encargara de las ovejas.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado, si quieres que te lo cuente otra vez cierra los ojos y

cuenta hasta tres.

El País de las Matemáticas

Érase una vez un nomio que anhelaba, más que nada en la vida, ir al País de las Matemáticas. Quería trepar por la geometría y deslizarse por largas ecuaciones. Ahí no vivían más que cifras, bellas cifras con las que uno podía hacer toda clase de acrobacias. Desde contarse los dedos de los pies hasta calcular el tiempo que un astronauta tardaría en recorrer la distancia entre la Tierra y la luna. El nomio esperó hasta que se desesperó, y una buena mañana, al despertar, se dijo, "Ya no esperaré más. Voy a ir al país de las Matemáticas porque es ahí donde quiero estar."

Y, sin voltear para atrás, emprendió su camino.

Primero, pasó a una mapería, o sea una tienda donde venden mapas para llegar a cualquier parte.

Y se compró un mapa para orientarse.

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Con su mapa en la mano, el nomio se sentía aún más intrépido. Abriéndolo con mucho cuidado,

leyó:

PARA LLEGAR AL PAÍS DE LAS MATEMÁTICAS, HAZ LO SIGUIENTE SIN SALTARTE NINGUNA INDICACIÓN: SAL DE LA CIUDAD SIGUIENDO LAS FLECHAS GRANDES.

El nomio leyó esto, y levantó la vista. Justamente, en la esquina de enfrente, había una flecha

grande y otra chica. Doblando su mapa, el nomio atravesó la calle, y se echó a andar en la

dirección que señalaba la flecha grande.

Ya fuera de la ciudad, no veía ninguna otra flecha, de manera que volvió a consultar su mapa.

EN EL CAMPO ENCONTRARÁS UNA GRAN PIEDRA EN FORMA DE GUAJOLOTE. DE ESA PIEDRA PARTEN UN CAMINO RECTO Y OTROCURVO. TOMA EL CAMINO RECTO HASTA LLEGAR A UN CORRAL CERRADO. ASÓMATE Y ADENTRO VERÁS UN CONJUNTO DE OVEJAS.

El nomio caminó y, efectivamente, después de un rato llegó a un corral cerrado, en donde estaban

varias ovejas.

DEL OTRO LADO DEL CAMINO UN POCO MÁS ADELANTE HAY OTRO CORRAL, PERO ABIERTO. AFUERA DE ESE CORRAL, VERÁS OTRO CONJUNTO DE OVEJAS. METE LAS OVEJAS A ESE CORRAL ABIERTO Y SEPÁRALAS POR COLORES.

Al leer aquello, el nomio se sintió algo nervioso. Él no era pastor, y nunca había tratado a ovejas.

No sabía a ciencia cierta si no les daba por morder o patear. Pero, armándose de valor, procedió a

seguir las instrucciones del mapa.

Realmente, no estaba muy a gusto. Él quería ir al País de las Matemáticas, no cuidar a ovejas.

¿Qué tenían que ver las ovejas con las matemáticas?

En fin. Ya había logrado meter las ovejas al corral, y ya estaban separadas por color: las blancas

en un rincón y las cafés en otro. ¿Y ahora qué?

ACABAS DE FORMAR UN SUB-CONJUNTO CAFÉ Y OTRO SUB-CONJUNTO BLANCO, LEYÓ EN ELMAPA.

AFUERA DEL CORRAL HAY UN BOTE. EN ÉL ENCONTRARÁS UNAS CAMPANAS. PONLE UNA A CADA OVEJA. NO DEBE FALTARTE NI SOBRARTE NI UNA.

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El nomio no tardó en encontrar el bote de campanas, y ya con un poco más de confianza, le

amarró una campana a cada oveja. Ni le faltaron, ni le sobraron.

AHORA, CRUZA EL CAMINO Y VE SI EN EL CORRAL CERRADO HAY UNA OVEJA PARA CADA OVEJA QUE HAY EN EL CORRAL ABIERTO.

Afortunadamente, el nomio traía su plumón, y se le ocurrió marcar una oveja del corral abierto y

otra del corral cerrado, y otra del corral abierto y otra del corral cerrado, y así hasta terminar con

todas...

Pero sobraba una oveja en el corral cerrado, una oveja negra.

Un tanto agotado, el pobre nomio se sentó a un lado del camino, y abrió una vez más su mapa.

El nomio tuvo que ir a asomarse varias veces a cada corral, para asegurarse que por cada oveja

había puesto una piedrita o una piedrota. Pero, finalmente se sentó frente a sus dos corrales.

Estaba satisfecho. Volvió a consultar su mapa.

SACA LAS PIEDRAS DE LOS CORRALES, Y FRENTE A CADA PIEDRITA PON UNA

PIEDROTA.

Eso era fácil, eso lo podía hacer sentado ahí mismo. Alineó todas sus piedritas, y frente a cada

una colocó una piedrota, pero sobraba una.

"Claro," gritó el nomio. "¡Es la oveja negra!

HAS FORMADO UNA LÍNEA DE PIEDRITAS Y OTRA LÍNEA DE PIEDROTAS. CADA LÍNEA ES

UNA CANTIDAD, Y CADA CANTIDAD TIENE SU NOMBRE, QUE ES UN NÚMERO. UNA

PIEDRA SOLA ES UNA. UNA PIEDRA MÁS OTRA SON DOS. DOS PIEDRAS MÁS OTA SON

TRES. TRES PIEDRAS MÁS OTRA SON CUATRO. CUATRO PIEDRAS MÁS OTRA SON

CINCO. CINCO PIEDRAS MÁS OTRA SON SEIS. SEIS PIEDRAS MÁS OTRA SON SIETE.

SIETE PIEDRAS MÁS OTRA SON OCHO. OCHO PIEDRAS MÁS OTRA SON NUEVE. Y NUEVE

PIEDRAS MÁS OTRA SON DIEZ. ...Y ASÍ HASTA NUNCA ACABAR.

AHORA, PONLE SU NÚMERO A TU LÍNEA DE PIEDRITAS, Y A TU LÍNEA DE PIEDROTAS.

"¿A ver?", dijo el nomio. "Una piedrita más otra son dos. Dos piedritas más otra son tres..." Tenía

nueve piedritas y diez piedrotas.

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Antología de lecturas Matemáticas .

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YA PUEDES CONTAR, leyó el nomio en su mapa.

AHORA CUENTA LAS OVEJAS BLANCAS Y CUENTA LAS OVEJAS CAFÉS. QUE ESTÁN EN

EL CORRAL ABIERTO.

El nomio alineó cuatro piedritas que eran las ovejas blancas, y abajo de esas alineó otras cinco

que eran las ovejas cafés. Eran todas sus piedritas. O sea cuatro mas cinco eran nueve.

YA PUEDES SUMAR

Y SI ENTRE ESTAS NUEVE OVEJAS HAY DOS QUE ESTÁN SUCIAS, Y LAS SACAS DEL

CORRAL, ¿CUÁNTAS TE QUEDAN?

"A nueve le quito dos,"dijo el nomio moviendo sus piedritas.

"Quedan... ¡siete!

YA PUEDES RESTAR

Y SI ESAS DOS OVEJAS SUCIAS SE ENOJAN PORQUE LAS SACASTE DEL CORRAL Y CADA

UNA DE ELLAS TE DA TRE TOPES, HABRÁS RECIBIDO TRES TOPES POR DOS OVEJAS, O

SEA...

¡seis topes!

YA PUEDES MULTIPLICAR.

Y SI LAS SIETE OVEJAS QUE

QUEDARON EN EL CORRAL, LES

REPARTES SIETE BULTOS DE

ALFALFA, A CADA UNA DE LAS

OVEJAS LE TOCARÁ...

¡Un bulto!

YA PUEDES DIVIDIR.

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Ah, ¡que bonito!, pensó el nomio mirando al cielo. Las nubes comenzaban a tornarse rosadas.

Todo el día se le había ido en caminar y contar ovejas y piedras. Y aún no llegaba al País de las

Matemáticas.

¿Cuánto faltaría?

YA CONOCES LOS NÚMEROS, PUEDES CONTAR, PUEDES SUMAR, RESTAR, MULTIPLICAR

Y DIVIDIR. AHORA CAMINA HACIA LA PUESTA DEL SOL, Y BUEN VIAJE.

El nomio se levantó y caminó hacia el poniente. El sol lo deslumbraba, pero al cabo de un

momento en el horizonte distinguió la silueta de la geometría con sus cubos y sus prismas. Y entre

ellos veía algo como hilos plateados...

¿Sería posible? ¡Sí! ¡Eran las ecuaciones! El nomio dio un brinco de alegría, y se echó a correr.

Además de contar, ahora iba a poder medir, pesar, calcular y hacer todas las cosas que se hacen

con números. Por fin había entrado al País de las Matemáticas.

Sobre o bajo el mar

¿Has leído Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne? Es un libro genial que te

recomendamos mucho.

En esta actividad vamos a hacer algo que los marinos han hecho por cientos de años. Realmente

lo único que necesitas es poner mucha atención al dibujo.

Si el avión se encuentra a 1500 mts. de altura sobre el nivel del mar, y manda una onda sonora

para saber que profundidad tiene el mar en esa zona y la lectura dice que tiene una profundidad

de 3500 mts. bajo el nivel del mar.¿Cuántos metros viajó la onda?

Un pez volador se encuentra a un metro bajo el nivel del mar y da un salto de 2 metros ¿qué altura

alcanzó sobre el nivel del mar?

Un buzo se encuentra a 100 mts. bajo el nivel del mar y baja 50 metros más ¿donde se encuentra

ahora?

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Basta observar bien el dibujo y hacer unas sencillas operaciones.

Pero si no tuviéramos el dibujo, tendríamos que simbolizar, o sea, escribir los problemas usando el

lenguaje matemático.

Simbolicemos

· Si se hace un recorrido de abajo hacia arriba sumaremos.

· Si se hace un recorrido de arriba hacia abajo restaremos.

· Si el objeto esta sobre el nivel del mar su distancia será positiva ( 6 km. , 35 m., 437millas, …)

· Si el objeto esta bajo el nivel del mar su distancia será negativa ( - 3 m., -52cm., -720 km., …)

Por ejemplo si tuviéramos la siguiente frase el submarino se encuentra a 2400 m bajo el nivel del

mar escribiríamos (-2400). Y sube 1333 metros subir es una suma por lo que debemos escribir

+(1333).

¿Dónde se encuentra el submarino?

Todo junto se escribe:

(-2400) + (1333) =

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Escribe las preguntas de arriba con símbolos y escribe la respuesta que habías encontrado con el

signo que le corresponda.

No avances hasta que lo hayas intentado varias veces.

Si el avión se encuentra a 1500 mts. de altura sobre el nivel del mar, y manda una onda sonora

para saber que profundidad tiene el mar en esa zona y la lectura dice que tiene una profundidad

de 3500 mts. bajo el nivel del mar.¿Cuántos metros viajó la onda?

(1500) – (-3500) = 5000

La onda recorrió 5000 mts.

Un pez volador se encuentra a un metro bajo el nivel del mar y da un salto de 2 metros ¿qué altura

alcanzó sobre el nivel del mar?

(-1) + 2 = 1

El pez está a 1m. sobre el nivel del mar.

Un buzo se encuentra a 100 mts. bajo el nivel del mar y baja 50 metros más ¿donde se encuentra

ahora?.

(-100) – (50) = - 150

El buzo se encuentra a 150 metros bajo el nivel del mar.

Aquí tienes varias operaciones; di si el resultado está sobre o bajo el nivel del mar.

Haz un dibujo e inventa una historia para cada operación. Discútelas con tus compañeros.

Suma Resultado Esta bajo o sobre el nivel del

mar

(-345) + (123)

(873) + (895)

(408) + (-576)

(-296) + (-456)

(591) –(-483)