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Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

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Trabajo de Carla Atencio desarrollado para el curso Periodismo Literario 2 (2012-1)

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Julio Ramón Ribeyro:

La agonía del perdedor

Carla Atencio Vergara

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Índice

Prólogo por Roberto Reátegui Página 4

¿Cómo se hizo ´La agonía del

perdedor´?

Página 8

Capítulo 1: Los primeros años Página 17

Capítulo 2: La vida en Europa Página 45

Capítulo 3: El regreso Página 88

Línea de tiempo Página 146

Anexo fotográfico Página 150

Bibliografía Página 154

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Prólogo

Por Roberto Reátegui

En la mañana azul, al despertar, sentía/

el canto de las olas como una melodía/

y luego el soplo denso, perfumado, del mar,

y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;/

mi padre era callado y mi madre era triste/

y la alegría nadie me la supo enseñar.

Los versos son de Valdelomar en Tristitia. Podrían

haber pertenecido también a Ribeyro. O quizás a

alguno de sus personajes. Porque ese es el Ribeyro

que conocemos o que creemos conocer a través de

sus libros: tímido, reservado, casi siempre tristón,

desencantado; haciéndose habitualmente a un lado,

huyendo de los desafíos, cómodo en la sombra y

destinado a no moverse de ella. De tal naturaleza

son los cuentos e incluso las novelas del autor de

La Palabra del Mudo, sus ficciones parecen hechos

que bien podrían haberle ocurrido al propio

escritor. Que quizás, aún muerto, están por

sucederle.

Dicen que a todo escritor se le conoce a través sus

personajes y sus vidas de ficción, de sus actos y sus

sueños, de sus palabras y frustraciones, de sus

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amores, de sus heroísmos, de sus traiciones, de sus

vilezas, de sus silencios, de sus omisiones.

Llevados por esa intuición, en Ribeyro sus lectores

consideramos haber hallado el rostro de aquéllos.

Este libro nos dice que tenemos razón y que, sin

embargo, también estamos en un error. La cara

huesuda, los ojos profundos, el talante apocado, la

sonrisa ausente, nos han engañado. Los testimonios

de la gente cercana al escritor, parientes, amigos,

colegas y editores, recogidos en el texto que leerán

páginas más adelante, nos sugieren más bien que

detrás del gesto ensimismado, de la expresión más

modesta que humilde, del cuerpo enjuto maltratado

por la vida y la enfermedad, hay también un

hombre con ambiciones y deseos, con temores, con

caprichos, con necesidad de afecto y placer. Un

hombre vulnerable a la alegría.

Todos los entrevistados hablan de Ribeyro de un

modo entrañable. Todos sonríen al rememorar sus

bromas y ocurrencias, su manera de encarar con

ironía los hechos absurdos que solían sucederle;

alguno, incluso, llega a soltar una carcajada

recordando una anécdota del escritor. El Ribeyro

que imaginábamos tras una revisión de sus diarios

o luego de releer los versos de Valdelomar no

habría provocado esa sorprendente unanimidad. De

manera que estábamos equivocados. Hasta el

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propio Ribeyro podría haberlo estado: acaso era

demasiado duro consigo mismo a la hora de

mirarse en los espejos. Había pues, en él, mucho

más que hombre discreto tentado por el fracaso.

En alguna parte he leído que Ribeyro se quejaba

con resignación por los calificativos con que lo

describía la crítica. Le habían dicho que era un

escritor marginal, intimista, lúcido, pero nunca

había oído a nadie calificarlo como un gran

escritor. En algún momento él debió de creerlo así.

Era otra razón para ese desencanto que parecía

perseguirlo desde la niñez. Muchos de los que

aparecen en este libro estaban entonces a su lado

para ayudarlo en el lento camino de la perseverante

paciencia; él se dedicaba mientras tanto a escribir a

la par que sobrevivía a sus carencias y a la penosa

carga de su cuerpo. Poco a poco los lectores

habrían de demostrarle que aquellos críticos, acaso

deslumbrados por el brillo elocuente de las estrellas

del “boom”, se equivocaban.

Este libro no pretende analizar la obra de Julio

Ramón Ribeyro. Preciso en su objetivo

periodístico, tampoco busca analizar alguno de sus

textos, cuentos o novelas para, a partir de ellos,

desarrollar un perfil del escritor. Recurre, en

cambio, a otras fuentes: las de la vida misma. El

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tono de las voces que aquí hablan consigue

hacernos creer que Ribeyro es un hombre ausente

pero vivo; que, finalmente, ha podido superar las

penurias de la enfermedad y un día de éstos se

animará a seguir escribiendo. En algún momento

llegamos a creer que alcanzará a tomar ese vuelo

que habrá de llevarlo a recibir personalmente su

mayor reconocimiento internacional. Y sentimos

envidia hacia quienes se sientan a tomar una copa

con él o saldrán mañana a dar una vuelta en

bicicleta por el malecón.

Sabemos, entonces, que puede ocurrir. Caminar

atentos con la mirada puesta en la masa gris del

mar y reconocer esa silueta al pie del acantilado.

Acercarnos sin hacer ruido. Verlo volverse hacia

nosotros. Notar con asombro su sonrisa abierta,

escuchar su voz afable, sentir su palmada en la

espalda y sorprendernos con su invitación: “Quiero

mostrarle algo”. Ver en sus manos una edición en

rústica. Adivinar el nombre del autor. Y saber de

antemano el título que Ribeyro nos muestra:

Tristitia.

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¿Cómo se hizo ‘La agonía del perdedor?

Encontrar el personaje fue quizás uno de los

momentos más difíciles del trabajo de todo un año.

¿Quién iba a ser el protagonista con el que

compartiría angustias y satisfacciones? El nombre

de Julio Ramón Ribeyro no se me ocurrió a mí. La

idea fue de mi ex profesor de crónicas, Jeremías

Gamboa. Me lo encontré una tarde y le transmití

todas mis angustias. Gamboa me dio tres opciones

y me comentó que tomara alguna antes de que otro

chico le comentara sus pesares. ¡Estaba a punto a

entregar esas mismas sugerencias a quien se las

pidiera! La posibilidad sólo iba a darse una vez.

“Julio Ramón Ribeyro”, resolví casi sin pensarlo.

Mi primer recuerdo de Ribeyro se remontaba a Los

geniecillos dominicales. La maravillosa escena en

que Ludo Tótem persigue a ‘la enana’ por toda la

mansión de su tío totalmente dominado por sus

ansias sexuales, me había perseguido durante años.

Esa escena me había perturbado mucho durante la

pre adolescencia y decidí que tenía que volver a

leerla para convencerme de que estaba tomando el

camino correcto. Efectivamente, Los geniecillos

dominicales fue el primer libro de Ribeyro que

volví a leer en el proceso de investigación. Me

tomé un par de semanas para armar un plan de

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trabajo, releer textos y buscar ángulos. Luego de

terminar la historia de Ludo Tótem seguía

manteniendo aquella sensación extraña: yo debía

descubrir qué era lo que movía a ese autor. Todo

resuelto. Las ganas y la curiosidad me tenían

dominada. Yo debía saber todo sobre él.

El segundo gran movimiento fue la compra

indiscriminada de libros. La clave, sin embargo, se

encuentra en La tentación del fracaso, conjunto de

diarios íntimos del escritor. Leí los diarios con

calma, subrayando las ideas más importantes,

marcando los días claves. En distintos post it

coloqué las preguntas que debía hacerle a ciertos

personajes para no olvidarlas. Una cosa me llevaba

a la otra, viajé con Ribeyro por Amberes, por

Capri, por París, por Lima, por Ayacucho. Nada era

capaz de detenernos. De pronto, me comencé a

familiarizar con sus historias. Ya estaba en

capacidad de empezar las entrevistas. Por suerte,

ubicar a su familia no fue tan duro como imaginé.

El tercer movimiento vino con la ola de entrevistas

que nació desde Juan Ramón Ribeyro Ipenza,

sobrino del escritor. Él fue mi primer entrevistado.

Conversé con él en la misma quinta del cuento

«Tristes querellas en la vieja quinta». Las paredes

rosadas, el encuentro con los mismos lugares donde

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había residido el escritor me conmovieron

profundamente. Fotografié casi todo por placer.

Revisé fotografías y hablé con la cuñada de

Ribeyro, Lucy Ipenza. De pronto, todo empezaba a

tomar forma. La familia me había abierto las

puertas y ahora ya nada me cerraba el paso de la

información.

Los datos llegaban tan rápido que no podía perder

el tiempo. El cuarto movimiento fue crucial porque

sin un orden la información se pierde o carece de

sentido. Compré algunos papelógrafos para armar a

mano una línea de tiempo del escritor. Coloqué las

fechas que ya poseía y algunas otras las fui

corroborando a lo largo de los seis primeros meses.

Las fechas más importantes siempre eran

colocadas, aún si tenía los datos en otros archivos

de Word o en recortes de periódico. Para mí, poder

observar la información procesada es mucho más

sencillo y no se pierde el tiempo buscando después.

Al paralelo, comencé a llamar a todos mis

entrevistados, a leer todas las entrevistas existentes

a Ribeyro, a su esposa Alida Cordero y a su hijo

Julio Ramón. Leía todo el tiempo, soñaba con

Ribeyro pero todavía no tenía ni una línea escrita

del texto. Me forcé a improvisar, aun cuando las

primeras líneas quedaron borradas para siempre. Es

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muy importante empezar a escribir, tal vez el texto

final sea muy diferente pero lo importante es darse

fuerza para comenzar a agarrar el ritmo.

Cuando ya me sentí cómoda, no había quién me

parara. Me volví maniática, no dormía, no pensaba

en otra cosa que no fuera Ribeyro. Continué

llamando a mis entrevistados, esta vez, todo a la

vez, gracias a la recomendación de mi profesor

Daniela Goya. Era imposible pensar que me iban a

dar las entrevistas según el orden que yo tenía para

escribir. Ellos te atienden cuando quieren y uno

debe estar dispuesto a entrevistarlos aunque todavía

no se haya llegado a la parte en que se necesita su

testimonio. Entrevistaba muy seguido, llamaba y

armaba mi agenda según sus tiempos, trataba de

faltar a clases lo mínimo indispensable y sólo

pensaba en Ribeyro.

La información periodística me ayudó mucho en

este periodo. Este quinto paso fue fundamental

porque descubrí que las preguntas siempre querían

revelar algún dato hallado por el periodista.

Analizaba no sólo las respuestas, sino también los

datos que se querían revelar con las preguntas.

Comencé a filtrar las cosas que ya sabía, las

preguntas repetidas. Esta parte fue muy difícil

también porque a veces me llegaba a confundir con

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las fechas y los nombres de los entrevistados. A

veces me llamaban y yo pensaba que ya había

concretado fechas con ellos y luego tenía que

disculparme. Trabajé las reuniones con los

entrevistados en un cuaderno aparte para no

mezclarlos y tener siempre a la mano sus números

y las reuniones que pactábamos.

Muchos de los entrevistados también me ayudaron

mucho. Uno de los entrevistados con quien más

gusto me dio conversar fue con Fernando

Ampuero. No sólo fue una conversación

entretenida de la que saqué declaraciones muy

precisas y muy finas, sino que además, luego de la

entrevista, me entregó fotografías y textos suyos

sobre su gran amigo Julio Ramón. Esta es la clase

de entrevistados que te devuelven las ganas de

seguir. Otros, sin embargo, te cierran la puerta, te

llevan por la tangente, te dicen siempre que los

llames después o se molestan. Esta es la clase de

entrevistados con los que resulta imposible no

toparse. No por eso hay que desanimarse. En total,

debo haber recibido unas diez negativas, cinco de

las cuales fueron rotundas. De las cinco restantes

sólo puedo decir que habría preferido una negativa

clara desde el inicio.

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Algunos entrevistados parecen inaccesibles. No hay

que detenerse a esperar. Hay que buscar siempre

las mil y un formas, siempre a la vez, para llegar a

las personas. Algunos caminos resultan más cortos

que otros. La entrevista más importante de la

primera mitad del trabajo la tuve con Mercedes

Ribeyro, hermana mayor del escritor. Aunque decir

una sería mentir, tuve cerca de tres o cuatro

entrevistas con ella. Mercedes no sólo me prestó el

álbum de recortes que había elaborado a lo largo de

toda la vida de su hermano, sino que además me

contó maravillosas historias de la niñez, me

conmovió y me hizo sentir que iba por el camino

correcto. Era gratificante reunirme con ella y sentir

que cada vez me faltaban menos datos para armar

la historia. Ver a Mercedes Ribeyro es ver a Julio

Ramón hecho mujer. El parecido es increíble. La

primera vez que me recibió me quedé en shock. En

el primer encuentro ella se puso la misma chompa

que usaba su hermano en la única entrevista del

escritor que se ha registrado en video. Adivinar este

dato aseguró de inmediato la química. No por ello

me abstuve de hacer las preguntas más difíciles.

Hablar de la muerte de su hermano, muerte que ella

misma presenció, fue muy duro y traté de hacerlo

con la mayor delicadeza posible.

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Otro de los personajes clave fue Julio Ribeyro

Cordero, el único hijo del escritor. Aunque me fue

imposible comunicarme con su madre por skype, sí

logré el primer contacto con él gracias a esa

plataforma de comunicación online. Julito Ribeyro

colaboró conmigo para cerrar los primeros seis

meses de trabajo. Luego del verano, retomé el tema

buscando volver a conversar con él. Para mi suerte,

ya se encontraba en Lima y hablar en persona,

definitivamente, fue mucho más sencillo que

conversar por una computadora mientras yo estaba

en Lima y él en París.

Ribeyro hijo me recibió en el mismo departamento

donde su padre pasó los últimos años de su vida.

Recorrer aquel lugar parecía un sueño. Podía

reconocer, gracias a las fotografías y las

descripciones del escritor, los cuadros y los

elementos que él había utilizado. Me resultaba

difícil ocultar mi fascinación y mi emoción al

verlo. Julio percibió esto y se detuvo a conversar

sobre estos pequeñísimos detalles conmigo. La

entrevista duró cerca de dos horas, quizás hasta

más. En algún punto terminé la entrevista

propiamente dicha y apagué la grabadora. Las

revelaciones que vinieron luego de ese momento

fueron sumamente emotivas. Por respeto al off the

record, no han sido colocadas en este trabajo. Sin

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embargo, la satisfacción que sentí al escuchar de

boca su propio hijo cuestiones tan íntimas no tiene

recompensa. Julio también me escucho ensayar

varias ideas sobre su padre. Las horas de

conversación, inclusive las partes que no utilicé,

también me sirvieron para reconocer los climas que

habían reinado durante el cáncer del escritor y

durante los meses previos a su fallecimiento.

Finalmente, revisé todas las entrevistas que tengo

desgravadas en su totalidad por mi propia manía.

Fui resaltando las partes que utilizaba con distintos

colores para evitar la repetición de información. No

obstante, esto llegó a ocurrir un par de veces. Es

por ello que la labor de edición resulta sumamente

importante. Daniel Goya identificó con precisión

estas repeticiones que yo podría jurar que no se

dieron. También me pidió que brindara mejores

contextualizaciones para lugares o épocas que no

necesariamente todos los lectores deben conocer.

No se puede olvidar nunca al lector, algo que a mí

me pasó en repetidas ocasiones.

Durante las últimas semanas sólo hubo relecturas,

cambios en algunas escenas y en los tiempos de las

escenas (de presente a pasado), proceso que fue

complicado pero necesario. El producto está listo

aunque siento que aún me queda demasiado por

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saber de Julio Ramón Ribeyro. Pero hay que saber

respetar los tiempos y cerrar adecuadamente para

cumplir con los plazos. Lo más importante en un

libro de perfil como éste es tratar de trabajar con

precisión. La investigación, sobre todo cuando el

personaje ya ha fallecido, es básica para poder

«traer a la vida» los momentos que muestran mejor

el universo del protagonista.

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Capítulo 1. Los primeros años

La entrevista ya dio inicio y aunque todavía no ha

dicho una sola palabra, su mirada brillante y la

sonrisa torcida ya delatan su incomodidad. Sentado

frente a su escritorio, Julio Ramón Ribeyro (JRR)

contestó tranquilamente las mismas preguntas

triviales sobre su vida y su obra. Tal vez de haber

sabido que apenas le quedaban algunas semanas de

vida habría rechazado la entrevista. Sin embargo,

sólo una noticia lo motivó a recibir al periodista

Ernesto Hermoza en su propio departamento a altas

horas de la noche: ha sido nombrado ganador del

Premio Juan Rulfo de México del año 1994.

Ribeyro pesaba apenas unos 50 kilos y el cáncer ya

había invadido todo su cuerpo. La piel pálida de su

rostro parecía completamente adherida a sus

huesos, lo que hacía lucir su nariz aún más grande

y ganchuda de lo usual. Su delgadez era

inquietante. Chompa marrón, camisa beige,

pantalón oscuro. El bigote peinado y el cabello

negro corto no lograban esconder sus numerosas

arrugas y sus amplias orejas. Hermoza, bien

engominado, de terno y gafas gruesas, se había

instalado en otra silla frente a él y le hacía las

primeras preguntas.

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—¿Cuál es el verdadero rostro de JRR?

—Tiene muchas personalidades. No se puede

pensar que una persona es de una sola manera —

acotó mientras esquivaba la mirada—. Yo puedo

ser huraño con unos, comunicativo con otros,

simpático con unos y antp..antipático con otros —

tartamudeó—. Por momentos depresivo y por

momentos alegre. Es una cuestión de relación con

las otras personas.

—Tal vez para reconstruir su imagen haya que

regresar al principio —respondió el periodista con

mucha curiosidad.

Julio Ramón Riberyo Zúñiga nació en Santa

Beatriz, Lima, el sábado 31 de Agosto de 1929. Era

el tercer hijo de Julio Ramón Ribeyro y Mercedes

Zúñiga, un matrimonio burgués. Por el lado

paterno, llevaba la influencia de una alta burguesía

descendente y por el materno, el ímpetu

provinciano emergente. En aquella zona

equidistante entre estas dos clases sociales,

nacieron también Mercedes, Juan Antonio y

Josefina. El escritor era el más frágil, enfermizo y

tímido de los cuatro hermanos.

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La primera infancia la pasó en el número 117 de

Montero Rosas ubicado a media cuadra de América

Televisión. Un barrio agradable pero sencillo

ocupado por una clase acomodada pero sencilla. La

construcción estaba compuesta por un balcón y un

pequeño portón; sin embargo, su estilo arabesco y

un enorme corredor de losetas ocres y verdes la

destacaban de entre las demás casas. En aquel

enigmático lugar los primeros recuerdos claros del

autor están asociados a su deseo de convertirse en

coronel, al té con leche, a un cañoncito con llantas

de goma que disparaba balas, a la sopa de verdura

que detestaba y a las dalias del jardín.

La casa se encontraba justamente a la espalda del

Colegio Montessori, ubicado en la calle Teodoro

Cárdenas. Aquella escuela recibió a los Riberyo

Zúñiga durante su estancia en Santa Beatriz. En el

Montessori, los hermanos conocieron a Washington

Delgado, José Bonilla y Blanca Varela, quienes

luego llegarían a ser referentes de la movida

cultural limeña. Delgado y Bonilla asistían a la

misma clase que Julio Ramón Ribeyro; Varela, por

su parte, era algunos años mayor. La poeta, por

aquellos años, también era su vecina.

La mayor parte del día los hermanos Ribeyro la

pasaban en el colegio. Al volver de clases, se

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apresuraban a cumplir con todos los deberes para

poder salir a jugar con los amigos del barrio. Los

paseos eran largos. El grupo de niños caminaba

hasta la Quinta Dolores, daba vueltas al castillo

Rospigliosi o se aventuraba hasta el parque Sucre,

ubicado a diez cuadras su casa.

Aunque disfrutaba de los juegos en grupo donde su

hermano Juan Antonio era su principal cómplice, el

escritor en muchas oportunidades prefería pasar las

tardes a solas. Cuando esquivaba las salidas, los

trastos, tablas, cables y alambres de su azotea

cobraban vida en su imaginación. Llegar a estos

objetos destruidos era sencillo cuando nadie lo

acompañaba,

Ribeyro perpetuó este solitario en su cuento «Por

las azoteas», donde relata la historia de un niño de

diez años que durante sus aventuras por los techos

vecinos se hace amigo de un anciano vagabundo.

El terreno deshabitado en lo más alto de su casa y

las casas vecinas le generaban una enorme

fascinación. Aquel lugar oculto a los ojos del resto

era capaz de convertirse en el escenario de los más

divertidos juegos donde el escritor era el único amo

de la comarca. Un espacio privado, libre de la

mirada de los otros.

***

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El padre había iniciado la construcción de una casa

más espaciosa y apropiada para su familia en el

distrito de Miraflores ubicada en el número 201 de

Comandante Espinar. En 1937, cuando la

construcción estuvo lista, la familia abandonó la

casa de Santa Beatriz y realizó la mudanza hacia el

nuevo domicilio. Los niños tuvieron que dejar el

colegio Montessori. Es así que los hermanos

varones fueron trasladados al Champagnat de los

hermanos maristas, donde culminaron sus estudios

escolares. Julio Ramón Ribeyro estudió en el

Champagnat entre los años 1935 y 1945.

Cuando llegaron al nuevo hogar, los Ribeyro

descubrieron un hermoso paisaje desierto. La

urbanización de Santa Cruz apenas estaba salpicada

por algunas otras casas. La casa de la familia, de

más de 400 metros cuadrados, estaba rodeada de

grandes rosales. Vides, melocotoneros, manzanos,

naranjos y una mustia higuera la embellecían por

dentro.

La vida de barrio fue totalmente diferente a partir

de entonces. Las mañanas de neblina, los ficus de

la avenida Pardo, los eucaliptos de la avenida Dos

de Mayo, los laureles de la Costanera, las moreras

de las calles transversales, las casonas antiguas, el

malecón y el mar hipnotizaron a Ribeyro. Estos

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elementos crearon toda una nueva fuente de

inspiración a tal punto que les dedicó el cuento

«Los eucaliptos», relato donde se explica cómo los

hermosos y grandes árboles cuyas raíces levantaban

la acera fueron cortados por un grupo de negros.

«Vinimos a vivir a Miraflores cuando teníamos

diez, nueve, ocho y Josefina cuatro años de edad.

Estábamos muy cerca de Pardo con Espinar, al

final de la avenida Dos de Mayo. La casa quedaba

justamente a la espalda de la embajada de Brasil,

por eso toda la pared posterior estaba rodeada de

eucaliptos», recuerda Mercedes Ribeyro Zúñiga,

hermana del escritor.

Sus nueve años de edad le permitieron iniciar allí el

conocimiento de un mundo diferente, lleno de

elementos que ya era capaz de reconocer y

disfrutar. Junto a sus amigos del barrio y su

hermano, el escritor hacía expediciones hacia los

campos de aviación Faucett, plagados de aviones

naranjas, y paseos nocturnos a la Huaca Puccllana,

lugar cargado de misterio donde usualmente

esperaban atentos el atardecer.

En casa, desde la vitrola a cuerda usualmente

sonaba el quinto acto de ‘Morgenlich leuchtend im

rosingen schein’ de los Maestros Cantores, tema

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que fascinaba a su padre. La música, el piano y sus

largos paseos hacia el mar junto a sus perros Tony

y Rintintín lo cautivaron. El niño Ribeyro se

divertía también en los recorridos a las playas

abandonadas como La Pampilla y El Hondo, tema

que inspiró su cuento «Al pie del acantilado».

También adoraba los viajes a Tarma y Ancón. En

aquella infancia de gozos, Ribeyro continuó

prefiriendo la soledad.

En la época escolar, Ribeyro acostumbraba a huir

de los grupos, los profesores y las niñas. Su deseo

de aislamiento se intensificó hacia 1938, año en

que ya se perfilaba su carácter tímido y silencioso.

El escritor recuerda en sus diarios cómo al salir de

clases del colegio Champagnat caminaba junto a su

hermano y otros amigos por la avenida Pardo.

Mientras andaban, su mayor anhelo era llegar a la

avenida Comandante Espinar, lugar donde ambos

hermanos se separaban del grupo. «Mientras todos

hablaban yo miraba hacia adelante buscando la pila

aquella donde nos despedíamos. ¡Qué alivio

cuando faltaban sólo cien metros! Mi hermano, en

cambio, se comunicaba mejor con los demás

muchachos. Yo había delegado en él tácitamente

mis derechos en la conversación y en su presencia

no abría la boca», escribió el 23 de mayo de 1957.

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«Quisiera saber la época exacta en que me comencé

a sentir incómodo con mis semejantes, a sufrir su

presencia como una agresión, a buscar la soledad y

el silencio. Si me remonto a los años de mi

infancia, descubro aterrado que mi reserva y mi

hermetismo son tan antiguos como mi uso de la

razón«, perpetuó en su diario de Amberes en mayo

de 1957.

***

En la misma época en que se negaba a hablar con

sus compañeros durante el trayecto a casa, Ribeyro

presenció su primer partido de fútbol. Desde aquel

momento se sintió identificado con el deporte rey.

«Hasta los últimos años hablaba con la familia de

fútbol», señala Juan Ramón Ribeyro Ipenza, hijo de

Juan Antonio Ribeyro y sobrino del escritor. Su

pasión se proyectaba en un solo equipo:

Universitario de Deportes.

Mercedes Ribeyro recuerda el amor por el fútbol

que tenían sus dos hermanos. El gusto era tal que

ambos inventaron un juego. «Dibujaban en una

mesa de la casa una cancha y con unos palitos

empujaban unas fichas chatas parecidas a las de

ludo que hacían las veces de pelotas. Para los

jugadores, usaban chapitas rellenas de cera. Ponían

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más o menos cera, dependiente de qué tipo de

jugador se trataba». Los niños pintaban las piezas

de distintos colores para representar a sus equipos.

«Las de Julio eran de Universitario, el club de sus

amores», comenta su hermana.

«Yo era un empedernido jugador callejero»,

confesó a Reynaldo Trinidad en la entrevista de

1973 titulada «La azotea de Julio Ramón». Pero su

afición no se quedó en sencillos partidos de barrio.

El juego de Ribeyro llegó a extenderse hacia las

actividades escolares. Se integró al equipo de su

clase, ocupando así la posición de volante central.

Durante casi dos años se encargó de construir

jugadas y de hacer pases a sus compañeros mejor

colocados. En pocas ocasiones se aventuró a patear

hacia el arco y anotar algunos goles porque le

atemorizaba fallar. Aunque se alejó rápidamente

del deporte de las patadas porque no tenía mucho

físico, nunca dejó de disfrutar de los partidos.

«En esa época todos salían a jugar en la calle. Julio

era un jugador rápido, hábil, pero, sobre todo, le

gustaba ver fútbol más que practicarlo», recuerda

Mercedes Ribeyro.

Para 1939 ya acostumbraba ir con regularidad al

Estadio Nacional ‘José Díaz’. Sobre todo, le

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encantaba presenciar los partidos internacionales,

para los cuales debía ingresar al estadio a las nueve

de la mañana. Pasaba horas bajo el sol abrasador

presenciando otros partidos de ligas juveniles hasta

las 3 de la tarde, hora en que empezaba realmente

la función. Ese mismo año Ribeyro fue testigo del

que según él mismo era el gol ‘más extraordinario’.

Fue durante el partido de Universitario frente al

Independiente de Buenos Aires. Allí, Lolo

Fernández, reconocido goleador merengue, anotó

un gol de tiro libre desde la media cancha.

***

La familia había vivido en Tarma durante algunas

temporadas cuando los niños eran muy pequeñitos.

Julio Ribeyro, quien trabajaba en la Casa Ferreyros,

empresa de sus parientes, había sido enviado para

administrar operaciones en dicha localidad y en

Chanchamayo. Los hermanos nunca llegaron a la

selva por el constante temor al paludismo; sin

embargo, su relación con Tarma dio algunos frutos.

Las visitas continuas de la hermana de la madre,

Mila Zúñiga, hicieron que el amor naciera entre

ella y el joven Esteban Santa María, un hacendado

adinerado. Pronto, la relación los llevó al

matrimonio.

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Aunque los niños crecieron, la familia entera siguió

visitando Tarma. «En la casa de la familia Santa

María todos nos trataban muy bien, la pasábamos

regio, jugábamos mucho, era una época

maravillosa», recalca Mercedes Ribeyro. La

hermana del escritor recuerda cómo Julio Ramón y

Juan Antonio tiraban higos a las mujeres que iban

en procesión, luego se escondían en el balcón y

nadie descubría sus travesuras. Los hermanos

hacían también alfombras florales y compartían

juegos con sus primos. Estas experiencias y el

ambiente tarmeño quedaron perpetuados en dos

cuentos ambientados en esta pequeña ciudad

andina: «Vaquita echada» y «Silvio en El

Rosedal».

La despedida de la infancia no fue traumática. El

escritor cultivó dentro de sí un niño auténtico que

lo acompañó hasta su muerte. Un niño cuya

perspicacia le permitió conocer detalles mágicos e

imaginar cuentos fantásticos hasta el final de sus

días.

«Recuerdo una ocasión en que Julio llegó

caminando por la avenida Pardo luego de sus

clases. Tenía unos doce años de edad. Apenas abrió

la puerta, Julio empezó a contarle una historia

estrambótica a mi padre, que estaba sentado

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leyendo en la sala. Lo recuerdo muy claramente.

‘Yo creo que tú vas a ser cuentista, hijo’, dijo entre

risas mi papá. Fue él quien lo vaticinó», afirma

Mercedes Ribeyro.

— ¿Y cuándo comenzó a escribir? —continuó

Hermoza con tono marcial.

—S…está un poco perdido en mi memoria —

Ribeyro parpadeaba y parecía buscar en su mente,

mayor sin éxito, aquel instante mitificado—. Creo

que empecé a escribir cuando estaba en el colegio,

en secundaria. En los deberes de clase cuando

ponían un tema literario me gustaba hacerlo.

Siempre destaqué en ese terreno. Fueron las

primeras tentativas.

A los doce años, su deseo de narrar lo llevó a

escribir y dibujar junto a su hermano Juan Antonio

sus primeras tiras cómicas. Las historias no eran

sencillas, tenían muchos personajes y sus

estructuras no eran lineales. El dibujo escena por

escena lo mantuvo ocupado por un tiempo. Sin

embargo, es a los 14 años que el escritor empezó a

sentirse seducido por la literatura.

Mercedes Ribeyro recuerda con afecto cómo

espiaba a su hermano. «Julio era muy reservado

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con sus cosas. Al llegar del colegio, entraba

corriendo y se metía a su cuarto. Yo ya lo había

visto escribiendo en un cuadernito, agachadito,

tapando las hojas y mirando cada cierto rato para

asegurarse que nadie llegara». Su hermana había

descubierto que el tímido niño escondía algo en el

cuarto que compartía con Juan Antonio. Dentro de

un cajoncito de la mesa de noche, él guardaba con

mucho celo un cuaderno verde que no era del

colegio. Ella esperaba que su hermano saliera a

jugar fuera de casa para entrar a la habitación, sacar

el cuadernito y deleitarse con los cuentos que allí

ponía el autor. Las historias eran tan interesantes

que la joven no podía esperar a ver qué encontraría

al día siguiente. «Yo sabía que no se trataba de las

tareas del colegio porque él las hacía en un

escritorio grande. Cuando leí sus cosas vi que había

escrito algo de un pescador. Hasta que, sin querer,

un día me descubrió. No lo escuché entrar a la

habitación. Quizás fue la única vez en que me gritó,

estaba muy amargado conmigo por haber invadido

su mundo», señala ella.

Ribeyro ya había probado escribir poesía, versos

románticos que estaban inspirados en José Zorrilla

y Carlos Augusto Salaverry. Sin embargo, sólo

cuando sufrió un castigo en el colegio se aventuró a

escribir un verdadero cuento. Había quedado

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30

‘arrestado’ por varias horas y sabía que con algo

debía matar el tiempo. El alumno Ribeyro escribió

durante esa reclusión momentánea un cuento que

tituló ‘Benito, el pescador’, cuyos episodios

transcurrían en el acantilado de Miraflores.

«Después de esa primera incursión, se me dio por

borronear carillas que guardaba celosamente en la

intimidad», contó a Reynaldo Trinidad en una

entrevista de 1973.

Escribía y escribía borradores entre clases, sobre

todo cuando éstas le aburrían. No mucho después

llegó su primer cuento ‘oficial’. Lo logró en quinto

de secundaria. El texto llevó por nombre ‘La

careta’ y no fue publicado hasta 1952, año en que

apareció en el número 3, edición de setiembre, de

la revista Realidad.

***

Julio Ramón Ribeyro mantuvo siempre una

relación saludable con sus padres. «Mi vida no es

original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser

una de las tantas vidas de un escritor de clase media

nacido en un país latinoamericano del siglo veinte»,

escribió en el texto titulado Ancestros, el cual fue

publicado póstumamente en Lundero, suplemento

del diario La Industria en enero de 1995.

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31

Los típicos conflictos freudianos no se presentaron

en su familia. Su padre, Julio Ribeyro, fue hijo de

Julio Eduardo Ribeyro, reconocido ingeniero que

mantenía buenas relaciones con ricos hombres de

negocios, y Josefina Bonello, descendiente de una

familia de italianos pioneros que había perdido toda

su fortuna en apuestas. Don Julio Ribeyro fue el

único heredero de su padre y su fortuna le permitió

pasar diez años sin trabajar viviendo únicamente de

su herencia. Ese periodo de la dolce vita le permitió

cultivar su pasión literaria y aprender varios

idiomas.

El padre de Julio Ramón Ribeyro fue un hombre

autoritario. Un ser humano culto de carácter fuerte

y explosivo, dueño de una hermosa biblioteca y una

gran pasión por los libros. «Mi papá tenía un

carácter severo. No era violento pero sí muy serio,

muy estricto. La cara opuesta de mi mamá, que era

dulce, bondadosa, amorosa», señala Mercedes

Ribeyro.

Aunque no era muy comunicativo, cuando hablaba

sus frases eran memorables. «No abría la boca en

vano. Era un personaje casi divino para nosotros,

una especie de Júpiter», confesó a Lorena Ausejo

durante una entrevista en 1992.

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32

Cuando llegaba de la oficina con buen ánimo, su

padre solía reunir a toda la familia en la sala para

contarles cuentos o leerles fragmentos de novelas.

Así el escritor mantuvo sus primeros encuentros

con Flaubert, Dickens, Balzac, Wilde, Shaw y

Valdelomar. Éste último había sido amigo personal

de Julio Ribeyro. Estos primeros contactos con los

grandes de la literatura universal conmovieron

enormemente a su tercer hijo y despertaron en él

una gran curiosidad por la literatura.

La relación con el padre era básicamente

reverencial, de mucho respeto y admiración, muy a

pesar de las fuertes golpizas que le profería para

castigarlo. «Mi papá era un hombre severo pero sin

llegar a extremos», acota Mercedes Ribeyro.

Jorge Coaguila, comunicador social y autor de La

palabra inmortal: conversaciones con Julio Ramón

Ribeyro, comenta sobre el tema: «Para Ribeyro, los

golpes que le propinó su padre significaron un

comportamiento en dirección a lo correcto. No

había resentimiento. Sus recuerdos eran de respeto,

cariño y admiración».

El escritor siempre destacó en su padre un halo de

bondad y generosidad. «Quien más sufría con las

palizas era él, porque después de pegarnos (mi

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33

hermano también recibía castigos), mi papá se

encerraba en su escritorio y se quedaba allí por

horas, como arrepentido», reveló el escritor a

Mario Campos en una entrevista de 1986.

Su carácter y sus reacciones eran bien conocidos

por sus hijos, quienes aprovechaban sus largas

siestas para salir y no interrumpir con algún ruido

el sueño del padre. Las normas eran básicas e

inflexibles en el hogar familiar. Las horas de

llegada, cerca de las seis de la tarde, se cumplían a

rajatabla. «Nos esperaba en la puerta, muy molesto,

si llegábamos tarde. Era muy exigente con las

tareas y las reglas», comenta su hija. En el tema de

las notas y los estudios, el padre se mostraba más

comprensivo. Cuando alguno de sus hijos obtenía

bajas calificaciones, no dudaba en ponerle un

maestro particular que lo ayudara a reforzar sus

carencias.

Con su madre la relación era distinta. Hija de

Emiliano Zúñiga, protegido de una rica familia

dueña de minas de oro y tungsteno, y de Amable

Rabines, de ascendencia judía e indígena. Al

fallecer Emiliano Zúñiga, su viuda se vio obligada

a viajar con sus nueve hijos hasta Lima, lugar

donde usó el poco dinero que le quedaba para

poner un negocio de carros de plaza. Sin embargo,

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34

el negocio fracasó rápidamente y la mayor de sus

hijas, Mercedes Zúñiga, tuvo que buscar trabajo

para ayudar a mantener a su numerosa familia.

La joven Zúñiga trabajó en el Banco Perú hasta que

perdió su empleo debido a la quiebra de la empresa.

Fue entonces que se vio en la obligación de buscar

otro empleo. Por azares del destino, la joven

ingresó a trabajar en la oficina de alquileres

inmobiliarios de Emilio Ribeyro, tío de Julio

Ribeyro. Fue allí que se conocieron. Nadie sabe

cómo los jóvenes se hicieron amigos, se

enamoraron y posteriormente se casaron.

«Tanto mi madre como mi padre habían siempre

descartado sus planes de fundar una familia. Mi

padre por su salud precaria, la ausencia de recursos

y su prevención contra el matrimonio. Mi madre

porque tenía una verdadera vocación religiosa y

soñaba con ser monja. No se puede invocar en este

caso un amor arrebatador, pues nunca escuché a

ambos hablar de esta pasión», escribió Ribeyro en

el texto «Ancestros», incluido en su antología

personal.

La relación con la madre estaba fundada en el

respeto pero también abierta a la ternura. Mercedes

Zúñiga era una mujer bondadosa. «Mi madre era

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35

sencilla, suave, tenía muy buen tino», comenta su

hija. Zúñiga era una mujer sencilla, cándida y de

buena salud, lo cual había impresionado mucho a

su marido, quien desde la niñez se mostró débil y

enfermizo. La madre era una mujer discreta, sobre

todo hasta la muerte del esposo, evento que la

afectó emocional y económicamente.

«Nos dejó en medios de dos desastres: uno moral y

otro económico. Mi padre vivía sólo de su trabajo,

cuando partió hubo que vender el carro, despedir al

jardinero, eliminar a una de las empleadas,

sobrevivir largos años con una pequeñísima

indemnización», confesó a César Calvo en una

entrevista de 1971.

Fue sólo tras la muerte de Julio Ribeyro que su

viuda reveló una personalidad completamente

diferente. La vida en casa se tornó muy dura. Para

sobrellevar los gastos del hogar, la madre decidió

alquilar un pedazo de la casa. El espacio donde la

familia antes mantenía una pequeña huerta con una

higuera, unos naranjos y un melocotonero fue

convertido en dos departamentos para la renta.

Gracias al esfuerzo de Zúñiga, sus cuatro hijos

lograron cursar estudios universitarios. Sólo el

temple y el dinamismo la ayudaron a sobreponerse

por su propio bien y el de sus pequeños.

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36

***

Era 1945. El joven Julio Ramón Ribeyro paseaba

de cuarto en cuarto entre la casa poblada de

familiares y conocidos vestidos de negro. Los

mismos rostros que recordaba haber visto bebiendo

champán durante la boda de su hermana estaban

cubiertos por un máscara adecuada. Condolidos, los

visitantes murmuraban palabras vagas.

Cuando oscureció, llegó a la casa el sobrio gerente

de la funeraria con varios trabajadores. La función,

había dado inicio. Los empleados colocaron el

cajón, los cirios y todos los aditamentos de la

cámara mortuoria. Repentinamente, la sala se llenó

de oscuridad y del poder de la muerte.

Dentro del cajón había sido colocado el cadáver de

Don Julio Ribeyro, quien había fallecido a los 48

años de edad de una dolencia pulmonar,

probablemente Tuberculosis. El féretro estaba

rodeado por cuatro lámparas enormes. Rígido, con

los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro

afeitado, el cuerpo aguardaba. El terno azul, el

chaleco, la corbata, los gemelos: todo había sido

colocado con fineza. Su rostro estaba notoriamente

pálido, lleno de una rara serenidad. La vida ya

había huido para siempre de él.

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—Parece que se va a ir a una fiesta —piensa su

tercer hijo.

Sólo algo inquietaba al joven. Son los pies de su

padre, cubiertos únicamente por unas delgadas

medias de seda. Ligeramente separados de las

puntas, los pies habían quedado inútiles.

A la mañana siguiente, sólo el rastro del café y las

colillas de cigarro revelaban que allí aún se

mantenía el velorio. Tras observar largo rato a su

padre, el joven decidió ingresar al escritorio.

Dentro, todo estaba cubierto por la tenue luz del

sol. Las estanterías, los libros, las alfombras, las

cortinas seguían iguales, nada había cambiado.

Sobre la mesa, el joven lograba vislumbrar la

pluma fuente de su padre, aquel símbolo innato de

autoridad y trabajo.

—Ahora sería mía, podría llevarla a la escuela,

mostrarla a mis amigos, hacerla relucir también

sobre mi traje negro. ¡Hasta tiene grabadas las

mismas iniciales! —dijo.

Entonces el joven trazó su nombre, que era también

el nombre de su padre. Sólo allí comprendió que

había sido poseído del espíritu del muerto. Los

años le pesaron más que nunca. Aquel mismo día,

Julio Ramón Ribeyro dibujó un ataúd con 4 cirios.

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38

***

Para desempeñar el rol masculino, el tío materno

Fermín Zúñiga se instaló en casa. «Él era

estupendo con nosotros, muy simpático, con una

gran personalidad. Nos llevaba a la playa y jugaba

con los cuatro», comenta Mercedes Ribeyro. A

pesar de la buena relación que llevó Julio Ramón

Ribeyro con tu tío, nada logró liberar al escritor del

sentimiento de orfandad, de la sensación de haber

perdido a su modelo. Los meses posteriores al

fatídico suceso pueden considerarse como la etapa

más oscura del autor.

«La madre asumió toda la carga económica.

Felizmente pudieron alquilar parte de la casa y así

financiar los gastos de los estudios y demás. La

muerte del padre fue sumamente chocante y

desestabilizó completamente a la familia. Ribeyro

creció con cierta orfandad y eso aumentó su

inseguridad y timidez», comenta Coaguila.

Tras terminar el colegio, los conflictos en relación

a la carrera que debía estudiar lo perturbaban.

Aunque durante la niñez la vida castrense lo había

apasionado, a tal punto que llegó a pasar algunos

sábados en un cuarto de tropa en el Cuartel de

Chorrillos —gracias a la influencia de sus tíos

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oficiales— llegó un momento en que el joven

Ribeyro no quería estudiar absolutamente nada.

***

La tradición familiar le indicaba que debía seguir

Derecho, como su padre y sus antepasados Juan

Antonio y su hijo Ramón Ribeyro, quienes también

fueron Ministros de Relaciones Exteriores; así

como su bisabuelo y su tatarabuelo, quienes

llegaron desempeñarse como presidentes de la

Corte Suprema de Justicia. La facultad de Letras y

Derecho de la Pontificia Universidad Católica del

Perú (PUCP) le abrió las puertas en 1948, cuando

aún se encontraban de luto, pero él sabía que ese no

era su destino. “Estudié Derecho porque así me lo

aconsejó mi padre», justificaba el escritor ante sus

amigos.

«Julio se sentía responsable», afirma Lucy Ipenza,

viuda de Juan Antonio Ribeyro, hermano del autor.

«Toda madre influye en la educación de los hijos.

Mercedes presionó a Julio Ramón para que

continuara Derecho de todas maneras. Obviamente,

por hacerle caso siguió esa carrera». «Yo creo que

él cuando eligió Derecho porque era lo que quería.

Es cierto que a mi papá la hubiese gustado que él

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siga esa carrera pero nadie lo presionó a nada»,

opone su hermana.

«Se ha reabierto el año universitario y nunca me he

hallado más desanimado y escéptico de mi

carrera», escribió en su diario limeño el 11 de abril

de 1950. «Tengo unas ganas enormes de

abandonarlo todo, de perderlo todo», sentenció.

Si bien la carrera representaba una tradición, el

escritor estaba seguro de que su futuro no estaba

vinculado a esta profesión. El mismo año en que

ingresó a la universidad, Julio Ramón Ribeyro

realizó su primera publicación. Se trataba de «La

vida gris», cuento que apareció en la revista Correo

Bolivariano, proyecto de la embajada venezolana

en Lima. A su familia esto no le generó ninguna

alegría, ya que durante aquella época el oficio

literario estaba muy mal visto debido a sus

vinculaciones con la vida nocturna. No obstante,

Ribeyro calificó al protagonista de dicho cuento en

una entrevista de 1973 como el padre del resto de

sus personajes. ‘Roberto’, el personaje principal,

era un hombre mediocre, sin aspiraciones ni

ideales. Un hombre en el que nadie reparaba. Un

ser gris y normal que miraba la vida con

indiferencia.

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Aquellos años estuvieron plagados de decepción,

de fracasos amorosos y escasez económica. Su

deseo más fervoroso era escapar del panorama

rutinario y huir hacia un lugar desconocido. Sin

embargo, estudiar en la universidad le abrió un

nuevo horizonte entre los académicos y los

hombres de letras. En la universidad, Ribeyro

conoció y se vinculó con los intelectuales de su

generación.

«Estudiábamos Derecho sin mucho entusiasmo en

la PUPC», comenta Macera. La facultad estaba

ubicada en una mansión colonial de la calle

Lártiga. «A diferencia mía, Ribeyro sí terminó la

carrera jurídica. De todas formas, él se apartó del

Derecho. Lo que más le interesaba desde ese

entonces era la literatura», agrega el historiador

Pablo Macera.

El primero de agosto de 1950, tratando de generar

algún vínculo con su carrera, el escritor inició sus

primeras prácticas profesionales en el estudio de

uno de sus tíos. Los resultados no fueron los

esperados. La frustración acrecentaba.

La culpa se presentó ante Ribeyro en distintas

formas. Se sentía culpable por estudiar una carrera

que detestaba, se sentía culpable al no poder faltar a

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42

clases para escabullirse en el ‘Teatro Municipal’ y

escuchar los ensayos de los artistas, se sentía

culpable por estar flojo y desanimado en las aulas.

«Evitaré las trasnochadas y seré más amoroso con

los míos. La memoria de mi padre será mi

estimulo. Me dará las fuerzas para enderezar esta

vida», dictaminó el 11 de marzo de 1951.

Inconscientemente, la idea de viajar a Europa

cobraba fuerza en secreto.

Dos años antes de su partida del Perú, en 1950, el

joven Ribeyro ya había pasado a vivir sólo con su

hermano Juan Antonio en la buhardilla de su

abuela. Se trataba de unos pequeños cuartos en el

segundo piso de una vieja quinta en la Avenida 28

de Julio, Miraflores. Dentro de aquel cuarto lleno

de muebles antiguos, fotografías de parientes

muertos y de objetos inservibles, el autor pasó los

días que determinaron su deseo de partir. El

infortunio lo estaba absorbiendo y sabía que ya era

hora de terminar con ello.

La compañía de los intelectuales exaltaba y

agobiaba al autor. Sentía que sus energías «le

hacían daño« porque reanimaban en él al hombre

de letras que permanecía dormido a la fuerza. A

pesar de haber estudiado en la Universidad

Católica, Ribeyro pasaba mucho tiempo con

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alumnos de la Universidad Nacional Mayor de San

Marcos (UNMSM). Cerca del medio día, Ribeyro

hacia su entrada al patio de letras, donde se

confundía como un alumno más. Allí se encontraba

con Paco Bendezú, Washington Delgado, Alberto

Escobar, Leopoldo Chariarse, Carlos Zavaleta y

José Bonilla. «Producto de estas experiencias nace

su novela Los geniecillos dominicales donde se

habla de experiencias bohemias de un grupo de

aspirantes a escritores y artistas», señala el

periodista Jorge Coaguila.

Los años universitarios coincidieron con el

gobierno de Odría, fuerte y opresivo. El panorama

social era tenso. Bajo ese contexto, las condiciones

de vida política y social en el Perú no eran

sencillas. «Ribeyro y muchos otros nos reuníamos

con la gente de San Marcos para tener tertulias

tranquilas sobre temas políticos y literarios.

Incluso, a veces no era ni uno ni otro, eran sólo

para distraernos», señala Macera.

Las conversaciones eran largas y amenas. Los

poetas hablaban de Apollinaire, de Rilke, de

Vallejo; los narradores, de Kafka, de Joyce, de

Faulkner. Cada cual tenía una opinión ya formada y

la defendía con fuerza tras beber algunos vasos de

licor.

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Las reuniones se efectuaban en un bar muy

próximo a San Marcos, el mítico ‘Palermo’, donde

se creaban atmósferas insospechadas entre el olor a

cocina fría y a tabaco. «El ambiente era cálido, a

nadie se le exigía que hablase si no quería. Julio

Ramón participaba, no lo hacía tanto como otros

pero participaba», subraya Macera. Cerca de las

once de la noche, los jóvenes solían retirarse a sus

casas. Ribeyro no era de aquellos que optaban por

quedarse hasta las últimas consecuencias.

En 1952, el escritor finalmente logró acceder a la

beca de periodismo del Instituto de Cultura

Hispánica de Madrid. Partir hacia Europa no sólo

significaba abandonar una carrera recién terminada

sino que reflejaba claramente el miedo a afrontar la

responsabilidad profesional y la vida adulta.

Tras rendir algunos exámenes en su facultad, partió

el 20 de octubre en el barco Americo Vepucci. En

aquella travesía lo acompañaron Alberto Escobar,

Alberto Arrese, César Delgado, Michel Grau y

Leopoldo Chariarse. Ribeyro llegó a Barcelona el

14 de noviembre. Allí empezó una vivir su nueva y

propia historia.

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45

Capítulo 2. La vida en Europa

El vagón de tren estaba lleno. Los pasajeros

dormitaban suavemente en tercera clase a pesar del

fuerte movimiento. En aquel espacio de apenas dos

metros de ancho, Julio Ramón Ribeyro hacía lo

posible para no perderse ni un solo kilómetro de su

primer recorrido por tierras europeas. El escritor,

un joven ávido de 23 años, todavía estaba

impactado por las mágicas escenas que presenció y

vivió en altamar. Libros, amigos, bebidas,

conversaciones, hermosas veladas que dos días

después de haber desembarcado, parecían perderse

ante el esplendor del nuevo paisaje. «Qué de

emociones, qué de sorpresas significa para mí cada

kilómetro», pensó él, tal como escribió en su diario

en noviembre de 1953.

A su lado se encontraba Leopoldo Chariarse, poeta

y amigo cercano. Sus versos serenos y diáfanos

habían sido elogiados por Ribeyro innumerables

veces durante las reuniones literarias con los

amigos más íntimos. Chariarse dormitaba mientras

su compañero no dejaba de contemplar el paisaje

tenue que se dibujaba a través de la ventana. De

pronto, su compañero no soportó más el frenesí.

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—Vamos a conocer los otros vagones —le dijo al

poeta.

Los amigos caminaron juntos desde la locomotora

hasta el último vagón, recorrieron los estrechos

pasadizos y trataron de sostenerse a pesar del

serpenteante movimiento. Luego, repitieron el

paseo con mayor éxito. Las paradas parecían ser la

excusa perfecta para descender y conocer un

pueblito nuevo, vislumbrar rostros desconocidos

que cobran significado en un abrir y cerrar de ojos.

Chariarse y Ribeyro aceptaron beber vino de una

bota, recipiente rústico elaborado a base de piel de

cabra, que otros pasajeros animados les ofrecieron.

Los artistas hablaron del Perú y de sus sueños,

hablaron de Europa mientras la madrugada se

apartaba suavemente y los llenaba la luz del día. El

tránsito de Barcelona a Madrid al fin había

terminado.

Los sueños son más fuertes cuanto más se

visualizan, cuanto más se anhelan. Ribeyro había

soñado aquel día con fuerza y el arribo definitivo a

Madrid constituía la materialización de su primera

beca universitaria y la posibilidad de convertirse

finalmente un escritor. Él quería salir de su país

natal y buscar en otras tierras un refugio de las

responsabilidades familiares que lo aquejaban y de

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la vida burguesa a la que, tarde o temprano, tendría

que adecuarse. «Mi viaje a Europa me parece que

en el fondo fue un acto de cobardía, el expediente

del que me valí para aplazar o rehuir toda seria

responsabilidad», escribió el 26 de diciembre de

1954 en su diario. Sin embargo, la duda muchas

veces lo asaltaba. ¿Habría hecho realmente lo

correcto? Tras pasar su tercera Noche Buena solo

en el viejo continente, el escritor empezó a

cuestionarse con frecuencia respecto a sus

objetivos. Durante ese periodo había recorrido ya

varias ciudades, había disfrutado de la vida y

cultivado sus conocimientos. Aunque podría

decirse que gozaba de una suerte de estabilidad

emocional, su situación seguía siendo la misma: la

del eterno aprendiz. En aquellos momentos de

debilidad, Ribeyro miraba hacia el pasado con

angustia.

A pesar de estos pequeños pero recurrentes cuadros

de crisis, la lejanía del hogar es lo que lleva a

Ribeyro a reafirmar su compromiso con la

literatura. Es verdaderamente en Europa donde se

siente seguro de su vocación, cuando ya había

empezado a escribir con regularidad y a publicar.

«Eso fue determinado por mi salida del Perú»,

reveló a Elsa Arana y Miguel Enesco en una

entrevista de 1981. Fue una decisión muy meditada

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la que lo llevó a decidirse por la escritura. Mientras

era estudiante ya había expresado sus inclinaciones

artísticas, pese a la mala imagen que tenían los

escritores por aquellos años. La llamada vida

bohemia era considerada voluble e insegura. Sin

embargo, el alejamiento es lo que le permite apartar

finalmente esos pensamientos de su proyecto de

vida. «Sabía que la literatura era algo muy

importante para él, por eso quiso ser escritor, a

pesar de las adversidades a las que tenía que

enfrentarse, a pesar de que las becas se le

acababan», afirma el periodista Jorge Coaguila.

Inspirado por los libros que había leído aceptó la

beca del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid

(España) sin considerar seriamente que incurriría

en otros gastos adicionales. El escritor la pasó muy

mal. La beca y sus beneficios se agotaron muy

pronto. En una carta del 18 de junio de 1953 le

escribe a su hermano Juan Antonio: «Durante

meses he estado sin jabón, sin peine, sin ropa

limpia, sin cigarrillos, sin viajes».

Una nueva beca y su establecimiento definitivo en

París (Francia), gracias a la intervención de Raúl

Porras Barrenechea, célebre historiador, quien era

entonces catedrático en San Marcos y además su

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49

amigo personal, marcó un cambio en su proyección

a futuro en tierras europeas.

Su inclinación por la literatura francesa resultó

favorecida gracias al Banco Popular, el cual en

1953 quiso conmemorar la ilustre imagen de Javier

Prado Ugarteche, quien había sido rector de San

Marcos. Con el paso de los años, la beca terminó

siendo adjudicada directamente a los sanmarquinos.

Sin embargo, como en el periodo de su lanzamiento

aún no había sido debidamente reglamentada,

Porras logró que fuera entregada a Ribeyro para

que realizara sus estudios de literatura. Para que no

surgieran mayores problemas, el catedrático

decidió omitir durante un año el nombre oficial de

la beca. Tras haberse cumplido los doce meses,

Ribeyro resolvió permanecer en tierras europeas.

La solución llegó gracias a Porras Barrenechea y,

sin embargo, Ribeyro sólo se había sentado a

esperarla. La dejadez del autor parece confundirse

con la pasividad. «Mi constante situación de espera

era como una garantía, como una certeza de que

todo iba a llegar», escribió alentadora el 3 de

agosto de 1953 en su diario íntimo.

En París, su nuevo hogar, escribía cuentos y

conocía diariamente distintas mujeres, bebía vinos

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exquisitos y se deleita con las mejores comidas

pero aún no encontraba la felicidad. Cualquier

habría considerado que para un artista

latinoamericano de clase media alcanzar el sueño

de vivir en Europa y tener algo de dinero en los

bolsillos significaba verdadero bienestar. Pero para

Ribeyro no era así. La emoción y la turbulencia del

primer recorrido en tren partió pronto y la soledad

nuevamente atentaba contra su tranquilidad.

Sólo una semana después de haberse establecido en

París, la depresión empezó a contraer sus sentidos.

Los goces sólo estaban repartidos en los recuerdos

o en los proyectos lejanos. «Hay algo que anda mal

en mí y que me hace inepto para la felicidad”,

perpetuó en su primer diario parisino en agosto de

1953. Su voluble estado de ánimo es lo que generó

una marca indeleble en el universo del escritor. Al

respecto, Ana Gallegos, doctora en antropología

social de la Universidad de Granada, señala: «El

destino náufrago de Ribeyro marcó toda su obra, de

tal modo que las distintas irisaciones del fracaso

son medulares en su vida y en su poética. La gloria

y el éxito le llegaron a destiempo».

En septiembre del mismo año ya le resultaba

insoportable la compañía de otros seres humanos

por un lapso mayor de los cinco minutos. «Un

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51

resplandor crudo me produce desvanecimientos,

una mujer bonita me sacude como un puñetazo, una

situación embarazosa me pone al borde del llanto»,

escribió en su diario personal. La abulia y la

desilusión parecían estar unidos a una necesidad

profunda de estar golpeado o estrellado contra el

mundo.

La soledad había empezado a consumirlo casi

totalmente. Tenía enferma la voluntad, pues no

dudaba en aplazar sus proyectos editoriales o en

ausentarse en la Universidad de París (La Soborna)

donde debía presentarse a las clases de literatura

francesa. Ni siquiera había aprendido el francés

básico o buscado un lugar propio para vivir.

Ribeyro se estableció en el Barrio Latino casi

inmediatamente después a su llegada. Casi como un

acto reflejo, buscó refugio entre aquellos que

compartían su idioma. El barrio siempre fue el

mismo pero los hoteles elegidos fueron

muchísimos. Costear una casa propia resultaba

imposible frente a su precaria situación económica,

producto de los despilfarros iniciales de la vida

bohemia y el alto costo de la vida en Europa. Sin

embargo, tampoco se preocupaba por buscar ese

lugar propio y económico que tanto soñaba.

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52

Para solventarse, debía pedir préstamos de forma

constante a otros peruanos, empeñar objetos,

vender sus preciados libros o aprovechar al

máximo las invitaciones a comer. Le era muy

difícil afrontar por sí mismo los gastos necesarios

para comprar el pan, el café o los cigarros.

La vida se volvió insoportable para él, a excepción

de algunos hechos que le levantaban el ánimo

eventualmente como la posibilidad de una aventura

amorosa con alguna mujer francesa o las visitas al

bar Old Navy. El escritor se las ingeniaba para

sortear la menor parte de las depresiones con la

música, el whisky, el café Procope, el café Petit

Cluny, el teatro Olympia, el vino burdeos, el

bosque de Boulogne, las visitas a los bares, la

asistencia continua a los bistrós y los cigarrillos

franceses. «Aparte de esto, todo es ficción, mala

comedia, hipocresía llevada a los extremos del

cinismo”, escribió Ribeyro.

Ya en 1954 el establecimiento de una relación

sentimental formal con Cathy Herrera constituyó

un primer paso hacia la felicidad. Ribeyro

abandonó el Hotel Jeanne d’Arc, se mudó

eventualmente con ella y el enamoramiento lo dotó

a una nueva fuerza para vivir. Herrera empezó a

tomar las iniciativas en la vida del autor, era ella

Page 53: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

53

quien organizaba los compromisos, motivaba las

fiestas y captaba la atención.

A pesar de que se encontraba próximo el

vencimiento de la beca, Ribeyro se sentía motivado

por la energía de Herrera. No obstante, los únicos

cien francos que le quedaban en el bolsillo y el

final de la bolsa de estudiantes lo sorprendieron

ingratamente. El escritor se convirtió en el conserje

del hotel donde residía, ubicado en la cuadra 15 de

la rue de la Harpe.

Este primer trabajo constituyó tan sólo la primera

ubicación entre una serie de empleos cuya

habilidad se remitía al cuerpo. Ribeyro, un hombre

delgado y frágil, a partir de entonces tomó una serie

de empleos que aniquilaban su capacidad

intelectual y que lo dejaban físicamente desgastado.

Como conserje, el escritor se ocupaba de alquilar

las habitaciones, sacar la basura, cobrar la renta,

confeccionar fichas, limpiar los ocho cuartos y los

largos pasadizos. Esta cercanía con la basura y la

suciedad enriqueció el sentido repulsivo que

conlleva uno de sus cuentos más famosos, Los

gallinazos sin plumas, como explica él mismo en

su diario parisino de 1954. «No pude sacar a

tiempo los cubos con desperdicios y el carro de la

basura se fue sin recogerlos. Espero que esto le

Page 54: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

54

otorgue a mi cuento un poco más de exactitud

psicológica», escribió en agosto del mismo año.

Su incipiente situación económica muchas veces le

impedía contestar cartas, ya que el dinero no le

alcanzaba para las estampillas. Incluso demoraba

en responder las de Herrera, quien había partido

por motivos de trabajo al Perú, lo cual

posteriormente determinó su separación definitiva.

La relación con Cathy Herrera fue más larga e

intensa que con otras mujeres. Su belleza, así como

su personalidad arrolladora y explosiva, cualidades

totalmente opuestas a la del escritor, fueron lo que

determinó un cambio en la vida emocional de

Ribeyro. Era Herrera quien tomaba las iniciativas,

concertaba las citas, fraguaba los proyectos y

guiaba las conversaciones. «Yo estoy absorto y

mudo. Me pregunto si realmente la quiero o sólo la

deseo», escribió en marzo del 1954. La fuerte

influencia de la joven limeña quedó perpetuada en

La tentación del fracaso, conjunto de diarios

íntimos.

La separación de la pareja constituyó entonces un

elemento determinante para una nueva

neutralización del mundo. Ribeyro pasaba todo el

día en casa tan sólo mirando por la ventana o

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55

releyendo sus propios textos, arreglándoles una

línea o dos. En este mismo estado permaneció

durante una larga temporada en Munich (Alemania)

entre 1955 y 1956.

Los problemas en Lima también eran numerosos.

Las letras de cambio se vencían. Su madre y

hermano se veían en la obligación y la vergüenza

de pedir préstamos para solventarse. Esta clase de

hechos sumían al escritor en la más profunda

desesperación. Lo llenaban de deseos de acabar con

aquella farsa intelectual para volver a su país y

conseguir un trabajo que pudiera salvar a su

familia.

Parecía ya no haber salida en aquel laberinto de

desastres. En medio de la desesperanza, Ribeyro

acepta practicar otros empleos como el ramassage

de vieux jorneaux. Así, el escritor se convierte en

un recogedor de papeles periódicos viejos, los

cuales pedía o buscaba de casa en casa mediante

largos viajes en bicicleta, elemento que le permite

conocer París a profundidad. Aquel fue

verdaderamente el primero de una serie de forzosos

trabajos físicos. Con diez horas de trabajo o más

lograba reunir lo suficiente para pagar el hotel, la

comida y los cigarros.

Page 56: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

56

Los días en París ya no eran como los primeros,

cuando recién había obtenido la beca. Julio Ramón

había tenido que vender ejemplares de Ciro

Alegría, Chejov, Valéry y Flaubert de su biblioteca

personal. Incluso en 1956 se había visto obligado a

vender algunos ejemplares de «Los gallinazos sin

plumas» al peso para poder comer.

***

Era verano. Julio Ramón Ribeyro caminaba

solitario por el Barrio Latino en busca de algún

cigarrillo. Sus amigos estaban lejos, habían salido

de vacaciones rumbo a las playas y campiñas.

Aquel día sólo llevaba en el estómago un café que

había bebido por la mañana. Transitaba por el

museo Cluny, la plaza de la Concordia y el

boulevard Saint-Germain con la mirada puesta en

el suelo: ansiaba encontrar alguna moneda

olvidada, un billete caído o una colilla. No había

fumado ningún cigarrillo y la abstinencia ya

golpeaba sus sienes, según narra en el cuento «Sólo

para fumadores». Cerca a la rue Royal, el escritor

observó a un hombre muy elegante que se había

dispuesto a prender un cigarro en la calzada

mientras despachaba a un portero en busca de un

taxi. Aunque el autor vaciló unos segundos,

Page 57: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

57

finalmente tomó la decisión de cometer un

atrevimiento.

—¿Sería usted tan amable de invitarme un

cigarrillo? —dijo Ribeyro en su francés más

correcto.

El hombre ni siquiera intentó contestarle, sólo dio

un paso atrás para esquivarlo. Luego, llamó a gritos

al portero y subió al taxi con la misma expresión de

horror que llevaría cualquiera luego de haber sido

asaltado o golpeado.

Este incidente lo marcó tan profundamente que lo

llevó a tomar la firme decisión de nunca más verse

en la indigencia. A partir de entonces aceptó todo

tipo de trabajo, por más duro o desdeñado que

fuera. Ribeyro no sólo tuvo que ser conserje, sino

también repartidor, volantero, cargador de bultos en

una estación de tren y cocinero. Ya no tenía libros,

revistas, papel ni dinero para estampillas. En estas

condiciones, el trabajo literario le resultaba casi

imposible. «La única solución que entreveo es el

trabajo físico», afirmó en su segundo diario

parisino.

En Amberes (Bélgica) durante 1957 el terreno

laboral presentó una ligera mejora gracias a un

nuevo trabajo en el taller de fotografía de AFTA.

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58

Para este empleo aprendió a calcular el tiempo de

exposición, a desarrollar películas y las técnicas del

tiraje y secado. A pesar de las mejoras, en aquella

nueva localidad los episodios de miseria

continuaron repitiéndose. «Yo creía que el no

comer era un avatar típicamente parisino, pero aquí

ya van dos días que la patrona de la pensión me

manda mudar y me deja en la habitación con las

tripas hechas nudo. Con los últimos veinte francos

que me quedaban he comprado cigarrillos»,

escribió con pesar el 19 de abril de aquel año en su

diario. Ribeyro podía renunciar a la comida pero no

podía prescindir del cigarrillo. Escribir para él era

un placer complementario al de fumar. Derby,

Chesterfield, Inca, Lucky, Bisonte, Gauloises,

Gitanes, Pall Mall, Muratti, Rothanedhel, Camel,

Malboro, Dunhil. El escritor probó a lo largo de su

vida cuanto cigarrillo apareció en su camino.

***

En Amberes, el amor se presentó nuevamente

personificado en una joven diez años menor que el

escritor. ‘La maravillosa niña de la bicicleta’ le

robó el sueño. Mimí, una jovencita belga, cándida e

inocente se convirtió en el nuevo motor de su vida.

Nuevamente, la falta de recursos y de una vida

estable que ofrecerle le fue cerrando el camino

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59

hacia ella. La joven observaba al escritor con más

respeto que pasión. Su relación se parecía más a la

de un tutor con su protegida.

La pasión de Ribeyro por Mimí se tornó obsesiva,

violenta. Su virginidad y la supuesta imposibilidad

de su amor debido a la diferencia de edades lo

extenuaban. La adolescente Mimí era el polo

opuesto de Herrera, quien era una mujer resuelta,

de mucha envergadura. Mimí era suave, tierna y tan

voluble como cualquier adolescente. Con la joven

entabló una larga amistad que se mantuvo a través

de los años por medio de cartas. Finalmente, ella

murió en un accidente automovilístico y el escritor

perdió toda relación con la familia de la joven

belga.

En 1961, tras este nuevo fracaso amoroso, el

escritor retomó las borracheras, los paseos

nocturnos y los encuentros fugaces con mujeres

extrañas. Todas esas relaciones inestables se

desvanecieron por completo cuando llegó a su vida

Alida Cordero, su futura esposa.

Cordero había estudiado psicología en San Marcos

y había partido varios años antes a Europa. Ella

hacía corretaje y trabajaba como marchand de

cuadros (venta de obras de arte), situación que le

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60

permitía holgura económica y estabilidad. Aunque

Ribeyro previamente estuvo saliendo con Patricia

Vargas Llosa, prima y después esposa de Mario

Vargas Llosa, su timidez no le había permitido

confesar nunca su atracción. Patricia Vargas Llosa

y Ribeyro se frecuentaron en contadas

oportunidades hasta que en 1962 inició

formalmente su relación con Cordero, razón por la

cual el escritor se volvió un hombre doméstico,

sedentario y más hogareño.

Ribeyro quedó prendado del desenfado de Alida

Cordero. No obstante, su timidez le jugó más de

una mala pasada mientras trataba de conquistarla.

«Yo vi nacer su relación con Alida, que al principio

fue algo complicada, pues ella no daba

facilidades», reveló Mario Varas Llosa en una

entrevista que le hicieron los profesores españoles

Ángel Esteban y Ana Gallego en el año 2002. La

personalidad resuelta de la joven peruana

constituyó un obstáculo para el cuentista.

El grupo de amigos artistas practicaba por entonces

‘el juego de la verdad’, en cual consistía en revelar

secretos los unos a los otros. El interpelado tenía

que aceptar o rechazar las verdades que se le

imputaban. «Era un juego algo perverso, no sé

cómo no terminamos todos peleados. En ese juego

Page 61: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

61

descubrimos que Julio Ramón había estado

tratando de enamorar a Alida, que estaba recién

llegada a París», afirmó Vargas Llosa en la misma

entrevista.

En cierta ocasión en pleno juego, Carlos Meneses,

crítico y escritor peruano quien era muy cercano a

Ribeyro, preguntó a Cordero: «¿Qué harías tú si

Julio Ramón te hubiera empezado a enamorar? ».

La joven contestó: ‘Ya ha empezado’. Julio Ramón

se puso muy nervioso, comenzó a encender

cigarros uno detrás de otro», explicó Vargas Llosa.

Ribeyro se le declaró en siete oportunidades a

Cordero, desafiando su actitud pesimista y su

famoso ‘complejo de perdedor’. Nadie se explica

en qué momento la joven lo aceptó como novio.

***

Ribeyro sabía que un regreso permanente a Lima

haría muy feliz a su madre. Durante los primeros

años en París la correspondencia con Mercedes

Zúñiga fue muy triste, lo que generó en su hijo una

gran culpa. «Debería regresar a Lima, vender la

casa, abrir algún negocio. Todo esto alegraría

mucho a mi madre y despertaría la admiración de

mis hermanas y mis tíos burgueses», escribió en

Paris el 15 de febrero de 1957.

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62

Para compensar su ausencia, el escritor optaba por

viajar de forma continua al Perú, sobre todo a partir

de la década del 70. Es recién en este periodo que

la posibilidad de volver a su patria ya no le

generaba ninguna ansiedad. Su reciente matrimonio

y la pequeña pero significativa estabilidad

económica lo habían convertido en un hombre más

seguro. Un hombre que ya era capaz de enfrentar a

los fantasmas que había eludido en 1952.

Los ‘retornos’ constituían hechos fundamentales

para su inspiración y su fuerza. «Mi tío, aunque

vivía en otro país, para mí estaba desde siempre. Lo

sentíamos muy cercano», confiesa su sobrino Juan

Ramón Ribeyro.

En aquella época, la familia entera se subía al auto

para acudir a recibir al escritor. Aunque el trayecto

era largo hasta el aeropuerto Jorge Chávez, valía la

pena. Ribeyro llegaba con las maletas cargadas de

regalos para cada uno de los miembros de su

familia. Después de los besos, abrazos y la calurosa

bienvenida, todos partían a un sitio de recreo o a un

restaurant campestre. «Lo que venía después era un

mes de festejos familiares y presentaciones de

libros», señala Ribeyro Ipenza.

Page 63: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

63

Gonzalo de la Puente, también sobrino del escritor,

recuerda con júbilo aquellos viajes en que su tío les

regalaba lo mejor de sí. «Venía al Perú de

vacaciones anuales, sobre todo en el verano. Por

casi toda la temporada se hospedaba en casa de mi

mamá, Mercedes, su hermana». Cuando se

encontraba en su hogar, Mercedes Ribeyro le

preparaba casi a diario un jugoso adobo, uno de sus

platos preferidos.

Durante estas alegres temporadas, en el autor

parecía no existir rezago de la desazón o la

depresión. Se mostraba alegre, conversador,

cautivador. Gustaba de hacer excusiones diversas,

ir a la playa a nadar y buscar buenos vinos. Otras

actividades las desarrollaba con mayor pesar, como

la asistencia a conferencias o presentaciones,

seguidas de un riguroso protocolo.

Las cenas auspiciadas por sus amigos y familia

eran sus favoritas, así como los encuentros

deportivos de fútbol o box. «También gozaba

mucho con las partidas de ajedrez que jugaba con

mi padre y otros tíos», afirma De la Puente.

«Mañana cumplo treinta años y no he realizado

nada que valga la pena. Otros han hecho dinero y

se han casado. Yo no he hecho sino gastar el dinero

Page 64: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

64

y perder o renunciar a las mujeres. Cathy se ha

casado en Estados Unidos con un médico italiano y

Mimí espera en Amberes desde hace mes y medio

una importantísima respuesta mía que todos los

días aplazo», escribió en Lima el 30 de Agosto de

1959.

En el Perú, mientras dirigía momentáneamente el

departamento de Extensión Cultural de la

Universidad de Huamanga (Ayacucho), la idea de

asentarse en su propio país regresó con intensidad.

Pero la búsqueda furiosa de la frustración y el

aniquilamiento era imparable.

***

Ribeyro partió en barco rumbo a Europa el 30 de

octubre de 1960 para iniciar una segunda etapa con

menos sinsabores y mayores júbilos. Una etapa

nueva donde el amor y el carácter de Alida Cordero

lo obligaron a responder de distinta forma ante la

vida.

Sin embargo, el cambio no fue sencillo. «La

sensación del fracaso en la que permanentemente

me encuentro reside en haber querido establecer un

compromiso entre los placeres de la inteligencia y

los placeres de la vida», escribió el 3 de marzo de

1961. Su deseo de llevar una vida holgada, quizá

Page 65: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

65

una vida más burguesa de lo que estaba dispuesto a

aceptar, no resultaba compatible con su añorada

existencia intelectual, dado su carácter apático.

Ribeyro no se aceptaba como un escritor talentoso.

Él mismo encarnaba a su más feroz crítico. Su

neurosis llegaba a tal punto que era incapaz de

tomar a bien los halagos. Las propias trabas de su

mente se reflejaban en el día a día, en su

desesperanza, en su incredulidad frente a sus

logros. Es por esta razón que Ribeyro necesitaba de

alguien que estuviera cerca, tan cerca que le

permitiera sortear los idilios del fracaso. Ese

alguien fue Alida Cordero.

Su ingreso a la agencia de noticias France-Presse,

donde trabajaban sus amigos Lucho Loayza y

Mario Vargas Llosa, y el interés de diversas

editoriales europeas por sus textos inició una etapa

de pequeños triunfos que fueron moldeando un

nuevo presente. «Cuando llegué a París en 1961 lo

encontré ya colocado en la agencia. Su turno era de

madrugada, era un ritmo muy fuerte de trabajo»,

acota el historiador Pablo Macera.

A pesar de las seis arduas horas diarias de trabajo

como redactor y traductor, oficio ‘a menudo

fatigante pero decorosamente pagado’, el escritor

empezó a trabajar con mayor ahínco sus obras,

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66

como la novela Los geniecillos dominicales, cuyo

inicio coincide con el ingreso a France-Presse. Sin

embargo, pronto sus hábitos alterados por el trabajo

nocturno, el cigarrillo y la poca comida lo

enfermaron severamente.

«Hay días en que lo único que pido es que por

amor de Dios no me vaya a doler la úlcera»,

escribió en diciembre de 1965. Aunque muchos

amigos se preocuparon por ayudarlo a sobrellevar

la úlcera sangrante, entre ellos el mismo Macera,

quien en cierta ocasión le preparó un platillo con

pollo. Pero fue realmente su novia quien lo ayudó a

recuperarse con sus mimos, sus cuidados y sus

flanes de chocolate. «Por esa época nos

visitábamos mucho, sobre todo cuando estuvo

enfermo. Ya entonces estaba de novio con Alida.

Ella se dedicó a cuidarlo mucho, luego trató de

crearle ciertos hábitos saludables», describe

Macera.

Julio Ribeyro Cordero, el único hijo del

matrimonio, recuerda que su madre fue quien se

ocupó de generar en el escritor una rutina

sumamente estricta. «Durante diez años él casi no

pudo moverse de París, esto fue lo que llevó a mi

madre a hacerse cargo de todo», afirma.

Page 67: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

67

A pesar de los problemas que le trajo la

hemorragia, 1961 le llevó también el primer

reconocimiento importante dentro de su propio

país. Ribeyro ganó el Premio Nacional de Novela

con Crónica de San Gabriel. Este reconocimiento

lo hizo acreedor de 300 dólares que, al mismo

estilo ribeyriano, nunca llegaron a sus manos: sin

su consentimiento, su hermano Juan Antonio

dispuso del dinero para cubrir las deudas

familiares. El escritor contaba con utilizar el

equivalente a 8650 soles para comprarse algo

delicioso de comer y solventar sus gastos

inmediatos. «No puedo hablar de miseria pero me

alimento sólo de té y tostadas y no puedo

exterminar a las moscas. Es decir, estoy arruinado»,

anotó en su diario. El premio, sin duda, hubiese

aliviado su pesar.

***

14 de mayo de 1962. «El bienestar es mudo y la

angustia locuaz. Diario interrumpido desde que AC

(Alida Cordero) me acompaña». Los proyectos de

boda estuvieron en su mente desde el mismo año

que iniciaron su relación pero finalmente se

materializaron en 1966. El matrimonio alejó a

Ribeyro de la vida errante de hotel en hotel. El

compromiso y la decisión de una vida estable lo

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68

llevaron a mudarse a una pequeña casita ubicada

cerca al cementerio de Père-Lachaise, desde cuya

ventana se podían ver las ataviadas tumbas. En

aquel cementerio descansan los restos de Honore

de Balzac, Molière, Chopin y Edith Piaf.

Fue entonces que el carácter fuerte y decidido de

Cordero empezó a dibujar un panorama que el

escritor quizás nunca hubiese vislumbrado sin su

compañía. «Alida era muy ambiciosa, activa, muy

ejecutiva. Sabía siempre lo que quería, reveló

Mario Vargas Llosa en una entrevista del año 2002.

Para el ganador del Premio Nobel de Literatura,

incluso fue Cordero quien tramitó los posteriores

cargos diplomáticos de su marido. «Él siguió una

carrera diplomática en la que Alida tuvo mucho que

ver. Ella se hizo muy amiga de Velasco cuando él

era agregado militar en París y de su mujer, con la

que llegó a intimar bastante. Ella le consiguió sus

primeros puestos diplomáticos, más adelante

Ribeyro fue ascendiendo solo. Pero él nunca

hubiera luchado por ese tipo de puesto, no tenía

ambiciones», revela en la entrevista titulada

«Ribeyro por Vargas Llosa».

Según la óptica del historiador Pablo Macera, la

situación fue totalmente distinta. «Julio Ramón

conoció a Juan Velasco Alvarado cuando era

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69

agregado militar en la embajada del Perú en París.

Allí Velasco trataba a Carlos García Bedoya, gran

amigo nuestro», señala Macera. García Bedoya

continuamente organizaba reuniones en su casa, a

las cuales acudían distintos grupos de amigos. En

aquellas fiestas coincidían el escritor y el militar,

entre otros personajes. «Ribeyro continuó

trabajando en France-Presse hasta la época del

golpe de Estado. Cuando llegó al gobierno (1968),

Velasco lo invitó a formar parte de la

representación peruana», agrega Macera. A pesar

de las contradicciones, ambos coinciden en el papel

primordial que ejerció Cordero en la vida de su

esposo.

Para el escritor Fernando Ampuero, la mayoría de

las críticas a la viuda de Ribeyro no contemplan en

absoluto su influencia positiva. «Alida lo ayudó

mucho —señala Ampuero—. Él tenía esa cosa

entre la timidez y la dejadez, y ella lo empujó».

Cordero era el motor perfecto para conducir al

escritor hacia el camino del éxito. «Hubo amigos

que no la quería mucho y rajaban de ella. Decían

‘pobre Julio’. No, yo no creo eso. Julio fue ayudado

por su mujer. Ella lo empujó un poco a la vida

diplomática porque se preocupaba sinceramente

por él», agrega Ampuero.

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70

Así también la recuerda el escritor y periodista

peruano Abelardo Sánchez León, quien compartió

valiosos momentos con la pareja durante su

estancia en París. En la época en que el matrimonio

se había asentado en la Place Falguière, Sánchez

León fue partícipe de una escena muy particular, la

cual ha rescatado en su libro de memorias titulado

El viaje del salmón. En aquella ocasión, se

encontraban en casa de Ribeyro Alida Cordero,

Bryce, un representante de la casa editorial italiana

Feltrinelli y Sánchez León. El dueño de casa jamás

llegó a la reunión, cuyo único objetivo era

promover la publicación de sus textos. «Alida

estaba demacrada, cansada, fastidiada y a

regañadientes criticaba la desidia de su marido, el

desinterés que mostraba en un momento en el cual

su salud menguaba —narra el periodista—. Ella

había concretado la cita, preparado la cena, hecho

todo lo que estaba a su alcance para que su marido

pudiese entrar en contacto con el mercado italiano

(…) pero él seguía siendo ante sus ojos aquel

escritor bohemio, indisciplinado y desganado»,

finaliza Sánchez León.

Para su hijo, las personalidades radicalmente

opuestas de sus padres complicaban el matrimonio.

«Su relación se basó en la admiración pero a mi

mamá le hubiera gustado que él fuera más

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71

ambicioso. Nunca fue exigente con lo que se

proponía, eso era algo que a ella le molestaba. Él

no quería ser un escritor profesional», agrega Julio

Ribeyro Cordero.

«Cuando vino a vivir a Lima su separación se dio

naturalmente”. Para su sobrino, Juan Ramón

Ribeyro, el cuentista manejaba proyectos

independientemente de su relación conyugal, como

el de volver alguna vez al Perú. «Lo más probable

siempre fue que volviera sin ella porque Alida ya

había vivido acá. Al partir ella se independizó

totalmente de su familia, rompió el vínculo y casi

no los ve”, añade el sobrino del escritor.

Para el poeta Rodolfo Hinostroza, Cordero fue una

esposa entregada, amable y bondadosa. La relación

era bastante cariñosa y cercana. «Después

estuvieron separados pero era una relación

civilizada, tenían sus temporadas distanciados pero

no se notaba porque Julio era muy discreto con su

vida personal. Yo creo que Alida se portó bien con

él», acota Hinostroza.

Cordero era el alma de la casa y del matrimonio:

ella era la que compraba las cosas, la que se

preocupaba, la que impulsaba a Ribeyro a seguir

escribiendo. «Mi mamá se ocupaba de darnos un

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72

hogar y se siguió encargando de eso aun cuando mi

padre ya no vivía con nosotros», comenta Ribeyro

Cordero.

***

Cúmulos y excesos. Noches llenas de humo, de

buenos vinos, de licores finos, de comidas cortas.

Bistrós, cafés, calles, bulevares, plazas. Tertulias.

Julio Ramón Ribeyro no hablaba mucho pero

cuando lo hacía podía dejar a la audiencia

boquiabierta. Sabía qué decir, cuándo decirlo y

cómo decirlo. Era un hombre elegante,

circunspecto. Un individuo de formas, de modales.

Un excelente anfitrión, un padre entregado y un

escritor que no podía reconocer su propio talento.

Si se encontraba entre grandes multitudes o en

eventos públicos, Ribeyro se mostraba huraño y

prefería callar. Cuando se encontraba entre sus

amigos, el panorama cambiaba por completo.

«Julio era una persona de buen ánimo, simpática.

Tenía una percepción del mundo bastante

desencantada pero con ráfagas de vitalidad», señala

Fernando Ampuero.

Rodolfo Hinostroza recuerda con cariño cómo

conoció al escritor en Europa en 1969 por

recomendación de un amigo en común. Sin

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73

embargo, su amistad realmente nació años después,

en 1974. Se hicieron muy cercanos solo con el paso

del tiempo porque Ribeyro era un hombre

desconfiado. «En París nos veíamos todo el tiempo,

conversábamos por horas, Julio era un gran

conversador. Era un hombre muy culto, muy

intelectual», acota Hinostroza.

JRR era tímido, no le gustaban las multitudes,

razón por la cual prefería ver a sus amigos en

pequeños grupos. Cuando hacía reuniones en su

casa, pasaba largas horas en su salón fumando

cigarrillos y tomando algún licor.

«Yo iba a su casa un día cualquiera, siempre a eso

de las siete de la noche para tomar el aperitivo,

luego venía la cena y después seguíamos tomando.

A Julio le gustaba mucho un vino francés llamado

Gigondas, ése era su favorito y el que casi siempre

tomábamos juntos», señala Hinostroza. El

Gigondas, término que en latín significa alegría, es

un vino tinto de invierno perfectamente maridable

con las comidas picantes como las de la cocina

mexicana o peruana.

Para comprar vino, muchas veces Ribeyro tan sólo

tenía que caminar hasta la tienda de la esquina. «Lo

comprábamos siempre donde Cristóbal», señala el

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74

periodista científico Tomás Unger. Al respecto de

las compras, el poeta Antonio Cisneros comenta:

“Pedía el vino con una timidez y pronunciaba tan

mal en francés que realmente parecía un inmigrante

marroquí recién llegado. Él nunca dejó de ser un

caballero miraflorino”, acota. Pero el Gigondas no

era el único de sus tragos favoritos. «A Julio

también le encantaba tomar un trago clásico

italiano: el negroni», agrega Cisneros. El Negroni,

cóctel inventado por un famoso conde en los años

20, tiene la apariencia de una gaseosa roja y se

prepara a base de Gin, Campari y Vermouth dulce.

Rodolfo Hinostroza recuerda las numerosas veladas

que pasaba en la casa de la joven pareja. Estas

reuniones podían extenderse hasta el amanecer. Sin

embargo, siempre antes de la 1:00 am, Hinostroza

se veía obligado a prepararse para partir. En caso

contrario, podía perder el último tren.

En algunas ocasiones, a pesar de la hora, Ribeyro

destapaba una botella y llenaba las copas. Ese ritual

silencioso significaba que quería seguir

conversando y que su amigo podía quedarse a

dormir en casa. «Era casi un código», señala

Hinostroza.

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75

Cuando el poeta se quedaba a dormir, las charlas

podían terminar a plena luz del sol. Sólo entonces

Ribeyro partía a su recámara y su amigo se

acomodaba en su salón. Hinostroza descansaba

plácidamente sobre un carísimo sofá de tres

cuerpos marca Chesterfield. Cordero había hecho

comprar aquel mueble de diseño exclusivo con

bastante ilusión. «Yo pasaba ahí las noches. Me

quedaba tan seguido que luego ya todos lo

llamaban ‘el sofá de Rodolfo», recuerda entre risas

Hinostroza.

Las reuniones en su hogar o en el de algún

conocido eran continuas. Distintos rostros se

congregaban, escritores, intelectuales, pintores,

artistas. En distintas épocas y etapas concurría

Hugo Neira, Luis Loayza, Ricardo Letts, Antonio

Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Mario Vargas Llosa,

Leopoldo Chariarse, Carlos Germán Belli, Leslie

Lee, Julio Cortázar, Alfredo Bryce, Pablo Macera,

Herman Braun, Max Braun, Jorge Eduardo Eilson,

entre otros.

Para Julio Ribeyro Cordero, existían dos tipos de

reuniones, aunque en ambas se bebía siempre vino

tinto y se disfrutaba de la comida criolla peruana.

El punto de diferencia lo marcaba la literatura. «En

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76

unas se leía literatura, en otras no», menciona

Ribeyro hijo.

Aunque las noches eran las protagonistas, las tardes

también estaban cargadas de largas y divertidas

conversaciones. Así lo recuerda la periodista María

Laura Rey, quien conoció al escritor cuando él ya

era embajador del Perú ante la Unesco. «Ribeyro se

reunía a almorzar todos los martes y miércoles con

Jorge Bruce, Fernando Carvallo y la hija de

Sebastián Salazar Bondy», señala. Los almuerzos

se realizaban en el restaurante Gitane.

Para las reuniones en casa, era el propio Ribeyro

quien cocinaba para los invitados, en caso contrario

lo hacía alguno de los comensales. Aunque durante

los últimos años en el viejo continente, esta labor la

ocupó su propio cocinero particular. «Cuando yo lo

iba a visitar en París, Alida nos preparaba frejoles,

papa a la huancaína o escabeche», recuerda el poeta

Antonio Cisneros.

Entre la típica comida criolla que se servía en su

casa había un plato que destacaba por su origen

local: el pot-au-feau, un platillo similar a la sopa

preparado con verduras y carnes cocidas al vapor.

Sin embargo, Ribeyro Cordero prefería la pasta el

Page 77: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

77

pesto, plato que, con mucho gusto, su padre le

preparaba seguido.

Existe un alimento que en la actualidad a Ribeyro

hijo le trae recuerdos de una época sombría para su

familia: la col. «Hasta hoy no puedo comerla

porque la conecto con ese periodo donde no

almorzaba en casa», recuerda. A su corta edad, el

niño se vio obligado a almorzar en algunas cantinas

donde se servían por las tardes menús económicos.

Llegaba con sus libros y cuadernos, subía con

dificultad en altas bancas y comía tímidamente

entre obreros y ancianos.

«Debo recordar esta fecha: hoy me enteré que fue

cáncer de lo que me operaron dos veces en 1973.

Secreto celosamente guardado por Alida y unos

pocos amigos. Digamos que lo sospechaba

vagamente, pero no tenía la certeza y esa

incertidumbre me permitía forjar mis males con un

optimismo relativo», escribió el 16 de enero de

1975.

Las fuertes hemorragias y el dolor al comer

llevaron a Ribeyro a atenderse en el Hospital Saint-

Louis de París. Aparentemente, una úlcera

subcardial había cicatrizado mal y le provocaba

náuseas, ardor estomacal, acidez, bilis y sangrado

Page 78: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

78

por las vías urinarias. Su situación era delicada,

aunque mucho más de lo que él sospechaba.

El 12 de enero de 1973 año fue operado por

primera vez. Su cuerpo no fue abierto por el

vientre, sino por un costado mediante un corte en

las costillas. La delicada operación le dejó una

amplia cicatriz que cruzaba todo su delgado cuerpo.

Posteriormente, Ribeyro fue trasladado a la clínica

de Forcilles.

La herida interna demoró varios meses en sanar.

Las comidas se volvieron tortuosas, intrincadas,

destructivas. Durante este tiempo escribir le

resultaba casi imposible, ya que estaba prohibido

de fumar y beber vino tinto, elementos que él

consideraba trascendentales para la labor literaria.

El cansancio se apoderó de su cuerpo y de su

mente. Estaba débil y eso parecía estarle robando la

esencia. Volvió a trabajar pero sólo asistía por dos

o tres horas al día como máximo, llegando incluso

a faltar en muchas oportunidades. El tiempo estaba

dedicado a la recuperación absoluta, aunque ésta le

era esquiva.

Cuando la herida estaba cerca a sanar, nuevamente

fue necesario hacerle una segunda y peligrosa

operación. Producto de un bulto intercostal muy

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79

doloroso que el escritor no reconoció como tumor,

la comida pasaba con gran dificultad. Ribeyro no

era el único que sufría con la estrechez en el

esófago, su familia también estaba sufriendo los

estragos de la enfermedad. Se dice que el cáncer no

sólo afecta al paciente sino a sus seres queridos. El

caso del escrito no fue la excepción. Cordero había

adelgazado mucho y el hijo de ambos estaba muy

solo y confundido.

La ‘cangrejoide’ o el ‘cangrejo’, como solía llamar

a su cáncer, enflaqueció su cuerpo al extremo. Su

rostro estaba demacrado; sus mejillas, hundidas.

Sobre la piel ligeramente amarilla resaltaban sus

enormes ojos negros y los labios descoloridos.

Mientras permaneció internado debido al cáncer al

esófago, su estado era grave y los médicos no

tenían mayores esperanzas, de modo que lo

ubicaron en la sala común. «Esa sala, llamada

también la sala de los desahuciados, era peligrosa.

Allí les ponían el biombo a los enfermos; es decir,

los separaban o cubrían para que el resto de

pacientes no vieran su agonía. De manera que, si un

paciente anhelaba curarse, debía salir de la sala

común», cuenta Fernando Ampuero en el texto

«Cosas raras que le pasaban a Ribeyro».

Page 80: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

80

La única forma de salvarse era lograr ser colocado

en una segunda sala donde estaban los pacientes en

notable recuperación, razón por la que los médicos

les proporcionaban mejores cuidados y comida.

Ribeyro notó entonces que su vida dependía de

subir de peso. «Todos los días pesaban a los

pacientes de la sala común, y aquellos que subían

de peso eran los candidatos a la mudanza, los que

merecían la sonrisa de aprobación de los médicos y

enfermeras. Ganar peso era el pasaporte para

trasladarse a una sala especial, lejos de la

desesperanza, lejos del moridero», describe

Ampuero.

Ampuero relata en el texto cómo Ribeyro elaboró

un plan infalible para ser «promovido» a la

siguiente sala: robar sistemáticamente las

cucharitas de las bandejas de otros pacientes y

ocultarlas en los bolsillos de su pijama. De esta

forma, al llegar a la balanza habría ganado peso

instantáneamente. «Fueron momentos de gran

tensión y autocontrol —confesó en cierta ocasión

Riberyo a Ampuero— en las que debía

ingeniármelas para que nadie se diera cuenta de que

el peso que ganaba cada día no eran gramos de

grasa y músculo, sino gramos de cucharas y

cucharitas». Ese peso artificial fue lo que le

permitió ser cambiado de sala. Tras la segunda

Page 81: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

81

operación, la recuperación fue lenta pero certera.

No estaba sano y nunca volvería a estarlo pero el

reposo le devolvió la tranquilidad y la energía.

La reaparición del mal, la más sombría de sus

expectativas, parecía siempre al acecho. En 1975,

Ribeyro necesitaba someterse a un tratamiento

costosísimo. Optó entonces por viajar a Lima para

recaudar una fuerte cantidad de dinero. 4,000

dólares la fue suma alcanzaba gracias a la

colaboración del Instituto Nacional de Cultura

(INC) y las editoriales Peisa y Milla Batres. Sin

embargo, sus propias expectativas de vida eran

muy cortas.

«Se decidirá tal vez una nueva operación, si vale

aún la pena, lo que aparte de endeudarme aún más

me hará bajar otros diez kilos y prolongará una

vida que no me interesa vivir», escribió en mayo de

1975. Ribeyro no hablaba con nadie sobre las

largas noches que pasaba sin dormir debido a los

fuertes dolores o de lo mucho que le costaba

levantarse por las mañanas. Sin embargo, callaba y

trataba de llevar una vida normal. «Seguiré

diciéndole a todo el mundo que me siento muy

bien, por cortesía simplemente, como mi padre

ocultó durante veinte años el mal que lo roía».

Page 82: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

82

Aunque Ribeyro sufría mucho, no lo hablaba con

nadie. Ni siquiera con su esposa.

Aún algunos años después, en 1978, cuando se

quedaba solo en casa con su hijo, no podía

disimular los malestares que le causaba la

enfermedad. Maldecía, gritaba, se quejaba y

explayaba su sufrimiento. Estas reacciones, lejos de

asustar a su pequeño, lo irritaban. «¡No hay acidez,

no existe, es hambre lo que tienes. En el colegio

también siento eso, como algo y se me pasa!»,

exclamaba furioso el pequeño. Su falsa irritación

revelaba la profunda preocupación, su alarma y su

impotencia.

«Las reacciones violentas son reacciones de

miedo», se excusa hoy su hijo con los ojos

vidriosos. Al hablar sobre la enfermedad, un

recuerdo en particular se desliza por su mente.

«Para poder pasar la comida, él tenía que masticar

mucho y a mí eso me enervaba. Era irracional, me

sacaba de control. Yo sé que era una obligación

para él, que le costaba demasiado, que lo

avergonzaba profundamente pero yo no podía

soportarlo», revela con cierta rabia.

Entre las imágenes felices, lo que más recuerda

Julio Ribeyro Cordero sobre su padre es su rutina

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83

impecable. En su mente aún puede observarlo

alistarse para ir a trabajar a la Unesco. En aquella

época siempre lo encontraba en casa al volver de la

escuela, a diferencia de aquellos años donde el

primer cáncer lo tuvo postrado en el hospital.

«También recuerdo las conversaciones por la noche

cuando volvía de alguna fiesta con mis amigos. Yo

entraba y él estaba sentado en la sala leyendo un

libro o escuchando música clásico o boleros. Parece

mentira porque al describirlo es la imagen perfecta

del intelectual, pero es pura verdad», afirma su

hijo.

El escritor generaba un ruido grave con su

presencia, con la rítmica melodía de sus dedos al

teclear en la máquina de escribir. «De chico yo

sabía intuitivamente que no debía molestarlo

aunque nunca me dijo que no debía hacerlo »,

recuerda Ribeyro Cordero.

Después de trabajar una década en la Agencia

France-Presse, periodo por demás fecundo para su

producción literaria, Ribeyro aceptó el cargo de

agregado cultural y delegado adjunto ante la

Unesco (United Nations Educational, Scientific and

Cultural Organization), el cual obtuvo gracias a las

mediaciones del General Velasco Alvarado. Esta

situación habría colmado de satisfacción a

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84

cualquiera, salvo a él. Como delegado adjunto, el

escritor participaba en calidad de suplente al

Comité Especial del Consejo Ejecutivo, especie de

supergabinete de la Unesco integrado por quince

representantes de todo el mundo. «Estoy allí no sé

por qué, ni cómo, ni gracias a qué méritos»,

escribió en abril de 1972 en su diario personal. «Lo

que me permite no hacer un papel deslucido no es

la inteligencia ni la experiencia sino ese fondo de

sentido común y de discreción que nunca me han

abandonado ». Para el escritor, su silencio era su

mejor arma en las reuniones del gabinete. Sin

embargo, cuando debía hablar tomaba algunas

ideas al vuelo y se explayaba.

Ribeyro nunca se sintió feliz con este trabajo.

Acudir diariamente a la Unesco o participar de

largas reuniones y conferencias no le proveía ni

pena ni gloria. A pesar de no sentirse realizado, el

buen sueldo que recibía lo ayudó a llevar una vida

más holgada y tranquila. No sólo pasó de cocinar él

mismo en casa a contar con un cocinero particular

sino que también pasó a tener en casa costosísimas

obras de arte, como esculturas de Dalí o cuadros de

Miró. Además, se mudó junto a su familia a un

departamento precioso en al Parq Monceau, una de

las zonas más exclusivas de París.

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85

Fue sólo tras la destitución de Velasco que Ribeyro

pensó por primera vez en renunciar por una

cuestión de honor. «Yo parto del hecho de que sea

perentoriamente separado de mi cargo, debido a

que mi amistad con Velasco es conocida y a que

obtuve mi actual puesto por su mediación »,

perpetuó con preocupación el 30 de agosto de

1975. El escritor temía una orientación reaccionaria

por parte del nuevo gobierno, razón por la cual su

separación le resultaba inminente. Aunque escribió

su carta de renuncia para evitar problemas con su

conciencia y llegó a presentarla, los consejos de su

buen amigo el canciller Carlos García Bedoya, y

sobre todo, la insistencia de su mujer, lo llevaron a

desistir de esta idea.

Gracias a su permanencia y su desempeño, Ribeyro

fue nombrado en 1986 embajador del Perú ante la

Unesco. Tan sólo tres años después de haber

recibido el Premio Nacional de Literatura, Ribeyro

estaba muy lejos de ser olvidado por su patria. Su

presencia respaldada por el organismo

internacional le brindaba mayor notoriedad. Sin

embargo, él imaginaba todo lo contrario.

«Como escritor estoy en la etapa más difícil y será

en estos últimos años o meses de vida que me

quedan que lograré inclinar la balanza hacia la

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86

permanencia o el olvido», escribió en diciembre de

1975 en su diario. Ribeyro sabía que su final estaba

cerca y no estaba dispuesto a verlo llegar lejos de

su país, paraíso anhelado profundamente desde sus

cuentos y novelas. «Aunque Julio Ramón pasó la

mayor parte de su vida en Europa, el 90% de lo que

escribió fue sobre el Perú. Hay cuentos en Europa

pero son mínimos. Él quería volver, acá le empezó

a gradar el sentirse reconocido », comenta su

sobrino Juan Ramón Ribeyro.

«Julio nunca se adaptó, nunca se sintió parte de

París. Vivir en Europa le costó mucho. Estuvo 30

años en el umbral y nunca pasó a ningún lado»,

analiza Antonio Cisneros en relación a los motivos

de su regreso.

Durante la década de los 80, el escritor viajó

continuamente al Perú. Sus visitas no sólo lo

acercaban a sus hermanos, sobrinos y amigos, sino

que además lo colocaban cada vez más cerca a sus

lectores. Paradójicamente, este mismo fenómeno

tan profundamente añorado contrariaba al escritor.

Cada viaje simbolizaba también ceremonias,

cocteles, una serie de conferencias, largas horas de

fastidiosas entrevistas y fotografías. El más molesto

con la recién ganada popularidad era el propio

Ribeyro: la notoriedad lo obligaba a abandonar la

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87

comodidad del fracaso. A la par de este cambio, su

gran proyecto de tener una casa con vista al mar

donde pasar tardes tranquilas para escribir su obra

maestra parecía materializarse ante sus ojos.

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88

Capítulo 3. El regreso

«A veces pienso que la literatura es sólo una

coartada de la que me valgo para librarme del

proceso de la vida. Lo que yo llamo mis sacrificios

(no ser abogado, ni profesor de la universidad, ni

político, ni agregado cultural) tal vez son fracasos

simulados, imposibilidades. Mi excusa: soy

escritor. Mi relativo éxito en este terreno excusa

mis torpezas en otros. Siempre he huido de toda

prueba, de toda confrontación, menos la de

escribir», anotó en 1965 Julio Ramón Ribeyro. El

escritor llevaba entumecida la sensación de la

victoria. El deseo de triunfar permanecía totalmente

ajeno a sus proyectos. Es sólo antes de atravesar el

umbral de la muerte que el éxito y el

reconocimiento lo sorprendieron rotundamente.

«¿Cómo un escritor como yo, de personajes

olvidados, desplazados o en estancias psicológicas

grises, de pronto, tiene éxito?, ¿Esto le interesa a la

gente? Eso me decía él», recuerda el periodista

Fernando Ampuero. «Debido a su misma timidez y

rechazo a las entrevistas, de alguna manera,

boicoteó su carrera literaria. Aunque tenía una gran

preocupación real por la escritura», declara.

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89

«Julio hablaba del fracaso como un espacio en que

se sentía mejor, se sentía acogido. El éxito entraña

posibilidades, desafíos y exposición. En cambio, el

fracaso representaba un lugar más protegido»,

comenta Alonso Cueto. Para el autor, en aquella

ambivalencia residía la tentación del fracaso. Sin

embargo, Cueto advierte también que no todo era

tan gris en la vida de Ribeyro como la gente

supone. «Con los premios tenía una situación

ambigua porque eran estimulantes para su

autoestima pero lo obligaban a exponerse

públicamente», acota.

«La fama literaria le daba igual pero sería falso

decir que la rechazaba”, declaró Julio Ribeyro

Cordero en una entrevista a Enrique Sánchez

Hermani publicada en septiembre del 2010 en ‘El

Dominical. (El Comercio). Desde otra óptica, el

poeta Antonio Cisneros analiza la situación. «Él

estaba siempre a un lado, lo cual ha creado un mito

sobre su humildad y su modestia. Pasaron muchos

años para que se le reconociera. Internamente sí

brillaba pero no tenía reconocimientos

internacionales. En este sentido, es un hecho que

Julio Ramón tenía una vocación marginal, una

vocación del fracaso».

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90

La exposición para Ribeyro era como un arma de

doble filo. Por un lado, mostrarse significaba ganar

reconocimiento y notoriedad. Pero también

simbolizaba la pérdida de su privacidad, algo que él

atesoraba profundamente. «Julio no se movía con

facilidad en público. Me dijo varias veces que eso

lo hacía sentirse amenazado, expuesto», señala

Alonso Cueto.

Quizás todos estos cambios generaban alguna

suerte de esperanza o nueva satisfacción a la que

temía enfrentarse. Ribeyro sentía que el

conformismo estaba tan arraigado en él que podía

llegar a acostumbrarse a todo, menos a la felicidad.

«Es necesario siempre una dosis de sufrimiento

para poder escribir, para poder crear, porque la

felicidad no creo que sea un sentimiento o un

estado fructífero», confesó al periodista Ernesto

Hermoza en la entrevista preparada para ‘Presencia

Cultural meses antes de su fallecimiento.

***

Ribeyro regresó al Perú cuando se cerró el vínculo

que mantenía con el gobierno. Al abandonar su

cargo diplomático, ninguna responsabilidad o

atadura lo obligaban a permanecer en París. «Él ya

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91

había repetido en varias ocasiones que tenía deseos

de volver y ésta era una excelente oportunidad para

regresar. La relación con Alida Cordero estaba

gastada y esto le daba un respiro para ver qué

pasaba», comenta el periodista Jorge Coaguila. Fue

así que Ribeyro se estableció en Lima para pasar la

que sería la última temporada de su vida.

La deteriorada relación con su esposa le abrió las

puertas nuevamente al mundo femenino. «Muchas

chicas lo buscaban. Cuando lo llamaba alguna

joven por teléfono, Julio era muy cortante. Una vez

yo lo escuché hablando y cuando colgó le dije

¿cómo las haces sufrir? Él me respondió ‘¿Te

parece que he sido seco?’. Julio podía ser de una

frialdad glacial», cuenta la periodista María Laura

Rey.

«Muchas jovencitas guapísimas se morían por él,

sobre todo las periodistas y escritoras jóvenes, ellas

se le tiraban a los brazos”, cuenta Juan Ramón

Ribeyro, su sobrino. No obstante, esto no influyó

en la relación que mantenía con su esposa. «Él no

estaba totalmente distanciado de Alida, estaban

separados y no separados, mantenían una relación a

la distancia pero cada uno hacía su vida», comenta

Ampuero. La ruptura parecía ser un pacto

intrínseco entre ambos, quienes durante esos años

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92

mantuvieron una buena relación. Inclusive, Ribeyro

jamás dejó de utilizar su aro de matrimonio.

El alejamiento no pudo evitar a la larga que

Ribeyro diera paso una vez más, al amor. En una de

las constantes fiestas a las que acudía con sus

amigos a inicios de los 90, el literato conoció a Ana

Chávez, Anita, quien años después se casó con

Alfredo Bryce Echenique, gran amigo de Ribeyro.

«Él estuvo feliz con Anita, realmente se enamoró

de ella. Era una mujer muy inteligente con la que, a

mi parecer, tenía muchas cosas en común. Estaban

muy unidos», cuenta Rey. «Para mí, la relación con

Ana Chávez fue anodina. Ella es una mujer

simpática, graciosa, inteligente pero no estaba muy

involucrada con la obra de Julio Ramón ni con su

heredado Bryce», señala Antonio Cisneros.

En este nuevo escenario sentimental, su esposa

nunca llegó a desvanecerse. «Con Alida mantenía

un acuerdo tácito. Julio la respetaba mucho, la

quería. Parecía que cada uno iba a probar durante

un tiempo su soledad», comenta Rey. Para ella, era

el deseo de volver al Perú y la negativa tajante de

Cordero lo que lo llevó a nuevamente probar suerte

en su patria.

Para Julio Ribeyro Cordero, la situación fue

Page 93: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

93

totalmente distinta. «Él hubiera querido que mi

madre vuelva al Perú con él. Pero a ella le era

imposible regresar. Ya tenía toda su vida y su

trabajo en Francia», comenta su único hijo. Para él,

las razones apuntan a factores distintos. «Él decidió

volver porque estaba retirado. Todos sus amigos

vivían en el Perú y probablemente quería pasar los

últimos años de su vida en su país», indica.

***

El escritor había comprado una propiedad en el

número 108 del Malecón Souza en la década de los

80 para alojarse tranquilamente sin tener que

molestar a sus hermanos. Sin embargo, es recién a

inicios del años 90 que decidió instalarse

definitivamente en el departamento 602 ubicado en

el distrito de Barranco. El dúplex apenas estaba

decorado con algunos muebles. Su carácter sobrio y

sencillo combinaba a la perfección con el escritor.

«En el segundo piso, él había colocado una mesa y

una máquina que miraban directamente al mar. Allí

se sentaba a escribir», afirma María Laura Rey. El

escritor había instalado su escritorio cerca de una

amplia mampara desde la que podía observar la

playa, tal como siempre había deseado.

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94

Ese mismo departamento ubicado en el último piso

del edificio aún guarda algunas similitudes con la

decoración establecida por el cuentista, aunque ya

ha sufrido una serie de transformaciones requeridas

por su hijo. «Él amaba ese departamento. Yo estaba

acostumbrada a la forma sencilla en que lo tenía

Julio. Ahora ya no es el mismo espacio de antes»,

comenta con tristeza Mercedes Ribeyro, su

hermana mayor.

El único elemento que se conserva tal como lo dejó

el escritor es el balcón. En este espacio, Ribeyro

pasó innumerables tardes fumando un cigarrillo y

contemplando el mar.

***

María Laura Rey recuerda la sorpresa que se llevó

el día en que conoció a Ribeyro en París. «Yo

esperaba encontrarme con una persona enjuta,

flaca, pero me encontré con un hombre simpático,

de una gran sonrisa, súper elegante, que vestía

ternos finísimos. Nunca imaginé que le gustaba la

moda», afirma. Para Rey, a su retorno el escritor

parecía rejuvenecido, más gracioso, hasta

optimista.

Julio Ramón Ribeyro era un hombre parco, seco,

callado y observador. Durante las comidas, solía

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95

levantarse y a colocarse en una esquina a prender

un cigarro y observar a la gente. Era una persona

con una intuición muy fuerte. «Parecía una

máquina de radiografía. Tenía una facilidad

impresionante para ver qué había detrás de las

personas. A veces eso te podía hacer sentir

incómodo», señala Rey.

«Julio no era una persona optimista, era más bien

escéptico ante la vida”, comenta Ampuero al

describir al escritor. Su amistad había iniciado a

mediados de los 70 cuando el periodista visitó

París. Sin embargo, durante el retorno del cuentista

a Lima llegaron a verse continuamente. «En la

amistad hay líneas de sintonía. Allí están las

afinidades, las cosas comunes, la lectura, la afición

por los vinos, la comida. Sobre todo, visiones de la

vida». En estos puntos de contacto fue que la

verdadera afinidad entre los dos dio como fruto una

relación franca.

Para el periodista y escritor Abelardo Sánchez

León, Ribeyro tenía un carácter básicamente

neutro. «Julio Ramón siempre era el mismo, la

persona que le gustaba gozar de una buena

conversación en la intimidad, exponer y sonreír,

recordar asaltado por la nostalgia donde rara vez

alzaba la voz o sentenciaba», describe en el libro El

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96

viaje del Salmón. En dicho texto, Sánchez León

confiesa que le gustaba seguir su razonamiento

salpicado de un profundo sentido del humor, del

absurdo, de lo negro.

«Él tenía mucho humor, se reía mucho, era

irónico», comenta también Rodolfo Hinostroza.

Para el poeta, el escritor tenía una gran virtud: sabía

conservar a sus amistades. Ribeyro mantenía largas

relaciones con sus amigos y les escribía cartas de

forma constante. De esta forma lograba mantener

viva la llama del espíritu de la amistad. «Tenía

relaciones intensas, amistades muy fuertes, quizás

no muy demostrativas pero sí fuertes», comenta

Hinostroza.

Ribeyro era una persona amable y cortés, sin llegar

a ser cursi o excesivamente afectuoso. Sabía

reconocer el espacio de cada persona y respetarlo,

de la misma forma que esperaba que los demás no

invadieran su espacio personal. «Era un tipo que se

hacía querer con su modestia, su timidez y su

parquedad», comenta el escritor Alonso Cueto.

Para Rey, su atributo más grande era, sin duda, su

elegante sentido del humor. «Julio era pura ironía.

Sin reírse, con una sola palabra hacía un

comentario graciosísimo. Sobre todo, se reía mucho

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97

de sí mismo. Todo responde a su visión

desencantada de la vida, totalmente realista».

El cuentista no era un hombre muy optimista pero

durante los cuatro últimos años que pasó en Lima

parecía tener más ilusiones. Aunque la vida le

había enseñado a no creer en las fantasías ni en el

‘vivieron felices por siempre’, las nuevas

experiencias empezaron a pintarle un futuro

brillante. Un futuro donde la muerte ni siquiera

podía vislumbrarse.

Quizás los últimos años fueron la etapa más feliz

para el escritor, aunque su viuda, Alida Cordero, se

ha esforzado por desmentir esta visión. En el

artículo «Recuerdos de mi padre», publicado en el

diario La República en el 2011, Cordero señala a la

periodista Liz Mineo que su esposo se sintió tan

satisfecho en el Perú como en otras etapas de su

vida. «Es mentira que haya sido feliz sólo después

de que regresó al Perú», dijo Cordero. «Fue feliz de

niño, fue feliz con todas las novias que tuvo, fue

feliz cuando nos casamos y fue feliz cuando nació

Julito. Fue feliz cuando estaba con sus amigos,

cuando viajaba, cuando iba al Perú, pero no se

puede ser feliz los 365 días del año».

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98

Antonio Cisneros considera que el regreso del

escritor estaba más vinculado a una necesidad de

apartarse de Francia, de la vida pomposa y de todo

lo que ella implicaba. «Nunca pudo luchar en las

ligas mayores pero encontró su felicidad final en

Lima. Se sentía gratificado porque aquí empezó el

reconocimiento, se rencontró con su gente», señala.

Los últimos meses de su vida estuvieron cargados

de victorias y alegrías. Aunque había tratado de

pasar desapercibido en la capital, rechazando de

esta forma cargos políticos en la Secretaría de

Cultura y Educación en 1991; poco a poco terminó

por aceptar su nueva popularidad.

A inicios de 1992, la Corporación Financiera de

Desarrollo (COFIDE) decidió auspiciar ediciones

ribeyrianas. Gonzalo De la Puente, quien entonces

trabajaba en dicha entidad financiera, logró el

encuentro entre los representantes y su querido tío.

Tras dicho encuentro se concretó un convenio de

auspicios con las editoriales Milla Batres y Jaime

Campodónico. A través de estos acuerdos se pudo

lanzar Prosas Apátridas el 4 de junio del 92 en los

salones del directorio de COFIDE (San Isidro); así

como el tomo IV de La palabra del mudo el 16 de

junio del mismo año en la Municipalidad de

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99

Miraflores, y La tentación del fracaso el 23 de julio

también del 92 en La estación de Barranco.

«En las presentaciones sus palabras no eran leídas,

eran casi siempre intervenciones espontáneas que el

público celebraba ampliamente. “¡Gonzalo,

Gonzalo! Una foto con tu tío, me pedían, como si

se tratara de una estrella deportiva o del

espectáculo», narra De la Puente en el texto

titulado «Entre bombazos del terror y de la gloria».

Aunque en años anteriores le habían molestado los

cocteles públicos y las conversaciones que éstos

implicaban, Ribeyro se lució notablemente en este

aspecto hacia el final de su vida. Ya no podía

permanecer ajeno y distante al calor de la gente y a

la aceptación que tenía en la sociedad.

El periodista Ramiro Escobar recuerda con

particular emoción el evento del 16 de junio.

Escobar, quien admira el notable trabajo literario de

Ribeyro, se sintió feliz cuando le encargaron cubrir

el evento. Pero la decepción, como en todos los

cuentos ribeyrianos, no se hizo esperar. «Cuando

llegué a la presentación de Miraflores ya no se

podía entrar. Había una gran multitud que obstruía

la puerta», cuenta el analista.

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100

En la municipalidad de Miraflores, las autoridades

estaban inquietas. La presentación del cuarto tomo

de La palabra del mudo había sido designada para

las siete de la noche de ese martes y aunque aún no

eran las seis de la tarde, el aforo estaba próximo a

rebasar su capacidad. El evento no había sido

anunciado en gacetas ni en periódicos; sin

embargo, los lectores habían logrado enterarse y no

dejaban de llegar al local para poder escuchar al

escritor.

El reloj avanzaba y la multitud también. A las seis

y media el macizo portón es cerrado por los

guardias de seguridad. En la puerta, un mensaje

desalentador ha sido colocado: ‘Localidades

agotadas’, rezaba el pequeño letrero. Pero los

fanáticos no dejaban de llegar, ni las hermanas,

primas, sobrinos y amigos del escritor. Todos

guardaban la esperanza de verlo, aunque sea un

momento.

Dentro del local, Ribeyro estaba sorprendido. No

entendía bien por qué tantas personas habían

decidido congregarse en el lugar. A pesar de su

preocupación, la presentación dio inicio con una

notable intervención de Abelardo Oquendo, donde

el crítico literario recordó cómo una revista rechazó

uno de los primeros cuentos del escritor y éste optó

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101

por quemarlo para calentarse las manos un día en

que sentía mucho frío. El público escuchaba

extasiado, observaba y no dejaba de aplaudir.

Lo normal habría sido que los lectores y mirones

terminaran desistiendo y desaparecieran entre los

cafés y las calles pero eso no sucedió. Tampoco las

decenas de hombres de prensa y los múltiples

fotógrafos abandonaron el lugar. Nadie parecía

moverse. Cientos de desafortunados aguardaban

fuera y su héroe gris no podía decepcionarlos.

A alguien se le ocurrió una extraña solución: corear

el nombre de pila del escritor. Sus vecinos en la

desgracia, lejos de callarlo, optaron por imitar su

atrevimiento.

—¡Julio, Julio, Julio! –gritaban más de doscientas

personas desde la calle.

Ribeyro logró escuchar los gritos cuando acaba su

intervención y los aplausos cesaron. De pronto,

guiado por la incredulidad, decidió levantarse de la

mesa de honor y caminar hacia el balcón. Al salir,

los flashes provenientes de los balcones aledaños lo

cegaron y la turba enardeció.

—¡Que el mudo hable!, ¡que el mudo hable! —

exclamaba la multitud.

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102

—No se asusten, no voy a candidatear para algo —

dijo irónicamente el autor

Un efectivo de seguridad le alcanzó un micrófono.

El escritor lo tomó con nerviosismo, asientió con la

cabeza, colocó una mano en el bolsillo del oscuro

pantalón y se dispuso a dirigir unas confusas

palabras desde el balcón.

—¡¡¡Julio presidente!, ¡Julio presidente!!! —

gritaba la gente.

«Decidió improvisar un balconazo. La gente,

simplemente, deliró con él —cuenta Escobar—.

Cuando lo vi hablar sentí que era la voz de sus

cuentos, una voz discreta, sombría, la voz sobria de

Prosas Apátridas. No había distancias entre el JRR

escrito y hablado».

—¡Julio Ramón es del pueblo y no de la burguesía!

—clamaban los presentes.

Minutos después del balconazo, las puertas se

abrieron. «Como en la segundilla del estadio

repleto en un partido de clásico, me metí con un

torrente de gente que me empujaba. Cámaras,

prensa, micrófonos, luces. Ribeyro tuvo que pasar

al despacho del alcalde para conceder entrevistas»,

narra De la Puente en su artículo.

Page 103: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

103

Ribeyro firmó en el despacho cientos de ediciones

nuevas y también algunas ediciones más antiguas.

En el centro de la habitación, Oquendo permanecía

de pie, perplejo, y firmó uno que otro autógrafo

requerido por los curiosos. El escritor brindó varias

de entrevistas a la prensa nacional e internacional.

A las nueve de la noche, el evento se dio por

terminado. La emoción no se había mitigado pero

la presión por el toque de queda que imponía. El

flagelo del terrorismo llevaba a los limeños a

internarse en sus casas. El escritor se detuvo a

observar cómo partía la multitud. La popularidad

de la presentación había sorprendido a todos.

***

En julio de 1994, la Casa América de Madrid le

dedica la semana del autor, evento que fue

organizado por Alfredo Bryce Echenique. Ribeyro

viajó a Europa para participar de este evento sin

sospechar que allí, una vez más, algo le haría

recordar que su vida estaba marcada por extraños

sucesos.

Al finalizar la semana de celebraciones, se organizó

una sesión de lecturas en la que Bryce Echenique

fungía de presentador. Para terminar con broche de

oro, el escritor decidió leer ante los presentes un

Page 104: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

104

texto inédito. El seleccionado fue un cuento que

había escrito a mediados de los años 60 durante su

estadía en París.

La audiencia aguardaba en silencio. Ribeyro ya

había aclarado la garganta y tenía el texto entre

manos. De pronto, la puerta se abrió de par en par e

hizo su ingreso un hombre de avanzada edad. El

andar del personaje era lento pero decidido. Las

dos enfermeras que lo acompañaban lo ayudaron a

colocarse en un asiento libre.

Todo parecía indicar que el señor estaba dispuesto

a atacar a Ribeyro y aunque algunos asistentes

atentos a la situación esperaban lo peor —una

agresión o un acto violento— grande fue su

asombro al descubrir a Ribeyro perplejo.

—¡Ribeyro, veo que no has cambiado en nada! —

exclamó el misterioso hombre. El escritor lo

observa perplejo y mudo.

—Mabillon —dijo tajantemente el hombre con una

expresión extraña en el rostro. Aquel era el nombre

de la estación de metro en el Barrio Latino de París

donde solían encontrarse.

—¡Torroba! —respondió el escritor, absolutamente

sorprendido—. Una sonrisa se dibujó en su rostro.

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105

—Julio Ramón, te quiero —dijo a su vez el anciano

barbudo.

Ribeyro lo abrazó.

Sólo entonces el escritor tomó la palabra y explicó

el extraño suceso a través de la lectura de La

primera nevada, que era justamente el texto inédito

que se disponía a leer esa misma noche. Allí se

narraba la relación de amistad que había sostenido

con un poeta español bohemio y loco. El cuento

describió cómo Torroba tomó posesión de su

pequeño hogar. Primero, sólo dejaba un bolso con

ropa sucia, luego va dejando cada vez más y más

pertenencias. Poco después ya se queda a dormir en

su sofá y hasta fragua faenas amorosas con una

amante en la cama del dueño de casa. La minúscula

buhardilla parisina se ve invadida por este

personaje. Después de un tiempo sin saber cómo

echarlo, el protagonista decide cambiar de

cerradura. El hecho coincide con la primera

nevada, durante la cual deja a Torroba afuera

tiritando.

«Torroba se encontraba internado en un hospital

psiquiátrico de Madrid, y al enterarse de que su

amigo iba a estar leyendo en la Casa de América,

había pedido permiso a los médicos para ir a

Page 106: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

106

saludarlo», cuenta Bryce Echenique en una

entrevista de Inmaculada García y Alfredo Serrano.

El momento fue absolutamente ribeyriano pero

muy feliz. Esta fue una de las últimas veces en que

públicamente se pudo ver al cuentista en toda su

capacidad. «Era increíble verlo hablar ante tanta

gente, no parecía ser el mismo de antes. Se le había

ido toda la timidez y la angustia. Hablaba liberado

de las cosas. ¡Qué tragedia!, ¿no? », señala su hijo.

Ribeyro Cordero partió de Estados Unidos hacia

Madrid a pedido de su padre. El escritor quería

compartir aquel nuevo éxito con su único hijo.

Aunque el joven inicialmente rechazó la invitación,

a último momento cambió de opinión. Es así que

ambos se alojaron en el mismo hotel y

compartieron la habitación durante aquella ilustre

semana. «Me alegro mucho de haber viajado. Esta

decisión sólo tomó sentido con el tiempo»,

recuerda nostálgicamente Ribeyro.

A pesar de que en aquella época casi no se

frecuentaban, su hijo se sintió feliz de verlo

realizado. «Yo estaba terminando la carrera en

Estados Unidos y él ya vivía en Perú. Por eso fue

tan especial que pasáramos juntos una semana

completa», agrega. La noche de la última

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107

conferencia, padre e hijo salieron a cenar y se

tomaron algunos tragos en un bar.

«Conversamos… pero no mucho. Fue algo muy

sencillo pero profundamente simbólico», comenta

su hijo. Aunque ambos lo ignoraban, pronto el

cáncer reaparecía para arrancarle al escritor todo el

esplendor que recién tocaba su vida.

***

En el Perú, Ribeyro alimentó el regreso de la vida

nocturna, las salidas, las comidas y los amigos.

Lejos de la vida hogareña parisina, se encontraba a

sus anchas para disfrutar de su recuperada libertad.

La segunda juventud llegaba a su vida de forma

diferente, ya que ahora llevaba dinero en los

bolsillos, tenía una casa cómoda y no guardaba

mayores preocupaciones en relación a su futuro.

«Él volvió a renacer a partir del año 88. Creo que

esto se debió al encuentro con su familia, sobrinos,

su hermano, sus amigos y aparte, estar enamorado

de Ana. Se le veía bastante ilusionado, con ganas

de vivir», recuerda Jaime Campodónico, su editor.

Aunque ya tenía más de 60 años, gran parte de sus

amigos limeños eran mucho menores que él. El

escritor no dudó en seguirles el paso y quiso estar

acorde a su estilo de vida. Ante la mirada atenta de

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108

su familia y sus camaradas, Ribeyro rejuveneció

casi por arte de magia. A partir de entonces, por

ejemplo, se ponía blue jeans para salir o usaba

algunas jergas. «Le encantaba llevar jeans cuando

salía con nosotros”, comenta entre risas María

Laura Rey. También incluyó palabras como ‘chela’

a su correcto vocabulario para estar en mayor

contacto con los jóvenes.

Al escoger el distrito de Barranco para vivir,

Ribeyro parecía haber adivinado que en sus

innumerables establecimientos pasaría largas

veladas. El escritor llegaba caminando a bares

como ‘La noche’ o ‘Juanito’, locales emblemáticos

que llevan en sus paredes parte de la propia historia

del distrito.

Cuando se sentía pleno mandaba a sacar a bailar a

la chica más guapa del sitio. También frecuentaba

el café ‘Voltaire’ de Miraflores y el ‘Salonazo’, un

reconocido salsódromo de la época. «Una noche

nos encontramos en un café en Barranco y

comentamos la noticia de que había llegado un

salsero famoso y que iba a presentarse en el

‘Salonazo’. Inmediatamente, me invitó a ir y al día

siguiente Expreso nos sacó en la columna de

chismes», cuenta Rey, avergonzada.

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109

Pero Ribeyro no sólo disfrutaba de bailar salsa,

también adoraba los boleros. «Él se ponía cantar a

voz en cuello tangos, boleros y valses. Creo que

nadie imagina eso de él. Cantaba muy bien dentro

de lo que cabe”, recuerda Alonso Cueto entre risas.

Durante los últimos años, también le gustaba acudir

a las peñas criollas. «Parece mentira pero su

autocomplacencia estaba en ir a una peña negra y

que Niño de Guzmán les dijera a los mozos que él

estaba allí. ‘Tenemos el gusto de tener al escritor

Ribeyro’ decían por los micrófonos, eso le gustaba,

o que una morena le dedicara ‘mueve tu cucú’»,

contrapone Cisneros.

Para Cueto, Ribeyro era entusiasta a pesar de su

visión irónica. «Lo que recuerdo mucho son los

momentos en los que él tenía una enorme

capacidad de vida”, comenta el escritor. Aunque su

relación era básicamente ajedrecística, ambos

compartieron diversos momentos, entre ellos, un

paseo a Chincha. “En la hacienda, Julio se mostró

muy divertido. Bailaba mucho. Éramos doce

personas y, en una de las cenas, él propuso hacer un

cuento entre todos. Cada uno decía una frase y así

íbamos avanzando. Nos salió un cuento de

misterio», agrega Cueto. Fuera de aquel lado

oscuro y sombrío que todos reconocían en él,

también habitaba un Ribeyro risueño y alegre.

Page 110: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

110

***

Una de las actividades que más practicó Ribeyro

durante sus últimos años de vida fue la de montar

bicicleta. Aunque la iniciativa no nació de él, sino

de Fernando Ampuero, el cuentista se mostró muy

entusiasmado. Sin embargo, esta actividad de

‘deportiva’ no tenía mucho, como confiesa el

propio Ampuero. «Andábamos unas diez o quince

cuadras y parábamos en un barcito a tomar una

copa de Jerez. Seguíamos unos kilómetros y luego

tomábamos otra copa. Era divertido porque

conversábamos mucho», recuerda el periodista.

Las llamadas pascanas eran motivo de reunión

constante para el grupo y para algunos otros

personajes que también participaban

espontáneamente. «El grupo hacía paradas en la

casa de Blanca Varela, luego en una bodega y

después pasaban por mi casa. Yo les invitaba

siempre algo, aunque fuera un vaso de agua»,

cuenta Rey.

«Los ciclistas del mediodía», como fue bautizado el

grupo por el poeta Antonio Cisneros, andaba por

distintas calles y plazas combatiendo el poder de

los choferes encaramados en sus poderosos autos.

«Después de cierta cantidad de kilómetros, nos

Page 111: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

111

premiábamos. En ese entonces había un vasco en la

calle Pedro de Osma que hacía unas tortillas de

papas estupendas y nos agarramos ese local. Era

bonito. Tomábamos cervezas heladas», recuerda

Cisneros.

Ribeyro se incorporó a las salidas tras una

temporada en que su propio departamento fungió

de pascana o parada para los ciclistas. «Tocábamos

la puerta para tomar agua y conversar», señala

Cisneros. Sin embargo, el poeta reconoce que los

largos paseos de su amigo cuentista se han

mitificado. «Julio estaba enfermo y se cansaba muy

rápido, por eso montaba dos cuadras o una

manzana, era más que nada su saludo a la

bandera», comenta.

Entre todas las bicicletas, la de Ribeyro destacaba

por su diseño pasado de moda y su mal estado. «Él

me decía que le daba vergüenza porque era vieja,

sencilla, antigua, sin cambios ni nada», comenta

Rey. Cisneros recuerda que la bicicleta era

pequeña, gastada y por el tamaño parecía la de una

niña. El vehículo iba acorde a la personalidad de su

dueño e inclusive lo utilizaba desde muy temprano

en la mañana para ir a comprar el pan y el

periódico.

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112

En esos años, Ribeyro también retomó una de sus

actividades deportivas favoritas: la natación.

Amaba entrar en el mar y recorrer grandes

distancias. Este pasatiempo lo había practicado

especialmente durante la niñez junto a su hermano

Juan Antonio. Juan Ramón Ribeyro Ipenza, hijo de

Juan Antonio, recuerda de forma especial los

paseos a la playa San Pedro, un lugar pequeño

donde se habían colocado unos kiosquitos en los

que compraban pescado para cocinar después del

ejercicio. «Le encantaba disfrutar de un rico

ceviche, le gustaba tanto como los platos caseros

que la hacía mi mamá”, cuenta su sobrino Gonzalo

De la Puente, hijo de Mercedes Zúñiga.

«Julio era un excelente nadador, al igual que mi

papá. De la nada, los dos viejos desaparecían en el

horizonte», menciona Juan Ramón Ribeyro. A

pesar de lo gratificantes que eran estos paseos, algo

le generaba mucha angustia. «Su cicatriz, producto

de las dos operaciones europeas, era demasiado

llamativa. Atravesaba gran parte de su huesudo

cuerpo», sentencia Ribeyro Ipenza. «A Julio le

encantaba el mar pero tenía vergüenza de

desnudarse porque era muy delgado. Cuando

estábamos en la playa él siempre estaba vestido»,

añade Cisneros.

Page 113: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

113

Para terminar con este problema y disfrutar a sus

anchas, Ribeyro le comentó en cierta ocasión a

Ampuero: «Hay que buscar un sitio donde pueda

nadar y no estemos ante la gente». Su amigo ideó

una solución. «Nos íbamos a nadar a las piscinas

del Country Club ‘Los Cóndores’ (Chaclacayo)

fuera de temporada». Aunque no hacía mucho

calor, disfrutaban de la dulce tranquilidad del lugar,

ya que nadie acudía por esas fechas. El grupo de

amigos se quedaba en las inmensas piscinas

durante horas bebiendo algunos vasos de whisky.

«Él nadaba muy bien pero no quería exponerse a la

mirada de la gente. Era muy flaco, no le gustaba

estar en ropa de baño delante de otras personas»,

narra Ampuero.

En Lima, Ribeyro también comenzó a acudir a las

corridas de toros. Gustaba mucho de ir a la Plaza de

Acho para deleitarse de esta antigua costumbre

colonial. «Él iba con sus amigos ‘los regios’, un

grupo integrado por Cisneros, Ampuero, Abelardo

Sánchez León y Jaime Campodónico”, cuenta el

periodista Eloy Jáuregui. El nombre representaba el

origen de los integrantes, quienes pertenecían a una

capa social acomodada. «También íbamos

nosotros, los lorchos o los cholos, del movimiento

hora zero», cuenta Jáuregui.

Page 114: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

114

En cierta ocasión, ocurrió un accidente. Cuando la

faena ya había terminado, alguien abrió fuego en el

lugar donde los lorchos y los regios se habían

sentado a tomar algunos tragos. «Comenzó a correr

bala. Lo único que recuerdo es que empujé a

Ribeyro al piso para protegerlo». El periodista lo

había conocido siendo niño, ya que su padre, el

librero Néstor Jáuregui, era un viejo amigo del

escritor. «Yo lo admiraba mucho y le había pedido

que me diera una entrevista muchas veces pero él

se negaba. Ese mismo día, después del accidente,

aproveché para pedírselo una vez más. Como

siempre, él se negó pero a cambio me dio el

número de su casa», cuenta Jáuregui.

«A Julio le encantaba salir a navegar, tenía yo

muchos amigos con veleros y en uno de estos

paseos marinos llegamos a la idea de que debíamos

comprar un velero a medias», cuenta Ampuero.

«Incluso llegamos a tener un tercer socio: Emilio

Rodríguez Larraín». El pintor y diseñador

Rodríguez Larraín, quien se autodenominaba el

guardaespaldas de Ribeyro, lo acompañó en

numerosas excursiones fallidas en busca de una

playa donde construir una casa hermosa para

descansar. Estas experiencias fueron narradas por

Ribeyro en el cuento La casa en la playa, donde el

protagonista realiza un extenso recorrido por playas

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115

como Conchán, San Bartolo, Punta Negra y Punta

Hermosa junto a su amigo Ernesto.

Ente otras de sus actividades favoritas también se

encontraba el dibujo. «Julio tenía una gran

habilidad para los óleos y los dibujos», explica

Cueto. Ribeyro se entretenía realizando dibujos que

él mismo calificaba como naïf. Esto en referencia a

su estilo cargado de espontaneidad y marcado por

el autodidactismo y los colores brillantes.

Ribeyro también disfrutó durante sus últimos años

de la adrenalina que le proveían los juegos de azar.

«Como buen solitario, Julio Ramón había

experimentado el vértigo de la ruleta. No es que

fuera un ludópata o que apostara grandes sumas,

sino que le atraía el frenesí del juego», cuenta

Guillermo Niño de Guzmán en el texto titulado «El

dragón de Baden-Baden».

En el artículo «El fantasma de Julio Ramón’,

Fernando Ampuero narra sus paseos por casinos de

lujo, llenos de luces y de alegres señoritas

dispuestas a servir diversos tragos a los jugadores.

«Pronto Julio Ramón, alias ‘el sutil Dostoievski’,

estrenó cábalas de tahúr profesional. Una de ellas

consistía en comenzar en la ruleta apostando

siempre al 35, dos o tres fichas colocadas sobre el

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116

paño verde con una media sonrisa”. El escritor

sentía que ese número le daba suerte y confiaba

plenamente en él. Lo sentía como un polo

magnético. «De hecho, confiando en ese número,

había acertado varios plenos en su vida de

jugador», explica Ampuero en su artículo.

A pesar de su gusto por los casinos durante las

noches, por las tardes prefería otras actividades.

«Yo veía a Julio Ramón casi todas las semanas

para almorzar», cuenta Jaime Campodónico, quien

conoció al escritor en 1988 en el restaurante ‘Las

Mesitas’ de Barranco a través de Guillermo Niño

de Guzmán. Campodónico se reunía con Cisneros,

Ampuero, Abelardo Oquendo, Juan Pastorelli,

Javier Silvia y Benjamín ‘Morros’ Moncloa.

Campodónico recuerda que al escritor le gustaba

mucho disfrutar de los pescados y las ensaladas, a

pesar de que comía muy poco. «Conversábamos y

tomábamos mucho vino. Le gustaba mucho el

box», cuenta el editor. «Era un tipo aficionado a la

buena mesa y los buenos vinos que paladeaba. Era

un degustador de las cosas», recuerda Cueto.

Aunque era un apasionado de la sazón, todavía le

costaba mucho comer. Ya no se veía obligado a

soportar cólicos devastadores ni a masticar durante

largos minutos bocados interminables pero la

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117

comida seguía siendo un tema delicado para él.

Como señaló en diversas oportunidades en su

diario personal, cuando la comida le resultaba

insoportable buscaba la forma de esconderla en

servilletas y arrojarla a la basura discretamente para

no herir a sus anfitriones.

Aunque nadie lo sospechaba, internamente Ribeyro

se sentía un tanto hastiado de la vida agitada y

libertina, como explica en su cuento «Surf». En

este relato, el escritor habla de su vida barranquina

y de las horas que pasaba observando a los tablistas

en las playas. Esa vida le había deparado momentos

de grata compañía y placeres concretos, gracias a

algunas aventuras con muchachas jóvenes que

habían puesto a prueba su virilidad. Pero el

‘empacho de vivencias’ también lo dejaba

empobrecido y defraudado. «Julio no era un gran

bebedor y casi no comía por sus problemas. No

trasnochaba demasiado porque se sentía cansado

muchas veces, aunque trataba de disimularlo»,

recuerda Cisneros.

***

Aquella noche del 94 transcurría igual que otras

noches. Rodolfo Hinostroza había decidido

organizar una fiesta en su casa y el ambiente era

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118

alegre. Sin embargo, Ribeyro no estaba igual que

otras noches. Estaba muy callado y parecía bastante

preocupado.

—Rodolfo, quiero que me hagas un favor —dijo

Ribeyro en voz baja en medio de la fiesta.

—Sí, dime – respondió Hinostroza, sin prestarle

mayor atención.

—Quiero ganar el Premio Juan Rulfo —respondió

Ribeyro en tono seco pero decidido.

—¿¿¿Quieres ganar el mismo premio que yo??? —

inquirió Hinostroza, notablemente alterado. El

poeta había ganado el concurso organizado por la

embajada de México en Francia en 1987.

—No, hay otro —dijo el escritor riendo—. El gran

‘Juan Rulfo’, el de la Feria Internacional del Libro

de Guadalajara. Alguien tiene que presentarme, yo

no puedo hacerlo solo —agregó tímidamente.

«El Juan Rulfo organizado por la FIL de

Guadalajara se otorga en honor a la trayectoria de

un escritor. Era imposible que Julio se presentara

solo. Después de esa reunión, hablé con Antonio

Cornejo Polar en la Universidad de Lima para que

apadrine y auspicie a Julio». Guillermo Niño de

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119

Guzmán, amigo íntimo del escritor, fue el

encargado de escribir la presentación. «Y ganó el

Premio», agrega, complacido, Hinostroza.

***

El teléfono timbraba sin cesar pero nadie

contestaba. Eloy Jáuregui repitió la llamada y

finalmente, Julio Ramón Ribeyro levantó el

auricular.

—Provecho, maestro –dijo Jáuregui al teléfono

tapándolo ligeramente con la mano izquierda, como

si estuviera contándole al oído un secreto al

escritor.

-Hola, Eloy –respondió parco Ribeyro,

notablemente aturdido y con voz somnolienta.

-Provecho, maestro, me dará usted alguito —repitió

Eloy con aire pícaro.

—¿¿¿Qué te pasa Eloy???, ¿qué cosa te pasa? —

inquirió Ribeyro, muy amargado.

—De los 100,000.

—¿Qué 100,000? —preguntó el escritor.

—¿Acaso no sabe, maestro? Del premio Juan Rulfo

que acaba de ganar. ¿Nadie lo ha llamado?

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120

—¿¿¿En verdad??? —respondió un dubitativo

Ribeyro— déjame confirmar. Y sin más, colgó el

teléfono.

Esa mañana, Jáuregui había decidido sentarse en

una de primeras computadoras de Panamericana

Televisión (canal 5) que tenía servicio de Internet.

Mientras revisaba los portales de noticias, una nota

le llamó mucho la atención. «Peruano gana premio

Juan Rulfo, 100,000 dólares, decía el titular.

Comencé a leer todo y vi que se trataba de JRR.

Inmediatamente lo llamé», cuenta Jáuregui.

A los pocos minutos, Ribeyro devolvió la llamada.

«Me contó que poco después lo llamaron de

México para notificarle. Estaba tan contento que

me dio la exclusiva de una entrevista para el día

siguiente», cuenta el periodista.

«Él me llamó a contarme del premio —recuerda su

hermana Mercedes con emoción—. Meche, ¿te

digo una cosa? He ganado el premio Juan Rulfo,

me dijo por teléfono el día en que lo llamaron

desde México». «¿Qué cosa es eso? le contesté»,

cuenta ella, «Estaba realmente contento cuando me

lo dijo, fue apenas semanas antes de morir», agrega

Ribeyro Zúñiga.

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121

Ribeyro ya tenía programado un viaje a Nueva

York en el mes de octubre junto a Ana Chávez,

previo al anuncio del premio. Para su primer viaje a

Estados Unidos, el escritor le había pedido a

Fernando Ampuero un gran mapa de dicha ciudad

que él atesoraba mucho. «Era un mapa lindísimo

que se abría en varias partes. Un día me llamó para

hablar del mapa y luego me dice: ‘No le he dicho

nada a nadie, sólo te lo voy a decir a ti. He ganado

un premio muy importante’», cuenta el periodista y

escritor.

Los amigos fueron esa misma noche al bar del

restaurant ‘La Rosa Náutica’, local que por

entonces tenía también un casino. Allí, Ribeyro le

confesó todo, no sin antes arrancarle la promesa de

que todavía no publicaría la noticia. «Llamamos a

Anita, tomamos unas copas. Como iba a demorar,

entramos al casino a hacer tiempo. Debido a la

suma que había ganado pudimos volver a hablar del

proyecto de comprar el velero. Estábamos tan

contentos que pasamos al casino para entretenernos

y ganamos tres mil dólares», cuenta Ampuero entre

alegría y nostalgia.

«La guinda que coronó el pastel fue el Premio Juan

Rulfo que le darían en México en 1994 y que

significaba el reconocimiento internacional a toda

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122

su carrera. Ribeyro solía bromear respecto a los

cien mil dólares de la bolsa con la que estaba

dotado el galardón. Decía que era un capital

perfecto para tentar a la fortuna en Montecarlo»,

cuenta Guillermo Niño de Guzmán en el texto

titulado «El dragón de Baden-Baden».

El día del anuncio público del premio, Ribeyro

organizó una gran fiesta en su departamento de

Barranco. «Convocó una reunión con unas veinte o

treinta personas. Fue una gran fiesta», recuerda

Jaime Campodónico.

A la mañana siguiente de la reunión, se había

comprometido a darle una entrevista al periodista

Jorge Coaguila. El escritor lo recibió entre los

rezagos de la algarabía. «Había un desorden total y

muchas colillas de cigarrillo«, cuenta Coaguila.

«Ribeyro observaba con alegría y con temor este

triunfo porque nunca había estado expuesto a tantas

llamadas telefónicas, llamadas del extranjero. Ese

día me mostró varios faxes de países como

Argentina, México y España«. A pesar de su

costumbre de rechazar a la prensa, el escritor

accedió a brindar muchas entrevistas a gente que no

conocía.

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123

Durante la primera semana de septiembre, Ana

Chávez decidió organizar una gran celebración para

su amado en su casa. A la reunión acudió toda la

familia y cincuenta amigos del escritor, desde el

más antiguo hasta el más reciente. La casa era

amplia y espaciosa, razón por la cual Ribeyro se

permitió invitar personas a sus anchas. «Éramos sus

amigos de toda la vida, el más antiguo era Leslie

Lee que fue compañero de banca de Julio, hasta el

último, Niño de Guzmán, que era el más joven»,

cuenta Hinostroza. Por aquella época, el poeta

dirigía una revista gastronómica llamada

‘Anfitrión’ donde eventualmente se publicaban

notas sociales. Para la ocasión, Hinostroza había

invitado el fotógrafo de la revista con el objetivo de

registrar el momento y guardar las fotos para el

recuerdo. «Yo no quería publicar esto en mi revista

sino tener un testimonio de Julio», afirma el poeta.

—Oye, yo no quisiera que esto se divulgue —dijo

Ribeyro a su amigo en medio de la fiesta.

—Si no quieres no va a salir, esto es una cosa

confidencial, son sólo fotos para nosotros nada más

—respondió Hinostroza.

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124

—Habla con Ana, ella tiene una cámara —insistió

el escritor. Hinostroza se acerca a Chávez para

tratar de convencerla.

—Mira, ha venido mi fotógrafo y yo quisiera sacar

unas tomas…

—No, no, yo con mi cámara voy a sacar fotos —

respondió Chávez indiferente y se marcha.

«Le invité un whisky más a mi fotógrafo y le dije

‘piña pues’ y lo despaché. Tiempo después, luego

de la muerte de Julio, me encontré con Ana

Chávez. Ella me dijo ‘Si hay algo de lo que me

arrepiento es de no haberte dejado sacar esas fotos

porque no tomé ninguna y hubiese sido su último

gran testimonio», cuenta Hinostroza.

***

Los días previos al viaje hacia Nueva York

estuvieron colmados de alegría y buenas

experiencias. Ribeyro recibió en Lima a los pocos

días de haber sido notificado de su victoria a un

escultor mexicano de apellido Gómez. Era él quien

tenía la misión de realizarle un llamativo busto de

bronce, insignia particular y regalo por parte de los

organizadores del premio Juan Rulfo. Gómez debía

fotografiar desde todos los ángulos al ganador para

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125

basar en dichas imágenes su trabajo. La reunión se

llevó a cabo en el restaurante del ‘Negro’ Flores,

lugar que hoy ya no existe, mientras Ribeyro

almorzaba con su amigo Fernando Ampuero.

La semana previa a su partida, el escritor acudió a

algunos cumpleaños, almuerzos, presentaciones de

libros y todo tipo de eventos. Apenas algunos días

antes, Ribeyro había participado en la presentación

del libro Malos Modales de Ampuero junto a

Antonio Cisneros y Mirko Lauer. El evento había

sido organizado en un local ubicado en el Puente de

los Suspiros en Barranco.

«La última vez que lo vi sano después de la

presentación fue en su almuerzo de despedida»,

cuenta Ampuero. La reunión fue celebrada dos días

antes de su partida. Para tan grata ocasión, el grupo

de amigos se congregó en el restaurante ‘El Suizo’

ubicado en La Herradura, Chorrillos.

«La última foto que tengo de él estando bien es del

16 de septiembre, al día siguiente almorzamos y el

28 de septiembre se fue de viaje. Cuando volvió

llegó directo a internarse en la Clínica

Americana», cuenta Campodónico. El regreso del

cáncer había tomado a todos por sorpresa. «Él

pensaba que eran los pulmones pero el cáncer

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empezaba por la columna, los riñones. Era

sorprendente porque antes del viaje él se sentía

muy bien. Aunque no había cobrado, ya estaba

gastándose la plata del premio. Quería comprarse

una lancha para ir a pescar. Estaba muy animado,

con ganas de seguir publicando y aparecer más en

público», cuenta su editor.

Julio Ramón Ribeyro tuvo un cáncer muy

pernicioso. De las primeras operaciones conservaba

una cicatriz que lo atravesaba desde el esternón,

rodeaba su abdomen y llegaba hasta su espalda. En

los años setenta se le dio como pronóstico de vida

un año pero él se mantuvo firme. «Él había visto a

un tipo que con su cáncer había sobrevivido cinco

años, que era el paradigma pero él sobrevivió

mucho más», recuerda su sobrino Juan Ramón

Ribeyro.

«Mi tío no pesaba ni cuarenta kilos. En Europa ya

le habían sacado parte del esófago, tres cuartas

partes del estómago y parte del intestino —comenta

Ribeyro Ipenza—. Era tan delgado que los huesos a

veces le hacían heridas desde adentro hacia afuera.

No podía estar sentado mucho tiempo porque eso le

dolía mucho. Era un hombre particularmente

débil»,

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127

Efectivamente, el cáncer nunca había desaparecido,

la temida ‘crisis cangrejoide’ que lo había

atormentado en la década de los 70 había retornado

con gran fuerza y ésta vez la enfermedad no iba a

darle tregua.

El escritor fumaba demasiado, a pesar de tenerlo

prohibido debido al primer cáncer. Su estómago

estaba muy reducido, razón por la que ingería

pequeñas porciones de sopa o puré varias veces el

día. Producto de la mala alimentación se le había

desencadenado anteriormente una tuberculosis

pulmonar. Sin embargo, también había logrado

sobreponerse a este problema. «Él no quería

morirse y dejó de fumar 5 años pero no pudo

escribir nada, decía que en una mano le faltaba

algo. Al fin, decidió volver al cigarro», recuerda

Juan Ramón Ribeyro.

El regreso de los malos hábitos quizás aceleró la

reaparición fulminante del cáncer. Fue en Estados

Unidos que el escritor se puso muy delicado y tuvo

que interrumpir su viaje para volver de urgencia.

Tras haber realizado una escala en Miami, ciudad

donde se rencontró con el pintor Emilio Rodríguez

Larraín, el escritor empezó a sentirse muy débil y le

costaba respirar. «Ahí se sintió mal, se hizo un

chequeo en una clínica y descubrieron que había

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128

recrudecido el cáncer que tenía veinte años atrás»,

comenta el poeta Rodolfo Hinostroza. El escritor

se vio obligado a regresar a Lima, sin poder pasar

antes por México a recoger su premio. «Murió a los

meses, fue un cáncer fulminante. Yo tenía una

novela que estaba escribiendo y quería que Julio

fuera mi primer lector pero se fue sin leerla, no la

terminé a tiempo para él», comenta apenado

Rodolfo Hinostroza

El último cáncer complicó muchísimo la salud del

escritor. Los médicos de la Clínica Americana se

vieron obligados a extraerle los uréteres, la vejiga y

algunos otros órganos. El diario Expreso publicó el

7 de noviembre de 1994 una nota confirmando que

a Julio Ramón Ribeyro se le había extirpado

también uno de los riñones durante el día anterior.

El día 9 del mismo mes, debido a los altos costos

del establecimiento médico, el paciente Ribeyro fue

trasladado a Instituto Nacional de Enfermedades

Neoplásicas (INEN), lugar donde finalmente

falleció. «Ya casi no tenía órganos. Aunque

trataron de prolongarle la vida no pudieron, era

imposible», cuenta su sobrino Juan Ramón

Ribeyro.

Mientras permaneció internado en la clínica, Alida

Cordero se trasladó a Lima para acompañar a su

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129

esposo, situación que dificultó mucho los últimos

encuentros entre Ana Chávez y JRR. «En el

hospital, Anita tenía que verlo a escondidas, sólo

cuando se iba Alida podía entrar», recuerda

Fernando Ampuero.

Jaime Campodónico, al igual que muchos de sus

amigos, acudió a visitarlo tanto a la clínica como al

Neoplásicas. «Le llevé un VHS con los mejores

goles de los mundiales para que se distrajera. Eso

fue al principio porque después las visitas eran más

restringidas», recuerda su editor. Fue a inicios de

noviembre que los médicos las suspendieron

totalmente debido a su delicado estado de salud.

«Él recibía muchas visitas, demasiadas visitas para

su gusto», comenta Ribeyro Cordero.

«La última vez que traté de verlo fue en el

Neoplásicas. Acudí con un grupo de cuatro

personas cuando Julio ya estaba desahuciado y

sabíamos que pronto iba a morir. En ese grupo

estaba Guillermo Niño de Guzmán, a quien Julio le

dijo que quería ser enterrado con una botella de

vino Gigondas. Aunque sabíamos que estaba

prohibido, nosotros fuimos necios y llegamos a

despedirnos», comenta Rodolfo Hinostroza.

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130

Cuando llegaron a la habitación, Hinostroza tocó la

puerta delicadamente.

—¿Sí? —respondió una enfermera al asomarse.

—Señorita, ¿podemos entrar a ver a Julio? —

preguntó el poeta.

—No puede recibir visitas —respondió cortante la

mujer vestida de blanco.

Minutos después, la enfermera optó por salir del

cuarto. La puerta ha quedado entreabierta. En aquel

pequeño espacio Hinostroza logró divisar el cuerpo

débil y delgado de su amigo. Ribeyro estaba

sentado en la cama, se le veía muy pálido y serio.

El escritor mantuvo la mirada hacia el frente y

aunque percibía las miradas sobre él y los saludos,

no quiso voltear. El escritor movió la cabeza

lentamente más de una vez para transmitir su

negativa. Ya no quería verlos.

«Yo vi cómo movía la cabeza en forma negativa

sin mirarme. Como queríamos despedirnos y no

nos dejaba tuvimos que despedirnos a gritos»,

recuerda Hinostroza.

—¡¡¡Adiós, Julio!!! —gritó el grupo a coro—

¡Adiós, Julio! —exclamaron hasta que fueron

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expulsados del pabellón por los efectivos de

seguridad.

El cáncer reapareció y se llevó a Julio Ramón

Ribeyro sin permitirle ninguna corta recuperación,

tan sólo le traía recaídas, hemorragias y malestares.

Con el paso de los días, los dolores se

intensificaban. Ya no era posible mitigarlo con

morfina, la cual le era aplicada religiosamente cada

cuatro horas. Esta droga lo calmaba pero el dolor

era tan fuerte que el efecto desaparecía pronto.

«No todos soportan un cáncer tan doloroso como el

de mi padre. A él tenían que darle morfina para que

resistiera pero esta droga te elimina completamente

el hambre. Eso termina deteriorándote muy rápido.

Es una especie de círculo vicioso», explica Ribeyro

Cordero. La noticia de la enfermedad tomó por

sorpresa al hijo del escritor, quien se encontraba en

pleno viaje de preproducción para su primer

largometraje. «Yo estaba afinando detalles sobre el

guion y el decorado de Puro veneno, una película

catalana, cuando mi mamá me dijo todo de golpe:

‘tu padre está muy enfermo y este cáncer ya no se

va a curar», revela Julio Ramón Ribeyro Cordero

casi en un susurro, como si no quisiera escucharse a

sí mismo unir el nombre de su padre con la muerte.

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132

El joven viajó al Perú casi de inmediato. «Me

quedé esperando que se mejore, que no se mejore.

Podía morir en un año más o morir en ese

instante», señala Ribeyro. Sin embargo, para nadie

era un secreto que el dolor parecía estarse

comiendo vivo al escritor. «A Guilllermo Niño de

Guzmán le pidió que lo ayudara a morir porque

sufría mucho, le pidió explícitamente una eutanasia

en más de una ocasión», revela Antonio Cisneros.

Pero Ribeyro Zúñiga no quería morir en una clínica

y batalló durante semanas para que le permitieran

volver a casa. Poco antes de fallecer, el escritor

pidió a su amigo Niño de Guzmán que pusiera a

buen recaudo sus diarios íntimos, textos que quería

que fueran publicados por Jaime Campodónico.

«Me decía ‘yo quiero que tú me publiques, así

tenga que prestarte la plata o ir a promocionar mi

libro al programa de Gisela”, recuerda

Campodónico. El escritor apreciaba las últimas

ediciones de sus textos y estaba decidido a sacar los

doce tomos de su diario íntimo. «Cuando Alida

vino se los llevó. Yo los he visto en su

departamento. Existían también los ‘Cuentos de

Luder’, no los llegué a sacar porque me dijo que los

tenía que corregir», agrega Campodónico.

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133

En relación a los diarios, Lucy Ipenza, viuda del

hermano del escritor, señala: «Él mismo le dijo a

Juan Ramón que se llevara los diarios a su casa

porque no quería que quedaran a la deriva.

Confiaba en que él pudiera publicarlos, pero Alida

se dio cuenta de que faltaban y pidió que se los

entregaran».

***

Ribeyro quería salir del hospital para reunirse con

sus mejores amigos a tomarse unos vinos, a modo

de velada final. Aunque trató de sobornar a una

enfermera para lograr su objetivo, finalmente no lo

consiguió.

«El día de su muerte se terminó la morfina y

tuvimos que ir a desaduanar un lote. Movimos

muchas influencias para lograrlo pero no pudimos

llegar a tiempo”, recuerda Juan Ramón Ribeyro.

«Sabíamos que el cáncer le iba a cobrar factura y,

como él mismo decía, estaba ‘sobregirado», agrega

su sobrino. «Los últimos días no quisiera ni

recordarlos. Su enfermedad fue muy penosa, tanto

para él como para nosotros. Fueron dos meses y

medio muy duros», comenta su sobrino Gonzalo

De la Puente.

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134

«Mi hermano murió tranquilo, se fue yendo, se fue

apagando poquito a poquito. Sufrió mucho antes de

ese momento pero al morir parecía no tener dolor.

Se fue en los brazos de Alida”, recuerda su

hermana Mercedes Ribeyro. Aunque ella no podía

aguantar las lágrimas, Cordero se esforzaba por

recordarle que era peor que él las viera tan tristes.

«En el cuarto sólo estaba ella, mi hijo Claudio De

La Puente que es su ahijado, y yo”, señala ella.

—Julio, ya te ha sido otorgado el Juan Rulfo en una

ceremonia bellísima con fuegos artificiales y

bombardas —le dijo su hermana tratando de

contener el dolor.

Él sonrío.

—¿Quieres que te lea lo que dijo Julito? —

preguntó a su hermano mientras su respiración

parecía hacerse cada vez más lenta

—A ver, léelo —respondió con un hilo de voz sin

abrir los ojos.

«Un mueble con la máquina de escribir que durante

años me impidieron dormir a gusto, las

interminables pláticas entre escritores

latinoamericanos, mi participación forzada como

lector en esas reuniones, aburrido, dormido,

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135

despierto, cansado. Durante muchos años tuve la

ingenua creencia de que sus relatos no salían del

hogar y ahora termino descubriendo que esos textos

han llegado a tantos lugares ajenos a nuestro

departamento». Con estas palabras, el hijo del

escritor dio inicio al discurso de recepción del

Premio Juan Rulfo de 1994.

Perdió la conciencia seis horas antes de morir.

Finalmente, a las 9:30 de la mañana del domingo 4

de diciembre, Julio Ramón Ribeyro falleció debido

a una afección renal que se complicó con una

deficiencia pulmonar sin recibir personalmente el

gran premio de su carrera, sin presenciar la

ceremonia en México y sin disfrutar de los 100,000

dólares de los que ya era dueño.

***

Según publicaron diversos diarios como El Sol,

Expreso y La República, los médicos de la clínica

Americana descubrieron al operarle la uretra y un

riñón que el cáncer ya se había extendido hasta la

columna. «Inexplicablemente, cuando venía

mejorando en el Neoplásicas fue atacado por una

neumonía que lo apartó de la vida”, declaró Alida

Cordero a la Agencia France Presse.

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136

Fue justamente Cordero quien recibió junto a su

hijo el premio Juan Rulfo en Guadalajara (México),

ocho días antes de la muerte de su esposo. El 27 de

noviembre, durante la celebración oficial, se

leyeron dos discursos. Las palabras del hijo de la

pareja fueron motivas y espontáneas; totalmente

opuestas a las de Cordero, quien se ocupó de leer

un texto elaborado por el propio Ribeyro para la

ocasión.

«Mis cuentos representan quizá la última tentativa

de un escritor que aún creía en los géneros

literarios y en las historias por contar. Al

escribirlos, en la pobreza o en la bonanza, en mi

país o fuera de él, en unas horas o años de

correcciones, sólo he querido que ellos entretengan,

enseñen o conmuevan. Y he querido también

proporcionarme un placer a mí mismo, pues

escribir, después de todo, no es otra cosa que

inventar un autor a la medida de nuestro gusto»,

leyó Alida Cordero frente a los asistentes.

Sólo un día después se llevó a cabo la fiesta de

gala. Un periódico local destacó la noticia. «Su

nombre se escribió con fuego en medio de la

danza», escribió Alejandro Sánchez Aizcorbe. Esto

pudo ser logrado mediante efectos pirotécnicos que

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137

se proyectaron mientras los bailarines mexicanos

movían sus coloridos vestuarios.

El recuerdo del evento es agridulce para Ribeyro

Cordero. «Fue un momento de mucho orgullo y

también fue muy triste. Al final de la entrega del

premio supimos a distancia que mi padre se

encontraba en las últimas. Mi madre tuvo que irse

de emergencia a Lima», recuerda el hijo del

escritor. «Era la distinción literaria de más alta

calidad continental en su carrera y no la pudo

disfrutar a plenitud», declara De la Puente en el

artículo «Entre bombazos del terror y de la gloria».

Pero este no era el único drama que Ribeyro

Cordero debía soportar. Mientras se encontraba de

vuelta en París para resolver una emergencia,

recibió la sorpresiva visita de su mejor amiga y ex

novia. «Yo estaba en casa con mis amigos y mi

mamá llama llorosa. Le colgué rápido pero me

quedé con la sensación de que no se atrevía a

decirme algo», señala el hijo del escritor. Al

escuchar tanta bulla, Cordero decide no contarle la

noticia. Es así que optó por notificarle la situación a

la mejor amiga y ex novia de su hijo, quien se

encargó de darle la noticia.

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138

Aunque el cuerpo debía ser enterrado en el

Mausoleo Ribeyro ubicado en el Presbítero

Maestro, fue Cordero quien desistió al ser

trasladada hasta allí para observar el lugar. «Dijo

que estaba muy lejos y en una zona fea, peligrosa.

Ella no quiso poner allí el cuerpo», recuerda

Mercedes Ribeyro.

Fue así que se eligió como última morada del

escritor el cementerio ‘Jardines de la paz’ de La

Molina. Los restos de Ribeyro debieron

permanecer tres días en una cámara conservadora

del cementerio. «Su cuerpo embalsamado estuvo

guardado en una cámara fría para poder ser

enterrado apenas llegara Julito de París», señala

Mercedes Ribeyro.

Cuando Ribeyro Cordero arribó al Perú tras veinte

horas de vuelo desde Estados Unidos, el cuerpo fue

trasladado a la iglesia Santa María Reina de San

Isidro, lugar donde se realizó el velorio.

«Acudieron pocas personas, sólo la gente cercana.

Fue algo íntimo, muy pequeño, sencillo», recuerda

Mercedes Ribeyero. Durante las horas que

permaneció allí fueron a despedirse cientos de

tristes lectores así como personajes reconocidos del

mundo literario y sus amigos Guillermo Niño de

Guzmán, Fernando Ampuero, Antonio Cisneros y

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139

Jaime Campodónico. En la iglesia, el ataúd color

madera fue colocado debajo de un crucifijo y

permaneció cubierto de hermosas flores blancas.

El 8 de diciembre por la mañana, previo al traslado

al camposanto, el padre Abelardo Crisanto rindió

una misa de cuerpo presente al escritor. Finalizada

la ceremonia, su hijo pidió a todos los asistentes

que salieran del lugar y se quedó a solas con la

familia frente al cuerpo por un largo rato para

despedirse. Cerca de las 10:40am, el cuerpo fue

trasladado al camposanto. Del brazo de su madre,

Cordero subió el automóvil que siguió a la

caravana fúnebre hasta el cementerio.

Un centenar de personas se reunieron alrededor de

la tumba abierta en la tierra. Bajo un pequeño toldo

color azul se colocaron los familiares y principales

allegados. Dos de los hermanos del cuentista, Juan

Antonio y Mercedes Riberyo, ocupaban la fila más

próxima al ataúd junto a Alida Cordero, su hijo y la

mejor amiga de éste, quien decidió acompañarlo en

este duro proceso. Su hermana menor, Josefina, no

pudo asistir a despedirse porque que se encontraba

radicando en Estados Unidos. La familia entera, a

excepción de Ribeyro Cordero y de su tía

Mercedes, portaba enormes anteojos negros y

llevaban las manos cruzadas.

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140

«Yo me puse una pared durante el entierro. Estaba

totalmente aburrido y me preguntaba cuándo iba a

terminar todo eso. Simplemente no lloré, no hubo

ningún esfuerzo para aguantar las lágrimas. Estaba

en una nebulosa, no recuerdo casi nada de aquel

día», explica Ribeyro Cordero.

Alida Cordero, Luis Jaime Cisneros, Guillermo

Niño de Guzmán y Fernando de Syszlo brindaron

discursos de despedida. El lingüista Luis Jaime

Cisneros recordó la inagotable imaginación de

Ribeyro. Niño de Guzmán ponderó sus cualidades,

y resaltó que Ribeyro gozaba de placeres sencillos

y tenía ganas de vivir. Finalmente, Syszlo leyó un

homenaje póstumo enviado desde el exterior por el

doctor Javier Pérez de Cuellar. También asistieron

personajes como el entonces congresista Luis

Enrique Tord, el entonces presidente del Instituto

Nacional de Cultura Pedro Gjurínovic, el ex primer

ministro Óscar de la Puente y el cineasta Luis

Llosa, vecino de Ribeyro, quien comentó acabada

la ceremonia que siempre lo veía en su terraza

reflexionando frente al mar con un cigarrillo en los

labios.

Para María Laura Rey, su entierro y su velorio

siguieron la línea de lo absurdo que destacaba en

los cuentos ribeyrianos. «Durante su velorio lo

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141

curioso fue el padre que no sabía cómo se llamaba

el muerto, se equivocó varias veces con su nombre.

Era insólito», comenta indignada María Laura Rey.

«Además, una de las personas que habló en su

entierro fue alguien que jamás fue su amigo y no le

caía muy bien a él», agrega.

Su viuda, su hijo y sus hermanos colocaron

claveles rojos y blancos sobre el féretro. Al medio

día, los restos del escritor se hundieron en la tierra.

Dentro de su ataúd, Ribeyro llevaba una botella de

su vino tinto favorito, dos cajetillas de cigarros

marca Malboro, un encendedor y un saca corchos.

Estos elementos fueron colocados dentro del féretro

cuando el camposanto estaba casi vacío. «Yo traje

de París un Saint-Emilion de parte de Fernando

Carvallo, su mujer lo recogió de mi casa y luego sé

que lo pusieron en su ataúd», recuerda el periodista

científico Tomás Unger, quien conoció al escritor

cuando ambos acudían al Colegio Champagnat.

«Nosotros llegamos tarde al velorio. Los

periodistas impertinentes nos preguntaban muchas

cosas, yo me peleé con uno porque no me daba la

gana de declarar en ese momento. Niño de Guzmán

puso una botella de vino dentro del ataúd. Fue una

cosa muy ceremonial», señala el poeta Cisneros.

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142

«Julio tenía 65 años y muchas ganas de vivir. En su

ataúd, como si se tratara del entierro de un antiguo

soberano inca, su hermano Juan Antonio y yo

colocamos una botella de un preciado burdeos que

le había enviado un amigo desde París y varios

paquetes de su marca preferida de cigarrillos»,

recuerda Niño de Guzmán en su texto «El Dragón

de Baden-Baden».

Después de ser enterrado se colocó una lápida de

mármol claro con un epitafio particular. Se trataba

de un fragmento de su libro Prosas Apátridas, la

prosa número 200. «La única manera de continuar

en vida es manteniendo templada la cuerda de

nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el

futuro”, quedó marcado en la loza.

Los medios recordaron su muerte por varios días.

Inclusive con motivo del mes de su fallecimiento,

algunos periódicos cubrieron la misa ofrecida en la

parroquia Virgen Milagrosa del parque Kennedy

(Miraflores), lugar donde el escritor también hizo

su primera comunión.

***

La efigie develada en la ceremonia del Premio Juan

Rulfo por Carlos Salinas de Gortari, quien entonces

era presidente de México, fue entregada por Alida

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143

Cordero al alcalde de Miraflores. El hermoso busto

de bronce fue colocado por la municipalidad en el

segundo óvalo de la avenida José Pardo, en el

parque Morales. La ubicación era perfecta, ya que

desde el ‘óvalo Ribeyro’ parecía mirar hacia la casa

que había construido su padre para su familia. Pero

el destino una vez más quiso jugarle una mala

pasada al escritor. «Delito de lesa cultura», tituló el

diario El Sol el 30 de agosto del 97. La escultura

había sido robada.

La misma noche del robo, la rotonda fue cercada

por varios metros de cinta amarilla que trataba de

proteger aquel último espacio donde Ribeyro

todavía observaba minuciosamente. «Se la

fumaron. La volvieron a hacer de cemento y la

pintaron de bronce pero ya no era igual. ¿No es

ribeyriano que le hayan sucedido estos chascos

gracioso y, de alguna manera, irónicos?», comenta

al respecto Fernando Ampuero.

El monumento que estaba ubicado sobre una gran

columna había pasado desapercibido para la

mayoría hasta que su desaparición. «¿A dónde se

fue la cabeza de Ribeyro?”, preguntó la periodista

Doris Bayly en un artículo publicado en la revista

Somos en octubre del 97. Todo indicaba que había

sido removido por ‘sujetos inescrupulosos’ que

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144

‘sólo dejaron los alambres que sostenían la figura’.

El hurto representó un verdadero atentado contra el

recuerdo del escritor.

«Se lo robaron pero antes de eso ya se había

perdido en el espacio. La plaza era muy grande

para el tamaño del busto. Era para tenerlo en casa”,

señala Cisneros. Doris Bayly coincide con el poeta.

«Nadie entiende por qué el Municipio decidió

colocarlo allí sin ceremonia alguna, cuando debido

a sus dimensiones debía ser colocado en un espacio

más pequeño como una biblioteca, museo o recinto

cerrado”, señaló. Las autoridades se limpiaron las

manos asegurando que se trataba de un atentado

por parte de una banda de drogadictos.

Para Guillermo Niño de Guzmán, el suceso estaba

totalmente acorde a lo vivido por Ribeyro. «A Julio

Ramón no le importaría un pepino porque es

consecuente con su trayectoria del fracaso. Incluso

después de muerto sigue tentándolo», afirmó el

escritor a Bayly.

«Parece un final de cuento ribeyriano, y sí, lo es de

algún modo. Un final con su sorpresa y su

desencanto, con su encogida de hombros, con su

resignada frustración y con su silencio”, narra

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Ampuero en el texto «Cosas raras que le pasaban a

Julio Ramón».

«Tras el robo, de vez en cuando, con lentitud,

circulaba por el óvalo un taciturno automóvil, y

luego el silencio de la noche se podía tocar con las

manos», narra Ampuero en su artículo. «Pero sin

lugar a dudas, Julio estaba ahí, en ese frío y en ese

silencio, en ese pedestal vacío, más presente que

nunca».

«Los secretos de su personalidad nadie va a poder

descubrirlos y ponerlos a la luz. Sus angustias

ahora han quedado ocultas para siempre», sostiene

su hijo. Con la desaparición del busto, Ribeyro

consiguió una vez más regresar al silencio y

demostrar, aún después de muerto, que su historia

estaba marcada por la lenta y trágica agonía de un

perdedor.

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Línea de tiempo

Sábado 31 de Agosto de 1929: Nace Julio Ramón

Ribeyro

1935: Se traslada a estudiar en el Colegio

Champagnat de los Hermanos Maristas donde

concluye sus estudios escolares en 1945.

1945: Fallece Julio Ribeyro, padre del escritor,

víctima de la tuberculosis.

1948: Ingresa a la Pontificia Universidad Católica

del Perú a la facultad de Letras y Derecho.

1952: Gana la beca de periodismo del Instituto de

Cultura Hispánica de Madrid. Es así que parte el 20

de octubre en el barco Americo Vespucci. Arriba a

Barcelona el 14 de noviembre del mismo año.

Ingresa a la Universidad Complutense de Madrid.

1953: En el mes de julio pasa a estudiar literatura

francesa en la Universidad La Sorbona (París).

1954: Julio Ramón Ribeyro establece su primera

relación sentimental formal en Europa. Se enamora

de la joven peruana Cathy Herrera, quien lo marca

profundamente.

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147

1955: Se establece durante un año en Munich

(Alemania).

1957: En el mes de abril se establece de forma

momentánea en Amberes (Bélgica) donde trabaja

en la fábrica de productos fotográficos AFTA. Allí

conoce y se enamora de una joven menor que él

llamada Mimí.

1958: Regresa por primera vez a Lima en barco.

Hace esta travesía junto a su gran amigo Hernando

Cortés.

1959: En septiembre acepta dirigir el departamento

de extensión cultural de la Universidad de

Huamanga (Ayacucho).

1960: Gana el premio nacional de novela por

Crónica de San Gabriel. Se establece

definitivamente en París.

1961: Ingresa a trabajar a la agencia France Press

como redactor y traductor, oficio que asumió

durante una década.

1963: Gana el premio de Novela del Diario

Expresso.

1966: Se casa con Alida Cordero.

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148

1971: Es nombrado agregado cultural en la

embajada peruana en Francia.

1972: Es nombrado representante alterno del Perú

ante la UNESCO (Organización de las Naciones

Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura).

1973: El 12 de enero de 1973 es operado por

primera vez debido al cáncer de esófago. Es

internado y operado por segunda vez a mediados

del mismo año. Es nombrado Ministro Consejero

en la Embajada peruana en Francia.

1975: El 16 de enero se entera que padece cáncer

desde hace dos años. Su familia había preferido

ocultarle la gravedad de su enfermedad. Para ese

momento, ya ha sido nombrado delegado adjunto

permanente de la UNESCO.

1983: Gana el Premio Nacional de Literatura.

1986: Es nombrado embajador peruano ante la

UNESCO. Asimismo, recibe la Orden del Sol de

manos del entonces presidente Alan García Pérez.

1990: Abandona por completo sus funciones ante la

UNESCO. Se comienza a establecer en Lima de

forma definitiva.

1993: Gana el Premio Nacional de Cultura.

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149

1994: En julio celebra la semana del autor de la

Casa de América de Madrid en su honor. Gana el

premio Juan Rulfo. Recibe la noticia en plena salud

pero recae cuando se encuentra de viaje en Nueva

York (Estados Unidos). Es trasladado de

emergencia a Lima y operado en noviembre del

mismo año.

Domingo 4 de diciembre de 1994: Muere Julio

Ramón Ribeyro, víctima del cáncer terminal.

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Anexo fotográfico

Niño de Guzmán y Ribeyro. 1993. Foto de María

Cecilia Piazza.

Departamento de Barranco.1994. Con el narrador

Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros.

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Julio Ramón Ribeyro. 22 diciembre de 1980. Cave

rue du Dragon. París. Foto: Jorge Deustua.

Departamento de Barranco. 1991. Julio Ramón

Ribeyro junto a sus hermanos Mercedes y Juan

Antonio.

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152

Julio Ramón Ribeyro y su hijo, Julio Ribeyro

Cordero. 1983.

El escritor junto a su amigo Washington Delgado.

1980.

Page 153: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

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Julio Ramón Ribeyro recibe la Orden del Sol de

manos del presidente Alan García. 6 de abril de

1986.

El escritor en su apartamento de París. 2 de

noviembre de 1980. Foto: Jorge Deustua

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Entrevistas

Sábado 10 de Septiembre 2011:

Juan Ramón Ribeyro Ipenza (personal)

Lucy Ipenza de Ribeyro (personal)

Martes 20 de Septiembre 2011:

Mercedes Ribeyro Zúñiga (telefónica)

Miércoles 21 de Septiembre 2011:

Jorge Coaguila (personal)

Viernes 23 de Septiembre 2011:

Rodolfo Hinostroza (personal)

Lunes 26 de Septiembre 2011:

Fernando Ampuero (personal)

Martes 27 de Septiembre 2011:

Jaime Campodónico (personal)

Ramiro Escobar (personal)

Gonzalo de la Puente Ribeyro (virtual)

Viernes 30 de Septiembre 2011:

Pablo Macera (personal)

Miércoles 19 de Octubre 2011:

María Laura Rey (personal)

Eloy Jáuregui (personal)

Page 155: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

155

Viernes 21 de Octubre 2011:

Julio Ribeyro Cordero (virtual)

Miércoles 26 de octubre 2011:

Mercedes Ribeyro Zúñiga (personal)

Jueves 27 de octubre 2011:

Alonso Cueto (personal)

Viernes 4 de noviembre 2011:

Antonio Cisneros (personal)

Lunes 7 de noviembre 2011:

Tomás Unger (telefónica)

Martes 24 de Abril 2012:

Julio Riberyo Cordero (personal)

Archivo

Archivo fotográfico familiar de Mercedes Ribeyro

Zúñiga.

Archivo fotográfico familiar de Lucy de Ribeyro

Ipenza.

Archivo diario El sol, Ojo y Expreso año 1994.

Page 156: Julio Ramón Ribeyro: la agonía del perdedor

156

Archivo diario La República 1994, 2010 y 2011.

Archivo revista Somos año 1997.

Entrevista a JRR realizada por Ernesto Hermoza

para el programa Presencia Cultural. Septiembre de

1994. Archivo canal 7.

Bibliografía

AMPUERO, Fernando. ‘Cosas extrañas que le

pasaban a Ribeyro’ y ‘El fantasma de Julio

Ramón’. Textos inéditos.

COAGUILA, Jorge {compilador} (1998) Las

respuestas del mudo. Lima: Jaime Campodónico.

ELMORE, Peter (2002) El perfil de la palabra.

México DF: Fondo de Cultura Económica.

FERREIRA, César y MÁRQUEZ, Ismael. (1996)

Asedios a Julio Ramón Ribeyro. Lima: Fondo de

Cultura de la Pontificia Universidad Católica del

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GALLEGO, Ana (2008) Diario de un escritor

fracasado: las tentaciones de Julio Ramón Ribeyro.

Ana Granada: Universidad de Granada.

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PÉREZ Esaín, Crisanto y PALACIOS Cruz, Víctor

(2008) Julio en el rosedal: memoria de una

escritura. Lima: Universidad de Piura.

RIBEYRO, Julio Ramón (2002) Antología

personal. Lima: Fondo de Cultura Económica.

RIBEYRO, Julio Ramón (1996) Cartas a Juan

Antonio. Tomo I y II. Lima: Jaime Campodónico.

RIBEYRO, Julio Ramón (2006) Prosas apátridas.

Barcelona: Seix Barral.

RIBEYRO, Julio Ramón (2009) La palabra del

mundo: Tomo I y II. Barcelona: Seix Barral.

RIBEYRO, Julio Ramón (2002) La tentación del

fracaso. Diario personal. 1952-1978. Barcelona.

Seix Barral.

SÁNCHEZ León, Abelardo (2005) El viaje del

salmón. Lima: Peisa.

TENORIO Requejo, Néstor y COAGUILA, Jorge

(2009) Julio Ramón Ribeyro. Penúltimo dossier.

Lima: Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias

Histórico Sociales y Educación (Fachse) de la

Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo.