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Trabajo de Carla Atencio desarrollado para el curso Periodismo Literario 2 (2012-1)
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Julio Ramón Ribeyro:
La agonía del perdedor
Carla Atencio Vergara
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Índice
Prólogo por Roberto Reátegui Página 4
¿Cómo se hizo ´La agonía del
perdedor´?
Página 8
Capítulo 1: Los primeros años Página 17
Capítulo 2: La vida en Europa Página 45
Capítulo 3: El regreso Página 88
Línea de tiempo Página 146
Anexo fotográfico Página 150
Bibliografía Página 154
4
Prólogo
Por Roberto Reátegui
En la mañana azul, al despertar, sentía/
el canto de las olas como una melodía/
y luego el soplo denso, perfumado, del mar,
y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;/
mi padre era callado y mi madre era triste/
y la alegría nadie me la supo enseñar.
Los versos son de Valdelomar en Tristitia. Podrían
haber pertenecido también a Ribeyro. O quizás a
alguno de sus personajes. Porque ese es el Ribeyro
que conocemos o que creemos conocer a través de
sus libros: tímido, reservado, casi siempre tristón,
desencantado; haciéndose habitualmente a un lado,
huyendo de los desafíos, cómodo en la sombra y
destinado a no moverse de ella. De tal naturaleza
son los cuentos e incluso las novelas del autor de
La Palabra del Mudo, sus ficciones parecen hechos
que bien podrían haberle ocurrido al propio
escritor. Que quizás, aún muerto, están por
sucederle.
Dicen que a todo escritor se le conoce a través sus
personajes y sus vidas de ficción, de sus actos y sus
sueños, de sus palabras y frustraciones, de sus
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amores, de sus heroísmos, de sus traiciones, de sus
vilezas, de sus silencios, de sus omisiones.
Llevados por esa intuición, en Ribeyro sus lectores
consideramos haber hallado el rostro de aquéllos.
Este libro nos dice que tenemos razón y que, sin
embargo, también estamos en un error. La cara
huesuda, los ojos profundos, el talante apocado, la
sonrisa ausente, nos han engañado. Los testimonios
de la gente cercana al escritor, parientes, amigos,
colegas y editores, recogidos en el texto que leerán
páginas más adelante, nos sugieren más bien que
detrás del gesto ensimismado, de la expresión más
modesta que humilde, del cuerpo enjuto maltratado
por la vida y la enfermedad, hay también un
hombre con ambiciones y deseos, con temores, con
caprichos, con necesidad de afecto y placer. Un
hombre vulnerable a la alegría.
Todos los entrevistados hablan de Ribeyro de un
modo entrañable. Todos sonríen al rememorar sus
bromas y ocurrencias, su manera de encarar con
ironía los hechos absurdos que solían sucederle;
alguno, incluso, llega a soltar una carcajada
recordando una anécdota del escritor. El Ribeyro
que imaginábamos tras una revisión de sus diarios
o luego de releer los versos de Valdelomar no
habría provocado esa sorprendente unanimidad. De
manera que estábamos equivocados. Hasta el
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propio Ribeyro podría haberlo estado: acaso era
demasiado duro consigo mismo a la hora de
mirarse en los espejos. Había pues, en él, mucho
más que hombre discreto tentado por el fracaso.
En alguna parte he leído que Ribeyro se quejaba
con resignación por los calificativos con que lo
describía la crítica. Le habían dicho que era un
escritor marginal, intimista, lúcido, pero nunca
había oído a nadie calificarlo como un gran
escritor. En algún momento él debió de creerlo así.
Era otra razón para ese desencanto que parecía
perseguirlo desde la niñez. Muchos de los que
aparecen en este libro estaban entonces a su lado
para ayudarlo en el lento camino de la perseverante
paciencia; él se dedicaba mientras tanto a escribir a
la par que sobrevivía a sus carencias y a la penosa
carga de su cuerpo. Poco a poco los lectores
habrían de demostrarle que aquellos críticos, acaso
deslumbrados por el brillo elocuente de las estrellas
del “boom”, se equivocaban.
Este libro no pretende analizar la obra de Julio
Ramón Ribeyro. Preciso en su objetivo
periodístico, tampoco busca analizar alguno de sus
textos, cuentos o novelas para, a partir de ellos,
desarrollar un perfil del escritor. Recurre, en
cambio, a otras fuentes: las de la vida misma. El
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tono de las voces que aquí hablan consigue
hacernos creer que Ribeyro es un hombre ausente
pero vivo; que, finalmente, ha podido superar las
penurias de la enfermedad y un día de éstos se
animará a seguir escribiendo. En algún momento
llegamos a creer que alcanzará a tomar ese vuelo
que habrá de llevarlo a recibir personalmente su
mayor reconocimiento internacional. Y sentimos
envidia hacia quienes se sientan a tomar una copa
con él o saldrán mañana a dar una vuelta en
bicicleta por el malecón.
Sabemos, entonces, que puede ocurrir. Caminar
atentos con la mirada puesta en la masa gris del
mar y reconocer esa silueta al pie del acantilado.
Acercarnos sin hacer ruido. Verlo volverse hacia
nosotros. Notar con asombro su sonrisa abierta,
escuchar su voz afable, sentir su palmada en la
espalda y sorprendernos con su invitación: “Quiero
mostrarle algo”. Ver en sus manos una edición en
rústica. Adivinar el nombre del autor. Y saber de
antemano el título que Ribeyro nos muestra:
Tristitia.
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¿Cómo se hizo ‘La agonía del perdedor?
Encontrar el personaje fue quizás uno de los
momentos más difíciles del trabajo de todo un año.
¿Quién iba a ser el protagonista con el que
compartiría angustias y satisfacciones? El nombre
de Julio Ramón Ribeyro no se me ocurrió a mí. La
idea fue de mi ex profesor de crónicas, Jeremías
Gamboa. Me lo encontré una tarde y le transmití
todas mis angustias. Gamboa me dio tres opciones
y me comentó que tomara alguna antes de que otro
chico le comentara sus pesares. ¡Estaba a punto a
entregar esas mismas sugerencias a quien se las
pidiera! La posibilidad sólo iba a darse una vez.
“Julio Ramón Ribeyro”, resolví casi sin pensarlo.
Mi primer recuerdo de Ribeyro se remontaba a Los
geniecillos dominicales. La maravillosa escena en
que Ludo Tótem persigue a ‘la enana’ por toda la
mansión de su tío totalmente dominado por sus
ansias sexuales, me había perseguido durante años.
Esa escena me había perturbado mucho durante la
pre adolescencia y decidí que tenía que volver a
leerla para convencerme de que estaba tomando el
camino correcto. Efectivamente, Los geniecillos
dominicales fue el primer libro de Ribeyro que
volví a leer en el proceso de investigación. Me
tomé un par de semanas para armar un plan de
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trabajo, releer textos y buscar ángulos. Luego de
terminar la historia de Ludo Tótem seguía
manteniendo aquella sensación extraña: yo debía
descubrir qué era lo que movía a ese autor. Todo
resuelto. Las ganas y la curiosidad me tenían
dominada. Yo debía saber todo sobre él.
El segundo gran movimiento fue la compra
indiscriminada de libros. La clave, sin embargo, se
encuentra en La tentación del fracaso, conjunto de
diarios íntimos del escritor. Leí los diarios con
calma, subrayando las ideas más importantes,
marcando los días claves. En distintos post it
coloqué las preguntas que debía hacerle a ciertos
personajes para no olvidarlas. Una cosa me llevaba
a la otra, viajé con Ribeyro por Amberes, por
Capri, por París, por Lima, por Ayacucho. Nada era
capaz de detenernos. De pronto, me comencé a
familiarizar con sus historias. Ya estaba en
capacidad de empezar las entrevistas. Por suerte,
ubicar a su familia no fue tan duro como imaginé.
El tercer movimiento vino con la ola de entrevistas
que nació desde Juan Ramón Ribeyro Ipenza,
sobrino del escritor. Él fue mi primer entrevistado.
Conversé con él en la misma quinta del cuento
«Tristes querellas en la vieja quinta». Las paredes
rosadas, el encuentro con los mismos lugares donde
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había residido el escritor me conmovieron
profundamente. Fotografié casi todo por placer.
Revisé fotografías y hablé con la cuñada de
Ribeyro, Lucy Ipenza. De pronto, todo empezaba a
tomar forma. La familia me había abierto las
puertas y ahora ya nada me cerraba el paso de la
información.
Los datos llegaban tan rápido que no podía perder
el tiempo. El cuarto movimiento fue crucial porque
sin un orden la información se pierde o carece de
sentido. Compré algunos papelógrafos para armar a
mano una línea de tiempo del escritor. Coloqué las
fechas que ya poseía y algunas otras las fui
corroborando a lo largo de los seis primeros meses.
Las fechas más importantes siempre eran
colocadas, aún si tenía los datos en otros archivos
de Word o en recortes de periódico. Para mí, poder
observar la información procesada es mucho más
sencillo y no se pierde el tiempo buscando después.
Al paralelo, comencé a llamar a todos mis
entrevistados, a leer todas las entrevistas existentes
a Ribeyro, a su esposa Alida Cordero y a su hijo
Julio Ramón. Leía todo el tiempo, soñaba con
Ribeyro pero todavía no tenía ni una línea escrita
del texto. Me forcé a improvisar, aun cuando las
primeras líneas quedaron borradas para siempre. Es
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muy importante empezar a escribir, tal vez el texto
final sea muy diferente pero lo importante es darse
fuerza para comenzar a agarrar el ritmo.
Cuando ya me sentí cómoda, no había quién me
parara. Me volví maniática, no dormía, no pensaba
en otra cosa que no fuera Ribeyro. Continué
llamando a mis entrevistados, esta vez, todo a la
vez, gracias a la recomendación de mi profesor
Daniela Goya. Era imposible pensar que me iban a
dar las entrevistas según el orden que yo tenía para
escribir. Ellos te atienden cuando quieren y uno
debe estar dispuesto a entrevistarlos aunque todavía
no se haya llegado a la parte en que se necesita su
testimonio. Entrevistaba muy seguido, llamaba y
armaba mi agenda según sus tiempos, trataba de
faltar a clases lo mínimo indispensable y sólo
pensaba en Ribeyro.
La información periodística me ayudó mucho en
este periodo. Este quinto paso fue fundamental
porque descubrí que las preguntas siempre querían
revelar algún dato hallado por el periodista.
Analizaba no sólo las respuestas, sino también los
datos que se querían revelar con las preguntas.
Comencé a filtrar las cosas que ya sabía, las
preguntas repetidas. Esta parte fue muy difícil
también porque a veces me llegaba a confundir con
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las fechas y los nombres de los entrevistados. A
veces me llamaban y yo pensaba que ya había
concretado fechas con ellos y luego tenía que
disculparme. Trabajé las reuniones con los
entrevistados en un cuaderno aparte para no
mezclarlos y tener siempre a la mano sus números
y las reuniones que pactábamos.
Muchos de los entrevistados también me ayudaron
mucho. Uno de los entrevistados con quien más
gusto me dio conversar fue con Fernando
Ampuero. No sólo fue una conversación
entretenida de la que saqué declaraciones muy
precisas y muy finas, sino que además, luego de la
entrevista, me entregó fotografías y textos suyos
sobre su gran amigo Julio Ramón. Esta es la clase
de entrevistados que te devuelven las ganas de
seguir. Otros, sin embargo, te cierran la puerta, te
llevan por la tangente, te dicen siempre que los
llames después o se molestan. Esta es la clase de
entrevistados con los que resulta imposible no
toparse. No por eso hay que desanimarse. En total,
debo haber recibido unas diez negativas, cinco de
las cuales fueron rotundas. De las cinco restantes
sólo puedo decir que habría preferido una negativa
clara desde el inicio.
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Algunos entrevistados parecen inaccesibles. No hay
que detenerse a esperar. Hay que buscar siempre
las mil y un formas, siempre a la vez, para llegar a
las personas. Algunos caminos resultan más cortos
que otros. La entrevista más importante de la
primera mitad del trabajo la tuve con Mercedes
Ribeyro, hermana mayor del escritor. Aunque decir
una sería mentir, tuve cerca de tres o cuatro
entrevistas con ella. Mercedes no sólo me prestó el
álbum de recortes que había elaborado a lo largo de
toda la vida de su hermano, sino que además me
contó maravillosas historias de la niñez, me
conmovió y me hizo sentir que iba por el camino
correcto. Era gratificante reunirme con ella y sentir
que cada vez me faltaban menos datos para armar
la historia. Ver a Mercedes Ribeyro es ver a Julio
Ramón hecho mujer. El parecido es increíble. La
primera vez que me recibió me quedé en shock. En
el primer encuentro ella se puso la misma chompa
que usaba su hermano en la única entrevista del
escritor que se ha registrado en video. Adivinar este
dato aseguró de inmediato la química. No por ello
me abstuve de hacer las preguntas más difíciles.
Hablar de la muerte de su hermano, muerte que ella
misma presenció, fue muy duro y traté de hacerlo
con la mayor delicadeza posible.
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Otro de los personajes clave fue Julio Ribeyro
Cordero, el único hijo del escritor. Aunque me fue
imposible comunicarme con su madre por skype, sí
logré el primer contacto con él gracias a esa
plataforma de comunicación online. Julito Ribeyro
colaboró conmigo para cerrar los primeros seis
meses de trabajo. Luego del verano, retomé el tema
buscando volver a conversar con él. Para mi suerte,
ya se encontraba en Lima y hablar en persona,
definitivamente, fue mucho más sencillo que
conversar por una computadora mientras yo estaba
en Lima y él en París.
Ribeyro hijo me recibió en el mismo departamento
donde su padre pasó los últimos años de su vida.
Recorrer aquel lugar parecía un sueño. Podía
reconocer, gracias a las fotografías y las
descripciones del escritor, los cuadros y los
elementos que él había utilizado. Me resultaba
difícil ocultar mi fascinación y mi emoción al
verlo. Julio percibió esto y se detuvo a conversar
sobre estos pequeñísimos detalles conmigo. La
entrevista duró cerca de dos horas, quizás hasta
más. En algún punto terminé la entrevista
propiamente dicha y apagué la grabadora. Las
revelaciones que vinieron luego de ese momento
fueron sumamente emotivas. Por respeto al off the
record, no han sido colocadas en este trabajo. Sin
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embargo, la satisfacción que sentí al escuchar de
boca su propio hijo cuestiones tan íntimas no tiene
recompensa. Julio también me escucho ensayar
varias ideas sobre su padre. Las horas de
conversación, inclusive las partes que no utilicé,
también me sirvieron para reconocer los climas que
habían reinado durante el cáncer del escritor y
durante los meses previos a su fallecimiento.
Finalmente, revisé todas las entrevistas que tengo
desgravadas en su totalidad por mi propia manía.
Fui resaltando las partes que utilizaba con distintos
colores para evitar la repetición de información. No
obstante, esto llegó a ocurrir un par de veces. Es
por ello que la labor de edición resulta sumamente
importante. Daniel Goya identificó con precisión
estas repeticiones que yo podría jurar que no se
dieron. También me pidió que brindara mejores
contextualizaciones para lugares o épocas que no
necesariamente todos los lectores deben conocer.
No se puede olvidar nunca al lector, algo que a mí
me pasó en repetidas ocasiones.
Durante las últimas semanas sólo hubo relecturas,
cambios en algunas escenas y en los tiempos de las
escenas (de presente a pasado), proceso que fue
complicado pero necesario. El producto está listo
aunque siento que aún me queda demasiado por
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saber de Julio Ramón Ribeyro. Pero hay que saber
respetar los tiempos y cerrar adecuadamente para
cumplir con los plazos. Lo más importante en un
libro de perfil como éste es tratar de trabajar con
precisión. La investigación, sobre todo cuando el
personaje ya ha fallecido, es básica para poder
«traer a la vida» los momentos que muestran mejor
el universo del protagonista.
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Capítulo 1. Los primeros años
La entrevista ya dio inicio y aunque todavía no ha
dicho una sola palabra, su mirada brillante y la
sonrisa torcida ya delatan su incomodidad. Sentado
frente a su escritorio, Julio Ramón Ribeyro (JRR)
contestó tranquilamente las mismas preguntas
triviales sobre su vida y su obra. Tal vez de haber
sabido que apenas le quedaban algunas semanas de
vida habría rechazado la entrevista. Sin embargo,
sólo una noticia lo motivó a recibir al periodista
Ernesto Hermoza en su propio departamento a altas
horas de la noche: ha sido nombrado ganador del
Premio Juan Rulfo de México del año 1994.
Ribeyro pesaba apenas unos 50 kilos y el cáncer ya
había invadido todo su cuerpo. La piel pálida de su
rostro parecía completamente adherida a sus
huesos, lo que hacía lucir su nariz aún más grande
y ganchuda de lo usual. Su delgadez era
inquietante. Chompa marrón, camisa beige,
pantalón oscuro. El bigote peinado y el cabello
negro corto no lograban esconder sus numerosas
arrugas y sus amplias orejas. Hermoza, bien
engominado, de terno y gafas gruesas, se había
instalado en otra silla frente a él y le hacía las
primeras preguntas.
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—¿Cuál es el verdadero rostro de JRR?
—Tiene muchas personalidades. No se puede
pensar que una persona es de una sola manera —
acotó mientras esquivaba la mirada—. Yo puedo
ser huraño con unos, comunicativo con otros,
simpático con unos y antp..antipático con otros —
tartamudeó—. Por momentos depresivo y por
momentos alegre. Es una cuestión de relación con
las otras personas.
—Tal vez para reconstruir su imagen haya que
regresar al principio —respondió el periodista con
mucha curiosidad.
Julio Ramón Riberyo Zúñiga nació en Santa
Beatriz, Lima, el sábado 31 de Agosto de 1929. Era
el tercer hijo de Julio Ramón Ribeyro y Mercedes
Zúñiga, un matrimonio burgués. Por el lado
paterno, llevaba la influencia de una alta burguesía
descendente y por el materno, el ímpetu
provinciano emergente. En aquella zona
equidistante entre estas dos clases sociales,
nacieron también Mercedes, Juan Antonio y
Josefina. El escritor era el más frágil, enfermizo y
tímido de los cuatro hermanos.
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La primera infancia la pasó en el número 117 de
Montero Rosas ubicado a media cuadra de América
Televisión. Un barrio agradable pero sencillo
ocupado por una clase acomodada pero sencilla. La
construcción estaba compuesta por un balcón y un
pequeño portón; sin embargo, su estilo arabesco y
un enorme corredor de losetas ocres y verdes la
destacaban de entre las demás casas. En aquel
enigmático lugar los primeros recuerdos claros del
autor están asociados a su deseo de convertirse en
coronel, al té con leche, a un cañoncito con llantas
de goma que disparaba balas, a la sopa de verdura
que detestaba y a las dalias del jardín.
La casa se encontraba justamente a la espalda del
Colegio Montessori, ubicado en la calle Teodoro
Cárdenas. Aquella escuela recibió a los Riberyo
Zúñiga durante su estancia en Santa Beatriz. En el
Montessori, los hermanos conocieron a Washington
Delgado, José Bonilla y Blanca Varela, quienes
luego llegarían a ser referentes de la movida
cultural limeña. Delgado y Bonilla asistían a la
misma clase que Julio Ramón Ribeyro; Varela, por
su parte, era algunos años mayor. La poeta, por
aquellos años, también era su vecina.
La mayor parte del día los hermanos Ribeyro la
pasaban en el colegio. Al volver de clases, se
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apresuraban a cumplir con todos los deberes para
poder salir a jugar con los amigos del barrio. Los
paseos eran largos. El grupo de niños caminaba
hasta la Quinta Dolores, daba vueltas al castillo
Rospigliosi o se aventuraba hasta el parque Sucre,
ubicado a diez cuadras su casa.
Aunque disfrutaba de los juegos en grupo donde su
hermano Juan Antonio era su principal cómplice, el
escritor en muchas oportunidades prefería pasar las
tardes a solas. Cuando esquivaba las salidas, los
trastos, tablas, cables y alambres de su azotea
cobraban vida en su imaginación. Llegar a estos
objetos destruidos era sencillo cuando nadie lo
acompañaba,
Ribeyro perpetuó este solitario en su cuento «Por
las azoteas», donde relata la historia de un niño de
diez años que durante sus aventuras por los techos
vecinos se hace amigo de un anciano vagabundo.
El terreno deshabitado en lo más alto de su casa y
las casas vecinas le generaban una enorme
fascinación. Aquel lugar oculto a los ojos del resto
era capaz de convertirse en el escenario de los más
divertidos juegos donde el escritor era el único amo
de la comarca. Un espacio privado, libre de la
mirada de los otros.
***
21
El padre había iniciado la construcción de una casa
más espaciosa y apropiada para su familia en el
distrito de Miraflores ubicada en el número 201 de
Comandante Espinar. En 1937, cuando la
construcción estuvo lista, la familia abandonó la
casa de Santa Beatriz y realizó la mudanza hacia el
nuevo domicilio. Los niños tuvieron que dejar el
colegio Montessori. Es así que los hermanos
varones fueron trasladados al Champagnat de los
hermanos maristas, donde culminaron sus estudios
escolares. Julio Ramón Ribeyro estudió en el
Champagnat entre los años 1935 y 1945.
Cuando llegaron al nuevo hogar, los Ribeyro
descubrieron un hermoso paisaje desierto. La
urbanización de Santa Cruz apenas estaba salpicada
por algunas otras casas. La casa de la familia, de
más de 400 metros cuadrados, estaba rodeada de
grandes rosales. Vides, melocotoneros, manzanos,
naranjos y una mustia higuera la embellecían por
dentro.
La vida de barrio fue totalmente diferente a partir
de entonces. Las mañanas de neblina, los ficus de
la avenida Pardo, los eucaliptos de la avenida Dos
de Mayo, los laureles de la Costanera, las moreras
de las calles transversales, las casonas antiguas, el
malecón y el mar hipnotizaron a Ribeyro. Estos
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elementos crearon toda una nueva fuente de
inspiración a tal punto que les dedicó el cuento
«Los eucaliptos», relato donde se explica cómo los
hermosos y grandes árboles cuyas raíces levantaban
la acera fueron cortados por un grupo de negros.
«Vinimos a vivir a Miraflores cuando teníamos
diez, nueve, ocho y Josefina cuatro años de edad.
Estábamos muy cerca de Pardo con Espinar, al
final de la avenida Dos de Mayo. La casa quedaba
justamente a la espalda de la embajada de Brasil,
por eso toda la pared posterior estaba rodeada de
eucaliptos», recuerda Mercedes Ribeyro Zúñiga,
hermana del escritor.
Sus nueve años de edad le permitieron iniciar allí el
conocimiento de un mundo diferente, lleno de
elementos que ya era capaz de reconocer y
disfrutar. Junto a sus amigos del barrio y su
hermano, el escritor hacía expediciones hacia los
campos de aviación Faucett, plagados de aviones
naranjas, y paseos nocturnos a la Huaca Puccllana,
lugar cargado de misterio donde usualmente
esperaban atentos el atardecer.
En casa, desde la vitrola a cuerda usualmente
sonaba el quinto acto de ‘Morgenlich leuchtend im
rosingen schein’ de los Maestros Cantores, tema
23
que fascinaba a su padre. La música, el piano y sus
largos paseos hacia el mar junto a sus perros Tony
y Rintintín lo cautivaron. El niño Ribeyro se
divertía también en los recorridos a las playas
abandonadas como La Pampilla y El Hondo, tema
que inspiró su cuento «Al pie del acantilado».
También adoraba los viajes a Tarma y Ancón. En
aquella infancia de gozos, Ribeyro continuó
prefiriendo la soledad.
En la época escolar, Ribeyro acostumbraba a huir
de los grupos, los profesores y las niñas. Su deseo
de aislamiento se intensificó hacia 1938, año en
que ya se perfilaba su carácter tímido y silencioso.
El escritor recuerda en sus diarios cómo al salir de
clases del colegio Champagnat caminaba junto a su
hermano y otros amigos por la avenida Pardo.
Mientras andaban, su mayor anhelo era llegar a la
avenida Comandante Espinar, lugar donde ambos
hermanos se separaban del grupo. «Mientras todos
hablaban yo miraba hacia adelante buscando la pila
aquella donde nos despedíamos. ¡Qué alivio
cuando faltaban sólo cien metros! Mi hermano, en
cambio, se comunicaba mejor con los demás
muchachos. Yo había delegado en él tácitamente
mis derechos en la conversación y en su presencia
no abría la boca», escribió el 23 de mayo de 1957.
24
«Quisiera saber la época exacta en que me comencé
a sentir incómodo con mis semejantes, a sufrir su
presencia como una agresión, a buscar la soledad y
el silencio. Si me remonto a los años de mi
infancia, descubro aterrado que mi reserva y mi
hermetismo son tan antiguos como mi uso de la
razón«, perpetuó en su diario de Amberes en mayo
de 1957.
***
En la misma época en que se negaba a hablar con
sus compañeros durante el trayecto a casa, Ribeyro
presenció su primer partido de fútbol. Desde aquel
momento se sintió identificado con el deporte rey.
«Hasta los últimos años hablaba con la familia de
fútbol», señala Juan Ramón Ribeyro Ipenza, hijo de
Juan Antonio Ribeyro y sobrino del escritor. Su
pasión se proyectaba en un solo equipo:
Universitario de Deportes.
Mercedes Ribeyro recuerda el amor por el fútbol
que tenían sus dos hermanos. El gusto era tal que
ambos inventaron un juego. «Dibujaban en una
mesa de la casa una cancha y con unos palitos
empujaban unas fichas chatas parecidas a las de
ludo que hacían las veces de pelotas. Para los
jugadores, usaban chapitas rellenas de cera. Ponían
25
más o menos cera, dependiente de qué tipo de
jugador se trataba». Los niños pintaban las piezas
de distintos colores para representar a sus equipos.
«Las de Julio eran de Universitario, el club de sus
amores», comenta su hermana.
«Yo era un empedernido jugador callejero»,
confesó a Reynaldo Trinidad en la entrevista de
1973 titulada «La azotea de Julio Ramón». Pero su
afición no se quedó en sencillos partidos de barrio.
El juego de Ribeyro llegó a extenderse hacia las
actividades escolares. Se integró al equipo de su
clase, ocupando así la posición de volante central.
Durante casi dos años se encargó de construir
jugadas y de hacer pases a sus compañeros mejor
colocados. En pocas ocasiones se aventuró a patear
hacia el arco y anotar algunos goles porque le
atemorizaba fallar. Aunque se alejó rápidamente
del deporte de las patadas porque no tenía mucho
físico, nunca dejó de disfrutar de los partidos.
«En esa época todos salían a jugar en la calle. Julio
era un jugador rápido, hábil, pero, sobre todo, le
gustaba ver fútbol más que practicarlo», recuerda
Mercedes Ribeyro.
Para 1939 ya acostumbraba ir con regularidad al
Estadio Nacional ‘José Díaz’. Sobre todo, le
26
encantaba presenciar los partidos internacionales,
para los cuales debía ingresar al estadio a las nueve
de la mañana. Pasaba horas bajo el sol abrasador
presenciando otros partidos de ligas juveniles hasta
las 3 de la tarde, hora en que empezaba realmente
la función. Ese mismo año Ribeyro fue testigo del
que según él mismo era el gol ‘más extraordinario’.
Fue durante el partido de Universitario frente al
Independiente de Buenos Aires. Allí, Lolo
Fernández, reconocido goleador merengue, anotó
un gol de tiro libre desde la media cancha.
***
La familia había vivido en Tarma durante algunas
temporadas cuando los niños eran muy pequeñitos.
Julio Ribeyro, quien trabajaba en la Casa Ferreyros,
empresa de sus parientes, había sido enviado para
administrar operaciones en dicha localidad y en
Chanchamayo. Los hermanos nunca llegaron a la
selva por el constante temor al paludismo; sin
embargo, su relación con Tarma dio algunos frutos.
Las visitas continuas de la hermana de la madre,
Mila Zúñiga, hicieron que el amor naciera entre
ella y el joven Esteban Santa María, un hacendado
adinerado. Pronto, la relación los llevó al
matrimonio.
27
Aunque los niños crecieron, la familia entera siguió
visitando Tarma. «En la casa de la familia Santa
María todos nos trataban muy bien, la pasábamos
regio, jugábamos mucho, era una época
maravillosa», recalca Mercedes Ribeyro. La
hermana del escritor recuerda cómo Julio Ramón y
Juan Antonio tiraban higos a las mujeres que iban
en procesión, luego se escondían en el balcón y
nadie descubría sus travesuras. Los hermanos
hacían también alfombras florales y compartían
juegos con sus primos. Estas experiencias y el
ambiente tarmeño quedaron perpetuados en dos
cuentos ambientados en esta pequeña ciudad
andina: «Vaquita echada» y «Silvio en El
Rosedal».
La despedida de la infancia no fue traumática. El
escritor cultivó dentro de sí un niño auténtico que
lo acompañó hasta su muerte. Un niño cuya
perspicacia le permitió conocer detalles mágicos e
imaginar cuentos fantásticos hasta el final de sus
días.
«Recuerdo una ocasión en que Julio llegó
caminando por la avenida Pardo luego de sus
clases. Tenía unos doce años de edad. Apenas abrió
la puerta, Julio empezó a contarle una historia
estrambótica a mi padre, que estaba sentado
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leyendo en la sala. Lo recuerdo muy claramente.
‘Yo creo que tú vas a ser cuentista, hijo’, dijo entre
risas mi papá. Fue él quien lo vaticinó», afirma
Mercedes Ribeyro.
— ¿Y cuándo comenzó a escribir? —continuó
Hermoza con tono marcial.
—S…está un poco perdido en mi memoria —
Ribeyro parpadeaba y parecía buscar en su mente,
mayor sin éxito, aquel instante mitificado—. Creo
que empecé a escribir cuando estaba en el colegio,
en secundaria. En los deberes de clase cuando
ponían un tema literario me gustaba hacerlo.
Siempre destaqué en ese terreno. Fueron las
primeras tentativas.
A los doce años, su deseo de narrar lo llevó a
escribir y dibujar junto a su hermano Juan Antonio
sus primeras tiras cómicas. Las historias no eran
sencillas, tenían muchos personajes y sus
estructuras no eran lineales. El dibujo escena por
escena lo mantuvo ocupado por un tiempo. Sin
embargo, es a los 14 años que el escritor empezó a
sentirse seducido por la literatura.
Mercedes Ribeyro recuerda con afecto cómo
espiaba a su hermano. «Julio era muy reservado
29
con sus cosas. Al llegar del colegio, entraba
corriendo y se metía a su cuarto. Yo ya lo había
visto escribiendo en un cuadernito, agachadito,
tapando las hojas y mirando cada cierto rato para
asegurarse que nadie llegara». Su hermana había
descubierto que el tímido niño escondía algo en el
cuarto que compartía con Juan Antonio. Dentro de
un cajoncito de la mesa de noche, él guardaba con
mucho celo un cuaderno verde que no era del
colegio. Ella esperaba que su hermano saliera a
jugar fuera de casa para entrar a la habitación, sacar
el cuadernito y deleitarse con los cuentos que allí
ponía el autor. Las historias eran tan interesantes
que la joven no podía esperar a ver qué encontraría
al día siguiente. «Yo sabía que no se trataba de las
tareas del colegio porque él las hacía en un
escritorio grande. Cuando leí sus cosas vi que había
escrito algo de un pescador. Hasta que, sin querer,
un día me descubrió. No lo escuché entrar a la
habitación. Quizás fue la única vez en que me gritó,
estaba muy amargado conmigo por haber invadido
su mundo», señala ella.
Ribeyro ya había probado escribir poesía, versos
románticos que estaban inspirados en José Zorrilla
y Carlos Augusto Salaverry. Sin embargo, sólo
cuando sufrió un castigo en el colegio se aventuró a
escribir un verdadero cuento. Había quedado
30
‘arrestado’ por varias horas y sabía que con algo
debía matar el tiempo. El alumno Ribeyro escribió
durante esa reclusión momentánea un cuento que
tituló ‘Benito, el pescador’, cuyos episodios
transcurrían en el acantilado de Miraflores.
«Después de esa primera incursión, se me dio por
borronear carillas que guardaba celosamente en la
intimidad», contó a Reynaldo Trinidad en una
entrevista de 1973.
Escribía y escribía borradores entre clases, sobre
todo cuando éstas le aburrían. No mucho después
llegó su primer cuento ‘oficial’. Lo logró en quinto
de secundaria. El texto llevó por nombre ‘La
careta’ y no fue publicado hasta 1952, año en que
apareció en el número 3, edición de setiembre, de
la revista Realidad.
***
Julio Ramón Ribeyro mantuvo siempre una
relación saludable con sus padres. «Mi vida no es
original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser
una de las tantas vidas de un escritor de clase media
nacido en un país latinoamericano del siglo veinte»,
escribió en el texto titulado Ancestros, el cual fue
publicado póstumamente en Lundero, suplemento
del diario La Industria en enero de 1995.
31
Los típicos conflictos freudianos no se presentaron
en su familia. Su padre, Julio Ribeyro, fue hijo de
Julio Eduardo Ribeyro, reconocido ingeniero que
mantenía buenas relaciones con ricos hombres de
negocios, y Josefina Bonello, descendiente de una
familia de italianos pioneros que había perdido toda
su fortuna en apuestas. Don Julio Ribeyro fue el
único heredero de su padre y su fortuna le permitió
pasar diez años sin trabajar viviendo únicamente de
su herencia. Ese periodo de la dolce vita le permitió
cultivar su pasión literaria y aprender varios
idiomas.
El padre de Julio Ramón Ribeyro fue un hombre
autoritario. Un ser humano culto de carácter fuerte
y explosivo, dueño de una hermosa biblioteca y una
gran pasión por los libros. «Mi papá tenía un
carácter severo. No era violento pero sí muy serio,
muy estricto. La cara opuesta de mi mamá, que era
dulce, bondadosa, amorosa», señala Mercedes
Ribeyro.
Aunque no era muy comunicativo, cuando hablaba
sus frases eran memorables. «No abría la boca en
vano. Era un personaje casi divino para nosotros,
una especie de Júpiter», confesó a Lorena Ausejo
durante una entrevista en 1992.
32
Cuando llegaba de la oficina con buen ánimo, su
padre solía reunir a toda la familia en la sala para
contarles cuentos o leerles fragmentos de novelas.
Así el escritor mantuvo sus primeros encuentros
con Flaubert, Dickens, Balzac, Wilde, Shaw y
Valdelomar. Éste último había sido amigo personal
de Julio Ribeyro. Estos primeros contactos con los
grandes de la literatura universal conmovieron
enormemente a su tercer hijo y despertaron en él
una gran curiosidad por la literatura.
La relación con el padre era básicamente
reverencial, de mucho respeto y admiración, muy a
pesar de las fuertes golpizas que le profería para
castigarlo. «Mi papá era un hombre severo pero sin
llegar a extremos», acota Mercedes Ribeyro.
Jorge Coaguila, comunicador social y autor de La
palabra inmortal: conversaciones con Julio Ramón
Ribeyro, comenta sobre el tema: «Para Ribeyro, los
golpes que le propinó su padre significaron un
comportamiento en dirección a lo correcto. No
había resentimiento. Sus recuerdos eran de respeto,
cariño y admiración».
El escritor siempre destacó en su padre un halo de
bondad y generosidad. «Quien más sufría con las
palizas era él, porque después de pegarnos (mi
33
hermano también recibía castigos), mi papá se
encerraba en su escritorio y se quedaba allí por
horas, como arrepentido», reveló el escritor a
Mario Campos en una entrevista de 1986.
Su carácter y sus reacciones eran bien conocidos
por sus hijos, quienes aprovechaban sus largas
siestas para salir y no interrumpir con algún ruido
el sueño del padre. Las normas eran básicas e
inflexibles en el hogar familiar. Las horas de
llegada, cerca de las seis de la tarde, se cumplían a
rajatabla. «Nos esperaba en la puerta, muy molesto,
si llegábamos tarde. Era muy exigente con las
tareas y las reglas», comenta su hija. En el tema de
las notas y los estudios, el padre se mostraba más
comprensivo. Cuando alguno de sus hijos obtenía
bajas calificaciones, no dudaba en ponerle un
maestro particular que lo ayudara a reforzar sus
carencias.
Con su madre la relación era distinta. Hija de
Emiliano Zúñiga, protegido de una rica familia
dueña de minas de oro y tungsteno, y de Amable
Rabines, de ascendencia judía e indígena. Al
fallecer Emiliano Zúñiga, su viuda se vio obligada
a viajar con sus nueve hijos hasta Lima, lugar
donde usó el poco dinero que le quedaba para
poner un negocio de carros de plaza. Sin embargo,
34
el negocio fracasó rápidamente y la mayor de sus
hijas, Mercedes Zúñiga, tuvo que buscar trabajo
para ayudar a mantener a su numerosa familia.
La joven Zúñiga trabajó en el Banco Perú hasta que
perdió su empleo debido a la quiebra de la empresa.
Fue entonces que se vio en la obligación de buscar
otro empleo. Por azares del destino, la joven
ingresó a trabajar en la oficina de alquileres
inmobiliarios de Emilio Ribeyro, tío de Julio
Ribeyro. Fue allí que se conocieron. Nadie sabe
cómo los jóvenes se hicieron amigos, se
enamoraron y posteriormente se casaron.
«Tanto mi madre como mi padre habían siempre
descartado sus planes de fundar una familia. Mi
padre por su salud precaria, la ausencia de recursos
y su prevención contra el matrimonio. Mi madre
porque tenía una verdadera vocación religiosa y
soñaba con ser monja. No se puede invocar en este
caso un amor arrebatador, pues nunca escuché a
ambos hablar de esta pasión», escribió Ribeyro en
el texto «Ancestros», incluido en su antología
personal.
La relación con la madre estaba fundada en el
respeto pero también abierta a la ternura. Mercedes
Zúñiga era una mujer bondadosa. «Mi madre era
35
sencilla, suave, tenía muy buen tino», comenta su
hija. Zúñiga era una mujer sencilla, cándida y de
buena salud, lo cual había impresionado mucho a
su marido, quien desde la niñez se mostró débil y
enfermizo. La madre era una mujer discreta, sobre
todo hasta la muerte del esposo, evento que la
afectó emocional y económicamente.
«Nos dejó en medios de dos desastres: uno moral y
otro económico. Mi padre vivía sólo de su trabajo,
cuando partió hubo que vender el carro, despedir al
jardinero, eliminar a una de las empleadas,
sobrevivir largos años con una pequeñísima
indemnización», confesó a César Calvo en una
entrevista de 1971.
Fue sólo tras la muerte de Julio Ribeyro que su
viuda reveló una personalidad completamente
diferente. La vida en casa se tornó muy dura. Para
sobrellevar los gastos del hogar, la madre decidió
alquilar un pedazo de la casa. El espacio donde la
familia antes mantenía una pequeña huerta con una
higuera, unos naranjos y un melocotonero fue
convertido en dos departamentos para la renta.
Gracias al esfuerzo de Zúñiga, sus cuatro hijos
lograron cursar estudios universitarios. Sólo el
temple y el dinamismo la ayudaron a sobreponerse
por su propio bien y el de sus pequeños.
36
***
Era 1945. El joven Julio Ramón Ribeyro paseaba
de cuarto en cuarto entre la casa poblada de
familiares y conocidos vestidos de negro. Los
mismos rostros que recordaba haber visto bebiendo
champán durante la boda de su hermana estaban
cubiertos por un máscara adecuada. Condolidos, los
visitantes murmuraban palabras vagas.
Cuando oscureció, llegó a la casa el sobrio gerente
de la funeraria con varios trabajadores. La función,
había dado inicio. Los empleados colocaron el
cajón, los cirios y todos los aditamentos de la
cámara mortuoria. Repentinamente, la sala se llenó
de oscuridad y del poder de la muerte.
Dentro del cajón había sido colocado el cadáver de
Don Julio Ribeyro, quien había fallecido a los 48
años de edad de una dolencia pulmonar,
probablemente Tuberculosis. El féretro estaba
rodeado por cuatro lámparas enormes. Rígido, con
los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro
afeitado, el cuerpo aguardaba. El terno azul, el
chaleco, la corbata, los gemelos: todo había sido
colocado con fineza. Su rostro estaba notoriamente
pálido, lleno de una rara serenidad. La vida ya
había huido para siempre de él.
37
—Parece que se va a ir a una fiesta —piensa su
tercer hijo.
Sólo algo inquietaba al joven. Son los pies de su
padre, cubiertos únicamente por unas delgadas
medias de seda. Ligeramente separados de las
puntas, los pies habían quedado inútiles.
A la mañana siguiente, sólo el rastro del café y las
colillas de cigarro revelaban que allí aún se
mantenía el velorio. Tras observar largo rato a su
padre, el joven decidió ingresar al escritorio.
Dentro, todo estaba cubierto por la tenue luz del
sol. Las estanterías, los libros, las alfombras, las
cortinas seguían iguales, nada había cambiado.
Sobre la mesa, el joven lograba vislumbrar la
pluma fuente de su padre, aquel símbolo innato de
autoridad y trabajo.
—Ahora sería mía, podría llevarla a la escuela,
mostrarla a mis amigos, hacerla relucir también
sobre mi traje negro. ¡Hasta tiene grabadas las
mismas iniciales! —dijo.
Entonces el joven trazó su nombre, que era también
el nombre de su padre. Sólo allí comprendió que
había sido poseído del espíritu del muerto. Los
años le pesaron más que nunca. Aquel mismo día,
Julio Ramón Ribeyro dibujó un ataúd con 4 cirios.
38
***
Para desempeñar el rol masculino, el tío materno
Fermín Zúñiga se instaló en casa. «Él era
estupendo con nosotros, muy simpático, con una
gran personalidad. Nos llevaba a la playa y jugaba
con los cuatro», comenta Mercedes Ribeyro. A
pesar de la buena relación que llevó Julio Ramón
Ribeyro con tu tío, nada logró liberar al escritor del
sentimiento de orfandad, de la sensación de haber
perdido a su modelo. Los meses posteriores al
fatídico suceso pueden considerarse como la etapa
más oscura del autor.
«La madre asumió toda la carga económica.
Felizmente pudieron alquilar parte de la casa y así
financiar los gastos de los estudios y demás. La
muerte del padre fue sumamente chocante y
desestabilizó completamente a la familia. Ribeyro
creció con cierta orfandad y eso aumentó su
inseguridad y timidez», comenta Coaguila.
Tras terminar el colegio, los conflictos en relación
a la carrera que debía estudiar lo perturbaban.
Aunque durante la niñez la vida castrense lo había
apasionado, a tal punto que llegó a pasar algunos
sábados en un cuarto de tropa en el Cuartel de
Chorrillos —gracias a la influencia de sus tíos
39
oficiales— llegó un momento en que el joven
Ribeyro no quería estudiar absolutamente nada.
***
La tradición familiar le indicaba que debía seguir
Derecho, como su padre y sus antepasados Juan
Antonio y su hijo Ramón Ribeyro, quienes también
fueron Ministros de Relaciones Exteriores; así
como su bisabuelo y su tatarabuelo, quienes
llegaron desempeñarse como presidentes de la
Corte Suprema de Justicia. La facultad de Letras y
Derecho de la Pontificia Universidad Católica del
Perú (PUCP) le abrió las puertas en 1948, cuando
aún se encontraban de luto, pero él sabía que ese no
era su destino. “Estudié Derecho porque así me lo
aconsejó mi padre», justificaba el escritor ante sus
amigos.
«Julio se sentía responsable», afirma Lucy Ipenza,
viuda de Juan Antonio Ribeyro, hermano del autor.
«Toda madre influye en la educación de los hijos.
Mercedes presionó a Julio Ramón para que
continuara Derecho de todas maneras. Obviamente,
por hacerle caso siguió esa carrera». «Yo creo que
él cuando eligió Derecho porque era lo que quería.
Es cierto que a mi papá la hubiese gustado que él
40
siga esa carrera pero nadie lo presionó a nada»,
opone su hermana.
«Se ha reabierto el año universitario y nunca me he
hallado más desanimado y escéptico de mi
carrera», escribió en su diario limeño el 11 de abril
de 1950. «Tengo unas ganas enormes de
abandonarlo todo, de perderlo todo», sentenció.
Si bien la carrera representaba una tradición, el
escritor estaba seguro de que su futuro no estaba
vinculado a esta profesión. El mismo año en que
ingresó a la universidad, Julio Ramón Ribeyro
realizó su primera publicación. Se trataba de «La
vida gris», cuento que apareció en la revista Correo
Bolivariano, proyecto de la embajada venezolana
en Lima. A su familia esto no le generó ninguna
alegría, ya que durante aquella época el oficio
literario estaba muy mal visto debido a sus
vinculaciones con la vida nocturna. No obstante,
Ribeyro calificó al protagonista de dicho cuento en
una entrevista de 1973 como el padre del resto de
sus personajes. ‘Roberto’, el personaje principal,
era un hombre mediocre, sin aspiraciones ni
ideales. Un hombre en el que nadie reparaba. Un
ser gris y normal que miraba la vida con
indiferencia.
41
Aquellos años estuvieron plagados de decepción,
de fracasos amorosos y escasez económica. Su
deseo más fervoroso era escapar del panorama
rutinario y huir hacia un lugar desconocido. Sin
embargo, estudiar en la universidad le abrió un
nuevo horizonte entre los académicos y los
hombres de letras. En la universidad, Ribeyro
conoció y se vinculó con los intelectuales de su
generación.
«Estudiábamos Derecho sin mucho entusiasmo en
la PUPC», comenta Macera. La facultad estaba
ubicada en una mansión colonial de la calle
Lártiga. «A diferencia mía, Ribeyro sí terminó la
carrera jurídica. De todas formas, él se apartó del
Derecho. Lo que más le interesaba desde ese
entonces era la literatura», agrega el historiador
Pablo Macera.
El primero de agosto de 1950, tratando de generar
algún vínculo con su carrera, el escritor inició sus
primeras prácticas profesionales en el estudio de
uno de sus tíos. Los resultados no fueron los
esperados. La frustración acrecentaba.
La culpa se presentó ante Ribeyro en distintas
formas. Se sentía culpable por estudiar una carrera
que detestaba, se sentía culpable al no poder faltar a
42
clases para escabullirse en el ‘Teatro Municipal’ y
escuchar los ensayos de los artistas, se sentía
culpable por estar flojo y desanimado en las aulas.
«Evitaré las trasnochadas y seré más amoroso con
los míos. La memoria de mi padre será mi
estimulo. Me dará las fuerzas para enderezar esta
vida», dictaminó el 11 de marzo de 1951.
Inconscientemente, la idea de viajar a Europa
cobraba fuerza en secreto.
Dos años antes de su partida del Perú, en 1950, el
joven Ribeyro ya había pasado a vivir sólo con su
hermano Juan Antonio en la buhardilla de su
abuela. Se trataba de unos pequeños cuartos en el
segundo piso de una vieja quinta en la Avenida 28
de Julio, Miraflores. Dentro de aquel cuarto lleno
de muebles antiguos, fotografías de parientes
muertos y de objetos inservibles, el autor pasó los
días que determinaron su deseo de partir. El
infortunio lo estaba absorbiendo y sabía que ya era
hora de terminar con ello.
La compañía de los intelectuales exaltaba y
agobiaba al autor. Sentía que sus energías «le
hacían daño« porque reanimaban en él al hombre
de letras que permanecía dormido a la fuerza. A
pesar de haber estudiado en la Universidad
Católica, Ribeyro pasaba mucho tiempo con
43
alumnos de la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos (UNMSM). Cerca del medio día, Ribeyro
hacia su entrada al patio de letras, donde se
confundía como un alumno más. Allí se encontraba
con Paco Bendezú, Washington Delgado, Alberto
Escobar, Leopoldo Chariarse, Carlos Zavaleta y
José Bonilla. «Producto de estas experiencias nace
su novela Los geniecillos dominicales donde se
habla de experiencias bohemias de un grupo de
aspirantes a escritores y artistas», señala el
periodista Jorge Coaguila.
Los años universitarios coincidieron con el
gobierno de Odría, fuerte y opresivo. El panorama
social era tenso. Bajo ese contexto, las condiciones
de vida política y social en el Perú no eran
sencillas. «Ribeyro y muchos otros nos reuníamos
con la gente de San Marcos para tener tertulias
tranquilas sobre temas políticos y literarios.
Incluso, a veces no era ni uno ni otro, eran sólo
para distraernos», señala Macera.
Las conversaciones eran largas y amenas. Los
poetas hablaban de Apollinaire, de Rilke, de
Vallejo; los narradores, de Kafka, de Joyce, de
Faulkner. Cada cual tenía una opinión ya formada y
la defendía con fuerza tras beber algunos vasos de
licor.
44
Las reuniones se efectuaban en un bar muy
próximo a San Marcos, el mítico ‘Palermo’, donde
se creaban atmósferas insospechadas entre el olor a
cocina fría y a tabaco. «El ambiente era cálido, a
nadie se le exigía que hablase si no quería. Julio
Ramón participaba, no lo hacía tanto como otros
pero participaba», subraya Macera. Cerca de las
once de la noche, los jóvenes solían retirarse a sus
casas. Ribeyro no era de aquellos que optaban por
quedarse hasta las últimas consecuencias.
En 1952, el escritor finalmente logró acceder a la
beca de periodismo del Instituto de Cultura
Hispánica de Madrid. Partir hacia Europa no sólo
significaba abandonar una carrera recién terminada
sino que reflejaba claramente el miedo a afrontar la
responsabilidad profesional y la vida adulta.
Tras rendir algunos exámenes en su facultad, partió
el 20 de octubre en el barco Americo Vepucci. En
aquella travesía lo acompañaron Alberto Escobar,
Alberto Arrese, César Delgado, Michel Grau y
Leopoldo Chariarse. Ribeyro llegó a Barcelona el
14 de noviembre. Allí empezó una vivir su nueva y
propia historia.
45
Capítulo 2. La vida en Europa
El vagón de tren estaba lleno. Los pasajeros
dormitaban suavemente en tercera clase a pesar del
fuerte movimiento. En aquel espacio de apenas dos
metros de ancho, Julio Ramón Ribeyro hacía lo
posible para no perderse ni un solo kilómetro de su
primer recorrido por tierras europeas. El escritor,
un joven ávido de 23 años, todavía estaba
impactado por las mágicas escenas que presenció y
vivió en altamar. Libros, amigos, bebidas,
conversaciones, hermosas veladas que dos días
después de haber desembarcado, parecían perderse
ante el esplendor del nuevo paisaje. «Qué de
emociones, qué de sorpresas significa para mí cada
kilómetro», pensó él, tal como escribió en su diario
en noviembre de 1953.
A su lado se encontraba Leopoldo Chariarse, poeta
y amigo cercano. Sus versos serenos y diáfanos
habían sido elogiados por Ribeyro innumerables
veces durante las reuniones literarias con los
amigos más íntimos. Chariarse dormitaba mientras
su compañero no dejaba de contemplar el paisaje
tenue que se dibujaba a través de la ventana. De
pronto, su compañero no soportó más el frenesí.
46
—Vamos a conocer los otros vagones —le dijo al
poeta.
Los amigos caminaron juntos desde la locomotora
hasta el último vagón, recorrieron los estrechos
pasadizos y trataron de sostenerse a pesar del
serpenteante movimiento. Luego, repitieron el
paseo con mayor éxito. Las paradas parecían ser la
excusa perfecta para descender y conocer un
pueblito nuevo, vislumbrar rostros desconocidos
que cobran significado en un abrir y cerrar de ojos.
Chariarse y Ribeyro aceptaron beber vino de una
bota, recipiente rústico elaborado a base de piel de
cabra, que otros pasajeros animados les ofrecieron.
Los artistas hablaron del Perú y de sus sueños,
hablaron de Europa mientras la madrugada se
apartaba suavemente y los llenaba la luz del día. El
tránsito de Barcelona a Madrid al fin había
terminado.
Los sueños son más fuertes cuanto más se
visualizan, cuanto más se anhelan. Ribeyro había
soñado aquel día con fuerza y el arribo definitivo a
Madrid constituía la materialización de su primera
beca universitaria y la posibilidad de convertirse
finalmente un escritor. Él quería salir de su país
natal y buscar en otras tierras un refugio de las
responsabilidades familiares que lo aquejaban y de
47
la vida burguesa a la que, tarde o temprano, tendría
que adecuarse. «Mi viaje a Europa me parece que
en el fondo fue un acto de cobardía, el expediente
del que me valí para aplazar o rehuir toda seria
responsabilidad», escribió el 26 de diciembre de
1954 en su diario. Sin embargo, la duda muchas
veces lo asaltaba. ¿Habría hecho realmente lo
correcto? Tras pasar su tercera Noche Buena solo
en el viejo continente, el escritor empezó a
cuestionarse con frecuencia respecto a sus
objetivos. Durante ese periodo había recorrido ya
varias ciudades, había disfrutado de la vida y
cultivado sus conocimientos. Aunque podría
decirse que gozaba de una suerte de estabilidad
emocional, su situación seguía siendo la misma: la
del eterno aprendiz. En aquellos momentos de
debilidad, Ribeyro miraba hacia el pasado con
angustia.
A pesar de estos pequeños pero recurrentes cuadros
de crisis, la lejanía del hogar es lo que lleva a
Ribeyro a reafirmar su compromiso con la
literatura. Es verdaderamente en Europa donde se
siente seguro de su vocación, cuando ya había
empezado a escribir con regularidad y a publicar.
«Eso fue determinado por mi salida del Perú»,
reveló a Elsa Arana y Miguel Enesco en una
entrevista de 1981. Fue una decisión muy meditada
48
la que lo llevó a decidirse por la escritura. Mientras
era estudiante ya había expresado sus inclinaciones
artísticas, pese a la mala imagen que tenían los
escritores por aquellos años. La llamada vida
bohemia era considerada voluble e insegura. Sin
embargo, el alejamiento es lo que le permite apartar
finalmente esos pensamientos de su proyecto de
vida. «Sabía que la literatura era algo muy
importante para él, por eso quiso ser escritor, a
pesar de las adversidades a las que tenía que
enfrentarse, a pesar de que las becas se le
acababan», afirma el periodista Jorge Coaguila.
Inspirado por los libros que había leído aceptó la
beca del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid
(España) sin considerar seriamente que incurriría
en otros gastos adicionales. El escritor la pasó muy
mal. La beca y sus beneficios se agotaron muy
pronto. En una carta del 18 de junio de 1953 le
escribe a su hermano Juan Antonio: «Durante
meses he estado sin jabón, sin peine, sin ropa
limpia, sin cigarrillos, sin viajes».
Una nueva beca y su establecimiento definitivo en
París (Francia), gracias a la intervención de Raúl
Porras Barrenechea, célebre historiador, quien era
entonces catedrático en San Marcos y además su
49
amigo personal, marcó un cambio en su proyección
a futuro en tierras europeas.
Su inclinación por la literatura francesa resultó
favorecida gracias al Banco Popular, el cual en
1953 quiso conmemorar la ilustre imagen de Javier
Prado Ugarteche, quien había sido rector de San
Marcos. Con el paso de los años, la beca terminó
siendo adjudicada directamente a los sanmarquinos.
Sin embargo, como en el periodo de su lanzamiento
aún no había sido debidamente reglamentada,
Porras logró que fuera entregada a Ribeyro para
que realizara sus estudios de literatura. Para que no
surgieran mayores problemas, el catedrático
decidió omitir durante un año el nombre oficial de
la beca. Tras haberse cumplido los doce meses,
Ribeyro resolvió permanecer en tierras europeas.
La solución llegó gracias a Porras Barrenechea y,
sin embargo, Ribeyro sólo se había sentado a
esperarla. La dejadez del autor parece confundirse
con la pasividad. «Mi constante situación de espera
era como una garantía, como una certeza de que
todo iba a llegar», escribió alentadora el 3 de
agosto de 1953 en su diario íntimo.
En París, su nuevo hogar, escribía cuentos y
conocía diariamente distintas mujeres, bebía vinos
50
exquisitos y se deleita con las mejores comidas
pero aún no encontraba la felicidad. Cualquier
habría considerado que para un artista
latinoamericano de clase media alcanzar el sueño
de vivir en Europa y tener algo de dinero en los
bolsillos significaba verdadero bienestar. Pero para
Ribeyro no era así. La emoción y la turbulencia del
primer recorrido en tren partió pronto y la soledad
nuevamente atentaba contra su tranquilidad.
Sólo una semana después de haberse establecido en
París, la depresión empezó a contraer sus sentidos.
Los goces sólo estaban repartidos en los recuerdos
o en los proyectos lejanos. «Hay algo que anda mal
en mí y que me hace inepto para la felicidad”,
perpetuó en su primer diario parisino en agosto de
1953. Su voluble estado de ánimo es lo que generó
una marca indeleble en el universo del escritor. Al
respecto, Ana Gallegos, doctora en antropología
social de la Universidad de Granada, señala: «El
destino náufrago de Ribeyro marcó toda su obra, de
tal modo que las distintas irisaciones del fracaso
son medulares en su vida y en su poética. La gloria
y el éxito le llegaron a destiempo».
En septiembre del mismo año ya le resultaba
insoportable la compañía de otros seres humanos
por un lapso mayor de los cinco minutos. «Un
51
resplandor crudo me produce desvanecimientos,
una mujer bonita me sacude como un puñetazo, una
situación embarazosa me pone al borde del llanto»,
escribió en su diario personal. La abulia y la
desilusión parecían estar unidos a una necesidad
profunda de estar golpeado o estrellado contra el
mundo.
La soledad había empezado a consumirlo casi
totalmente. Tenía enferma la voluntad, pues no
dudaba en aplazar sus proyectos editoriales o en
ausentarse en la Universidad de París (La Soborna)
donde debía presentarse a las clases de literatura
francesa. Ni siquiera había aprendido el francés
básico o buscado un lugar propio para vivir.
Ribeyro se estableció en el Barrio Latino casi
inmediatamente después a su llegada. Casi como un
acto reflejo, buscó refugio entre aquellos que
compartían su idioma. El barrio siempre fue el
mismo pero los hoteles elegidos fueron
muchísimos. Costear una casa propia resultaba
imposible frente a su precaria situación económica,
producto de los despilfarros iniciales de la vida
bohemia y el alto costo de la vida en Europa. Sin
embargo, tampoco se preocupaba por buscar ese
lugar propio y económico que tanto soñaba.
52
Para solventarse, debía pedir préstamos de forma
constante a otros peruanos, empeñar objetos,
vender sus preciados libros o aprovechar al
máximo las invitaciones a comer. Le era muy
difícil afrontar por sí mismo los gastos necesarios
para comprar el pan, el café o los cigarros.
La vida se volvió insoportable para él, a excepción
de algunos hechos que le levantaban el ánimo
eventualmente como la posibilidad de una aventura
amorosa con alguna mujer francesa o las visitas al
bar Old Navy. El escritor se las ingeniaba para
sortear la menor parte de las depresiones con la
música, el whisky, el café Procope, el café Petit
Cluny, el teatro Olympia, el vino burdeos, el
bosque de Boulogne, las visitas a los bares, la
asistencia continua a los bistrós y los cigarrillos
franceses. «Aparte de esto, todo es ficción, mala
comedia, hipocresía llevada a los extremos del
cinismo”, escribió Ribeyro.
Ya en 1954 el establecimiento de una relación
sentimental formal con Cathy Herrera constituyó
un primer paso hacia la felicidad. Ribeyro
abandonó el Hotel Jeanne d’Arc, se mudó
eventualmente con ella y el enamoramiento lo dotó
a una nueva fuerza para vivir. Herrera empezó a
tomar las iniciativas en la vida del autor, era ella
53
quien organizaba los compromisos, motivaba las
fiestas y captaba la atención.
A pesar de que se encontraba próximo el
vencimiento de la beca, Ribeyro se sentía motivado
por la energía de Herrera. No obstante, los únicos
cien francos que le quedaban en el bolsillo y el
final de la bolsa de estudiantes lo sorprendieron
ingratamente. El escritor se convirtió en el conserje
del hotel donde residía, ubicado en la cuadra 15 de
la rue de la Harpe.
Este primer trabajo constituyó tan sólo la primera
ubicación entre una serie de empleos cuya
habilidad se remitía al cuerpo. Ribeyro, un hombre
delgado y frágil, a partir de entonces tomó una serie
de empleos que aniquilaban su capacidad
intelectual y que lo dejaban físicamente desgastado.
Como conserje, el escritor se ocupaba de alquilar
las habitaciones, sacar la basura, cobrar la renta,
confeccionar fichas, limpiar los ocho cuartos y los
largos pasadizos. Esta cercanía con la basura y la
suciedad enriqueció el sentido repulsivo que
conlleva uno de sus cuentos más famosos, Los
gallinazos sin plumas, como explica él mismo en
su diario parisino de 1954. «No pude sacar a
tiempo los cubos con desperdicios y el carro de la
basura se fue sin recogerlos. Espero que esto le
54
otorgue a mi cuento un poco más de exactitud
psicológica», escribió en agosto del mismo año.
Su incipiente situación económica muchas veces le
impedía contestar cartas, ya que el dinero no le
alcanzaba para las estampillas. Incluso demoraba
en responder las de Herrera, quien había partido
por motivos de trabajo al Perú, lo cual
posteriormente determinó su separación definitiva.
La relación con Cathy Herrera fue más larga e
intensa que con otras mujeres. Su belleza, así como
su personalidad arrolladora y explosiva, cualidades
totalmente opuestas a la del escritor, fueron lo que
determinó un cambio en la vida emocional de
Ribeyro. Era Herrera quien tomaba las iniciativas,
concertaba las citas, fraguaba los proyectos y
guiaba las conversaciones. «Yo estoy absorto y
mudo. Me pregunto si realmente la quiero o sólo la
deseo», escribió en marzo del 1954. La fuerte
influencia de la joven limeña quedó perpetuada en
La tentación del fracaso, conjunto de diarios
íntimos.
La separación de la pareja constituyó entonces un
elemento determinante para una nueva
neutralización del mundo. Ribeyro pasaba todo el
día en casa tan sólo mirando por la ventana o
55
releyendo sus propios textos, arreglándoles una
línea o dos. En este mismo estado permaneció
durante una larga temporada en Munich (Alemania)
entre 1955 y 1956.
Los problemas en Lima también eran numerosos.
Las letras de cambio se vencían. Su madre y
hermano se veían en la obligación y la vergüenza
de pedir préstamos para solventarse. Esta clase de
hechos sumían al escritor en la más profunda
desesperación. Lo llenaban de deseos de acabar con
aquella farsa intelectual para volver a su país y
conseguir un trabajo que pudiera salvar a su
familia.
Parecía ya no haber salida en aquel laberinto de
desastres. En medio de la desesperanza, Ribeyro
acepta practicar otros empleos como el ramassage
de vieux jorneaux. Así, el escritor se convierte en
un recogedor de papeles periódicos viejos, los
cuales pedía o buscaba de casa en casa mediante
largos viajes en bicicleta, elemento que le permite
conocer París a profundidad. Aquel fue
verdaderamente el primero de una serie de forzosos
trabajos físicos. Con diez horas de trabajo o más
lograba reunir lo suficiente para pagar el hotel, la
comida y los cigarros.
56
Los días en París ya no eran como los primeros,
cuando recién había obtenido la beca. Julio Ramón
había tenido que vender ejemplares de Ciro
Alegría, Chejov, Valéry y Flaubert de su biblioteca
personal. Incluso en 1956 se había visto obligado a
vender algunos ejemplares de «Los gallinazos sin
plumas» al peso para poder comer.
***
Era verano. Julio Ramón Ribeyro caminaba
solitario por el Barrio Latino en busca de algún
cigarrillo. Sus amigos estaban lejos, habían salido
de vacaciones rumbo a las playas y campiñas.
Aquel día sólo llevaba en el estómago un café que
había bebido por la mañana. Transitaba por el
museo Cluny, la plaza de la Concordia y el
boulevard Saint-Germain con la mirada puesta en
el suelo: ansiaba encontrar alguna moneda
olvidada, un billete caído o una colilla. No había
fumado ningún cigarrillo y la abstinencia ya
golpeaba sus sienes, según narra en el cuento «Sólo
para fumadores». Cerca a la rue Royal, el escritor
observó a un hombre muy elegante que se había
dispuesto a prender un cigarro en la calzada
mientras despachaba a un portero en busca de un
taxi. Aunque el autor vaciló unos segundos,
57
finalmente tomó la decisión de cometer un
atrevimiento.
—¿Sería usted tan amable de invitarme un
cigarrillo? —dijo Ribeyro en su francés más
correcto.
El hombre ni siquiera intentó contestarle, sólo dio
un paso atrás para esquivarlo. Luego, llamó a gritos
al portero y subió al taxi con la misma expresión de
horror que llevaría cualquiera luego de haber sido
asaltado o golpeado.
Este incidente lo marcó tan profundamente que lo
llevó a tomar la firme decisión de nunca más verse
en la indigencia. A partir de entonces aceptó todo
tipo de trabajo, por más duro o desdeñado que
fuera. Ribeyro no sólo tuvo que ser conserje, sino
también repartidor, volantero, cargador de bultos en
una estación de tren y cocinero. Ya no tenía libros,
revistas, papel ni dinero para estampillas. En estas
condiciones, el trabajo literario le resultaba casi
imposible. «La única solución que entreveo es el
trabajo físico», afirmó en su segundo diario
parisino.
En Amberes (Bélgica) durante 1957 el terreno
laboral presentó una ligera mejora gracias a un
nuevo trabajo en el taller de fotografía de AFTA.
58
Para este empleo aprendió a calcular el tiempo de
exposición, a desarrollar películas y las técnicas del
tiraje y secado. A pesar de las mejoras, en aquella
nueva localidad los episodios de miseria
continuaron repitiéndose. «Yo creía que el no
comer era un avatar típicamente parisino, pero aquí
ya van dos días que la patrona de la pensión me
manda mudar y me deja en la habitación con las
tripas hechas nudo. Con los últimos veinte francos
que me quedaban he comprado cigarrillos»,
escribió con pesar el 19 de abril de aquel año en su
diario. Ribeyro podía renunciar a la comida pero no
podía prescindir del cigarrillo. Escribir para él era
un placer complementario al de fumar. Derby,
Chesterfield, Inca, Lucky, Bisonte, Gauloises,
Gitanes, Pall Mall, Muratti, Rothanedhel, Camel,
Malboro, Dunhil. El escritor probó a lo largo de su
vida cuanto cigarrillo apareció en su camino.
***
En Amberes, el amor se presentó nuevamente
personificado en una joven diez años menor que el
escritor. ‘La maravillosa niña de la bicicleta’ le
robó el sueño. Mimí, una jovencita belga, cándida e
inocente se convirtió en el nuevo motor de su vida.
Nuevamente, la falta de recursos y de una vida
estable que ofrecerle le fue cerrando el camino
59
hacia ella. La joven observaba al escritor con más
respeto que pasión. Su relación se parecía más a la
de un tutor con su protegida.
La pasión de Ribeyro por Mimí se tornó obsesiva,
violenta. Su virginidad y la supuesta imposibilidad
de su amor debido a la diferencia de edades lo
extenuaban. La adolescente Mimí era el polo
opuesto de Herrera, quien era una mujer resuelta,
de mucha envergadura. Mimí era suave, tierna y tan
voluble como cualquier adolescente. Con la joven
entabló una larga amistad que se mantuvo a través
de los años por medio de cartas. Finalmente, ella
murió en un accidente automovilístico y el escritor
perdió toda relación con la familia de la joven
belga.
En 1961, tras este nuevo fracaso amoroso, el
escritor retomó las borracheras, los paseos
nocturnos y los encuentros fugaces con mujeres
extrañas. Todas esas relaciones inestables se
desvanecieron por completo cuando llegó a su vida
Alida Cordero, su futura esposa.
Cordero había estudiado psicología en San Marcos
y había partido varios años antes a Europa. Ella
hacía corretaje y trabajaba como marchand de
cuadros (venta de obras de arte), situación que le
60
permitía holgura económica y estabilidad. Aunque
Ribeyro previamente estuvo saliendo con Patricia
Vargas Llosa, prima y después esposa de Mario
Vargas Llosa, su timidez no le había permitido
confesar nunca su atracción. Patricia Vargas Llosa
y Ribeyro se frecuentaron en contadas
oportunidades hasta que en 1962 inició
formalmente su relación con Cordero, razón por la
cual el escritor se volvió un hombre doméstico,
sedentario y más hogareño.
Ribeyro quedó prendado del desenfado de Alida
Cordero. No obstante, su timidez le jugó más de
una mala pasada mientras trataba de conquistarla.
«Yo vi nacer su relación con Alida, que al principio
fue algo complicada, pues ella no daba
facilidades», reveló Mario Varas Llosa en una
entrevista que le hicieron los profesores españoles
Ángel Esteban y Ana Gallego en el año 2002. La
personalidad resuelta de la joven peruana
constituyó un obstáculo para el cuentista.
El grupo de amigos artistas practicaba por entonces
‘el juego de la verdad’, en cual consistía en revelar
secretos los unos a los otros. El interpelado tenía
que aceptar o rechazar las verdades que se le
imputaban. «Era un juego algo perverso, no sé
cómo no terminamos todos peleados. En ese juego
61
descubrimos que Julio Ramón había estado
tratando de enamorar a Alida, que estaba recién
llegada a París», afirmó Vargas Llosa en la misma
entrevista.
En cierta ocasión en pleno juego, Carlos Meneses,
crítico y escritor peruano quien era muy cercano a
Ribeyro, preguntó a Cordero: «¿Qué harías tú si
Julio Ramón te hubiera empezado a enamorar? ».
La joven contestó: ‘Ya ha empezado’. Julio Ramón
se puso muy nervioso, comenzó a encender
cigarros uno detrás de otro», explicó Vargas Llosa.
Ribeyro se le declaró en siete oportunidades a
Cordero, desafiando su actitud pesimista y su
famoso ‘complejo de perdedor’. Nadie se explica
en qué momento la joven lo aceptó como novio.
***
Ribeyro sabía que un regreso permanente a Lima
haría muy feliz a su madre. Durante los primeros
años en París la correspondencia con Mercedes
Zúñiga fue muy triste, lo que generó en su hijo una
gran culpa. «Debería regresar a Lima, vender la
casa, abrir algún negocio. Todo esto alegraría
mucho a mi madre y despertaría la admiración de
mis hermanas y mis tíos burgueses», escribió en
Paris el 15 de febrero de 1957.
62
Para compensar su ausencia, el escritor optaba por
viajar de forma continua al Perú, sobre todo a partir
de la década del 70. Es recién en este periodo que
la posibilidad de volver a su patria ya no le
generaba ninguna ansiedad. Su reciente matrimonio
y la pequeña pero significativa estabilidad
económica lo habían convertido en un hombre más
seguro. Un hombre que ya era capaz de enfrentar a
los fantasmas que había eludido en 1952.
Los ‘retornos’ constituían hechos fundamentales
para su inspiración y su fuerza. «Mi tío, aunque
vivía en otro país, para mí estaba desde siempre. Lo
sentíamos muy cercano», confiesa su sobrino Juan
Ramón Ribeyro.
En aquella época, la familia entera se subía al auto
para acudir a recibir al escritor. Aunque el trayecto
era largo hasta el aeropuerto Jorge Chávez, valía la
pena. Ribeyro llegaba con las maletas cargadas de
regalos para cada uno de los miembros de su
familia. Después de los besos, abrazos y la calurosa
bienvenida, todos partían a un sitio de recreo o a un
restaurant campestre. «Lo que venía después era un
mes de festejos familiares y presentaciones de
libros», señala Ribeyro Ipenza.
63
Gonzalo de la Puente, también sobrino del escritor,
recuerda con júbilo aquellos viajes en que su tío les
regalaba lo mejor de sí. «Venía al Perú de
vacaciones anuales, sobre todo en el verano. Por
casi toda la temporada se hospedaba en casa de mi
mamá, Mercedes, su hermana». Cuando se
encontraba en su hogar, Mercedes Ribeyro le
preparaba casi a diario un jugoso adobo, uno de sus
platos preferidos.
Durante estas alegres temporadas, en el autor
parecía no existir rezago de la desazón o la
depresión. Se mostraba alegre, conversador,
cautivador. Gustaba de hacer excusiones diversas,
ir a la playa a nadar y buscar buenos vinos. Otras
actividades las desarrollaba con mayor pesar, como
la asistencia a conferencias o presentaciones,
seguidas de un riguroso protocolo.
Las cenas auspiciadas por sus amigos y familia
eran sus favoritas, así como los encuentros
deportivos de fútbol o box. «También gozaba
mucho con las partidas de ajedrez que jugaba con
mi padre y otros tíos», afirma De la Puente.
«Mañana cumplo treinta años y no he realizado
nada que valga la pena. Otros han hecho dinero y
se han casado. Yo no he hecho sino gastar el dinero
64
y perder o renunciar a las mujeres. Cathy se ha
casado en Estados Unidos con un médico italiano y
Mimí espera en Amberes desde hace mes y medio
una importantísima respuesta mía que todos los
días aplazo», escribió en Lima el 30 de Agosto de
1959.
En el Perú, mientras dirigía momentáneamente el
departamento de Extensión Cultural de la
Universidad de Huamanga (Ayacucho), la idea de
asentarse en su propio país regresó con intensidad.
Pero la búsqueda furiosa de la frustración y el
aniquilamiento era imparable.
***
Ribeyro partió en barco rumbo a Europa el 30 de
octubre de 1960 para iniciar una segunda etapa con
menos sinsabores y mayores júbilos. Una etapa
nueva donde el amor y el carácter de Alida Cordero
lo obligaron a responder de distinta forma ante la
vida.
Sin embargo, el cambio no fue sencillo. «La
sensación del fracaso en la que permanentemente
me encuentro reside en haber querido establecer un
compromiso entre los placeres de la inteligencia y
los placeres de la vida», escribió el 3 de marzo de
1961. Su deseo de llevar una vida holgada, quizá
65
una vida más burguesa de lo que estaba dispuesto a
aceptar, no resultaba compatible con su añorada
existencia intelectual, dado su carácter apático.
Ribeyro no se aceptaba como un escritor talentoso.
Él mismo encarnaba a su más feroz crítico. Su
neurosis llegaba a tal punto que era incapaz de
tomar a bien los halagos. Las propias trabas de su
mente se reflejaban en el día a día, en su
desesperanza, en su incredulidad frente a sus
logros. Es por esta razón que Ribeyro necesitaba de
alguien que estuviera cerca, tan cerca que le
permitiera sortear los idilios del fracaso. Ese
alguien fue Alida Cordero.
Su ingreso a la agencia de noticias France-Presse,
donde trabajaban sus amigos Lucho Loayza y
Mario Vargas Llosa, y el interés de diversas
editoriales europeas por sus textos inició una etapa
de pequeños triunfos que fueron moldeando un
nuevo presente. «Cuando llegué a París en 1961 lo
encontré ya colocado en la agencia. Su turno era de
madrugada, era un ritmo muy fuerte de trabajo»,
acota el historiador Pablo Macera.
A pesar de las seis arduas horas diarias de trabajo
como redactor y traductor, oficio ‘a menudo
fatigante pero decorosamente pagado’, el escritor
empezó a trabajar con mayor ahínco sus obras,
66
como la novela Los geniecillos dominicales, cuyo
inicio coincide con el ingreso a France-Presse. Sin
embargo, pronto sus hábitos alterados por el trabajo
nocturno, el cigarrillo y la poca comida lo
enfermaron severamente.
«Hay días en que lo único que pido es que por
amor de Dios no me vaya a doler la úlcera»,
escribió en diciembre de 1965. Aunque muchos
amigos se preocuparon por ayudarlo a sobrellevar
la úlcera sangrante, entre ellos el mismo Macera,
quien en cierta ocasión le preparó un platillo con
pollo. Pero fue realmente su novia quien lo ayudó a
recuperarse con sus mimos, sus cuidados y sus
flanes de chocolate. «Por esa época nos
visitábamos mucho, sobre todo cuando estuvo
enfermo. Ya entonces estaba de novio con Alida.
Ella se dedicó a cuidarlo mucho, luego trató de
crearle ciertos hábitos saludables», describe
Macera.
Julio Ribeyro Cordero, el único hijo del
matrimonio, recuerda que su madre fue quien se
ocupó de generar en el escritor una rutina
sumamente estricta. «Durante diez años él casi no
pudo moverse de París, esto fue lo que llevó a mi
madre a hacerse cargo de todo», afirma.
67
A pesar de los problemas que le trajo la
hemorragia, 1961 le llevó también el primer
reconocimiento importante dentro de su propio
país. Ribeyro ganó el Premio Nacional de Novela
con Crónica de San Gabriel. Este reconocimiento
lo hizo acreedor de 300 dólares que, al mismo
estilo ribeyriano, nunca llegaron a sus manos: sin
su consentimiento, su hermano Juan Antonio
dispuso del dinero para cubrir las deudas
familiares. El escritor contaba con utilizar el
equivalente a 8650 soles para comprarse algo
delicioso de comer y solventar sus gastos
inmediatos. «No puedo hablar de miseria pero me
alimento sólo de té y tostadas y no puedo
exterminar a las moscas. Es decir, estoy arruinado»,
anotó en su diario. El premio, sin duda, hubiese
aliviado su pesar.
***
14 de mayo de 1962. «El bienestar es mudo y la
angustia locuaz. Diario interrumpido desde que AC
(Alida Cordero) me acompaña». Los proyectos de
boda estuvieron en su mente desde el mismo año
que iniciaron su relación pero finalmente se
materializaron en 1966. El matrimonio alejó a
Ribeyro de la vida errante de hotel en hotel. El
compromiso y la decisión de una vida estable lo
68
llevaron a mudarse a una pequeña casita ubicada
cerca al cementerio de Père-Lachaise, desde cuya
ventana se podían ver las ataviadas tumbas. En
aquel cementerio descansan los restos de Honore
de Balzac, Molière, Chopin y Edith Piaf.
Fue entonces que el carácter fuerte y decidido de
Cordero empezó a dibujar un panorama que el
escritor quizás nunca hubiese vislumbrado sin su
compañía. «Alida era muy ambiciosa, activa, muy
ejecutiva. Sabía siempre lo que quería, reveló
Mario Vargas Llosa en una entrevista del año 2002.
Para el ganador del Premio Nobel de Literatura,
incluso fue Cordero quien tramitó los posteriores
cargos diplomáticos de su marido. «Él siguió una
carrera diplomática en la que Alida tuvo mucho que
ver. Ella se hizo muy amiga de Velasco cuando él
era agregado militar en París y de su mujer, con la
que llegó a intimar bastante. Ella le consiguió sus
primeros puestos diplomáticos, más adelante
Ribeyro fue ascendiendo solo. Pero él nunca
hubiera luchado por ese tipo de puesto, no tenía
ambiciones», revela en la entrevista titulada
«Ribeyro por Vargas Llosa».
Según la óptica del historiador Pablo Macera, la
situación fue totalmente distinta. «Julio Ramón
conoció a Juan Velasco Alvarado cuando era
69
agregado militar en la embajada del Perú en París.
Allí Velasco trataba a Carlos García Bedoya, gran
amigo nuestro», señala Macera. García Bedoya
continuamente organizaba reuniones en su casa, a
las cuales acudían distintos grupos de amigos. En
aquellas fiestas coincidían el escritor y el militar,
entre otros personajes. «Ribeyro continuó
trabajando en France-Presse hasta la época del
golpe de Estado. Cuando llegó al gobierno (1968),
Velasco lo invitó a formar parte de la
representación peruana», agrega Macera. A pesar
de las contradicciones, ambos coinciden en el papel
primordial que ejerció Cordero en la vida de su
esposo.
Para el escritor Fernando Ampuero, la mayoría de
las críticas a la viuda de Ribeyro no contemplan en
absoluto su influencia positiva. «Alida lo ayudó
mucho —señala Ampuero—. Él tenía esa cosa
entre la timidez y la dejadez, y ella lo empujó».
Cordero era el motor perfecto para conducir al
escritor hacia el camino del éxito. «Hubo amigos
que no la quería mucho y rajaban de ella. Decían
‘pobre Julio’. No, yo no creo eso. Julio fue ayudado
por su mujer. Ella lo empujó un poco a la vida
diplomática porque se preocupaba sinceramente
por él», agrega Ampuero.
70
Así también la recuerda el escritor y periodista
peruano Abelardo Sánchez León, quien compartió
valiosos momentos con la pareja durante su
estancia en París. En la época en que el matrimonio
se había asentado en la Place Falguière, Sánchez
León fue partícipe de una escena muy particular, la
cual ha rescatado en su libro de memorias titulado
El viaje del salmón. En aquella ocasión, se
encontraban en casa de Ribeyro Alida Cordero,
Bryce, un representante de la casa editorial italiana
Feltrinelli y Sánchez León. El dueño de casa jamás
llegó a la reunión, cuyo único objetivo era
promover la publicación de sus textos. «Alida
estaba demacrada, cansada, fastidiada y a
regañadientes criticaba la desidia de su marido, el
desinterés que mostraba en un momento en el cual
su salud menguaba —narra el periodista—. Ella
había concretado la cita, preparado la cena, hecho
todo lo que estaba a su alcance para que su marido
pudiese entrar en contacto con el mercado italiano
(…) pero él seguía siendo ante sus ojos aquel
escritor bohemio, indisciplinado y desganado»,
finaliza Sánchez León.
Para su hijo, las personalidades radicalmente
opuestas de sus padres complicaban el matrimonio.
«Su relación se basó en la admiración pero a mi
mamá le hubiera gustado que él fuera más
71
ambicioso. Nunca fue exigente con lo que se
proponía, eso era algo que a ella le molestaba. Él
no quería ser un escritor profesional», agrega Julio
Ribeyro Cordero.
«Cuando vino a vivir a Lima su separación se dio
naturalmente”. Para su sobrino, Juan Ramón
Ribeyro, el cuentista manejaba proyectos
independientemente de su relación conyugal, como
el de volver alguna vez al Perú. «Lo más probable
siempre fue que volviera sin ella porque Alida ya
había vivido acá. Al partir ella se independizó
totalmente de su familia, rompió el vínculo y casi
no los ve”, añade el sobrino del escritor.
Para el poeta Rodolfo Hinostroza, Cordero fue una
esposa entregada, amable y bondadosa. La relación
era bastante cariñosa y cercana. «Después
estuvieron separados pero era una relación
civilizada, tenían sus temporadas distanciados pero
no se notaba porque Julio era muy discreto con su
vida personal. Yo creo que Alida se portó bien con
él», acota Hinostroza.
Cordero era el alma de la casa y del matrimonio:
ella era la que compraba las cosas, la que se
preocupaba, la que impulsaba a Ribeyro a seguir
escribiendo. «Mi mamá se ocupaba de darnos un
72
hogar y se siguió encargando de eso aun cuando mi
padre ya no vivía con nosotros», comenta Ribeyro
Cordero.
***
Cúmulos y excesos. Noches llenas de humo, de
buenos vinos, de licores finos, de comidas cortas.
Bistrós, cafés, calles, bulevares, plazas. Tertulias.
Julio Ramón Ribeyro no hablaba mucho pero
cuando lo hacía podía dejar a la audiencia
boquiabierta. Sabía qué decir, cuándo decirlo y
cómo decirlo. Era un hombre elegante,
circunspecto. Un individuo de formas, de modales.
Un excelente anfitrión, un padre entregado y un
escritor que no podía reconocer su propio talento.
Si se encontraba entre grandes multitudes o en
eventos públicos, Ribeyro se mostraba huraño y
prefería callar. Cuando se encontraba entre sus
amigos, el panorama cambiaba por completo.
«Julio era una persona de buen ánimo, simpática.
Tenía una percepción del mundo bastante
desencantada pero con ráfagas de vitalidad», señala
Fernando Ampuero.
Rodolfo Hinostroza recuerda con cariño cómo
conoció al escritor en Europa en 1969 por
recomendación de un amigo en común. Sin
73
embargo, su amistad realmente nació años después,
en 1974. Se hicieron muy cercanos solo con el paso
del tiempo porque Ribeyro era un hombre
desconfiado. «En París nos veíamos todo el tiempo,
conversábamos por horas, Julio era un gran
conversador. Era un hombre muy culto, muy
intelectual», acota Hinostroza.
JRR era tímido, no le gustaban las multitudes,
razón por la cual prefería ver a sus amigos en
pequeños grupos. Cuando hacía reuniones en su
casa, pasaba largas horas en su salón fumando
cigarrillos y tomando algún licor.
«Yo iba a su casa un día cualquiera, siempre a eso
de las siete de la noche para tomar el aperitivo,
luego venía la cena y después seguíamos tomando.
A Julio le gustaba mucho un vino francés llamado
Gigondas, ése era su favorito y el que casi siempre
tomábamos juntos», señala Hinostroza. El
Gigondas, término que en latín significa alegría, es
un vino tinto de invierno perfectamente maridable
con las comidas picantes como las de la cocina
mexicana o peruana.
Para comprar vino, muchas veces Ribeyro tan sólo
tenía que caminar hasta la tienda de la esquina. «Lo
comprábamos siempre donde Cristóbal», señala el
74
periodista científico Tomás Unger. Al respecto de
las compras, el poeta Antonio Cisneros comenta:
“Pedía el vino con una timidez y pronunciaba tan
mal en francés que realmente parecía un inmigrante
marroquí recién llegado. Él nunca dejó de ser un
caballero miraflorino”, acota. Pero el Gigondas no
era el único de sus tragos favoritos. «A Julio
también le encantaba tomar un trago clásico
italiano: el negroni», agrega Cisneros. El Negroni,
cóctel inventado por un famoso conde en los años
20, tiene la apariencia de una gaseosa roja y se
prepara a base de Gin, Campari y Vermouth dulce.
Rodolfo Hinostroza recuerda las numerosas veladas
que pasaba en la casa de la joven pareja. Estas
reuniones podían extenderse hasta el amanecer. Sin
embargo, siempre antes de la 1:00 am, Hinostroza
se veía obligado a prepararse para partir. En caso
contrario, podía perder el último tren.
En algunas ocasiones, a pesar de la hora, Ribeyro
destapaba una botella y llenaba las copas. Ese ritual
silencioso significaba que quería seguir
conversando y que su amigo podía quedarse a
dormir en casa. «Era casi un código», señala
Hinostroza.
75
Cuando el poeta se quedaba a dormir, las charlas
podían terminar a plena luz del sol. Sólo entonces
Ribeyro partía a su recámara y su amigo se
acomodaba en su salón. Hinostroza descansaba
plácidamente sobre un carísimo sofá de tres
cuerpos marca Chesterfield. Cordero había hecho
comprar aquel mueble de diseño exclusivo con
bastante ilusión. «Yo pasaba ahí las noches. Me
quedaba tan seguido que luego ya todos lo
llamaban ‘el sofá de Rodolfo», recuerda entre risas
Hinostroza.
Las reuniones en su hogar o en el de algún
conocido eran continuas. Distintos rostros se
congregaban, escritores, intelectuales, pintores,
artistas. En distintas épocas y etapas concurría
Hugo Neira, Luis Loayza, Ricardo Letts, Antonio
Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mario Vargas Llosa,
Leopoldo Chariarse, Carlos Germán Belli, Leslie
Lee, Julio Cortázar, Alfredo Bryce, Pablo Macera,
Herman Braun, Max Braun, Jorge Eduardo Eilson,
entre otros.
Para Julio Ribeyro Cordero, existían dos tipos de
reuniones, aunque en ambas se bebía siempre vino
tinto y se disfrutaba de la comida criolla peruana.
El punto de diferencia lo marcaba la literatura. «En
76
unas se leía literatura, en otras no», menciona
Ribeyro hijo.
Aunque las noches eran las protagonistas, las tardes
también estaban cargadas de largas y divertidas
conversaciones. Así lo recuerda la periodista María
Laura Rey, quien conoció al escritor cuando él ya
era embajador del Perú ante la Unesco. «Ribeyro se
reunía a almorzar todos los martes y miércoles con
Jorge Bruce, Fernando Carvallo y la hija de
Sebastián Salazar Bondy», señala. Los almuerzos
se realizaban en el restaurante Gitane.
Para las reuniones en casa, era el propio Ribeyro
quien cocinaba para los invitados, en caso contrario
lo hacía alguno de los comensales. Aunque durante
los últimos años en el viejo continente, esta labor la
ocupó su propio cocinero particular. «Cuando yo lo
iba a visitar en París, Alida nos preparaba frejoles,
papa a la huancaína o escabeche», recuerda el poeta
Antonio Cisneros.
Entre la típica comida criolla que se servía en su
casa había un plato que destacaba por su origen
local: el pot-au-feau, un platillo similar a la sopa
preparado con verduras y carnes cocidas al vapor.
Sin embargo, Ribeyro Cordero prefería la pasta el
77
pesto, plato que, con mucho gusto, su padre le
preparaba seguido.
Existe un alimento que en la actualidad a Ribeyro
hijo le trae recuerdos de una época sombría para su
familia: la col. «Hasta hoy no puedo comerla
porque la conecto con ese periodo donde no
almorzaba en casa», recuerda. A su corta edad, el
niño se vio obligado a almorzar en algunas cantinas
donde se servían por las tardes menús económicos.
Llegaba con sus libros y cuadernos, subía con
dificultad en altas bancas y comía tímidamente
entre obreros y ancianos.
«Debo recordar esta fecha: hoy me enteré que fue
cáncer de lo que me operaron dos veces en 1973.
Secreto celosamente guardado por Alida y unos
pocos amigos. Digamos que lo sospechaba
vagamente, pero no tenía la certeza y esa
incertidumbre me permitía forjar mis males con un
optimismo relativo», escribió el 16 de enero de
1975.
Las fuertes hemorragias y el dolor al comer
llevaron a Ribeyro a atenderse en el Hospital Saint-
Louis de París. Aparentemente, una úlcera
subcardial había cicatrizado mal y le provocaba
náuseas, ardor estomacal, acidez, bilis y sangrado
78
por las vías urinarias. Su situación era delicada,
aunque mucho más de lo que él sospechaba.
El 12 de enero de 1973 año fue operado por
primera vez. Su cuerpo no fue abierto por el
vientre, sino por un costado mediante un corte en
las costillas. La delicada operación le dejó una
amplia cicatriz que cruzaba todo su delgado cuerpo.
Posteriormente, Ribeyro fue trasladado a la clínica
de Forcilles.
La herida interna demoró varios meses en sanar.
Las comidas se volvieron tortuosas, intrincadas,
destructivas. Durante este tiempo escribir le
resultaba casi imposible, ya que estaba prohibido
de fumar y beber vino tinto, elementos que él
consideraba trascendentales para la labor literaria.
El cansancio se apoderó de su cuerpo y de su
mente. Estaba débil y eso parecía estarle robando la
esencia. Volvió a trabajar pero sólo asistía por dos
o tres horas al día como máximo, llegando incluso
a faltar en muchas oportunidades. El tiempo estaba
dedicado a la recuperación absoluta, aunque ésta le
era esquiva.
Cuando la herida estaba cerca a sanar, nuevamente
fue necesario hacerle una segunda y peligrosa
operación. Producto de un bulto intercostal muy
79
doloroso que el escritor no reconoció como tumor,
la comida pasaba con gran dificultad. Ribeyro no
era el único que sufría con la estrechez en el
esófago, su familia también estaba sufriendo los
estragos de la enfermedad. Se dice que el cáncer no
sólo afecta al paciente sino a sus seres queridos. El
caso del escrito no fue la excepción. Cordero había
adelgazado mucho y el hijo de ambos estaba muy
solo y confundido.
La ‘cangrejoide’ o el ‘cangrejo’, como solía llamar
a su cáncer, enflaqueció su cuerpo al extremo. Su
rostro estaba demacrado; sus mejillas, hundidas.
Sobre la piel ligeramente amarilla resaltaban sus
enormes ojos negros y los labios descoloridos.
Mientras permaneció internado debido al cáncer al
esófago, su estado era grave y los médicos no
tenían mayores esperanzas, de modo que lo
ubicaron en la sala común. «Esa sala, llamada
también la sala de los desahuciados, era peligrosa.
Allí les ponían el biombo a los enfermos; es decir,
los separaban o cubrían para que el resto de
pacientes no vieran su agonía. De manera que, si un
paciente anhelaba curarse, debía salir de la sala
común», cuenta Fernando Ampuero en el texto
«Cosas raras que le pasaban a Ribeyro».
80
La única forma de salvarse era lograr ser colocado
en una segunda sala donde estaban los pacientes en
notable recuperación, razón por la que los médicos
les proporcionaban mejores cuidados y comida.
Ribeyro notó entonces que su vida dependía de
subir de peso. «Todos los días pesaban a los
pacientes de la sala común, y aquellos que subían
de peso eran los candidatos a la mudanza, los que
merecían la sonrisa de aprobación de los médicos y
enfermeras. Ganar peso era el pasaporte para
trasladarse a una sala especial, lejos de la
desesperanza, lejos del moridero», describe
Ampuero.
Ampuero relata en el texto cómo Ribeyro elaboró
un plan infalible para ser «promovido» a la
siguiente sala: robar sistemáticamente las
cucharitas de las bandejas de otros pacientes y
ocultarlas en los bolsillos de su pijama. De esta
forma, al llegar a la balanza habría ganado peso
instantáneamente. «Fueron momentos de gran
tensión y autocontrol —confesó en cierta ocasión
Riberyo a Ampuero— en las que debía
ingeniármelas para que nadie se diera cuenta de que
el peso que ganaba cada día no eran gramos de
grasa y músculo, sino gramos de cucharas y
cucharitas». Ese peso artificial fue lo que le
permitió ser cambiado de sala. Tras la segunda
81
operación, la recuperación fue lenta pero certera.
No estaba sano y nunca volvería a estarlo pero el
reposo le devolvió la tranquilidad y la energía.
La reaparición del mal, la más sombría de sus
expectativas, parecía siempre al acecho. En 1975,
Ribeyro necesitaba someterse a un tratamiento
costosísimo. Optó entonces por viajar a Lima para
recaudar una fuerte cantidad de dinero. 4,000
dólares la fue suma alcanzaba gracias a la
colaboración del Instituto Nacional de Cultura
(INC) y las editoriales Peisa y Milla Batres. Sin
embargo, sus propias expectativas de vida eran
muy cortas.
«Se decidirá tal vez una nueva operación, si vale
aún la pena, lo que aparte de endeudarme aún más
me hará bajar otros diez kilos y prolongará una
vida que no me interesa vivir», escribió en mayo de
1975. Ribeyro no hablaba con nadie sobre las
largas noches que pasaba sin dormir debido a los
fuertes dolores o de lo mucho que le costaba
levantarse por las mañanas. Sin embargo, callaba y
trataba de llevar una vida normal. «Seguiré
diciéndole a todo el mundo que me siento muy
bien, por cortesía simplemente, como mi padre
ocultó durante veinte años el mal que lo roía».
82
Aunque Ribeyro sufría mucho, no lo hablaba con
nadie. Ni siquiera con su esposa.
Aún algunos años después, en 1978, cuando se
quedaba solo en casa con su hijo, no podía
disimular los malestares que le causaba la
enfermedad. Maldecía, gritaba, se quejaba y
explayaba su sufrimiento. Estas reacciones, lejos de
asustar a su pequeño, lo irritaban. «¡No hay acidez,
no existe, es hambre lo que tienes. En el colegio
también siento eso, como algo y se me pasa!»,
exclamaba furioso el pequeño. Su falsa irritación
revelaba la profunda preocupación, su alarma y su
impotencia.
«Las reacciones violentas son reacciones de
miedo», se excusa hoy su hijo con los ojos
vidriosos. Al hablar sobre la enfermedad, un
recuerdo en particular se desliza por su mente.
«Para poder pasar la comida, él tenía que masticar
mucho y a mí eso me enervaba. Era irracional, me
sacaba de control. Yo sé que era una obligación
para él, que le costaba demasiado, que lo
avergonzaba profundamente pero yo no podía
soportarlo», revela con cierta rabia.
Entre las imágenes felices, lo que más recuerda
Julio Ribeyro Cordero sobre su padre es su rutina
83
impecable. En su mente aún puede observarlo
alistarse para ir a trabajar a la Unesco. En aquella
época siempre lo encontraba en casa al volver de la
escuela, a diferencia de aquellos años donde el
primer cáncer lo tuvo postrado en el hospital.
«También recuerdo las conversaciones por la noche
cuando volvía de alguna fiesta con mis amigos. Yo
entraba y él estaba sentado en la sala leyendo un
libro o escuchando música clásico o boleros. Parece
mentira porque al describirlo es la imagen perfecta
del intelectual, pero es pura verdad», afirma su
hijo.
El escritor generaba un ruido grave con su
presencia, con la rítmica melodía de sus dedos al
teclear en la máquina de escribir. «De chico yo
sabía intuitivamente que no debía molestarlo
aunque nunca me dijo que no debía hacerlo »,
recuerda Ribeyro Cordero.
Después de trabajar una década en la Agencia
France-Presse, periodo por demás fecundo para su
producción literaria, Ribeyro aceptó el cargo de
agregado cultural y delegado adjunto ante la
Unesco (United Nations Educational, Scientific and
Cultural Organization), el cual obtuvo gracias a las
mediaciones del General Velasco Alvarado. Esta
situación habría colmado de satisfacción a
84
cualquiera, salvo a él. Como delegado adjunto, el
escritor participaba en calidad de suplente al
Comité Especial del Consejo Ejecutivo, especie de
supergabinete de la Unesco integrado por quince
representantes de todo el mundo. «Estoy allí no sé
por qué, ni cómo, ni gracias a qué méritos»,
escribió en abril de 1972 en su diario personal. «Lo
que me permite no hacer un papel deslucido no es
la inteligencia ni la experiencia sino ese fondo de
sentido común y de discreción que nunca me han
abandonado ». Para el escritor, su silencio era su
mejor arma en las reuniones del gabinete. Sin
embargo, cuando debía hablar tomaba algunas
ideas al vuelo y se explayaba.
Ribeyro nunca se sintió feliz con este trabajo.
Acudir diariamente a la Unesco o participar de
largas reuniones y conferencias no le proveía ni
pena ni gloria. A pesar de no sentirse realizado, el
buen sueldo que recibía lo ayudó a llevar una vida
más holgada y tranquila. No sólo pasó de cocinar él
mismo en casa a contar con un cocinero particular
sino que también pasó a tener en casa costosísimas
obras de arte, como esculturas de Dalí o cuadros de
Miró. Además, se mudó junto a su familia a un
departamento precioso en al Parq Monceau, una de
las zonas más exclusivas de París.
85
Fue sólo tras la destitución de Velasco que Ribeyro
pensó por primera vez en renunciar por una
cuestión de honor. «Yo parto del hecho de que sea
perentoriamente separado de mi cargo, debido a
que mi amistad con Velasco es conocida y a que
obtuve mi actual puesto por su mediación »,
perpetuó con preocupación el 30 de agosto de
1975. El escritor temía una orientación reaccionaria
por parte del nuevo gobierno, razón por la cual su
separación le resultaba inminente. Aunque escribió
su carta de renuncia para evitar problemas con su
conciencia y llegó a presentarla, los consejos de su
buen amigo el canciller Carlos García Bedoya, y
sobre todo, la insistencia de su mujer, lo llevaron a
desistir de esta idea.
Gracias a su permanencia y su desempeño, Ribeyro
fue nombrado en 1986 embajador del Perú ante la
Unesco. Tan sólo tres años después de haber
recibido el Premio Nacional de Literatura, Ribeyro
estaba muy lejos de ser olvidado por su patria. Su
presencia respaldada por el organismo
internacional le brindaba mayor notoriedad. Sin
embargo, él imaginaba todo lo contrario.
«Como escritor estoy en la etapa más difícil y será
en estos últimos años o meses de vida que me
quedan que lograré inclinar la balanza hacia la
86
permanencia o el olvido», escribió en diciembre de
1975 en su diario. Ribeyro sabía que su final estaba
cerca y no estaba dispuesto a verlo llegar lejos de
su país, paraíso anhelado profundamente desde sus
cuentos y novelas. «Aunque Julio Ramón pasó la
mayor parte de su vida en Europa, el 90% de lo que
escribió fue sobre el Perú. Hay cuentos en Europa
pero son mínimos. Él quería volver, acá le empezó
a gradar el sentirse reconocido », comenta su
sobrino Juan Ramón Ribeyro.
«Julio nunca se adaptó, nunca se sintió parte de
París. Vivir en Europa le costó mucho. Estuvo 30
años en el umbral y nunca pasó a ningún lado»,
analiza Antonio Cisneros en relación a los motivos
de su regreso.
Durante la década de los 80, el escritor viajó
continuamente al Perú. Sus visitas no sólo lo
acercaban a sus hermanos, sobrinos y amigos, sino
que además lo colocaban cada vez más cerca a sus
lectores. Paradójicamente, este mismo fenómeno
tan profundamente añorado contrariaba al escritor.
Cada viaje simbolizaba también ceremonias,
cocteles, una serie de conferencias, largas horas de
fastidiosas entrevistas y fotografías. El más molesto
con la recién ganada popularidad era el propio
Ribeyro: la notoriedad lo obligaba a abandonar la
87
comodidad del fracaso. A la par de este cambio, su
gran proyecto de tener una casa con vista al mar
donde pasar tardes tranquilas para escribir su obra
maestra parecía materializarse ante sus ojos.
88
Capítulo 3. El regreso
«A veces pienso que la literatura es sólo una
coartada de la que me valgo para librarme del
proceso de la vida. Lo que yo llamo mis sacrificios
(no ser abogado, ni profesor de la universidad, ni
político, ni agregado cultural) tal vez son fracasos
simulados, imposibilidades. Mi excusa: soy
escritor. Mi relativo éxito en este terreno excusa
mis torpezas en otros. Siempre he huido de toda
prueba, de toda confrontación, menos la de
escribir», anotó en 1965 Julio Ramón Ribeyro. El
escritor llevaba entumecida la sensación de la
victoria. El deseo de triunfar permanecía totalmente
ajeno a sus proyectos. Es sólo antes de atravesar el
umbral de la muerte que el éxito y el
reconocimiento lo sorprendieron rotundamente.
«¿Cómo un escritor como yo, de personajes
olvidados, desplazados o en estancias psicológicas
grises, de pronto, tiene éxito?, ¿Esto le interesa a la
gente? Eso me decía él», recuerda el periodista
Fernando Ampuero. «Debido a su misma timidez y
rechazo a las entrevistas, de alguna manera,
boicoteó su carrera literaria. Aunque tenía una gran
preocupación real por la escritura», declara.
89
«Julio hablaba del fracaso como un espacio en que
se sentía mejor, se sentía acogido. El éxito entraña
posibilidades, desafíos y exposición. En cambio, el
fracaso representaba un lugar más protegido»,
comenta Alonso Cueto. Para el autor, en aquella
ambivalencia residía la tentación del fracaso. Sin
embargo, Cueto advierte también que no todo era
tan gris en la vida de Ribeyro como la gente
supone. «Con los premios tenía una situación
ambigua porque eran estimulantes para su
autoestima pero lo obligaban a exponerse
públicamente», acota.
«La fama literaria le daba igual pero sería falso
decir que la rechazaba”, declaró Julio Ribeyro
Cordero en una entrevista a Enrique Sánchez
Hermani publicada en septiembre del 2010 en ‘El
Dominical. (El Comercio). Desde otra óptica, el
poeta Antonio Cisneros analiza la situación. «Él
estaba siempre a un lado, lo cual ha creado un mito
sobre su humildad y su modestia. Pasaron muchos
años para que se le reconociera. Internamente sí
brillaba pero no tenía reconocimientos
internacionales. En este sentido, es un hecho que
Julio Ramón tenía una vocación marginal, una
vocación del fracaso».
90
La exposición para Ribeyro era como un arma de
doble filo. Por un lado, mostrarse significaba ganar
reconocimiento y notoriedad. Pero también
simbolizaba la pérdida de su privacidad, algo que él
atesoraba profundamente. «Julio no se movía con
facilidad en público. Me dijo varias veces que eso
lo hacía sentirse amenazado, expuesto», señala
Alonso Cueto.
Quizás todos estos cambios generaban alguna
suerte de esperanza o nueva satisfacción a la que
temía enfrentarse. Ribeyro sentía que el
conformismo estaba tan arraigado en él que podía
llegar a acostumbrarse a todo, menos a la felicidad.
«Es necesario siempre una dosis de sufrimiento
para poder escribir, para poder crear, porque la
felicidad no creo que sea un sentimiento o un
estado fructífero», confesó al periodista Ernesto
Hermoza en la entrevista preparada para ‘Presencia
Cultural meses antes de su fallecimiento.
***
Ribeyro regresó al Perú cuando se cerró el vínculo
que mantenía con el gobierno. Al abandonar su
cargo diplomático, ninguna responsabilidad o
atadura lo obligaban a permanecer en París. «Él ya
91
había repetido en varias ocasiones que tenía deseos
de volver y ésta era una excelente oportunidad para
regresar. La relación con Alida Cordero estaba
gastada y esto le daba un respiro para ver qué
pasaba», comenta el periodista Jorge Coaguila. Fue
así que Ribeyro se estableció en Lima para pasar la
que sería la última temporada de su vida.
La deteriorada relación con su esposa le abrió las
puertas nuevamente al mundo femenino. «Muchas
chicas lo buscaban. Cuando lo llamaba alguna
joven por teléfono, Julio era muy cortante. Una vez
yo lo escuché hablando y cuando colgó le dije
¿cómo las haces sufrir? Él me respondió ‘¿Te
parece que he sido seco?’. Julio podía ser de una
frialdad glacial», cuenta la periodista María Laura
Rey.
«Muchas jovencitas guapísimas se morían por él,
sobre todo las periodistas y escritoras jóvenes, ellas
se le tiraban a los brazos”, cuenta Juan Ramón
Ribeyro, su sobrino. No obstante, esto no influyó
en la relación que mantenía con su esposa. «Él no
estaba totalmente distanciado de Alida, estaban
separados y no separados, mantenían una relación a
la distancia pero cada uno hacía su vida», comenta
Ampuero. La ruptura parecía ser un pacto
intrínseco entre ambos, quienes durante esos años
92
mantuvieron una buena relación. Inclusive, Ribeyro
jamás dejó de utilizar su aro de matrimonio.
El alejamiento no pudo evitar a la larga que
Ribeyro diera paso una vez más, al amor. En una de
las constantes fiestas a las que acudía con sus
amigos a inicios de los 90, el literato conoció a Ana
Chávez, Anita, quien años después se casó con
Alfredo Bryce Echenique, gran amigo de Ribeyro.
«Él estuvo feliz con Anita, realmente se enamoró
de ella. Era una mujer muy inteligente con la que, a
mi parecer, tenía muchas cosas en común. Estaban
muy unidos», cuenta Rey. «Para mí, la relación con
Ana Chávez fue anodina. Ella es una mujer
simpática, graciosa, inteligente pero no estaba muy
involucrada con la obra de Julio Ramón ni con su
heredado Bryce», señala Antonio Cisneros.
En este nuevo escenario sentimental, su esposa
nunca llegó a desvanecerse. «Con Alida mantenía
un acuerdo tácito. Julio la respetaba mucho, la
quería. Parecía que cada uno iba a probar durante
un tiempo su soledad», comenta Rey. Para ella, era
el deseo de volver al Perú y la negativa tajante de
Cordero lo que lo llevó a nuevamente probar suerte
en su patria.
Para Julio Ribeyro Cordero, la situación fue
93
totalmente distinta. «Él hubiera querido que mi
madre vuelva al Perú con él. Pero a ella le era
imposible regresar. Ya tenía toda su vida y su
trabajo en Francia», comenta su único hijo. Para él,
las razones apuntan a factores distintos. «Él decidió
volver porque estaba retirado. Todos sus amigos
vivían en el Perú y probablemente quería pasar los
últimos años de su vida en su país», indica.
***
El escritor había comprado una propiedad en el
número 108 del Malecón Souza en la década de los
80 para alojarse tranquilamente sin tener que
molestar a sus hermanos. Sin embargo, es recién a
inicios del años 90 que decidió instalarse
definitivamente en el departamento 602 ubicado en
el distrito de Barranco. El dúplex apenas estaba
decorado con algunos muebles. Su carácter sobrio y
sencillo combinaba a la perfección con el escritor.
«En el segundo piso, él había colocado una mesa y
una máquina que miraban directamente al mar. Allí
se sentaba a escribir», afirma María Laura Rey. El
escritor había instalado su escritorio cerca de una
amplia mampara desde la que podía observar la
playa, tal como siempre había deseado.
94
Ese mismo departamento ubicado en el último piso
del edificio aún guarda algunas similitudes con la
decoración establecida por el cuentista, aunque ya
ha sufrido una serie de transformaciones requeridas
por su hijo. «Él amaba ese departamento. Yo estaba
acostumbrada a la forma sencilla en que lo tenía
Julio. Ahora ya no es el mismo espacio de antes»,
comenta con tristeza Mercedes Ribeyro, su
hermana mayor.
El único elemento que se conserva tal como lo dejó
el escritor es el balcón. En este espacio, Ribeyro
pasó innumerables tardes fumando un cigarrillo y
contemplando el mar.
***
María Laura Rey recuerda la sorpresa que se llevó
el día en que conoció a Ribeyro en París. «Yo
esperaba encontrarme con una persona enjuta,
flaca, pero me encontré con un hombre simpático,
de una gran sonrisa, súper elegante, que vestía
ternos finísimos. Nunca imaginé que le gustaba la
moda», afirma. Para Rey, a su retorno el escritor
parecía rejuvenecido, más gracioso, hasta
optimista.
Julio Ramón Ribeyro era un hombre parco, seco,
callado y observador. Durante las comidas, solía
95
levantarse y a colocarse en una esquina a prender
un cigarro y observar a la gente. Era una persona
con una intuición muy fuerte. «Parecía una
máquina de radiografía. Tenía una facilidad
impresionante para ver qué había detrás de las
personas. A veces eso te podía hacer sentir
incómodo», señala Rey.
«Julio no era una persona optimista, era más bien
escéptico ante la vida”, comenta Ampuero al
describir al escritor. Su amistad había iniciado a
mediados de los 70 cuando el periodista visitó
París. Sin embargo, durante el retorno del cuentista
a Lima llegaron a verse continuamente. «En la
amistad hay líneas de sintonía. Allí están las
afinidades, las cosas comunes, la lectura, la afición
por los vinos, la comida. Sobre todo, visiones de la
vida». En estos puntos de contacto fue que la
verdadera afinidad entre los dos dio como fruto una
relación franca.
Para el periodista y escritor Abelardo Sánchez
León, Ribeyro tenía un carácter básicamente
neutro. «Julio Ramón siempre era el mismo, la
persona que le gustaba gozar de una buena
conversación en la intimidad, exponer y sonreír,
recordar asaltado por la nostalgia donde rara vez
alzaba la voz o sentenciaba», describe en el libro El
96
viaje del Salmón. En dicho texto, Sánchez León
confiesa que le gustaba seguir su razonamiento
salpicado de un profundo sentido del humor, del
absurdo, de lo negro.
«Él tenía mucho humor, se reía mucho, era
irónico», comenta también Rodolfo Hinostroza.
Para el poeta, el escritor tenía una gran virtud: sabía
conservar a sus amistades. Ribeyro mantenía largas
relaciones con sus amigos y les escribía cartas de
forma constante. De esta forma lograba mantener
viva la llama del espíritu de la amistad. «Tenía
relaciones intensas, amistades muy fuertes, quizás
no muy demostrativas pero sí fuertes», comenta
Hinostroza.
Ribeyro era una persona amable y cortés, sin llegar
a ser cursi o excesivamente afectuoso. Sabía
reconocer el espacio de cada persona y respetarlo,
de la misma forma que esperaba que los demás no
invadieran su espacio personal. «Era un tipo que se
hacía querer con su modestia, su timidez y su
parquedad», comenta el escritor Alonso Cueto.
Para Rey, su atributo más grande era, sin duda, su
elegante sentido del humor. «Julio era pura ironía.
Sin reírse, con una sola palabra hacía un
comentario graciosísimo. Sobre todo, se reía mucho
97
de sí mismo. Todo responde a su visión
desencantada de la vida, totalmente realista».
El cuentista no era un hombre muy optimista pero
durante los cuatro últimos años que pasó en Lima
parecía tener más ilusiones. Aunque la vida le
había enseñado a no creer en las fantasías ni en el
‘vivieron felices por siempre’, las nuevas
experiencias empezaron a pintarle un futuro
brillante. Un futuro donde la muerte ni siquiera
podía vislumbrarse.
Quizás los últimos años fueron la etapa más feliz
para el escritor, aunque su viuda, Alida Cordero, se
ha esforzado por desmentir esta visión. En el
artículo «Recuerdos de mi padre», publicado en el
diario La República en el 2011, Cordero señala a la
periodista Liz Mineo que su esposo se sintió tan
satisfecho en el Perú como en otras etapas de su
vida. «Es mentira que haya sido feliz sólo después
de que regresó al Perú», dijo Cordero. «Fue feliz de
niño, fue feliz con todas las novias que tuvo, fue
feliz cuando nos casamos y fue feliz cuando nació
Julito. Fue feliz cuando estaba con sus amigos,
cuando viajaba, cuando iba al Perú, pero no se
puede ser feliz los 365 días del año».
98
Antonio Cisneros considera que el regreso del
escritor estaba más vinculado a una necesidad de
apartarse de Francia, de la vida pomposa y de todo
lo que ella implicaba. «Nunca pudo luchar en las
ligas mayores pero encontró su felicidad final en
Lima. Se sentía gratificado porque aquí empezó el
reconocimiento, se rencontró con su gente», señala.
Los últimos meses de su vida estuvieron cargados
de victorias y alegrías. Aunque había tratado de
pasar desapercibido en la capital, rechazando de
esta forma cargos políticos en la Secretaría de
Cultura y Educación en 1991; poco a poco terminó
por aceptar su nueva popularidad.
A inicios de 1992, la Corporación Financiera de
Desarrollo (COFIDE) decidió auspiciar ediciones
ribeyrianas. Gonzalo De la Puente, quien entonces
trabajaba en dicha entidad financiera, logró el
encuentro entre los representantes y su querido tío.
Tras dicho encuentro se concretó un convenio de
auspicios con las editoriales Milla Batres y Jaime
Campodónico. A través de estos acuerdos se pudo
lanzar Prosas Apátridas el 4 de junio del 92 en los
salones del directorio de COFIDE (San Isidro); así
como el tomo IV de La palabra del mudo el 16 de
junio del mismo año en la Municipalidad de
99
Miraflores, y La tentación del fracaso el 23 de julio
también del 92 en La estación de Barranco.
«En las presentaciones sus palabras no eran leídas,
eran casi siempre intervenciones espontáneas que el
público celebraba ampliamente. “¡Gonzalo,
Gonzalo! Una foto con tu tío, me pedían, como si
se tratara de una estrella deportiva o del
espectáculo», narra De la Puente en el texto
titulado «Entre bombazos del terror y de la gloria».
Aunque en años anteriores le habían molestado los
cocteles públicos y las conversaciones que éstos
implicaban, Ribeyro se lució notablemente en este
aspecto hacia el final de su vida. Ya no podía
permanecer ajeno y distante al calor de la gente y a
la aceptación que tenía en la sociedad.
El periodista Ramiro Escobar recuerda con
particular emoción el evento del 16 de junio.
Escobar, quien admira el notable trabajo literario de
Ribeyro, se sintió feliz cuando le encargaron cubrir
el evento. Pero la decepción, como en todos los
cuentos ribeyrianos, no se hizo esperar. «Cuando
llegué a la presentación de Miraflores ya no se
podía entrar. Había una gran multitud que obstruía
la puerta», cuenta el analista.
100
En la municipalidad de Miraflores, las autoridades
estaban inquietas. La presentación del cuarto tomo
de La palabra del mudo había sido designada para
las siete de la noche de ese martes y aunque aún no
eran las seis de la tarde, el aforo estaba próximo a
rebasar su capacidad. El evento no había sido
anunciado en gacetas ni en periódicos; sin
embargo, los lectores habían logrado enterarse y no
dejaban de llegar al local para poder escuchar al
escritor.
El reloj avanzaba y la multitud también. A las seis
y media el macizo portón es cerrado por los
guardias de seguridad. En la puerta, un mensaje
desalentador ha sido colocado: ‘Localidades
agotadas’, rezaba el pequeño letrero. Pero los
fanáticos no dejaban de llegar, ni las hermanas,
primas, sobrinos y amigos del escritor. Todos
guardaban la esperanza de verlo, aunque sea un
momento.
Dentro del local, Ribeyro estaba sorprendido. No
entendía bien por qué tantas personas habían
decidido congregarse en el lugar. A pesar de su
preocupación, la presentación dio inicio con una
notable intervención de Abelardo Oquendo, donde
el crítico literario recordó cómo una revista rechazó
uno de los primeros cuentos del escritor y éste optó
101
por quemarlo para calentarse las manos un día en
que sentía mucho frío. El público escuchaba
extasiado, observaba y no dejaba de aplaudir.
Lo normal habría sido que los lectores y mirones
terminaran desistiendo y desaparecieran entre los
cafés y las calles pero eso no sucedió. Tampoco las
decenas de hombres de prensa y los múltiples
fotógrafos abandonaron el lugar. Nadie parecía
moverse. Cientos de desafortunados aguardaban
fuera y su héroe gris no podía decepcionarlos.
A alguien se le ocurrió una extraña solución: corear
el nombre de pila del escritor. Sus vecinos en la
desgracia, lejos de callarlo, optaron por imitar su
atrevimiento.
—¡Julio, Julio, Julio! –gritaban más de doscientas
personas desde la calle.
Ribeyro logró escuchar los gritos cuando acaba su
intervención y los aplausos cesaron. De pronto,
guiado por la incredulidad, decidió levantarse de la
mesa de honor y caminar hacia el balcón. Al salir,
los flashes provenientes de los balcones aledaños lo
cegaron y la turba enardeció.
—¡Que el mudo hable!, ¡que el mudo hable! —
exclamaba la multitud.
102
—No se asusten, no voy a candidatear para algo —
dijo irónicamente el autor
Un efectivo de seguridad le alcanzó un micrófono.
El escritor lo tomó con nerviosismo, asientió con la
cabeza, colocó una mano en el bolsillo del oscuro
pantalón y se dispuso a dirigir unas confusas
palabras desde el balcón.
—¡¡¡Julio presidente!, ¡Julio presidente!!! —
gritaba la gente.
«Decidió improvisar un balconazo. La gente,
simplemente, deliró con él —cuenta Escobar—.
Cuando lo vi hablar sentí que era la voz de sus
cuentos, una voz discreta, sombría, la voz sobria de
Prosas Apátridas. No había distancias entre el JRR
escrito y hablado».
—¡Julio Ramón es del pueblo y no de la burguesía!
—clamaban los presentes.
Minutos después del balconazo, las puertas se
abrieron. «Como en la segundilla del estadio
repleto en un partido de clásico, me metí con un
torrente de gente que me empujaba. Cámaras,
prensa, micrófonos, luces. Ribeyro tuvo que pasar
al despacho del alcalde para conceder entrevistas»,
narra De la Puente en su artículo.
103
Ribeyro firmó en el despacho cientos de ediciones
nuevas y también algunas ediciones más antiguas.
En el centro de la habitación, Oquendo permanecía
de pie, perplejo, y firmó uno que otro autógrafo
requerido por los curiosos. El escritor brindó varias
de entrevistas a la prensa nacional e internacional.
A las nueve de la noche, el evento se dio por
terminado. La emoción no se había mitigado pero
la presión por el toque de queda que imponía. El
flagelo del terrorismo llevaba a los limeños a
internarse en sus casas. El escritor se detuvo a
observar cómo partía la multitud. La popularidad
de la presentación había sorprendido a todos.
***
En julio de 1994, la Casa América de Madrid le
dedica la semana del autor, evento que fue
organizado por Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro
viajó a Europa para participar de este evento sin
sospechar que allí, una vez más, algo le haría
recordar que su vida estaba marcada por extraños
sucesos.
Al finalizar la semana de celebraciones, se organizó
una sesión de lecturas en la que Bryce Echenique
fungía de presentador. Para terminar con broche de
oro, el escritor decidió leer ante los presentes un
104
texto inédito. El seleccionado fue un cuento que
había escrito a mediados de los años 60 durante su
estadía en París.
La audiencia aguardaba en silencio. Ribeyro ya
había aclarado la garganta y tenía el texto entre
manos. De pronto, la puerta se abrió de par en par e
hizo su ingreso un hombre de avanzada edad. El
andar del personaje era lento pero decidido. Las
dos enfermeras que lo acompañaban lo ayudaron a
colocarse en un asiento libre.
Todo parecía indicar que el señor estaba dispuesto
a atacar a Ribeyro y aunque algunos asistentes
atentos a la situación esperaban lo peor —una
agresión o un acto violento— grande fue su
asombro al descubrir a Ribeyro perplejo.
—¡Ribeyro, veo que no has cambiado en nada! —
exclamó el misterioso hombre. El escritor lo
observa perplejo y mudo.
—Mabillon —dijo tajantemente el hombre con una
expresión extraña en el rostro. Aquel era el nombre
de la estación de metro en el Barrio Latino de París
donde solían encontrarse.
—¡Torroba! —respondió el escritor, absolutamente
sorprendido—. Una sonrisa se dibujó en su rostro.
105
—Julio Ramón, te quiero —dijo a su vez el anciano
barbudo.
Ribeyro lo abrazó.
Sólo entonces el escritor tomó la palabra y explicó
el extraño suceso a través de la lectura de La
primera nevada, que era justamente el texto inédito
que se disponía a leer esa misma noche. Allí se
narraba la relación de amistad que había sostenido
con un poeta español bohemio y loco. El cuento
describió cómo Torroba tomó posesión de su
pequeño hogar. Primero, sólo dejaba un bolso con
ropa sucia, luego va dejando cada vez más y más
pertenencias. Poco después ya se queda a dormir en
su sofá y hasta fragua faenas amorosas con una
amante en la cama del dueño de casa. La minúscula
buhardilla parisina se ve invadida por este
personaje. Después de un tiempo sin saber cómo
echarlo, el protagonista decide cambiar de
cerradura. El hecho coincide con la primera
nevada, durante la cual deja a Torroba afuera
tiritando.
«Torroba se encontraba internado en un hospital
psiquiátrico de Madrid, y al enterarse de que su
amigo iba a estar leyendo en la Casa de América,
había pedido permiso a los médicos para ir a
106
saludarlo», cuenta Bryce Echenique en una
entrevista de Inmaculada García y Alfredo Serrano.
El momento fue absolutamente ribeyriano pero
muy feliz. Esta fue una de las últimas veces en que
públicamente se pudo ver al cuentista en toda su
capacidad. «Era increíble verlo hablar ante tanta
gente, no parecía ser el mismo de antes. Se le había
ido toda la timidez y la angustia. Hablaba liberado
de las cosas. ¡Qué tragedia!, ¿no? », señala su hijo.
Ribeyro Cordero partió de Estados Unidos hacia
Madrid a pedido de su padre. El escritor quería
compartir aquel nuevo éxito con su único hijo.
Aunque el joven inicialmente rechazó la invitación,
a último momento cambió de opinión. Es así que
ambos se alojaron en el mismo hotel y
compartieron la habitación durante aquella ilustre
semana. «Me alegro mucho de haber viajado. Esta
decisión sólo tomó sentido con el tiempo»,
recuerda nostálgicamente Ribeyro.
A pesar de que en aquella época casi no se
frecuentaban, su hijo se sintió feliz de verlo
realizado. «Yo estaba terminando la carrera en
Estados Unidos y él ya vivía en Perú. Por eso fue
tan especial que pasáramos juntos una semana
completa», agrega. La noche de la última
107
conferencia, padre e hijo salieron a cenar y se
tomaron algunos tragos en un bar.
«Conversamos… pero no mucho. Fue algo muy
sencillo pero profundamente simbólico», comenta
su hijo. Aunque ambos lo ignoraban, pronto el
cáncer reaparecía para arrancarle al escritor todo el
esplendor que recién tocaba su vida.
***
En el Perú, Ribeyro alimentó el regreso de la vida
nocturna, las salidas, las comidas y los amigos.
Lejos de la vida hogareña parisina, se encontraba a
sus anchas para disfrutar de su recuperada libertad.
La segunda juventud llegaba a su vida de forma
diferente, ya que ahora llevaba dinero en los
bolsillos, tenía una casa cómoda y no guardaba
mayores preocupaciones en relación a su futuro.
«Él volvió a renacer a partir del año 88. Creo que
esto se debió al encuentro con su familia, sobrinos,
su hermano, sus amigos y aparte, estar enamorado
de Ana. Se le veía bastante ilusionado, con ganas
de vivir», recuerda Jaime Campodónico, su editor.
Aunque ya tenía más de 60 años, gran parte de sus
amigos limeños eran mucho menores que él. El
escritor no dudó en seguirles el paso y quiso estar
acorde a su estilo de vida. Ante la mirada atenta de
108
su familia y sus camaradas, Ribeyro rejuveneció
casi por arte de magia. A partir de entonces, por
ejemplo, se ponía blue jeans para salir o usaba
algunas jergas. «Le encantaba llevar jeans cuando
salía con nosotros”, comenta entre risas María
Laura Rey. También incluyó palabras como ‘chela’
a su correcto vocabulario para estar en mayor
contacto con los jóvenes.
Al escoger el distrito de Barranco para vivir,
Ribeyro parecía haber adivinado que en sus
innumerables establecimientos pasaría largas
veladas. El escritor llegaba caminando a bares
como ‘La noche’ o ‘Juanito’, locales emblemáticos
que llevan en sus paredes parte de la propia historia
del distrito.
Cuando se sentía pleno mandaba a sacar a bailar a
la chica más guapa del sitio. También frecuentaba
el café ‘Voltaire’ de Miraflores y el ‘Salonazo’, un
reconocido salsódromo de la época. «Una noche
nos encontramos en un café en Barranco y
comentamos la noticia de que había llegado un
salsero famoso y que iba a presentarse en el
‘Salonazo’. Inmediatamente, me invitó a ir y al día
siguiente Expreso nos sacó en la columna de
chismes», cuenta Rey, avergonzada.
109
Pero Ribeyro no sólo disfrutaba de bailar salsa,
también adoraba los boleros. «Él se ponía cantar a
voz en cuello tangos, boleros y valses. Creo que
nadie imagina eso de él. Cantaba muy bien dentro
de lo que cabe”, recuerda Alonso Cueto entre risas.
Durante los últimos años, también le gustaba acudir
a las peñas criollas. «Parece mentira pero su
autocomplacencia estaba en ir a una peña negra y
que Niño de Guzmán les dijera a los mozos que él
estaba allí. ‘Tenemos el gusto de tener al escritor
Ribeyro’ decían por los micrófonos, eso le gustaba,
o que una morena le dedicara ‘mueve tu cucú’»,
contrapone Cisneros.
Para Cueto, Ribeyro era entusiasta a pesar de su
visión irónica. «Lo que recuerdo mucho son los
momentos en los que él tenía una enorme
capacidad de vida”, comenta el escritor. Aunque su
relación era básicamente ajedrecística, ambos
compartieron diversos momentos, entre ellos, un
paseo a Chincha. “En la hacienda, Julio se mostró
muy divertido. Bailaba mucho. Éramos doce
personas y, en una de las cenas, él propuso hacer un
cuento entre todos. Cada uno decía una frase y así
íbamos avanzando. Nos salió un cuento de
misterio», agrega Cueto. Fuera de aquel lado
oscuro y sombrío que todos reconocían en él,
también habitaba un Ribeyro risueño y alegre.
110
***
Una de las actividades que más practicó Ribeyro
durante sus últimos años de vida fue la de montar
bicicleta. Aunque la iniciativa no nació de él, sino
de Fernando Ampuero, el cuentista se mostró muy
entusiasmado. Sin embargo, esta actividad de
‘deportiva’ no tenía mucho, como confiesa el
propio Ampuero. «Andábamos unas diez o quince
cuadras y parábamos en un barcito a tomar una
copa de Jerez. Seguíamos unos kilómetros y luego
tomábamos otra copa. Era divertido porque
conversábamos mucho», recuerda el periodista.
Las llamadas pascanas eran motivo de reunión
constante para el grupo y para algunos otros
personajes que también participaban
espontáneamente. «El grupo hacía paradas en la
casa de Blanca Varela, luego en una bodega y
después pasaban por mi casa. Yo les invitaba
siempre algo, aunque fuera un vaso de agua»,
cuenta Rey.
«Los ciclistas del mediodía», como fue bautizado el
grupo por el poeta Antonio Cisneros, andaba por
distintas calles y plazas combatiendo el poder de
los choferes encaramados en sus poderosos autos.
«Después de cierta cantidad de kilómetros, nos
111
premiábamos. En ese entonces había un vasco en la
calle Pedro de Osma que hacía unas tortillas de
papas estupendas y nos agarramos ese local. Era
bonito. Tomábamos cervezas heladas», recuerda
Cisneros.
Ribeyro se incorporó a las salidas tras una
temporada en que su propio departamento fungió
de pascana o parada para los ciclistas. «Tocábamos
la puerta para tomar agua y conversar», señala
Cisneros. Sin embargo, el poeta reconoce que los
largos paseos de su amigo cuentista se han
mitificado. «Julio estaba enfermo y se cansaba muy
rápido, por eso montaba dos cuadras o una
manzana, era más que nada su saludo a la
bandera», comenta.
Entre todas las bicicletas, la de Ribeyro destacaba
por su diseño pasado de moda y su mal estado. «Él
me decía que le daba vergüenza porque era vieja,
sencilla, antigua, sin cambios ni nada», comenta
Rey. Cisneros recuerda que la bicicleta era
pequeña, gastada y por el tamaño parecía la de una
niña. El vehículo iba acorde a la personalidad de su
dueño e inclusive lo utilizaba desde muy temprano
en la mañana para ir a comprar el pan y el
periódico.
112
En esos años, Ribeyro también retomó una de sus
actividades deportivas favoritas: la natación.
Amaba entrar en el mar y recorrer grandes
distancias. Este pasatiempo lo había practicado
especialmente durante la niñez junto a su hermano
Juan Antonio. Juan Ramón Ribeyro Ipenza, hijo de
Juan Antonio, recuerda de forma especial los
paseos a la playa San Pedro, un lugar pequeño
donde se habían colocado unos kiosquitos en los
que compraban pescado para cocinar después del
ejercicio. «Le encantaba disfrutar de un rico
ceviche, le gustaba tanto como los platos caseros
que la hacía mi mamá”, cuenta su sobrino Gonzalo
De la Puente, hijo de Mercedes Zúñiga.
«Julio era un excelente nadador, al igual que mi
papá. De la nada, los dos viejos desaparecían en el
horizonte», menciona Juan Ramón Ribeyro. A
pesar de lo gratificantes que eran estos paseos, algo
le generaba mucha angustia. «Su cicatriz, producto
de las dos operaciones europeas, era demasiado
llamativa. Atravesaba gran parte de su huesudo
cuerpo», sentencia Ribeyro Ipenza. «A Julio le
encantaba el mar pero tenía vergüenza de
desnudarse porque era muy delgado. Cuando
estábamos en la playa él siempre estaba vestido»,
añade Cisneros.
113
Para terminar con este problema y disfrutar a sus
anchas, Ribeyro le comentó en cierta ocasión a
Ampuero: «Hay que buscar un sitio donde pueda
nadar y no estemos ante la gente». Su amigo ideó
una solución. «Nos íbamos a nadar a las piscinas
del Country Club ‘Los Cóndores’ (Chaclacayo)
fuera de temporada». Aunque no hacía mucho
calor, disfrutaban de la dulce tranquilidad del lugar,
ya que nadie acudía por esas fechas. El grupo de
amigos se quedaba en las inmensas piscinas
durante horas bebiendo algunos vasos de whisky.
«Él nadaba muy bien pero no quería exponerse a la
mirada de la gente. Era muy flaco, no le gustaba
estar en ropa de baño delante de otras personas»,
narra Ampuero.
En Lima, Ribeyro también comenzó a acudir a las
corridas de toros. Gustaba mucho de ir a la Plaza de
Acho para deleitarse de esta antigua costumbre
colonial. «Él iba con sus amigos ‘los regios’, un
grupo integrado por Cisneros, Ampuero, Abelardo
Sánchez León y Jaime Campodónico”, cuenta el
periodista Eloy Jáuregui. El nombre representaba el
origen de los integrantes, quienes pertenecían a una
capa social acomodada. «También íbamos
nosotros, los lorchos o los cholos, del movimiento
hora zero», cuenta Jáuregui.
114
En cierta ocasión, ocurrió un accidente. Cuando la
faena ya había terminado, alguien abrió fuego en el
lugar donde los lorchos y los regios se habían
sentado a tomar algunos tragos. «Comenzó a correr
bala. Lo único que recuerdo es que empujé a
Ribeyro al piso para protegerlo». El periodista lo
había conocido siendo niño, ya que su padre, el
librero Néstor Jáuregui, era un viejo amigo del
escritor. «Yo lo admiraba mucho y le había pedido
que me diera una entrevista muchas veces pero él
se negaba. Ese mismo día, después del accidente,
aproveché para pedírselo una vez más. Como
siempre, él se negó pero a cambio me dio el
número de su casa», cuenta Jáuregui.
«A Julio le encantaba salir a navegar, tenía yo
muchos amigos con veleros y en uno de estos
paseos marinos llegamos a la idea de que debíamos
comprar un velero a medias», cuenta Ampuero.
«Incluso llegamos a tener un tercer socio: Emilio
Rodríguez Larraín». El pintor y diseñador
Rodríguez Larraín, quien se autodenominaba el
guardaespaldas de Ribeyro, lo acompañó en
numerosas excursiones fallidas en busca de una
playa donde construir una casa hermosa para
descansar. Estas experiencias fueron narradas por
Ribeyro en el cuento La casa en la playa, donde el
protagonista realiza un extenso recorrido por playas
115
como Conchán, San Bartolo, Punta Negra y Punta
Hermosa junto a su amigo Ernesto.
Ente otras de sus actividades favoritas también se
encontraba el dibujo. «Julio tenía una gran
habilidad para los óleos y los dibujos», explica
Cueto. Ribeyro se entretenía realizando dibujos que
él mismo calificaba como naïf. Esto en referencia a
su estilo cargado de espontaneidad y marcado por
el autodidactismo y los colores brillantes.
Ribeyro también disfrutó durante sus últimos años
de la adrenalina que le proveían los juegos de azar.
«Como buen solitario, Julio Ramón había
experimentado el vértigo de la ruleta. No es que
fuera un ludópata o que apostara grandes sumas,
sino que le atraía el frenesí del juego», cuenta
Guillermo Niño de Guzmán en el texto titulado «El
dragón de Baden-Baden».
En el artículo «El fantasma de Julio Ramón’,
Fernando Ampuero narra sus paseos por casinos de
lujo, llenos de luces y de alegres señoritas
dispuestas a servir diversos tragos a los jugadores.
«Pronto Julio Ramón, alias ‘el sutil Dostoievski’,
estrenó cábalas de tahúr profesional. Una de ellas
consistía en comenzar en la ruleta apostando
siempre al 35, dos o tres fichas colocadas sobre el
116
paño verde con una media sonrisa”. El escritor
sentía que ese número le daba suerte y confiaba
plenamente en él. Lo sentía como un polo
magnético. «De hecho, confiando en ese número,
había acertado varios plenos en su vida de
jugador», explica Ampuero en su artículo.
A pesar de su gusto por los casinos durante las
noches, por las tardes prefería otras actividades.
«Yo veía a Julio Ramón casi todas las semanas
para almorzar», cuenta Jaime Campodónico, quien
conoció al escritor en 1988 en el restaurante ‘Las
Mesitas’ de Barranco a través de Guillermo Niño
de Guzmán. Campodónico se reunía con Cisneros,
Ampuero, Abelardo Oquendo, Juan Pastorelli,
Javier Silvia y Benjamín ‘Morros’ Moncloa.
Campodónico recuerda que al escritor le gustaba
mucho disfrutar de los pescados y las ensaladas, a
pesar de que comía muy poco. «Conversábamos y
tomábamos mucho vino. Le gustaba mucho el
box», cuenta el editor. «Era un tipo aficionado a la
buena mesa y los buenos vinos que paladeaba. Era
un degustador de las cosas», recuerda Cueto.
Aunque era un apasionado de la sazón, todavía le
costaba mucho comer. Ya no se veía obligado a
soportar cólicos devastadores ni a masticar durante
largos minutos bocados interminables pero la
117
comida seguía siendo un tema delicado para él.
Como señaló en diversas oportunidades en su
diario personal, cuando la comida le resultaba
insoportable buscaba la forma de esconderla en
servilletas y arrojarla a la basura discretamente para
no herir a sus anfitriones.
Aunque nadie lo sospechaba, internamente Ribeyro
se sentía un tanto hastiado de la vida agitada y
libertina, como explica en su cuento «Surf». En
este relato, el escritor habla de su vida barranquina
y de las horas que pasaba observando a los tablistas
en las playas. Esa vida le había deparado momentos
de grata compañía y placeres concretos, gracias a
algunas aventuras con muchachas jóvenes que
habían puesto a prueba su virilidad. Pero el
‘empacho de vivencias’ también lo dejaba
empobrecido y defraudado. «Julio no era un gran
bebedor y casi no comía por sus problemas. No
trasnochaba demasiado porque se sentía cansado
muchas veces, aunque trataba de disimularlo»,
recuerda Cisneros.
***
Aquella noche del 94 transcurría igual que otras
noches. Rodolfo Hinostroza había decidido
organizar una fiesta en su casa y el ambiente era
118
alegre. Sin embargo, Ribeyro no estaba igual que
otras noches. Estaba muy callado y parecía bastante
preocupado.
—Rodolfo, quiero que me hagas un favor —dijo
Ribeyro en voz baja en medio de la fiesta.
—Sí, dime – respondió Hinostroza, sin prestarle
mayor atención.
—Quiero ganar el Premio Juan Rulfo —respondió
Ribeyro en tono seco pero decidido.
—¿¿¿Quieres ganar el mismo premio que yo??? —
inquirió Hinostroza, notablemente alterado. El
poeta había ganado el concurso organizado por la
embajada de México en Francia en 1987.
—No, hay otro —dijo el escritor riendo—. El gran
‘Juan Rulfo’, el de la Feria Internacional del Libro
de Guadalajara. Alguien tiene que presentarme, yo
no puedo hacerlo solo —agregó tímidamente.
«El Juan Rulfo organizado por la FIL de
Guadalajara se otorga en honor a la trayectoria de
un escritor. Era imposible que Julio se presentara
solo. Después de esa reunión, hablé con Antonio
Cornejo Polar en la Universidad de Lima para que
apadrine y auspicie a Julio». Guillermo Niño de
119
Guzmán, amigo íntimo del escritor, fue el
encargado de escribir la presentación. «Y ganó el
Premio», agrega, complacido, Hinostroza.
***
El teléfono timbraba sin cesar pero nadie
contestaba. Eloy Jáuregui repitió la llamada y
finalmente, Julio Ramón Ribeyro levantó el
auricular.
—Provecho, maestro –dijo Jáuregui al teléfono
tapándolo ligeramente con la mano izquierda, como
si estuviera contándole al oído un secreto al
escritor.
-Hola, Eloy –respondió parco Ribeyro,
notablemente aturdido y con voz somnolienta.
-Provecho, maestro, me dará usted alguito —repitió
Eloy con aire pícaro.
—¿¿¿Qué te pasa Eloy???, ¿qué cosa te pasa? —
inquirió Ribeyro, muy amargado.
—De los 100,000.
—¿Qué 100,000? —preguntó el escritor.
—¿Acaso no sabe, maestro? Del premio Juan Rulfo
que acaba de ganar. ¿Nadie lo ha llamado?
120
—¿¿¿En verdad??? —respondió un dubitativo
Ribeyro— déjame confirmar. Y sin más, colgó el
teléfono.
Esa mañana, Jáuregui había decidido sentarse en
una de primeras computadoras de Panamericana
Televisión (canal 5) que tenía servicio de Internet.
Mientras revisaba los portales de noticias, una nota
le llamó mucho la atención. «Peruano gana premio
Juan Rulfo, 100,000 dólares, decía el titular.
Comencé a leer todo y vi que se trataba de JRR.
Inmediatamente lo llamé», cuenta Jáuregui.
A los pocos minutos, Ribeyro devolvió la llamada.
«Me contó que poco después lo llamaron de
México para notificarle. Estaba tan contento que
me dio la exclusiva de una entrevista para el día
siguiente», cuenta el periodista.
«Él me llamó a contarme del premio —recuerda su
hermana Mercedes con emoción—. Meche, ¿te
digo una cosa? He ganado el premio Juan Rulfo,
me dijo por teléfono el día en que lo llamaron
desde México». «¿Qué cosa es eso? le contesté»,
cuenta ella, «Estaba realmente contento cuando me
lo dijo, fue apenas semanas antes de morir», agrega
Ribeyro Zúñiga.
121
Ribeyro ya tenía programado un viaje a Nueva
York en el mes de octubre junto a Ana Chávez,
previo al anuncio del premio. Para su primer viaje a
Estados Unidos, el escritor le había pedido a
Fernando Ampuero un gran mapa de dicha ciudad
que él atesoraba mucho. «Era un mapa lindísimo
que se abría en varias partes. Un día me llamó para
hablar del mapa y luego me dice: ‘No le he dicho
nada a nadie, sólo te lo voy a decir a ti. He ganado
un premio muy importante’», cuenta el periodista y
escritor.
Los amigos fueron esa misma noche al bar del
restaurant ‘La Rosa Náutica’, local que por
entonces tenía también un casino. Allí, Ribeyro le
confesó todo, no sin antes arrancarle la promesa de
que todavía no publicaría la noticia. «Llamamos a
Anita, tomamos unas copas. Como iba a demorar,
entramos al casino a hacer tiempo. Debido a la
suma que había ganado pudimos volver a hablar del
proyecto de comprar el velero. Estábamos tan
contentos que pasamos al casino para entretenernos
y ganamos tres mil dólares», cuenta Ampuero entre
alegría y nostalgia.
«La guinda que coronó el pastel fue el Premio Juan
Rulfo que le darían en México en 1994 y que
significaba el reconocimiento internacional a toda
122
su carrera. Ribeyro solía bromear respecto a los
cien mil dólares de la bolsa con la que estaba
dotado el galardón. Decía que era un capital
perfecto para tentar a la fortuna en Montecarlo»,
cuenta Guillermo Niño de Guzmán en el texto
titulado «El dragón de Baden-Baden».
El día del anuncio público del premio, Ribeyro
organizó una gran fiesta en su departamento de
Barranco. «Convocó una reunión con unas veinte o
treinta personas. Fue una gran fiesta», recuerda
Jaime Campodónico.
A la mañana siguiente de la reunión, se había
comprometido a darle una entrevista al periodista
Jorge Coaguila. El escritor lo recibió entre los
rezagos de la algarabía. «Había un desorden total y
muchas colillas de cigarrillo«, cuenta Coaguila.
«Ribeyro observaba con alegría y con temor este
triunfo porque nunca había estado expuesto a tantas
llamadas telefónicas, llamadas del extranjero. Ese
día me mostró varios faxes de países como
Argentina, México y España«. A pesar de su
costumbre de rechazar a la prensa, el escritor
accedió a brindar muchas entrevistas a gente que no
conocía.
123
Durante la primera semana de septiembre, Ana
Chávez decidió organizar una gran celebración para
su amado en su casa. A la reunión acudió toda la
familia y cincuenta amigos del escritor, desde el
más antiguo hasta el más reciente. La casa era
amplia y espaciosa, razón por la cual Ribeyro se
permitió invitar personas a sus anchas. «Éramos sus
amigos de toda la vida, el más antiguo era Leslie
Lee que fue compañero de banca de Julio, hasta el
último, Niño de Guzmán, que era el más joven»,
cuenta Hinostroza. Por aquella época, el poeta
dirigía una revista gastronómica llamada
‘Anfitrión’ donde eventualmente se publicaban
notas sociales. Para la ocasión, Hinostroza había
invitado el fotógrafo de la revista con el objetivo de
registrar el momento y guardar las fotos para el
recuerdo. «Yo no quería publicar esto en mi revista
sino tener un testimonio de Julio», afirma el poeta.
—Oye, yo no quisiera que esto se divulgue —dijo
Ribeyro a su amigo en medio de la fiesta.
—Si no quieres no va a salir, esto es una cosa
confidencial, son sólo fotos para nosotros nada más
—respondió Hinostroza.
124
—Habla con Ana, ella tiene una cámara —insistió
el escritor. Hinostroza se acerca a Chávez para
tratar de convencerla.
—Mira, ha venido mi fotógrafo y yo quisiera sacar
unas tomas…
—No, no, yo con mi cámara voy a sacar fotos —
respondió Chávez indiferente y se marcha.
«Le invité un whisky más a mi fotógrafo y le dije
‘piña pues’ y lo despaché. Tiempo después, luego
de la muerte de Julio, me encontré con Ana
Chávez. Ella me dijo ‘Si hay algo de lo que me
arrepiento es de no haberte dejado sacar esas fotos
porque no tomé ninguna y hubiese sido su último
gran testimonio», cuenta Hinostroza.
***
Los días previos al viaje hacia Nueva York
estuvieron colmados de alegría y buenas
experiencias. Ribeyro recibió en Lima a los pocos
días de haber sido notificado de su victoria a un
escultor mexicano de apellido Gómez. Era él quien
tenía la misión de realizarle un llamativo busto de
bronce, insignia particular y regalo por parte de los
organizadores del premio Juan Rulfo. Gómez debía
fotografiar desde todos los ángulos al ganador para
125
basar en dichas imágenes su trabajo. La reunión se
llevó a cabo en el restaurante del ‘Negro’ Flores,
lugar que hoy ya no existe, mientras Ribeyro
almorzaba con su amigo Fernando Ampuero.
La semana previa a su partida, el escritor acudió a
algunos cumpleaños, almuerzos, presentaciones de
libros y todo tipo de eventos. Apenas algunos días
antes, Ribeyro había participado en la presentación
del libro Malos Modales de Ampuero junto a
Antonio Cisneros y Mirko Lauer. El evento había
sido organizado en un local ubicado en el Puente de
los Suspiros en Barranco.
«La última vez que lo vi sano después de la
presentación fue en su almuerzo de despedida»,
cuenta Ampuero. La reunión fue celebrada dos días
antes de su partida. Para tan grata ocasión, el grupo
de amigos se congregó en el restaurante ‘El Suizo’
ubicado en La Herradura, Chorrillos.
«La última foto que tengo de él estando bien es del
16 de septiembre, al día siguiente almorzamos y el
28 de septiembre se fue de viaje. Cuando volvió
llegó directo a internarse en la Clínica
Americana», cuenta Campodónico. El regreso del
cáncer había tomado a todos por sorpresa. «Él
pensaba que eran los pulmones pero el cáncer
126
empezaba por la columna, los riñones. Era
sorprendente porque antes del viaje él se sentía
muy bien. Aunque no había cobrado, ya estaba
gastándose la plata del premio. Quería comprarse
una lancha para ir a pescar. Estaba muy animado,
con ganas de seguir publicando y aparecer más en
público», cuenta su editor.
Julio Ramón Ribeyro tuvo un cáncer muy
pernicioso. De las primeras operaciones conservaba
una cicatriz que lo atravesaba desde el esternón,
rodeaba su abdomen y llegaba hasta su espalda. En
los años setenta se le dio como pronóstico de vida
un año pero él se mantuvo firme. «Él había visto a
un tipo que con su cáncer había sobrevivido cinco
años, que era el paradigma pero él sobrevivió
mucho más», recuerda su sobrino Juan Ramón
Ribeyro.
«Mi tío no pesaba ni cuarenta kilos. En Europa ya
le habían sacado parte del esófago, tres cuartas
partes del estómago y parte del intestino —comenta
Ribeyro Ipenza—. Era tan delgado que los huesos a
veces le hacían heridas desde adentro hacia afuera.
No podía estar sentado mucho tiempo porque eso le
dolía mucho. Era un hombre particularmente
débil»,
127
Efectivamente, el cáncer nunca había desaparecido,
la temida ‘crisis cangrejoide’ que lo había
atormentado en la década de los 70 había retornado
con gran fuerza y ésta vez la enfermedad no iba a
darle tregua.
El escritor fumaba demasiado, a pesar de tenerlo
prohibido debido al primer cáncer. Su estómago
estaba muy reducido, razón por la que ingería
pequeñas porciones de sopa o puré varias veces el
día. Producto de la mala alimentación se le había
desencadenado anteriormente una tuberculosis
pulmonar. Sin embargo, también había logrado
sobreponerse a este problema. «Él no quería
morirse y dejó de fumar 5 años pero no pudo
escribir nada, decía que en una mano le faltaba
algo. Al fin, decidió volver al cigarro», recuerda
Juan Ramón Ribeyro.
El regreso de los malos hábitos quizás aceleró la
reaparición fulminante del cáncer. Fue en Estados
Unidos que el escritor se puso muy delicado y tuvo
que interrumpir su viaje para volver de urgencia.
Tras haber realizado una escala en Miami, ciudad
donde se rencontró con el pintor Emilio Rodríguez
Larraín, el escritor empezó a sentirse muy débil y le
costaba respirar. «Ahí se sintió mal, se hizo un
chequeo en una clínica y descubrieron que había
128
recrudecido el cáncer que tenía veinte años atrás»,
comenta el poeta Rodolfo Hinostroza. El escritor
se vio obligado a regresar a Lima, sin poder pasar
antes por México a recoger su premio. «Murió a los
meses, fue un cáncer fulminante. Yo tenía una
novela que estaba escribiendo y quería que Julio
fuera mi primer lector pero se fue sin leerla, no la
terminé a tiempo para él», comenta apenado
Rodolfo Hinostroza
El último cáncer complicó muchísimo la salud del
escritor. Los médicos de la Clínica Americana se
vieron obligados a extraerle los uréteres, la vejiga y
algunos otros órganos. El diario Expreso publicó el
7 de noviembre de 1994 una nota confirmando que
a Julio Ramón Ribeyro se le había extirpado
también uno de los riñones durante el día anterior.
El día 9 del mismo mes, debido a los altos costos
del establecimiento médico, el paciente Ribeyro fue
trasladado a Instituto Nacional de Enfermedades
Neoplásicas (INEN), lugar donde finalmente
falleció. «Ya casi no tenía órganos. Aunque
trataron de prolongarle la vida no pudieron, era
imposible», cuenta su sobrino Juan Ramón
Ribeyro.
Mientras permaneció internado en la clínica, Alida
Cordero se trasladó a Lima para acompañar a su
129
esposo, situación que dificultó mucho los últimos
encuentros entre Ana Chávez y JRR. «En el
hospital, Anita tenía que verlo a escondidas, sólo
cuando se iba Alida podía entrar», recuerda
Fernando Ampuero.
Jaime Campodónico, al igual que muchos de sus
amigos, acudió a visitarlo tanto a la clínica como al
Neoplásicas. «Le llevé un VHS con los mejores
goles de los mundiales para que se distrajera. Eso
fue al principio porque después las visitas eran más
restringidas», recuerda su editor. Fue a inicios de
noviembre que los médicos las suspendieron
totalmente debido a su delicado estado de salud.
«Él recibía muchas visitas, demasiadas visitas para
su gusto», comenta Ribeyro Cordero.
«La última vez que traté de verlo fue en el
Neoplásicas. Acudí con un grupo de cuatro
personas cuando Julio ya estaba desahuciado y
sabíamos que pronto iba a morir. En ese grupo
estaba Guillermo Niño de Guzmán, a quien Julio le
dijo que quería ser enterrado con una botella de
vino Gigondas. Aunque sabíamos que estaba
prohibido, nosotros fuimos necios y llegamos a
despedirnos», comenta Rodolfo Hinostroza.
130
Cuando llegaron a la habitación, Hinostroza tocó la
puerta delicadamente.
—¿Sí? —respondió una enfermera al asomarse.
—Señorita, ¿podemos entrar a ver a Julio? —
preguntó el poeta.
—No puede recibir visitas —respondió cortante la
mujer vestida de blanco.
Minutos después, la enfermera optó por salir del
cuarto. La puerta ha quedado entreabierta. En aquel
pequeño espacio Hinostroza logró divisar el cuerpo
débil y delgado de su amigo. Ribeyro estaba
sentado en la cama, se le veía muy pálido y serio.
El escritor mantuvo la mirada hacia el frente y
aunque percibía las miradas sobre él y los saludos,
no quiso voltear. El escritor movió la cabeza
lentamente más de una vez para transmitir su
negativa. Ya no quería verlos.
«Yo vi cómo movía la cabeza en forma negativa
sin mirarme. Como queríamos despedirnos y no
nos dejaba tuvimos que despedirnos a gritos»,
recuerda Hinostroza.
—¡¡¡Adiós, Julio!!! —gritó el grupo a coro—
¡Adiós, Julio! —exclamaron hasta que fueron
131
expulsados del pabellón por los efectivos de
seguridad.
El cáncer reapareció y se llevó a Julio Ramón
Ribeyro sin permitirle ninguna corta recuperación,
tan sólo le traía recaídas, hemorragias y malestares.
Con el paso de los días, los dolores se
intensificaban. Ya no era posible mitigarlo con
morfina, la cual le era aplicada religiosamente cada
cuatro horas. Esta droga lo calmaba pero el dolor
era tan fuerte que el efecto desaparecía pronto.
«No todos soportan un cáncer tan doloroso como el
de mi padre. A él tenían que darle morfina para que
resistiera pero esta droga te elimina completamente
el hambre. Eso termina deteriorándote muy rápido.
Es una especie de círculo vicioso», explica Ribeyro
Cordero. La noticia de la enfermedad tomó por
sorpresa al hijo del escritor, quien se encontraba en
pleno viaje de preproducción para su primer
largometraje. «Yo estaba afinando detalles sobre el
guion y el decorado de Puro veneno, una película
catalana, cuando mi mamá me dijo todo de golpe:
‘tu padre está muy enfermo y este cáncer ya no se
va a curar», revela Julio Ramón Ribeyro Cordero
casi en un susurro, como si no quisiera escucharse a
sí mismo unir el nombre de su padre con la muerte.
132
El joven viajó al Perú casi de inmediato. «Me
quedé esperando que se mejore, que no se mejore.
Podía morir en un año más o morir en ese
instante», señala Ribeyro. Sin embargo, para nadie
era un secreto que el dolor parecía estarse
comiendo vivo al escritor. «A Guilllermo Niño de
Guzmán le pidió que lo ayudara a morir porque
sufría mucho, le pidió explícitamente una eutanasia
en más de una ocasión», revela Antonio Cisneros.
Pero Ribeyro Zúñiga no quería morir en una clínica
y batalló durante semanas para que le permitieran
volver a casa. Poco antes de fallecer, el escritor
pidió a su amigo Niño de Guzmán que pusiera a
buen recaudo sus diarios íntimos, textos que quería
que fueran publicados por Jaime Campodónico.
«Me decía ‘yo quiero que tú me publiques, así
tenga que prestarte la plata o ir a promocionar mi
libro al programa de Gisela”, recuerda
Campodónico. El escritor apreciaba las últimas
ediciones de sus textos y estaba decidido a sacar los
doce tomos de su diario íntimo. «Cuando Alida
vino se los llevó. Yo los he visto en su
departamento. Existían también los ‘Cuentos de
Luder’, no los llegué a sacar porque me dijo que los
tenía que corregir», agrega Campodónico.
133
En relación a los diarios, Lucy Ipenza, viuda del
hermano del escritor, señala: «Él mismo le dijo a
Juan Ramón que se llevara los diarios a su casa
porque no quería que quedaran a la deriva.
Confiaba en que él pudiera publicarlos, pero Alida
se dio cuenta de que faltaban y pidió que se los
entregaran».
***
Ribeyro quería salir del hospital para reunirse con
sus mejores amigos a tomarse unos vinos, a modo
de velada final. Aunque trató de sobornar a una
enfermera para lograr su objetivo, finalmente no lo
consiguió.
«El día de su muerte se terminó la morfina y
tuvimos que ir a desaduanar un lote. Movimos
muchas influencias para lograrlo pero no pudimos
llegar a tiempo”, recuerda Juan Ramón Ribeyro.
«Sabíamos que el cáncer le iba a cobrar factura y,
como él mismo decía, estaba ‘sobregirado», agrega
su sobrino. «Los últimos días no quisiera ni
recordarlos. Su enfermedad fue muy penosa, tanto
para él como para nosotros. Fueron dos meses y
medio muy duros», comenta su sobrino Gonzalo
De la Puente.
134
«Mi hermano murió tranquilo, se fue yendo, se fue
apagando poquito a poquito. Sufrió mucho antes de
ese momento pero al morir parecía no tener dolor.
Se fue en los brazos de Alida”, recuerda su
hermana Mercedes Ribeyro. Aunque ella no podía
aguantar las lágrimas, Cordero se esforzaba por
recordarle que era peor que él las viera tan tristes.
«En el cuarto sólo estaba ella, mi hijo Claudio De
La Puente que es su ahijado, y yo”, señala ella.
—Julio, ya te ha sido otorgado el Juan Rulfo en una
ceremonia bellísima con fuegos artificiales y
bombardas —le dijo su hermana tratando de
contener el dolor.
Él sonrío.
—¿Quieres que te lea lo que dijo Julito? —
preguntó a su hermano mientras su respiración
parecía hacerse cada vez más lenta
—A ver, léelo —respondió con un hilo de voz sin
abrir los ojos.
«Un mueble con la máquina de escribir que durante
años me impidieron dormir a gusto, las
interminables pláticas entre escritores
latinoamericanos, mi participación forzada como
lector en esas reuniones, aburrido, dormido,
135
despierto, cansado. Durante muchos años tuve la
ingenua creencia de que sus relatos no salían del
hogar y ahora termino descubriendo que esos textos
han llegado a tantos lugares ajenos a nuestro
departamento». Con estas palabras, el hijo del
escritor dio inicio al discurso de recepción del
Premio Juan Rulfo de 1994.
Perdió la conciencia seis horas antes de morir.
Finalmente, a las 9:30 de la mañana del domingo 4
de diciembre, Julio Ramón Ribeyro falleció debido
a una afección renal que se complicó con una
deficiencia pulmonar sin recibir personalmente el
gran premio de su carrera, sin presenciar la
ceremonia en México y sin disfrutar de los 100,000
dólares de los que ya era dueño.
***
Según publicaron diversos diarios como El Sol,
Expreso y La República, los médicos de la clínica
Americana descubrieron al operarle la uretra y un
riñón que el cáncer ya se había extendido hasta la
columna. «Inexplicablemente, cuando venía
mejorando en el Neoplásicas fue atacado por una
neumonía que lo apartó de la vida”, declaró Alida
Cordero a la Agencia France Presse.
136
Fue justamente Cordero quien recibió junto a su
hijo el premio Juan Rulfo en Guadalajara (México),
ocho días antes de la muerte de su esposo. El 27 de
noviembre, durante la celebración oficial, se
leyeron dos discursos. Las palabras del hijo de la
pareja fueron motivas y espontáneas; totalmente
opuestas a las de Cordero, quien se ocupó de leer
un texto elaborado por el propio Ribeyro para la
ocasión.
«Mis cuentos representan quizá la última tentativa
de un escritor que aún creía en los géneros
literarios y en las historias por contar. Al
escribirlos, en la pobreza o en la bonanza, en mi
país o fuera de él, en unas horas o años de
correcciones, sólo he querido que ellos entretengan,
enseñen o conmuevan. Y he querido también
proporcionarme un placer a mí mismo, pues
escribir, después de todo, no es otra cosa que
inventar un autor a la medida de nuestro gusto»,
leyó Alida Cordero frente a los asistentes.
Sólo un día después se llevó a cabo la fiesta de
gala. Un periódico local destacó la noticia. «Su
nombre se escribió con fuego en medio de la
danza», escribió Alejandro Sánchez Aizcorbe. Esto
pudo ser logrado mediante efectos pirotécnicos que
137
se proyectaron mientras los bailarines mexicanos
movían sus coloridos vestuarios.
El recuerdo del evento es agridulce para Ribeyro
Cordero. «Fue un momento de mucho orgullo y
también fue muy triste. Al final de la entrega del
premio supimos a distancia que mi padre se
encontraba en las últimas. Mi madre tuvo que irse
de emergencia a Lima», recuerda el hijo del
escritor. «Era la distinción literaria de más alta
calidad continental en su carrera y no la pudo
disfrutar a plenitud», declara De la Puente en el
artículo «Entre bombazos del terror y de la gloria».
Pero este no era el único drama que Ribeyro
Cordero debía soportar. Mientras se encontraba de
vuelta en París para resolver una emergencia,
recibió la sorpresiva visita de su mejor amiga y ex
novia. «Yo estaba en casa con mis amigos y mi
mamá llama llorosa. Le colgué rápido pero me
quedé con la sensación de que no se atrevía a
decirme algo», señala el hijo del escritor. Al
escuchar tanta bulla, Cordero decide no contarle la
noticia. Es así que optó por notificarle la situación a
la mejor amiga y ex novia de su hijo, quien se
encargó de darle la noticia.
138
Aunque el cuerpo debía ser enterrado en el
Mausoleo Ribeyro ubicado en el Presbítero
Maestro, fue Cordero quien desistió al ser
trasladada hasta allí para observar el lugar. «Dijo
que estaba muy lejos y en una zona fea, peligrosa.
Ella no quiso poner allí el cuerpo», recuerda
Mercedes Ribeyro.
Fue así que se eligió como última morada del
escritor el cementerio ‘Jardines de la paz’ de La
Molina. Los restos de Ribeyro debieron
permanecer tres días en una cámara conservadora
del cementerio. «Su cuerpo embalsamado estuvo
guardado en una cámara fría para poder ser
enterrado apenas llegara Julito de París», señala
Mercedes Ribeyro.
Cuando Ribeyro Cordero arribó al Perú tras veinte
horas de vuelo desde Estados Unidos, el cuerpo fue
trasladado a la iglesia Santa María Reina de San
Isidro, lugar donde se realizó el velorio.
«Acudieron pocas personas, sólo la gente cercana.
Fue algo íntimo, muy pequeño, sencillo», recuerda
Mercedes Ribeyero. Durante las horas que
permaneció allí fueron a despedirse cientos de
tristes lectores así como personajes reconocidos del
mundo literario y sus amigos Guillermo Niño de
Guzmán, Fernando Ampuero, Antonio Cisneros y
139
Jaime Campodónico. En la iglesia, el ataúd color
madera fue colocado debajo de un crucifijo y
permaneció cubierto de hermosas flores blancas.
El 8 de diciembre por la mañana, previo al traslado
al camposanto, el padre Abelardo Crisanto rindió
una misa de cuerpo presente al escritor. Finalizada
la ceremonia, su hijo pidió a todos los asistentes
que salieran del lugar y se quedó a solas con la
familia frente al cuerpo por un largo rato para
despedirse. Cerca de las 10:40am, el cuerpo fue
trasladado al camposanto. Del brazo de su madre,
Cordero subió el automóvil que siguió a la
caravana fúnebre hasta el cementerio.
Un centenar de personas se reunieron alrededor de
la tumba abierta en la tierra. Bajo un pequeño toldo
color azul se colocaron los familiares y principales
allegados. Dos de los hermanos del cuentista, Juan
Antonio y Mercedes Riberyo, ocupaban la fila más
próxima al ataúd junto a Alida Cordero, su hijo y la
mejor amiga de éste, quien decidió acompañarlo en
este duro proceso. Su hermana menor, Josefina, no
pudo asistir a despedirse porque que se encontraba
radicando en Estados Unidos. La familia entera, a
excepción de Ribeyro Cordero y de su tía
Mercedes, portaba enormes anteojos negros y
llevaban las manos cruzadas.
140
«Yo me puse una pared durante el entierro. Estaba
totalmente aburrido y me preguntaba cuándo iba a
terminar todo eso. Simplemente no lloré, no hubo
ningún esfuerzo para aguantar las lágrimas. Estaba
en una nebulosa, no recuerdo casi nada de aquel
día», explica Ribeyro Cordero.
Alida Cordero, Luis Jaime Cisneros, Guillermo
Niño de Guzmán y Fernando de Syszlo brindaron
discursos de despedida. El lingüista Luis Jaime
Cisneros recordó la inagotable imaginación de
Ribeyro. Niño de Guzmán ponderó sus cualidades,
y resaltó que Ribeyro gozaba de placeres sencillos
y tenía ganas de vivir. Finalmente, Syszlo leyó un
homenaje póstumo enviado desde el exterior por el
doctor Javier Pérez de Cuellar. También asistieron
personajes como el entonces congresista Luis
Enrique Tord, el entonces presidente del Instituto
Nacional de Cultura Pedro Gjurínovic, el ex primer
ministro Óscar de la Puente y el cineasta Luis
Llosa, vecino de Ribeyro, quien comentó acabada
la ceremonia que siempre lo veía en su terraza
reflexionando frente al mar con un cigarrillo en los
labios.
Para María Laura Rey, su entierro y su velorio
siguieron la línea de lo absurdo que destacaba en
los cuentos ribeyrianos. «Durante su velorio lo
141
curioso fue el padre que no sabía cómo se llamaba
el muerto, se equivocó varias veces con su nombre.
Era insólito», comenta indignada María Laura Rey.
«Además, una de las personas que habló en su
entierro fue alguien que jamás fue su amigo y no le
caía muy bien a él», agrega.
Su viuda, su hijo y sus hermanos colocaron
claveles rojos y blancos sobre el féretro. Al medio
día, los restos del escritor se hundieron en la tierra.
Dentro de su ataúd, Ribeyro llevaba una botella de
su vino tinto favorito, dos cajetillas de cigarros
marca Malboro, un encendedor y un saca corchos.
Estos elementos fueron colocados dentro del féretro
cuando el camposanto estaba casi vacío. «Yo traje
de París un Saint-Emilion de parte de Fernando
Carvallo, su mujer lo recogió de mi casa y luego sé
que lo pusieron en su ataúd», recuerda el periodista
científico Tomás Unger, quien conoció al escritor
cuando ambos acudían al Colegio Champagnat.
«Nosotros llegamos tarde al velorio. Los
periodistas impertinentes nos preguntaban muchas
cosas, yo me peleé con uno porque no me daba la
gana de declarar en ese momento. Niño de Guzmán
puso una botella de vino dentro del ataúd. Fue una
cosa muy ceremonial», señala el poeta Cisneros.
142
«Julio tenía 65 años y muchas ganas de vivir. En su
ataúd, como si se tratara del entierro de un antiguo
soberano inca, su hermano Juan Antonio y yo
colocamos una botella de un preciado burdeos que
le había enviado un amigo desde París y varios
paquetes de su marca preferida de cigarrillos»,
recuerda Niño de Guzmán en su texto «El Dragón
de Baden-Baden».
Después de ser enterrado se colocó una lápida de
mármol claro con un epitafio particular. Se trataba
de un fragmento de su libro Prosas Apátridas, la
prosa número 200. «La única manera de continuar
en vida es manteniendo templada la cuerda de
nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el
futuro”, quedó marcado en la loza.
Los medios recordaron su muerte por varios días.
Inclusive con motivo del mes de su fallecimiento,
algunos periódicos cubrieron la misa ofrecida en la
parroquia Virgen Milagrosa del parque Kennedy
(Miraflores), lugar donde el escritor también hizo
su primera comunión.
***
La efigie develada en la ceremonia del Premio Juan
Rulfo por Carlos Salinas de Gortari, quien entonces
era presidente de México, fue entregada por Alida
143
Cordero al alcalde de Miraflores. El hermoso busto
de bronce fue colocado por la municipalidad en el
segundo óvalo de la avenida José Pardo, en el
parque Morales. La ubicación era perfecta, ya que
desde el ‘óvalo Ribeyro’ parecía mirar hacia la casa
que había construido su padre para su familia. Pero
el destino una vez más quiso jugarle una mala
pasada al escritor. «Delito de lesa cultura», tituló el
diario El Sol el 30 de agosto del 97. La escultura
había sido robada.
La misma noche del robo, la rotonda fue cercada
por varios metros de cinta amarilla que trataba de
proteger aquel último espacio donde Ribeyro
todavía observaba minuciosamente. «Se la
fumaron. La volvieron a hacer de cemento y la
pintaron de bronce pero ya no era igual. ¿No es
ribeyriano que le hayan sucedido estos chascos
gracioso y, de alguna manera, irónicos?», comenta
al respecto Fernando Ampuero.
El monumento que estaba ubicado sobre una gran
columna había pasado desapercibido para la
mayoría hasta que su desaparición. «¿A dónde se
fue la cabeza de Ribeyro?”, preguntó la periodista
Doris Bayly en un artículo publicado en la revista
Somos en octubre del 97. Todo indicaba que había
sido removido por ‘sujetos inescrupulosos’ que
144
‘sólo dejaron los alambres que sostenían la figura’.
El hurto representó un verdadero atentado contra el
recuerdo del escritor.
«Se lo robaron pero antes de eso ya se había
perdido en el espacio. La plaza era muy grande
para el tamaño del busto. Era para tenerlo en casa”,
señala Cisneros. Doris Bayly coincide con el poeta.
«Nadie entiende por qué el Municipio decidió
colocarlo allí sin ceremonia alguna, cuando debido
a sus dimensiones debía ser colocado en un espacio
más pequeño como una biblioteca, museo o recinto
cerrado”, señaló. Las autoridades se limpiaron las
manos asegurando que se trataba de un atentado
por parte de una banda de drogadictos.
Para Guillermo Niño de Guzmán, el suceso estaba
totalmente acorde a lo vivido por Ribeyro. «A Julio
Ramón no le importaría un pepino porque es
consecuente con su trayectoria del fracaso. Incluso
después de muerto sigue tentándolo», afirmó el
escritor a Bayly.
«Parece un final de cuento ribeyriano, y sí, lo es de
algún modo. Un final con su sorpresa y su
desencanto, con su encogida de hombros, con su
resignada frustración y con su silencio”, narra
145
Ampuero en el texto «Cosas raras que le pasaban a
Julio Ramón».
«Tras el robo, de vez en cuando, con lentitud,
circulaba por el óvalo un taciturno automóvil, y
luego el silencio de la noche se podía tocar con las
manos», narra Ampuero en su artículo. «Pero sin
lugar a dudas, Julio estaba ahí, en ese frío y en ese
silencio, en ese pedestal vacío, más presente que
nunca».
«Los secretos de su personalidad nadie va a poder
descubrirlos y ponerlos a la luz. Sus angustias
ahora han quedado ocultas para siempre», sostiene
su hijo. Con la desaparición del busto, Ribeyro
consiguió una vez más regresar al silencio y
demostrar, aún después de muerto, que su historia
estaba marcada por la lenta y trágica agonía de un
perdedor.
146
Línea de tiempo
Sábado 31 de Agosto de 1929: Nace Julio Ramón
Ribeyro
1935: Se traslada a estudiar en el Colegio
Champagnat de los Hermanos Maristas donde
concluye sus estudios escolares en 1945.
1945: Fallece Julio Ribeyro, padre del escritor,
víctima de la tuberculosis.
1948: Ingresa a la Pontificia Universidad Católica
del Perú a la facultad de Letras y Derecho.
1952: Gana la beca de periodismo del Instituto de
Cultura Hispánica de Madrid. Es así que parte el 20
de octubre en el barco Americo Vespucci. Arriba a
Barcelona el 14 de noviembre del mismo año.
Ingresa a la Universidad Complutense de Madrid.
1953: En el mes de julio pasa a estudiar literatura
francesa en la Universidad La Sorbona (París).
1954: Julio Ramón Ribeyro establece su primera
relación sentimental formal en Europa. Se enamora
de la joven peruana Cathy Herrera, quien lo marca
profundamente.
147
1955: Se establece durante un año en Munich
(Alemania).
1957: En el mes de abril se establece de forma
momentánea en Amberes (Bélgica) donde trabaja
en la fábrica de productos fotográficos AFTA. Allí
conoce y se enamora de una joven menor que él
llamada Mimí.
1958: Regresa por primera vez a Lima en barco.
Hace esta travesía junto a su gran amigo Hernando
Cortés.
1959: En septiembre acepta dirigir el departamento
de extensión cultural de la Universidad de
Huamanga (Ayacucho).
1960: Gana el premio nacional de novela por
Crónica de San Gabriel. Se establece
definitivamente en París.
1961: Ingresa a trabajar a la agencia France Press
como redactor y traductor, oficio que asumió
durante una década.
1963: Gana el premio de Novela del Diario
Expresso.
1966: Se casa con Alida Cordero.
148
1971: Es nombrado agregado cultural en la
embajada peruana en Francia.
1972: Es nombrado representante alterno del Perú
ante la UNESCO (Organización de las Naciones
Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura).
1973: El 12 de enero de 1973 es operado por
primera vez debido al cáncer de esófago. Es
internado y operado por segunda vez a mediados
del mismo año. Es nombrado Ministro Consejero
en la Embajada peruana en Francia.
1975: El 16 de enero se entera que padece cáncer
desde hace dos años. Su familia había preferido
ocultarle la gravedad de su enfermedad. Para ese
momento, ya ha sido nombrado delegado adjunto
permanente de la UNESCO.
1983: Gana el Premio Nacional de Literatura.
1986: Es nombrado embajador peruano ante la
UNESCO. Asimismo, recibe la Orden del Sol de
manos del entonces presidente Alan García Pérez.
1990: Abandona por completo sus funciones ante la
UNESCO. Se comienza a establecer en Lima de
forma definitiva.
1993: Gana el Premio Nacional de Cultura.
149
1994: En julio celebra la semana del autor de la
Casa de América de Madrid en su honor. Gana el
premio Juan Rulfo. Recibe la noticia en plena salud
pero recae cuando se encuentra de viaje en Nueva
York (Estados Unidos). Es trasladado de
emergencia a Lima y operado en noviembre del
mismo año.
Domingo 4 de diciembre de 1994: Muere Julio
Ramón Ribeyro, víctima del cáncer terminal.
150
Anexo fotográfico
Niño de Guzmán y Ribeyro. 1993. Foto de María
Cecilia Piazza.
Departamento de Barranco.1994. Con el narrador
Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros.
151
Julio Ramón Ribeyro. 22 diciembre de 1980. Cave
rue du Dragon. París. Foto: Jorge Deustua.
Departamento de Barranco. 1991. Julio Ramón
Ribeyro junto a sus hermanos Mercedes y Juan
Antonio.
152
Julio Ramón Ribeyro y su hijo, Julio Ribeyro
Cordero. 1983.
El escritor junto a su amigo Washington Delgado.
1980.
153
Julio Ramón Ribeyro recibe la Orden del Sol de
manos del presidente Alan García. 6 de abril de
1986.
El escritor en su apartamento de París. 2 de
noviembre de 1980. Foto: Jorge Deustua
154
Entrevistas
Sábado 10 de Septiembre 2011:
Juan Ramón Ribeyro Ipenza (personal)
Lucy Ipenza de Ribeyro (personal)
Martes 20 de Septiembre 2011:
Mercedes Ribeyro Zúñiga (telefónica)
Miércoles 21 de Septiembre 2011:
Jorge Coaguila (personal)
Viernes 23 de Septiembre 2011:
Rodolfo Hinostroza (personal)
Lunes 26 de Septiembre 2011:
Fernando Ampuero (personal)
Martes 27 de Septiembre 2011:
Jaime Campodónico (personal)
Ramiro Escobar (personal)
Gonzalo de la Puente Ribeyro (virtual)
Viernes 30 de Septiembre 2011:
Pablo Macera (personal)
Miércoles 19 de Octubre 2011:
María Laura Rey (personal)
Eloy Jáuregui (personal)
155
Viernes 21 de Octubre 2011:
Julio Ribeyro Cordero (virtual)
Miércoles 26 de octubre 2011:
Mercedes Ribeyro Zúñiga (personal)
Jueves 27 de octubre 2011:
Alonso Cueto (personal)
Viernes 4 de noviembre 2011:
Antonio Cisneros (personal)
Lunes 7 de noviembre 2011:
Tomás Unger (telefónica)
Martes 24 de Abril 2012:
Julio Riberyo Cordero (personal)
Archivo
Archivo fotográfico familiar de Mercedes Ribeyro
Zúñiga.
Archivo fotográfico familiar de Lucy de Ribeyro
Ipenza.
Archivo diario El sol, Ojo y Expreso año 1994.
156
Archivo diario La República 1994, 2010 y 2011.
Archivo revista Somos año 1997.
Entrevista a JRR realizada por Ernesto Hermoza
para el programa Presencia Cultural. Septiembre de
1994. Archivo canal 7.
Bibliografía
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pasaban a Ribeyro’ y ‘El fantasma de Julio
Ramón’. Textos inéditos.
COAGUILA, Jorge {compilador} (1998) Las
respuestas del mudo. Lima: Jaime Campodónico.
ELMORE, Peter (2002) El perfil de la palabra.
México DF: Fondo de Cultura Económica.
FERREIRA, César y MÁRQUEZ, Ismael. (1996)
Asedios a Julio Ramón Ribeyro. Lima: Fondo de
Cultura de la Pontificia Universidad Católica del
Perú.
GALLEGO, Ana (2008) Diario de un escritor
fracasado: las tentaciones de Julio Ramón Ribeyro.
Ana Granada: Universidad de Granada.
157
PÉREZ Esaín, Crisanto y PALACIOS Cruz, Víctor
(2008) Julio en el rosedal: memoria de una
escritura. Lima: Universidad de Piura.
RIBEYRO, Julio Ramón (2002) Antología
personal. Lima: Fondo de Cultura Económica.
RIBEYRO, Julio Ramón (1996) Cartas a Juan
Antonio. Tomo I y II. Lima: Jaime Campodónico.
RIBEYRO, Julio Ramón (2006) Prosas apátridas.
Barcelona: Seix Barral.
RIBEYRO, Julio Ramón (2009) La palabra del
mundo: Tomo I y II. Barcelona: Seix Barral.
RIBEYRO, Julio Ramón (2002) La tentación del
fracaso. Diario personal. 1952-1978. Barcelona.
Seix Barral.
SÁNCHEZ León, Abelardo (2005) El viaje del
salmón. Lima: Peisa.
TENORIO Requejo, Néstor y COAGUILA, Jorge
(2009) Julio Ramón Ribeyro. Penúltimo dossier.
Lima: Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias
Histórico Sociales y Educación (Fachse) de la
Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo.