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Rehilete -¡Uhm, uhm!... ¡Sí que está riquísimo el helado! En el patio de mi casa saboreo un helado de chocolate con trocitos de nuez, mientras mis papás preparan sus maletas. Yo ya tengo lista la mía, porque mañana tempranísimo viajaremos al mar. ¡Sí, al mar! -¡Conoceré la playa! Y ¡subiré a un avión!... ¡un avión!, ¡guau! Estoy súper contento, hasta siento como si tuviera un motor prendido dentro de mí. Tengo ganas de cantar, brincar, dar de marometas y gritar; todo al mismo tiempo. Y es que esta es la primera vez que me como un helado y de que voy a viajar en avión y conocer el mar. Hoy todo se me hace diferente, como más bonito, con más colorido. El cielo está más azul, las flores más rojas y el sol más brillante. Aunque, para mí, mañana será un día muy especial, me gustaría que el hoy permaneciera para siempre, que se detuviera el tiempo. -... ¡Uhm!... ¡ De veras que está rico este helado!... Como sopla un poco de aire, el rehilete, que está junto a la maceta del helecho, comienza a girar lentamente. Todavía hace unos meses cada que hacía viento, tenía que entrar como de rayo a casa para evitar enfermarme, pero ahora es distinto. Pero, bueno, quiero contarles sobre mí para que comprendan sobre por qué estoy tan maravillado al deleitar un helado y estar a un punto de conocer el inmenso mar. I.- Sueños y pesadillas Jugábamos una cascarita a media calle. Yo era el portero y no había dejado entrar ningún gol, pues me aventaba a todas. Íbamos cero a cero y a pesar de que llovía no suspendimos el partido, ya que faltaba el gol del gane. En un disparo que atrapé, en vez de despejar, me llevé la pelota y como si fuera un verdadero crack burlé uno por uno a los contrarios hasta llegar con el otro portero y meter el gol. Entré a casa contentísimo, me di un baño, me puse mi pijama y al empezar a leer un libro...desperté. Cuando le conté a mamá mi sueño, ella me dijo que soñamos las cosas que queremos pasen de verdad. A lo mejor sí es así, porque en esos días yo veía desde la ventana cómo los niños en la calle corrían tras una pelota mientras llovía. Y reían con muchas ganas. Me hubiera gustado ser uno de ellos, aunque fuera un ratito, pero eso sí que era como soñar despierto, porque sabía que unas cuantas gotas de lluvia sobre mi cabeza me hubieran enviado directo al hospital.

Rehilete - - Por el gusto de compartir · -Hay, hijo. Has de haber escuchado “El rey de chocolate” de Cri-Cri. Ese, el que en vez de cabello le escurría miel y que tenía nariz

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Rehilete

-¡Uhm, uhm!... ¡Sí que está riquísimo el helado!

En el patio de mi casa saboreo un helado de chocolate con trocitos de nuez, mientras mis papás preparan sus maletas. Yo ya tengo lista la mía, porque mañana tempranísimo viajaremos al mar. ¡Sí, al mar!-¡Conoceré la playa! Y ¡subiré a un avión!... ¡un avión!, ¡guau!

Estoy súper contento, hasta siento como si tuviera un motor prendido dentro de mí. Tengo ganas de cantar, brincar, dar de marometas y gritar; todo al mismo tiempo. Y es que esta es la primera vez que me como un helado y de que voy a viajar en avión y conocer el mar.

Hoy todo se me hace diferente, como más bonito, con más colorido. El cielo está más azul, las flores más rojas y el sol más brillante.

Aunque, para mí, mañana será un día muy especial, me gustaría que el hoy permaneciera para siempre, que se detuviera el tiempo.-... ¡Uhm!... ¡ De veras que está rico este helado!...

Como sopla un poco de aire, el rehilete, que está junto a la maceta del helecho, comienza a girar lentamente. Todavía hace unos meses cada que hacía viento, tenía que entrar como de rayo a casa para evitar enfermarme, pero ahora es distinto.

Pero, bueno, quiero contarles sobre mí para que comprendan sobre por qué estoy tan maravillado al deleitar un helado y estar a un punto de conocer el inmenso mar.

I.- Sueños y pesadillas

Jugábamos una cascarita a media calle. Yo era el portero y no había dejado entrar ningún gol, pues me aventaba a todas. Íbamos cero a cero y a pesar de que llovía no suspendimos el partido, ya que faltaba el gol del gane. En un disparo que atrapé, en vez de despejar, me llevé la pelota y como si fuera un verdadero crack burlé uno por uno a los contrarios hasta llegar con el otro portero y meter el gol. Entré a casa contentísimo, me di un baño, me puse mi pijama y al empezar a leer un libro...desperté.

Cuando le conté a mamá mi sueño, ella me dijo que soñamos las cosas que queremos pasen de verdad. A lo mejor sí es así, porque en esos días yo veía desde la ventana cómo los niños en la calle corrían tras una pelota mientras llovía. Y reían con muchas ganas.

Me hubiera gustado ser uno de ellos, aunque fuera un ratito, pero eso sí que era como soñar despierto, porque sabía que unas cuantas gotas de lluvia sobre mi cabeza me hubieran enviado directo al hospital.

Recuerdo que durante varias noches tuve una pesadilla, desde que vi en la tele “El niño de la burbuja”. Era una película sobre un niño que desde que nació tuvo que vivir dentro de una cápsula o burbuja, porque su cuerpo no tenía defensas o anticuerpos que lo pro-tegieran contra los microbios que están en el ambiente, en los alimentos, en el agua y en todos lados. Y eso de no tener defensas sí que debe ser peligroso, ya que al niño nadie lo podía tocar, ni sus papás. Y todas las cosas que tenía dentro de su burbuja, y el agua y comida que le daban debían estar muy, pero muy limpias, porque de no haber sido así, los microbios lo enfermarían y podía morir.-Mira, es como en el fut -explicó mamá. Si tu equipo no tiene defensas ni portero, los contrarios van a meter todos los goles que quieran. En el cuerpo pasa lo mismo: sin defensas o anticuerpos, los rivales, que son los microbios o virus, ganarían todos los partidos.

Cuando soñaba que era el niño de la burbuja, me despertaba con un toc-toc-toc en el corazón, sudado y con un dolor en el pecho. Pero, cuando me daba cuenta que todo había sido una pesadilla, me alegraba de no ser el niño de la película, porque yo sí podía abrazar a mis papás.

No entendía por qué era diferente a los demás niños y le echaba la culpa a una palabra, que desde que la escuché me cayó mal, lo que se dice muy mal, tanto que nada más de oírla me daba dolor de panza. Prohibido.-Mire señora, está pro-hi-bi-do que el niño salga a la calle cuando llueva, cuando haga calor, cuando sople el viento y no se diga cuando haga frío. ¿Entendido? -dijo un doctor. -¡Oiga. No me llamo ni-ño, si no Eduardo Alegre Rauda! -reclamé.

Pero lo que más me enojó no fue eso de niño, como si no tuviera nombre o fuera una cosa, si no imaginarme que me pasaría la vida encerrado.-¿Cuándo saldré a la calle, señor? -pregunté.-No sé, ni-ño.

Por eso me la pasé en casa, viendo desde la ventana de mi cuarto jugar a los demás niños.

Cuando el clima estaba agradable, es decir que no lloviera, ni hiciera mucho sol, ni soplara aire, yo podía salir al patio de la casa para asolearme un poco.

¿Cómo le hacía para darme cuenta cómo estaba el clima? Fácil. Si llovía se veían las gotas, si hacía mucho calor se veía más claro el día, pero para darme cuenta si había viento, mis papás colocaron un rehilete en una maceta del patio. Si el rehilete giraba era señal que soplaba aire, pero si estaba quieto era indicio de que podía salir al patio.

También he tenido sueños bonitos, como nadar como pez en el mar. O probar un helado. ¡Uhmm, un helado! Hasta se me hace agua la boca nada más de acordarme del sueño en que yo era un esquimal con un iglú muy especial, ya que era de chocolate con trocitos de nuez. Y me la pasaba feliz dando de lengüetazos para saborear sus paredes.-Hay, hijo. Has de haber escuchado “El rey de chocolate” de Cri-Cri. Ese, el que en vez de cabello le escurría miel y que tenía nariz de cacahuate -dijo mamá.

Haya sido esa la razón u otra de ese sueño, pero la verdad es que al despertar se me antojaba muchísimo un helado de chocolate con trocitos de nuez. Aunque esas ganas se me quitaban luego, luego nada más de acordarme lo que pasó cuando probé uno.

De haber sabido lo que pasaría no le hubiera dado ni una probada. Ni una sola.

II.- Todo por un helado

Un domingo en la mañana, sin mucho calor y con cielo despejado, papá me invitó al Estadio de CU, que tiene forma de cazuela, para ver el partido de fut entre Los Pumas contra Los Tigres -yo siempre había querido ver animales, pero no precisamente a ésos, si no a los del zoológico. -Oye, recuerda que Eduardo no puede estar en donde hay mucha gente y mucho menos asolearse -dijo mamá, quien tenía que termi-nar un trabajo atrasado. Después platicaré sobre ella y su trabajo. -Por la gente ni te preocupes, Elena. Los Pumas andan tan mal que ya ni su familia va a verlos. A lo mejor seremos los únicos espec-tadores. Además, nos iremos a la zona de sombra -respondió papá.

A él siempre le ha gustado mucho el fut. Es más, él quiso ser portero, pero como no era muy buen jugador, mejor estudió para ser contador.

Yo no le he ido a ningún equipo mexicano, aunque me han caído bien Los Pumas porque me gusta su uniforme. Y según papá, su en-trenador jugó hace muchos años en el Real Madrid, mi equipo favorito, y de que fue campeón goleador varias veces; por eso le llaman el pentapichichi.

En la zona de sombra estuvimos un poco aburridos, ya que no hubo tanto ambiente como en la parte de arriba del estadio donde estaba la porra, que echaba a cada rato goyas y le gritaban de cosas al árbitro.

Abajo sólo estuvimos como unas veinte personas, bien poquitas. Con decirles que había más gente en el campo que en las tribuna de sombra.

El juego fue aburridísimo y bastante malo, quedaron cero a cero pero me divirtió el pentapichichi con sus berrinches: aventaba a cada rato su saco al suelo y cuando le anularon un gol a su equipo se tiró boca arriba y abrió los brazos, fingiendo como si hubiera recibido un disparo. Sin duda que el entrenador fue lo más chistoso del partido. -¡Bu, Bu, Bu¡ -gritamos cuando acabó el juego.

Creo que por eso no le voy a ningún equipo mexicano, porque se la pasan reclamándole al árbitro o revolcándose en el suelo por cual-quier patadita.

Afuera del estadio, papá me preguntó si quería una gorra como la suya, azul con un puma color oro. O un póster o un banderín, pero yo que ya había visto, a lo lejos, un carrito de paletas y helados, le dije que mejor me comprara un helado.-Eduardo, acuérdate que tienes prohi... digo, que no puedes comerlas. No, no es buena idea. ¿Qué tal una camisa, eh?-Órale pá, ¿qué te cuesta? Aunque sea un helado chiquito. Nada más para probarlo. ¡SÍ, SÍ, Sï! ¡Di que SÍ! ¿SÍ?-Qué más quisiera hijo, pero no se puede, no se puede. Y cuando es no, es no. ¿Unos pants completos, eh? ¡Unos pants!.. ¿Qué te parece?

Estuve de pesado un buen rato, como disco rayado con lo del helado.-¡UN HELADO, PÁ! ¡UN HELADO! -grité, pataleé y me tiré al piso. Y hasta abrí los brazos en cruz como lo había hecho el entrenador de Los Pumas.

Vi que la gente se acercó para enterarse qué ocurría, y volteaban a ver a papá mientras movían su cabeza, como no creyendo de que existiera un padre tan malo, que no se compadecía de su pobre hijo, que sólo quería un helado.

Por fin, papá ante tanto y tanto teatro me lo compró.-Pero chico, ¡eh! -dijo.-¡GRACIAS, PÁ! ¡Eres el mejor papá del mundo!

Antes de que se arrepintiera lo jalé al carrito de paletas y helados. Había de vainilla, fresa, coco y mamey, pero yo ya le traía ganas al de chocolate (¡Chocolate con nuez, por fa!).

No me la creía. Me acordé del sueño del iglú. De la emoción hasta me temblaron las manos, pero como pude le quité el papel aluminio que cubría al helado y cerré los ojos al darle la primera mordida (¡Uhmm!, delicioso). El helado se derritió poco a poco en mi boca y los cachitos de nuez crujieron cuando los mordí.

En un dos por tres me lo acabé.

De repente me dio un dolor en la cabeza, como si me la apretaran fuerte. Le avisé a mi papá.-¿Cómo no te va a doler?, si lo devoraste y ni una probada me diste. Verás que al ratito se te pasa -dijo.

Así fue, se me pasó rápido el dolorcito de cabeza, pero ya saliendo del Metro, cerca de casa, estornudé. Papá se puso blanco como la leche, y con mano temblorosa me limpió el chocolate que me había quedado alrededor de la boca con su pañuelo.

Al llegar a casa se desató la tormenta, porque estornudé otra vez.-¿Cómo les...? -mamá cortó la pregunta- ¿Por qué estornudas?, ¿tomaste un refresco frío?, ¿te asoleaste...?-No, no. Nada de eso -contestó papá. -¿Entonces qué...?-Es que, es que..., verás..., comió un helado...-¿QUÉ…QUÉ DICES? -Pensé que no pasaría nada -dijo papá.-¿PENSASTE QUÉ...?, ¡NO PUEDO CREERLO! NI EN ESO MEPUEDO FIAR.

Nunca había visto a mamá tan enojada, se puso roja como jitomate. Me asustó.-M-má...

Intenté explicarle que si tenía que regañar a alguien era a mí, pero en ese momento se me cortó la respiración. Ella se dio cuenta que me ahogaba. Agarró su bolsa, las llaves del volcho y me llevó afuera.

Papá se quedó como estatua un rato, después intentó subirse al coche, pero mamá se lo impidió y le dijo algo que no escuché.

Mientras él se quedó triste y espantado, mamá arrancó el volcho hacia el hospital.

III.- La gota que derramó el vaso

Mamá no perdonó a papá con todo y que al salir de la crisis respiratoria, le expliqué cómo había estado lo del helado, que yo le rogué muchísimo, que hice un mega berrinche, de cómo se acercaron las personas para enterarse qué pasaba. Y que él pobre no tuvo de otra, que comprármelo.

De un jalón y de sopetón, aunque se enojara conmigo, confesé (Fue mi culpa, má). Esperaba sus gritos, otra vez, pero no llegaron. Me escuchó con atención, suspiró y me miró a los ojos, como lo hace cuando va a decirme algo importante.-¡Ay, mi amor! Eres honesto al decirlo, pero mira, las cosas no son tan fáciles -dijo. Algún día lo comprenderás, pero lo que pasó fue la gota que derramó el vaso.-¿Qué vaso?-Ninguno. Así se dice cuando se acumulan poco a poco muchas acciones o cosas que no nos gustan, hasta que no aguantamos más. ¿Me explico?

Ha de haber visto en mi cara que no le entendía ni jota.-Mira, si a un balón le echas aire y aire sin parar, va a llegar un momento en que va a explotar.-Ah... y tú explotaste como el balón. Por eso parecías como, como loca.-¿Loca...? Discúlpame si te espanté, tal vez exageré. Y dije cosas que no debí decir.-Sí, má. La verdad me espantaste mucho. Nunca te había visto así..., ¿pero, qué con papá?

-Mira, él y yo tenemos que darnos un tiempo....-... ¿Un tiempo?, ¿para qué?-Para pensar bien nuestra situación.-¿Cuánto, má...?-No sé...-... Pero, má, ya te dije que no fue su culpa.-Pero tampoco tuya. ¡No fue tu culpa! ¿Entendido, Eduardo? -¿Pero qué pasará?.... ¿V-an, v-an, van a renunciar? -¿Renunciar?, ¿qué quieres decir?-Sí, a renunciar, dejar de ser esposos, a dejar de ser mis papás.-¡Ah!, quieres decir divorciar. No lo sé, pero pase lo que pase, él siempre será tu papá y yo tu mamá, campeón.

Ese campeón fue como un aguas, una advertencia, porque desde que me acuerdo mamá lo ha utilizado cuando las cosas se ponen feas (¡Vamos campeón a ganar!, ¡tú puedes campeón! o, ¡tranquilo campeón!).

Cuando mamá dice que se juntan cosas y cosas hasta que uno explota, creo que una de esas cosas es que papá sólo estaba en casa los sábados y domingos, porque en su trabajo tenía que viajar mucho. Y ella había enfrentado sola mi enfermedad, el correr al hospital e ir a consultas (¡Compréndeme, Eduardo! Me siento agotada, como naranja exprimida).

¿Cómo yo sabía todo esto? Bueno, porque los escuché, aunque ellos hablaban en su cuarto, casi siempre en voz baja, a veces se les olvidaba y subían el volumen (¡Sht, sht, nos va a oír!).

IV.- La gorra azul

Cuando regresamos del hospital papá ya no estaba. Me di cuenta que se había llevado su ropa y las cosas que más quería, porque no vi su gorra de Los Pumas, que siempre estaba en el colgador de sol y luna, a un costado de la puerta, donde mamá cuelga su bolsa y las llaves de la casa y del volcho.

El colgador se veía tan vacío sin la gorra azul con el puma oro.

¡Qué chistoso! A él le gusta tanto esa gorra que casi no se la pone, dizque para que no se le gaste; a mí me fascina un suéter verde, de cuello de tortuga, y siempre me lo pongo, aunque ya esté gastado de los codos (¡Ya ponte otro, hijo!, ¡hasta pareces retrato!).

Ver la gorra me hacía sentir su presencia, aunque él anduviera de viaje y nada más estuviera en casa los fines de semana.

Al otro día de lo del helado, me desperté apachurrado, como si algo me apretara en el pecho, y deseé con todas mis fuerzas que todo hubiera sido una pesadilla. Puse changuitos para que así fuera. Bajé como de rayo las escaleras y me di cuenta que no había sido un mal sueño, pues faltaba la gorra en el colgador.

Esa semana fue muy fea, más bien horrible. Mamá la pasó bastante seria y parecía, que igual que a mí, como si le hubiera atorado algo en el pecho.

Extrañé como nunca a papá y eso que lo veía muy poco, sólo dos días, pero en los cuales hacíamos un montón de cosas, como ver películas, contar cuentos y jugábamos con sus juegos de niño, de hace un titipuchal de años, de la época del hombre de las cavernas ¡ji, ji, ji! (Mira, Eduardo, este es un trompo y se juegan así y asá). También me platicaba de las ciudades a las que había ido, y de lo que más le había gustado: los portales y el acuario de Veracruz; de las casas blancas y calles limpias de Mérida; el chipi-chipi de Xalapa, o el acueducto de Querétaro.

En los sábados y domingos, papá me reponía el tiempo en que no estaba en casa. Y mamá aprovechaba para terminar sus reportajes –ella trabajaba en una revista.

Como con papá hacía muchas cosas los fines de semana, el primer sábado sin él estuve aburridísimo y triste. Pero al otro día, el do-mingo, fue otra cosa. Como a las diez de la mañana tocaron el timbre, me asomé por la ventana y vi la gorra azul marino.

-¡PÁ¡

Al oír mi grito, mamá no tuvo de otra más que bajar, abrirle la puerta, y dejarlo entrar.-¡Hola!, ¿Cómo estás, Elena?-...-¿Yo?..¡Yo estoy bien, gracias! ¿Y mi hijo?-...-Bueno, luego seguimos platicando.-...

Papá me abrazó fuerte, fuerte, por un buen rato que casi me saca el aire. Le pedí perdón.-¿Perdón?, ¿por qué, hijo? No fue tu culpa.

Nada más estuvo como una hora, me pidió cuidar a mamá, me llevó dos libros, unos chocolates y prometió regresar cada domingo.

El domingo fue mi día favorito, desde que pasó lo del helado. A mamá se le bajó poco a poco el coraje contra papá, hasta que le des-apareció. Si durante los tres primeros domingos, él era como un fantasma y ni le contestaba el saludo, ni por educación como me había enseñado, al cuarto domingo cambió. -¿Cómo estás, Eduardo? -B-ien, b-ien, bien, gracias. ¿Y tú?

Me alegró esa plática aunque fuera cortita, significaba que mamá se había desenojado con papá. Y así fue, porque a la semana si-guiente, al quinto domingo, ya comimos los tres, como antes.

Papá me traía libros, paletones de chocolate, una bolsita de chocolates con nueces en forma de tortuga y pistaches. Me preguntaba lo que había hecho en la semana. Yo hablaba y hablaba sin parar y él me escuchaba bien atento.

De lo que más le platicaba era de lo que había leído. Y es que los libros me gustan mucho, porque me ayudaban a imaginar, lo que no podía hacer en la realidad, como tener amigos, ir a fiestas, tener un perro, jugar fut, andar en bici, conocer el mar, ir al circo, ver una película en un cine, ver los animales del zoológico, y un montón de cosas más.

¡Ah!, pero los libros también me han llevado a lugares súper fantásticos como el fondo del mar, al universo, cruzar el cielo en un globo, al desierto, al Polo Norte. Y además, yo me convertía en el héroe de las historias.

En esos días, en que los domingos eran mi día preferido, me puse contento porque ya no teníamos que correr al hospital cuando me daban mis crisis.

Y ya no íbamos al hospital, no porque hubiera ocurrido un milagro que me hubiera aliviado de pronto, sino gracias a que tengo una súper mamá.

V.- El juego de no pasa nada

En cada crisis siempre fue lo mismo: un ¡achú!, se me cortaba la respiración y jalaba aire por la boca, como rayo mamá agarraba su bolsa y las llaves del volcho, me agarraba del brazo (¡Vamos campeón!) e íbamos directo al hospital.

Se dice fácil, como si fuera algo sin importancia, más o menos como si dijera: todos los días me levanto a las siete, me tomó un jugo de naranja y un vaso de leche tibia con miel y bla, bla, bla.

Pero, sentir las crisis era muy, pero muy feo.

Cuando me faltaba el aire, mi corazón comenzaba su toc-toc-toc más fuerte como si se me quisiera salir, me sudaban las manos, me temblaban las rodillas y escuchaba como si todo estuviera bien lejos.

Sé que lo de “campeón” lo decía mamá para tranquilizarme y darme valor, pero la mera verdad no me ayudaba mucho, porque siempre me daba miedo y sentía más feo cuando notaba cómo mamá respiraba más fuerte, se le saltaban las venitas de la frente y que se le quebraba la voz.

Eso sí, el abrazo, que venía con el campeón, era como una capa mágica que me hacía sentir querido y protegido.

El miedo que sentía en cada crisis era mi secreto y no pensaba decirlo, porque para eso son los secretos, para guardarlos, o ¿no? Además, si se hubiera enterado mamá, segurito y se iba a asustar más, de lo que ya estaba, la pobre.

Así, en cada crisis me hacía el muy, muy, para que ella creyera que no me espantaba. Y me daba cuenta que ella también hacía lo mismo que yo: hacer como que no pasaba nada.

Parecía que jugábamos el juego de “no pasa nada”, cuando la verdad los dos teníamos muchísimo miedo.

Las crisis me empezaron desde que tenía tres meses y medio de edad, en mi segundo día de guardería. Claro que no lo recuerdo, lo sé porque me lo contó mamá. Y de alguna forma yo debía de haber estado acostumbrado a ellas. Pero no lo estaba y a veces me sentía enojado contra todo.

-Escucha, hijo. La vida sólo nos pone pruebas que podamos soportar.-¿Pero, por qué a mí, má?-Porque eres un niño fuerte y valiente.-A lo mejor sabe que tengo una súper mamá, ¿no crees, má?

Cuando corríamos al hospital, me daba cuenta que mamá mejoraba su tiempo, cada vez era más rápida. Desde que dejamos de ir empezamos a extrañar a los doctores y enfermeras del hospital. Ya éramos como de casa, con decir que hasta el policía de urgencias sabía que no había tiempo para el “señito, señito no puede dejar ahí su coche”.

Ya en el hospital íbamos directo a urgencias, donde estaba un aparato de inhaloterapia.

Mamá, de tantas veces que veía cómo yo salía de la crisis aprendió a aplicarme la inhaloterapia. Y lo hizo tan bien que después me la ponía en casa. Me colocaba una mascarilla de la que salía un vaporcito que me hacía toser y toser hasta vomitar las flemas -¡qué horrible se siente vomitar!- atoradas en mis bronquios, y que hacían que no pudiera respirar. Después empezaba a respirar normal (¡Bien, bien, campeón!). Y yo me sentía bien importante, como si realmente hubiera competido y ganado algo.

Papá compró una máquina igual a la que había en el hospital, que es una especie de caja del tamaño de una de zapatos pero de metal, que tiene un compartimiento donde se pone la medicina y un cable con una mascarilla.

Mamá me había dicho que a papá el aparato le costó un ojo de la cara -y desde entonces aprendí que eso es un decir, porque él seguía con sus dos ojos- pero que valió la pena. ¡Y sí que lo valió!, ya que desde entonces dejamos de correr al hospital.

No es por nada, pero saber que para salir de la crisis ya no teníamos que correr al hospital, me daba algo de tranquilidad. Como las crisis se aparecían cada que se les pegaba su regalada gana, había sido cosa de salir a la hora que fuera, muchas veces en la madru-gada, y con el clima como estuviera, fuera con lluvia o frío.

De bebé, a la crisis le gustaba aparecer después de medianoche. Me cuenta mamá que durante mis primeros cinco años se la pasó sin dormir de corrido una sola noche, con el pendiente de que no pudiera respirar. -¡Ji,ji,ji!, en ese tiempo parecía un mapache, por las ojeras -dice mamá y ríe.

Por eso, de que me aplicaba la inhaloterapia en casa y sus cuidados, digo que mi mamá era una mamá fuera de serie.

Una súper mamá.

VI.- Un lugar fantástico

Me acuerdo de que cuando faltaban una semana para cumplir seis años me sentí rarísimo; me acuerdo de que me sudaban las manos y mi corazón hacía toc-toc-toc, pero no estaba asustado como cuando me daban las crisis, sino al revés, sentía una especie de gusto por dentro. -Emoción -dijo mamá. Eso que sientes se llama emoción, hijo.

Al irme a la cama me emocionaba muchísimo nada más de pensar que faltaba poco para mi cumple. Me sentía así cómo cuando es-peraba que fuera domingo, para ver a mi papá; o al acercarse la Navidad o el día de Reyes.

Pero, ahora que me acuerdo, por mi cumpleaños sentía más emoción, porque es diferente esperar algo que pasa cada semana o cada año, a esperar algo que sólo sucede una vez en la vida, ya que sólo se cumplen seis años una vez en la vida.

Me hubiera gustado haber tenido súperpoderes, como los de las caricaturas, para viajar en el futuro hasta el 30 de junio. Pero como no los tenía, tuve que esperarme hasta que llegara ese día.

Pero no crean que esperaba con tantas ganas mi cumple por lo del pastel ni por los regalos. La emoción era por el deseo tan grande que tenía de ir a la escuela. Se me hacía que la escuela era como un lugar fantástico, donde se juntaban todos los niños para platicar, jugar, tener amigos. Sobre todo eso: tener amigos.

Aunque mamá y papá siempre me han dicho que, además de ser mis papás, son mis amigos. No es igual platicar con alguien de mi edad, a quien también le gusta el Gameboy, Playestation, Pokémon, que hable como yo, sin corregirte. O sea, tener como amigo a alguien como yo.

Todas las mañanas, desde la ventana, veía pasar niños bien peinados y que vestían igual: pantalón azul, camisa blanca y suéter rojo, y me di cuenta de que los lunes llevaban pantalón blanco, en lugar del azul, y tenis en vez de zapatos. Me imaginé que ese debía ser el día más divertido y que se la pasaban juegue y juegue toda la mañana. Los niños cargaban en sus espaldas unas mochilas gordas, iban acompañados con sus mamás y se veía que llevaban prisa, porque caminaban rápido y unos hasta corrían.

Al mediodía, cuando el sol estaba en la mitad del cielo, los veía regresar despacio a sus casas; unos platicaban y otros chupaban pa-letas de hielo o comían chicharrones. Casi todos traían el suéter amarrado a la cintura e iban despeinados. Los veía tan contentos que por ello pensaba que eso de ir a la escuela debía ser de lo más divertido.

En la tele había visto cómo eran las escuelas. Unos lugares grandotes, más que las casas, con patios amplios, unos baños diferentes a los de la casa, con muchos escusados, muchas llaves de agua. ¡Ah! y había baños para niños y otros para niñas. Además tenían salones, que son como cinco veces más grande que la sala de una casa. Muchas mesas con bancos. La maestra tenía un escritorio, como donde trabaja mi mamá, y un pizarrón donde escribía algo.

Los niños se la pasaban dentro de esos salones y sólo salían al patio cuando tocaban una campana que les avisaba que era el mo-mento para jugar, platicar y comer.

Yo veía que eso de la escuela era un lugar bonito y bien importante para los niños, un lugar para ellos, su espacio, como lo es la oficina para los papás y las casas para las mamás. Como veía que todos los niños tenían que ir a la escuela, por eso yo pensaba que cuando cumpliera los seis años tendría que ir a una.

Lo de la edad lo supe por mi mamá.-¿Cuándo van los niños a la escuela, má? -pregunté un día, antes de cumplir los seis años.-¿Cómo cuándo?-Sí, cuando, o sea… ¿a los cuántos años, má?-¡Ah! A los seis años, a los seis entran a la primaria.

Ella se dio cuenta de lo que yo quería.-Mmm, ya sé por qué lo preguntas. No te preocupes, pronto te voy a inscribir, hijo.

Y así sucedió. Después de cumplir seis años, me llevó a inscribir a la Escuela “Niños Héroes”, que está en la colonia, cerca de la casa. Pero eso sí, nada más me llevó a apuntar, porque nunca he ido a clases.

Nunca he asistido a la escuela, como los demás niños, aunque a veces las crisis me dejen en paz unos días y el clima esté bien, o sea sin frío, aire o lluvia. Y no puedo, simplemente porque desde que tuve cuatro años y medio, casi cinco, un doctor me lo había “prohibido”. Y lo recordó mamá (Eduardo, acuérdate no puedes estar en lugares cerrados con más gente).

Prohibido es una palabra, que ya les dije que me ha caído gorda, es fea, pero que al parecer les gusta mucho a los doctores, porque la repiten muchas veces. Mamá piensa lo mismo que yo, por eso ella la cambia por evitaremos, procuraremos o cuidaremos, pala-bras más largas no se oyen tan mal.

Por eso no fuiste al kinder -me dijo y me acordé que también veía pasar a una señoras que llevan jalando a niños y niñas de bata verde, más chicos que yo, pero que no iban tan contentos como los de primaria.

El doctor prohibió (¡Guácalas!) que yo estuviera en un lugar cerrado con mucha gente, y eso tenía que ver con la escuela, el salón y el patio. Ni modo que mientras todos estuvieran adentro del salón, yo me la pasara afuera en mi pupitre escuchando la clase desde la ventana.

El día que mamá me llevó a inscribir a la escuela, iba bien emocionado porque al fin conocería ese lugar tan fantástico. Como me pasa en esos casos, me temblaron las rodillas, me sudaron las manos y el corazón empezó su toc- toc-toc.

Pero ese día la escuela me pareció un lugar triste. No había ni un solo niño en el patio (Son vacaciones, Eduardo, por eso no hay niños).

El día de la inscripción me sentí como gente grande porque yo llevaba los papeles que se necesitaban para apuntarme, o sea mi acta de nacimiento, comprobante de domicilio y dos fotografías ovaladas. Pero antes de darle los papeles a una señora que estaba sentada detrás de un escritorio, mi mamá le explicó cómo estaban las cosas conmigo, eso de que la vida se la pasaba divertida po-niéndome pruebas a cada rato, y que yo no podía estar en lugares cerrados.¡Está en chino! -dijo la señora. Está fuera de reglamento inscribir a un niño que nunca va a venir a clases.

Mamá, que para hablar ha sido muy buena, le dijo algo así como de la Constitución y algo de un derecho y más cosas que la verdad ni le entendí, pero que sonaban a que me tenían que inscribir como fuera. Ya después, con voz suave, mamá les dijo que mi mayor ilusión era la escuela.

-Me comprometo maestra -dijo mi mamá muy segura-, que Eduardo a fin de año sabrá todo lo que los niños deben saber al salir de primero.-No sé, no sé. ¿Qué piensa usted maestra Miriam? -le preguntó la señora a otra señora que estaba cerca y que había escuchado todo lo dicho por mamá.-Lo que pasa es que no es tan fácil, señora. Miré, el plan de estudios señala que, para pasar de año, los niños deben leer veinte pa-labras por minuto y saber escribir.

-No hay problema. Les aseguro que así será -les dijo mamá a las dos señoras, que eran la directora y la subdirectora de la escuela.

Después de que pasó un ángel -bueno, así dice mamá cuando hay varias personas y se quedan calladas-, la directora dijo:-¡Está bien! Lo vamos a inscribir, pero... -la directora hizo un espacio como de tan tan tan tan-..., para comprobar que aprendió, le va-mos a poner una prueba al fin de cursos. ¿Está de acuerdo?-¡Sí, claro! Gracias, maestras -dijo mamá.

La directora me pidió los papeles, anotó varios datos, se quedó con ellos y me entregó un papelito:

Escuela Primaria Niños Héroes

Alumno: Eduardo Alegre RaudaGrado: PrimeroTurno: Matutino

Por su parte, la subdirectora me dio cuatro libros de texto. ¡Mis primeros libros de escuela!

Al salir de la escuela fuimos a “La Papelería Manny” para comprar una mochila, un cuaderno de rayas y otro blanco, lápices, colores y una goma. Y de ahí mamá me llevó a “Uniformes Escolares González” (¿Para qué, má?). No entendía nada, pero vi que a mamá le brillaban los ojos, se traía algo entre manos. Brinqué de gusto, porque me iba a parecer a los niños que van de la escuela. Salí de la tienda con dos pantalones azul marino, un pantalón blanco, tres camisas blancas, un suéter rojo, un short blanco, tenis blancos y un par de calcetas blancas.

Después sabría cuál fue el plan de mamá.

VII.- ¡Presente!

El lunes después de inscribirme mamá me despertó a las ocho en punto.-¡Buen día, hijo! Arriba, es hora de tu baño.-...-¿O, quieres llegar tarde el primer día a clases?-¿De qué hablas, má?, ¿qué escuela? -pensé que mamá se le había zafado un tornillo, o había perdido la memoria, porque bien que sabía que no podía ir a la escuela. Le noté algo raro: estaba bien peinada, maquillada, como cuando sale a la calle, pero con sus pants de siempre de estar en casa.-¡Ya lo veraz!

En el baño estaba el uniforme blanco, con todo y short, calcetas y tenis. Al salir de bañarme, mamá me había subido el desayuno a mi cuarto, cosa rarísima, porque para eso estaba el comedor. Mientras me tomaba mi jugo de naranja, escuché que abajo, ella arrastraba muebles y martillaba en la pared.

Al bajar me di cuenta de todo. Mamá puso un salón, en la sala. El desayunador lo convirtió en un escritorio de maestra, le puso el florero de la mesa de centro, puso un pizarrón blanco con marcadores para escribir y un borrador, un mapa y una bandera de México donde antes estaba un cuadro grandote de una mujer con unas flores. ¡Ah!, y eso no es todo, ahí estaba nuevecito con todo y plásti-co un pupitre, ¡sí un pupitre de madera para mí!

Mamá hasta colgó una campana, como la que hay en la iglesia de la colonia, pero chiquita, que papá había traído de San Miguel de Allende, para anunciar la entrada a clases, el recreo y la hora de salida.

Ella puso un horario de clases, como en la escuela, para aprovechar el tiempo. Entrada a las nueve de la mañana, recreo de doce a doce y media para ir al baño, jugar un rato con el Gameboy y comer ensalada de frutas. La salida a las dos de la tarde.

El primer día de clases, mamá se presentó como “La maestra Elena Rauda García” y pidió que hiciera lo mismo.-¡Ay, má! ...Bueno, mi nombre es Eduardo Alegre Rauda, tengo seis años y dos meses -dije y me dio risa, porque mamá sabía más de mí que yo mismo.

Como nuestro primer día de clases fue un lunes cantamos con un CD el Himno Nacional y después fue la hora de deportes.-Vamos a hacer deporte, Eduardo. Siéntate en el tapete.

Se me hizo bastante raro ese deporte, porque yo pensé que íbamos a jugar con una pelota, jugar carreras o hacer sentadillas, como veía que lo hacían en la tele. Pero no, sin hablar, cerramos los ojos para tratar de ver quién sabe qué cosa hacia adentro de noso-tros.-Meditar, Eduardo. Esto se llama meditar.-¡Estás segura, ma...maestra! ¿A poco así son los deportes?

Todos los días, al empezar las clases, mamá pasaba lista de asistencia, como si hubiera muchos niños y como si no me conociera. Pero antes, la saludaba (¡Buenos días, maestra!) y ella respondía (¡Buen día, Eduardo!) y me aguantaba la risa.-EDUARDO ALEGRE, ¿ESTÁ EDUARDO ALEGRE?-¡PRESENTE MA-MÁ...MAESTRA!

Por cierto, al domingo siguiente le conté a papá todo lo de nuestra escuela, del uniforme y de lo que hacíamos en clases. Él parecía muy entusiasmado, como si no supiera nada (Qué más, dime, qué pasó, qué hiciste), pero luego se hecho de cabeza.-¿Te gustó el pupitre, hijo? Es de puro cedro, la mejor madera que hay. Es de Tlacotalpan.-¿Cómo?, ¿ya sabías lo de nuestra escuelita?

Papá fue el cómplice de mi mamá, pero no me enojé.

Todo esto lo hizo mamá para demostrarles a la directora y a la subdirectora de la escuela que yo aprendería en la casa.

Muchos meses después de inscribirme regresamos a la escuela para que la directora y la subdirectora se dieran cuenta de que ha-bía aprendido a leer y escribir.

Ese día me puse el uniforme, y me di cuenta frente al espejo que sí parecía uno más de los niños que veía todas las mañanas, con todo y mochila a la espalda. Al acercarnos a la escuela oímos mucho ruido.-¿Qué pasa, má?-Nada, debe ser el recreo.

Al pasar la reja sentí muchísima emoción y cuando cruzamos por el patio para ir a la oficina, donde me habían inscrito, vi lo que había imaginado tantas veces: muchos niños que estaban por todos lados, unos corrían, otros pateaban una pelota, unos comían tortas o pastelitos, algunos bebían refrescos, unas niñas platicaban. Pero todos se divertían mucho.

Mamá tuvo que sujetarme, porque se dio cuenta que yo estaba tan emocionado que me hubiera echado a correr para unirme a ellos. Y no era para menos, sentí como si tuviera un motor dentro de mí, mi corazón empezó su toc- toc-toc y me sudaron las manos -¡Un ratito, má! ¡Un ratito!-Eduardo, acuérdate que nos esperan para la prueba -dijo y vi su cara de “no se puede, qué más daría, pero no se puede”.

La prueba no fue tan fácil como yo creía; es más, por poco hasta hago quedar mal a mamá.

Todo pasó así. La directora y la subdirectora nos pasaron a la oficina, y me di cuenta que tenía una banderota de México, un mapa y un librero con muchos libros. Me dijeron que me sentara en una mesa, pero nada más yo, porque mamá se quedó en un sillón que estaba detrás de mí, no la veía. Me sentí solo. En ese momento me volvieron a temblar las rodillas, sudar las manos y el corazón su toc-toc-toc, pero de un modo diferente al que sentí cuando quise correr con los niños.

Tenía frente a mí a las dos maestras que no me quitaban sus ojos de encima.-Léenos este cuento -dijo la directora y me dio un libro que había tomado del librero-, desde la portada, por favor.

Yo traía en mi mochila cinco cuentos que me gustaban mucho y que me hubiera gustado leer, pero la maestra quería que leyera un libro que no conocía.

Empecé con el pie izquierdo porque no entendía nada de lo que decía la portada del libro, tenía unas letras bastante raras que des-conocía. Se hizo un silencio nada más se escuchaba el toc-toc-toc de mi corazón, ha de haber sido un ratito pero yo sentí que había sido mucho tiempo. Entonces me di cuenta de que había agarrado el libro al revés, las letras estaban de cabeza. Al tratar de ponerlo al derecho, se me resbaló por el sudor de las manos y me puse más nervioso.

Por fin logré poner el libro bien y empecé.-V-v-vamos a c-cazar un o-oso -dije como si me hubiera vuelto tartamudo. Claro que no había pasado eso, pero es que una cosa era leerle nada más a mi mamá, que leerles a esas dos maestras que no conocía bien y que me veían sin parpadear.

Entonces mamá se paró del sillón, se me acercó, puso sus manos sobre mis hombros y me dijo quedito al oído.-¡Tú puedes, campeón! ¡Hazlo!

Y de repente, como si las palabras de mamá fueran mágicas, se me quitó el temblor de rodillas, me dejaron de sudar las manos, se calló el fuerte toc-toc-toc del corazón y recuperé mi voz. Leí de corridito y sin tartamudear todo el libro, hasta comencé a leer unas letritas que estaban al final (“Este libro se terminó de imprimir el día...”).

-Es suficiente, Eduardo -dijo la subdirectora, la maestra Miriam. -Te felicito Eduardo, lees muy bien -dijo la directora-, pero dime, ¿te gustó la historia?-Sí, me gustó. El cuento es bien chistoso, sobre todo al final, cuando el oso va tras la familia.-Bien, muy bien, en comprensión lectora -dijo la subdirectora.

Ya de ahí me pidieron que escribiera en una hoja qué era lo que hacía todos los días. Yo tuve que utilizar dos hojas para describirles todo lo que hacíamos en nuestra “escuelita”.

La maestra Miriam leyó en voz alta lo que escribí. Al terminar la directora abrió los ojos y le preguntó a mi mamá.-¿De verdad hacen todo esto, señora?

Las maestras me dijeron que había pasado el primero y que me podía inscribir en segundo.-Cumplimos el compromiso, ¿no, má?

Aprender a leer y escribir no me costó mucho trabajo, a lo mejor porque desde que me acuerdo tuve libros cerca de mí, eran mi me-jor juguete. Mis papás siempre me habían contado historias y leído cuentos, de ahí tuve curiosidad por saber qué decían otros libros. Los agarraba, veía sus monitos, pasaba sus hojas y ni me di cuenta de cómo ni cuándo empecé a juntar las letras -de lo que sí me acuerdo es que fue después de que mamá me enseñara el abecedario.

Mamá dice que aprendí porque soy un niño inteligente. -Eso dices porque me quieres mucho, má. -Claro que te quiero mucho, pero eso no quita que seas listo. ¿Cuándo te he dicho mentiras?-Mmm... nunca, pero a lo mejor lo soy porque salí a ti y a papá.

Mamá me respondió que tal vez eso explicaba todo y me habló de la herencia, algo así el por qué los tigritos son pintos como sus padres.-Por ejemplo, tú eres blanco como tu papá, y sacaste el pelo chino como yo. ¿Me explico?-Eso lo entiendo, má, ¿pero que tiene que ver con ser inteligente?-Mira, así como se hereda lo que vemos, como el color de piel y el tipo de cabello, también pasa con lo que no vemos, como los sen-timientos y la inteligencia -dijo.

Cuando comenzamos con las sumas y restas, en el segundo año de nuestra escuelita, puse changuitos de haber heredado de papá, que es contador, la facilidad para los números.

VIII.- Un ángel entre nosotros

Desde que me acuerdo, mi mamá siempre ha estado en casa conmigo, nunca me ha dejado solo y ha estado al tanto de mí. Aunque estuviera dale y dale en la compu, desde que el sol estaba arriba en el cielo hasta que se ocultaba, ella parecía como ida con lo que hacía, pero nada más yo me movía tantito del sillón, y volteaba a verme, sin dejar de escribir.-¿Quieres algo, hijo?-No, má, ¿qué haces?-Trabajo, hijo.

Entonces, cada que la veía frente a la compu yo sabía que ella trabajaba y pensé que así era el trabajo de todas las mamás. Pero no entendía bien cómo estaba eso de que mientras mamá hacía su trabajo en casa, papá se la pasaba fuera de la ciudad, siempre de viaje.

Al iniciar nuestra escuelita, ella se ponía a trabajar de las cuatro de la tarde a las diez de la noche, tiempo en que yo leía un cuento, jugaba Gameboy o veía la tele.

Mamá trabajaba en La Revista, desde hace más de diez años, que son un chorro de años, cuando los dinosaurios andaban en la calle (¡Ji, ji, ji!).

Cada que salía La Revista me gustaba revisarla para ver lo que ella había escrito; lo sabía porque aparecía su nombre “Elena Rauda”. Y además contaba cuántas veces estaba su nombre, que quería decir el número de reportajes que había escrito. No es por nada, pero su nombre aparecía más veces que el de las otras reporteras -mamá nunca lo ha dicho pero creo que le publicaban más reportajes porque es bien inteligente y trabajadora.

Si no existiera el internet, ella no hubiera podido hacer su trabajo desde la casa. Para realizar sus reportajes investigaba datos en el internet y entrevistaba a personas por teléfono (Se llaman fuentes de información, hijo). Cuando terminaba de redactarlos los enviaba a la oficina, también por internet.

A mamá le gustaba bastante su trabajo, porque le servía a las personas, ya que les decía cómo podían cuidar su salud, cómo comer mejor y cómo hacer rendir su dinero. Además, me platicaba que todas sus compañeras de La Revista se llevaban muy bien, se ayu-daban, eran amigas.-Lo importante de un trabajo es que no sientas que es un trabajo, sino algo que te guste hacer, que disfrutes hacerlo -dijo mamá.

Cada quince días acompañaba a mamá a cobrar su sueldo. Las oficinas de La Revista están en la colonia Condesa, por donde ha de vivir gente a la que le gusta comer mucho o, tal vez donde a las señoras no les gusta cocinar, porque hay muchos restaurantes. Mamá decía, como chiste, que esa colonia debió llamarse “La Fondesa”, por tanta fonda que tiene. Me explica que fonda o restaurante son más o menos lo mismo.

La oficina está en el piso 14 de un edificio muy alto. Cuando iba me gustaba ver por las ventanas porque los edificios, las casas y ca-lles se veían como de juguete, y los coches parecían de control remoto. Pero la mejor vista la tenía la oficina de Maguie Luna, la jefa de mi mamá, y es que desde ahí se miraban muchísimos árboles y ¡un castillo!, sí, un castillo como en los cuentos.-Es el Castillo de Chapultepec y los árboles son del Bosque -explicó la jefa de mi mamá-, no se ve desde aquí, pero también hay un lago que tiene patos y está el zoológico.

¡Guau!, el zoológico donde están los leones, pumas, elefantes, rinocerontes, camellos, jirafas, gorilas y todos los animales que hay en el mundo.

Como decía, Maguie Luna era la jefa de trabajo de mamá, yo la conocía y ella me conocía y hasta sabía mi nombre. Ella era gordita, güera, tenía lentes redondos y siempre estaba de buenas. También creía que mejor debería llamarse Maguie Sol, más que Luna, por tanto calor y luz que tiene. -¡Hola Eduardo!, ¿cómo estás? -decía con una sonrisa, me abrazaba y me daba un beso en la mejilla.

Maguie no me apretaba los cachetes ni me llamaba Lalo, como sí lo hacía Teté, que era su secretaría -me desagradaba que me dije-ra Lalo, porque suena a lelo, o sea menso.-¡Bien, muy bien, gracias licenciada! -mamá me había dicho que le tenía que decir licenciada, por respeto.-Dime Maguie, Maguie nada más. ¿Estamos?

En mi cumpleaños, que sólo es una vez al año, por desgracia, ella me regala librotes con figuras en tercera dimensión, bien padres.

Cuando conocí a Maguie me platicó que su hijo se llama Diego, que estaba en cuarto año, era dos años más grande que yo -¡cómo me hubiera gustado conocerlo y ser su amigo!, porque además de que no he tenido ninguno, él debe ser tan buena persona como su mamá- digo, por eso de la herencia.

Así que cada que iba con mamá a La Revista, me daba muchísimo gusto ver a Maguie Luna (¡HOLA, MAGUIE!) y parecía que a ella también (¡QUÉ GUSTO, EDUARDO!), después de saludarnos con un abrazo y un beso nos poníamos a mirar por la ventana El Cas-tillo y el Bosque de Chapultepec.

Por cierto, un día me contó que en ese castillo unos niños no quisieron darle la bandera a los norteamericanos y que mejor se aven-taron del techo del castillo, que eso fue un acto heroico -yo creo que, total, les hubieran dado la bandera y comprarse otra, ¿no? A esos niños se les conoce como Los Niños Héroes, como mi escuela, bueno, donde estoy inscrito.-Además algunas calles de esta colonia son en honor de esos niños -dijo Maguie: Francisco Montes de Oca, Agustín Melgar, Juan Escutia, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Francisco Márquez.

Ella me cae requetebien, siempre tan sonriente, por eso le pregunté a mamá si Maguie nunca se enojaba.-No, fíjate, que no -dijo mamá-, no, definitivamente no. Ella siempre está de buenas.

Nunca la he visto de malas, ni gritarle a nadie. Es más, Eduardo, aquí entre nos te digo a veces creo que es un ángel.-¿Un ángel, má?, ¿a poco existen? -pregunté.

A decir verdad Maguie sí se parece a los ángeles del póster de mi cuarto, que son rubios y risueños.

Mi mamá conoció a Maguie desde que entró a trabajar a la Revista. Casi entraron juntas como reporteras, y desde entonces se cayeron bien y se hicieron amigas. Se ayudaban al hacer los reportajes y comían juntas todos los días.

Como eran súper amigas, Maguie fue la madrina de boda de mis papás, es decir cuando ellos se casaron. Cuando yo iba a nacer, en La Revista se fue el señor que era el director, y como las dos mejores reporteras eran Maguie y mi mamá les dijeron que una de ellas sería la directora, pero para saber quién era mejor les iban a poner una prueba. Ellas respondieron al mismo tiempo que no era necesaria ninguna prueba, que estaba bien claro quién debería quedarse con el puesto. Mientras mi mamá decía que la jefa tenía ser Maguie; Maguie decía que no, de que el puesto debía ser para mi mamá.

Entonces mamá les hizo notar su barriga, para que vieran que pronto sería mamá, yo estaba a punto de nacer. Y por lo tanto faltaría al trabajo durante muchos días.

Así, el puesto fue para Maguie. A mamá le dio muchísimo gusto que su súper amiga fuera la directora de La Revista.-Maguie nunca ha dejado de ser la misma -dice mamá-, es una excelente amiga, una jefa educada, respetuosa, sencilla y amable.

Mamá cuenta que cuando nací, Maguie nos visitaba todas las noches, para vernos y saber si no necesitábamos nada y para darles consejos de cómo bañarme, darme de comer y más cosas que ella ya sabía, porque ya había sido mamá.

Cuando cumplí un mes de edad, mamá regresó a La Revista y se quedó con los ojos como plato al darse cuenta de lo buena gente que era Maguie. Como jefa, ella tenía, además de su sueldo, otro sueldo cada dos meses, que le llaman bono o abono, o algo así, pues resulta que desde que recibió el primer abono o bono reunió a todas las reporteras, entre ellas a mi mamá, y les dijo que ese dinero era de todas, porque era el producto del trabajo en equipo.

Desde entonces cada dos meses, Maguie repartió el dinero entre todas. -Ningún jefe es así. Nadie hace eso, a excepción de Maguie, que es súper generosa -dijo mamá.

Pero eso no es todo. Cuando la vida empezó a ponerme pruebas a cada rato y mamá tenía que llevarme a hospitales y doctores, Ma-guie habló con mucha gente y también hizo muchas cartas para que ella pudiera hacer su trabajo desde nuestra casa.

Yo no sé cómo le ha hecho mamá y a qué horas, pero nunca ha dejado de escribir sus reportajes, de cumplir con su trabajo.-Yo tengo un compromiso con Maguie y debo corresponder a su amistad y confianza -dijo mamá con voz pausada. Porque, mira Eduar-do: la amistad debe ser de ida y vuelta.

Por todo eso, mamá decía que Maguie era como un ángel, su ángel de la guarda. Yo creo que tal vez sí lo es, por todo lo qué ha hecho por ella y porque su forma de ser hace que uno se sienta bien.

Así como ella cree que Maguie ha sido su ángel de la guarda, el mío, que no me desampara ni de noche ni de día, debe ser mamá.

IX.- Coleccionista de coincidencias

Me he dado cuenta de que a veces pasan cosas chistosas, un poco raras, como lo qué pasó un día y que mamá dijo que se llaman coincidencias.

Un día, que soplaba un poco de aire, desde la ventana de la sala veía como se movían despacio las aspas del rehilete que está en el patio, cuando una mariposa se paró sobre una de las flores rojas del macetero de la puerta de entrada. Y de repente me acordé de una canción de la película Madagascar:

Cuando veo las flores rojas del jardín,pienso ¡Qué mundo maravilloso!...

En esas andaba cuando, al mismo tiempo, mamá cantó esa parte de la canción (“Cuando veo las flores rojas del jardín, pienso ¡Qué mundo maravilloso!...”).

Sentí que se me puso la carne de gallina y que me corrió un airecito por la espalda. Me quedé como estatua con la boca abierta, ojos de plato y me empezó el toc-toc-toc del corazón.Y no era para menos: ella había pensado lo mismo que yo. -¿E-res, eres una b-bruja, má?

Ella dejó de cantar y me miró sorprendida.-¿Por qué me preguntas eso, hijo?

Le expliqué el por qué. Mamá juró que no era adivina y mucho menos una bruja.-Es una coincidencia, nada más. Con el tiempo te vas a encontrar con muchas. La vida está llena de coincidencias, hijo -dijo.

Me quedé con eso de la que la vida está llena de coincidencias y desde ese momento me empecé a dar cuenta que así parecía, por-que nada más fue cosa de ponerme a pensar tantito y encontré de un jalón varias.

Miren, por ejemplo, nuestra casa está en la calle Elena número 7 esquina con calle Refugio, en la colonia Nativitas. Una coincidencia es que mi mamá se llama Elena. La otra es que en ese entonces yo había cumplido siete años y el número de la casa es 7. Ahí van dos coincidencias. La otra cosa curiosa es que la casa había sido el lugar donde me siento a gusto, sin peligro, mi refugio. Y Refugio es el nombre de la calle que hace esquina con la casa.

Eso sin contar que mi escuela, bueno, donde he estado inscrito, se llama “Niños Héroes” y que las calles, de la colonia en donde es-tán las oficinas de La Revista, tienen los nombres de esos niños héroes. ¡Ah! y además de que el castillo que me gustaba ver desde la oficina de Maguie, es el mismo donde ellos protegieron la bandera.

Desde entonces me he dado a la tarea de buscar coincidencias para coleccionarlas -quien quita y algún día pueda llegar a ser el más grande coleccionista de coincidencias del mundo, como los hay de estampas, pinks o dinosaurios.

Con el nombre de mis papás también encontré coincidencias. Mi papá se apellida Alegre -como yo, claro- y alegre quiere decir que una persona tiene alegría, que está contenta; y él siempre ha estado así -bueno, menos con el asunto ese del helado de chocolate y de todo lo que pasó, y que no me gusta acordarme-. Mamá ha dicho que yo también soy alegre, porque río mucho.

Y qué decir con el apellido de mamá, y que también tengo. Rauda. Busqué en el diccionario y dice que rauda es una persona veloz, rápida. Y mamá se convertía en el bip bip correcaminos cuando corríamos al hospital para sacarme de mis crisis respiratorias.

Lo que sí, tal vez sea una coincidencia del tamaño del mundo, es la que encontró mamá cuando buscaba datos en el internet para un reportaje sobre la contaminación, y se encontró con la investigación de una persona que sabía mucho sobre eso.-¡CLARO!, ¡CLARO! -gritó mamá, yo volteé para saber qué mosco le había picado, porque cuando ella trabaja no habla ni nada, y ade-más estaba la parte más emocionante de mi programa favorito- ¡ESO ES! ¡ESO ES!-Oye esto, Eduardo, leyó lo de la compu: Por los altos índices de contaminación de la ciudad de México se han presentado muchísimos casos de niños con problemas respiratorios, algunos muy severos y que la mayoría de los doctores no están preparados para diagnos-ticar y atender adecuadamente....

Me di cuenta el porqué de la alegría de mamá: yo era uno de esos niños.-¡Qué coincidencia!, ¿no, má?-Esta es más que una coincidencia. ¡Es un milagro! ¡Un milagro, hijo!

En ese preciso momento mamá se dedicó a buscar por cielo y tierra al doctor -claro que es un decir, porque no salió de la casa. Y es que esa investigación sólo traía el nombre del doctor, Clemente Locca Bellone, pero nada de dirección o número de teléfono.

Ella revisó completa la Sección Amarilla, le preguntó por teléfono a una máquina y hasta habló al noticiero de radio, que mamá oye temprano, antes de empezar nuestras clases, en el cual habla un señor que siempre está de malas. El mensaje fue:

Madre angustiada solicita el apoyo de los escuchas para obtener la dirección y teléfono del doctor Clemente Locca Bellone. Se trata de un asunto de vida o muerte.

Eso de vida o muerte parecía muy exagerado. Pero no lo era.

X.- Termina el juego de “no pasa nada”

En cada crisis, mamá y yo habíamos seguido con el juego de hacer como si no pasara nada, como si a mí no me diera miedo y a ella tampoco, hasta que una noche tuvimos que terminarlo. Pasó así. Una noche como a las ocho yo estaba en la sala jugando con el Playestation cuando me vino el achú, que avisaba que ya venía una nueva crisis -por primera vez había llegado al quinto nivel de Pokémon, estaba contento por esa hazaña.-¡Má, otra vez! -dije a mamá, quien escribía en la compu.-Ya voy, tranquilo -respondió con calma, porque nada más era cuestión de aplicarme la inhaloterapia ahí en la sala.

Ella dejó la compu, se levantó de la silla. Y yo me acerqué al aparato de inhaloterapia, que está sobre una mesita entre la compu y el pizarrón.-¿Listo, campeón?-Sí, má.

Me coloqué la mascarilla en la nariz. Mamá vació la medicina en el depósito del aparato, conectó el aparato al enchufe de luz y al sumir el botón, para arrancar la máquina, hizo ¡Puf!

Se fue la luz, quedamos a oscuras.

Yo nunca me he sentido el muy, muy, pero tampoco he sido un gallina. Por ejemplo, la oscuridad no me da miedo, es más, algunas noches que no puedo dormir me la paso con la luz apagada hasta que me gana el sueño. Con decir que los cuentos de terror ni me espantan (Eduardo, hijo, deja ese libro que vas a tener pesadillas). Sé que son mentiras, que no existe la llorona, ni los vampiros, ni el hombre lobo. Claro, que cuando leo este tipo de cuentos me asusto algo, porque me meto en la historia, que al fin y al cabo de eso se trata, de espantarse, ¿no?

Pero esa noche, con mi crisis en esa oscuridad, sentí miedo de verdad. No sabía bien por qué pero se me pusieron los pelos de pun-ta. -¡Tranquilo! ¡Tranquilo, campeón! -dijo mamá con la voz quebrada-. Se botó el break de la cocina, nada más lo subo, y regresa la luz.

Traté de responderle, pero no me salieron las palabras. Mi corazón empezó con su toc-toc-toc, las manos me sudaron y sentí mis piernas como de trapo.

Mamá fue a la cocina, tropezó con una silla, pero siguió hasta llegar a la pastilla de la luz -ya antes se nos había ido la luz por tener prendidas, al mismo tiempo, la compu, la lavadora, el horno y la tele.

Mamá subió y bajó la pastilla varias veces, pero no regresó la luz.-¿QUÉ PASA...? ¿QUÉ PASA...? -gritó y corrió de la cocina a la sala para desconectar la compu, la tele y el play.

Regresó a la cocina para subir la pastilla, pero seguimos a oscuras. Mi respiración se me cortó muchísimo y empecé a jalar aire por la boca. Me zumbaron los oídos y me agarró un dolor de cabeza muy fuerte.-¿QUÉ HAGO...? ¡AH!, ¡LAS LLAVES!, ¡LAS LLAVES!, ¿DÓNDE ESTÁN? -dijo mamá desesperada porque no encontró las llaves del coche en el colgador de sol y luna; vació su bolsa.

Lo último que escuché con claridad fueron sus sollozos, porque todo me empezó a dar vueltas ya que una especie de remolino gi-gante me llevaba.

Mientras ese remolino me jalaba hacia dentro, rumbo a un agujero negro, me di cuenta de que nunca conocería a los animales del zoológico, que tampoco jugaría fut con otros niños, ni nadaría como pez, ni andaría en bici, ni conocería el mar.

Y no llegaría a hacer un montón de cosas más, pero también me di cuenta de que al menos ya no tendría crisis, porque no sentiría nada -de nada, pero de nada, ni frío, ni calor, ni hambre, ni sueño- y me dio terror. En ese momento extrañé muchísimo a mi papá (¿Dónde estás pá?, ¡ayúdame!, ¡dame tu mano!), sentí que no lo volvería a ver, y ya no platicaríamos, ni jugaríamos con sus juegos de niño.

¿Y mamá? También pensé en mamá, ¡la pobre!, me la imaginé tan sola, muy triste, miraba sin mirar...

De repente escuché su voz bastante queda y lejana.

CAMPEÓN VAMOS CAMPEÓN GANARÁS ÉSTAHicieron eco en mi cabeza y me dieron fuerza para sujetarme con las dos manos de algo para que el remolino no me llevara hacia el agujero negro.

Como entre sueños vi que mamá fue al aparato de inhaloterapia, lo desconectó, me quitó la mascarilla, lo tomó y salió a la calle. Re-gresó por mí, como pudo me cargó y sentí el frío de la noche. Entramos a un lugar, me bajó sobre algo muy incomodo, sin dejar de abrazarme. Escuché, ¡por fin!, el ruido del aparato y de golpe el remolino me echó fuera. El zumbido se me quitó y el dolor de cabeza fue menos fuerte, pero el sudor de manos y el toc-toc-toc del corazón siguieron.

Empecé a escuchar y ver mejor, no como en sueños. Tosí y tosí como nunca, vomité un chorro de flemas. Y volví a respirar. Mamá me abrazó, tenía sus ojos rojos y la cara mojada. Me abrazó muy fuerte y me dio muchos besos. Yo me puse a llorar.-¡Má, me dio miedo... mucho miedo, má! ¡Sentí que me moría!-A mí también, campeón. A mí también me dio miedo.

Me di cuenta que estábamos en la tienda “El ancla”, que está frente a la casa. Yo sentado sobre un paquete de refrescos y el aparato de inhaloterapia encima del refrigerador de los helados y paletas. Doña Sarita, la dueña de la tienda, una señora de rebozo y un joven de lentes de fondo botella no dejaban de vernos con la boca abierta, sin decir nada.

Esa noche mamá y yo pronunciamos por primera vez la palabra miedo, con sus cinco letras. Porque lo sentimos más grande al de las otras crisis, cuando todo quedaba en la sudoración de manos, temblor de rodillas y los latidos más fuertes de corazón; y en mamá en su cambio de voz, manos frías y en sus venitas de la frente saltonas.

Ese no fue un miedo cualquiera, sino terror, ya que estuve a punto de morir. Tanto así que la semana siguiente la pasamos casi mudos y no hablamos de lo que pasó, pero a cada rato mamá me abrazaba y besaba (¡Te quiero mucho, Eduardo!). Yo le devolvía el abrazo y los besos (¡También yo, má!).

El domingo en la mañana, cuando empezó a sonar la campana de la iglesia, mamá esperó a papá en la reja. Desde la ventana vi todo. El llegó y mamá le habló un ratote, desde la primera llamada a misa hasta la tercera, cuando ella se metió a la casa.

Papá tocó el timbre y ella salió, como si no lo hubiera visto antes, y le abrió la puerta. En un dos por tres, bajé las escaleras, nos encontramos en la entrada a la sala, me eché a sus brazos (¡Ay mi amor, mi pequeño!), me cargó y abrazó un ratote, lloró sin hacer ruido pero sentí mi hombro mojado (¡Cuánto te quiero, hijo!)-¿Te contó mamá, verdad?

Papá no contestó, me bajó, se puso en cuclillas, con la manga derecha del suéter secó sus lágrimas, colocó las manos en mis hom-bros.-Sí, me contó cómo fue todo. Y también me dijo que fuiste muy valiente, que te portaste muy bien.-Me dio miedo, muchísimo miedo, pá.-Sentir miedo no es malo, hijo, al contrario, te hace más fuerte.-Un remolino me llevaba. Creí que no te vería más y tampoco a mamá.-Ya pasó, Eduardo. ¡Ya pasó! Eso quedó atrás. Olvídalo.-No puedo, pá. Nada más me acuerdo y siento... siento como que me duele el pecho y me dan muchas ganas de chillar.-Llora hijo, no te detengas. Desahógate.

Me abrazó otra vez. Lloramos juntos, dejamos de ser los Alegre en ese momento. Me di cuenta de que los abrazos de papá son tan bonitos como los de mamá. Por cierto, ella que había escuchado todo lo que dijimos se acercó, nos abrazó, y lloró con nosotros.

A la hora de la comida, mamá dio una súper, recontra y gran noticia:-Tu papá regresa a casa, hijo. ¿Qué te parece?-¿De veras, pá? -pregunté y vi que él estaba tan asombrado como yo, porque abrió los ojos.-¿De verdad, Elena? -vio a mamá-, ¿en serio? -Sí, claro que sí.-¡Yupi!, ¡Yupi!... ¡Gracias, má! -dije y la besé.

Al terminar de comer papá fue por sus cosas. Ya había pasado el tiempo que mamá dijo que tenían que darse, desde el escándalo del helado de chocolate con trocitos de nuez, y que duró un chorro de tiempo, ¡más de un año!

En el colgador de sol y luna volvió a colgar la gorra azul marino con el puma oro.

La alegría que sentí por el regreso de papá compensó el sustote. Y es que de verdad, la sentí cerquita.

Por poco y no lo cuento.

XI.- Bicicletas, patines y patinetas

Desde la coincidencia de la canción, la que pensé y mamá cantó, aparecieron otras. A una semana de la noche en que el remolino me llevaba, mamá recibió una llamada de una persona del noticiero del señor enojón, para darle los datos del doctor de la investiga-ción por internet (¡Muchísimas gracias, señorita!).

Rauda como el apellido, mamá llamó para sacar una cita lo antes posible (Para el niño Eduardo Alegre Rauda, por favor). Y ese antes posible fue al día siguiente, a las diez de la mañana.

Me acuerdo que me sentí muy raro, entre contento y con un poco de miedo. Se lo dije a mamá (Incertidumbre, hijo, se llama Incerti-dumbre, yo también la tengo).

¡Ah!, por cierto, el consultorio está en Virrey Eduardo -como mi nombre y resulta que para mamá, a veces soy su rey, que más o menos es como virrey-, número 2006 -¿en qué año estamos?, pues el 2006-, colonia Lomas de Virreyes.

De las pocas veces que había salido de casa, casi todas fueron para consultar doctores. Entre pediatras con inyecciones, medicinas y jarabes; alergólogos con sus prohibidos esto o lo otro (Para saber qué detona tus crisis, niño); otorri..otorrinolo..., bueno como se diga y que parece trabalenguas (Otorrinolaringólogo, hijo); naturistas con sus jugos y tés; acupunturistas con sus agujas y homeópatas con chochitos de azúcar, pero ninguno me pudo quitar las crisis respiratorias.

Puse changuitos, con manos y pies, para que ese nuevo doctor me curara.

Mis papás nunca lo dijeron, pero me di cuenta que mi enfermedad les había costado otro ojo de la cara. Por eso, mamá no cambiaba de coche.

-Es muy noble, nunca nos ha dejado tirados –decía a quien miraba como bicho raro nuestro volchito 85-, ¿verdad, hijo?

El día de la consulta desperté a las seis de la mañana. Bueno, despertar es un decir porque esa sensación que mamá llama incerti-dumbre hizo que me pasara toda la noche sin poder dormir.

Dormí sólo por ratos y soñé varias cosas, de las cuales sólo recordé dos.

Uno sobre el niño de la burbuja, pero ya no fue pesadilla como antes. Era yo con mi suéter verde de cuello de tortuga y entraba a la burbuja para darle la mano al niño, como el póster de las manos a punto de estrecharse, que tenemos en la sala -mamá dice que es un detalle de la pintura del italiano Miguel Ángel. Italiano como el doctor Clemente Locca, qué coincidencia, ¿no?

El otro sueño fue un sueño feo. Leía un libro, en el reposet de papá -el sillón que se hace para atrás- cuando de repente se formaba un remolino que me jalaba hacia él. Me dio muchísimo miedo, pero luego, luego pensé con muchas fuerzas que era un sueño, sólo un sueño y que tenía que despertar.... y ¡Desperté! Me quedé acostado como una hora dándole vueltas al sueño del niño de la burbuja (¿Será que me aliviaré?... ¡Ojalá!).

En ese momento, mamá tocó la puerta de mi cuarto.-¡Buen día, Eduardo!, ¡Arriba!, Es hora de levantarse -dijo al entrar.

En la noche ella había hecho el plan del día (a las siete despertar, vestirse, desayunar, lavar los dientes, ir al baño, para salir a las ocho y media).

¡Ah!, por cierto no vayan a creer que no me gusta bañarme como a los gatos. Lo que pasaba es que para que no me hiciera daño, cada que tenía que salir a la calle en las mañanas, debía bañarme en las noches.

Mamá dijo que haríamos una hora de camino, pero como a esa hora el tránsito siempre está pesado, más valía salir hora y media antes. También localizó en un mapa la dirección del consultorio, para conocer qué ruta tomar.

Le atinó a lo del tránsito. Tlalpan era un estacionamiento gigantesco. Yo nada más veía pasar Metro tras Metro, mientras los coches apenas se movían.

Era tan lento el andar de los coches que hasta imaginé (¡Ji, ji, ji!) pedir una pizza a domicilio, mejor dicho a cochecilio (Una hawaia-na mediana y dos refrescos al tiempo, por fa. Para entregar al volcho blanco 85, en Tlalpan, entre el Metro Nativitas y Metro Villa de Cortés. ¡Gracias!).

Esa mañana me di cuenta de las cosas tan chistosas y diferentes que acostumbran hacer las personas en el tráfico. A unos les en-canta pegarse al claxon. A otros gritarle a los otros conductores (¡muévete!, ¡fíjate!, ¿qué no ves?, ¡pareces tortuga!, ¡metete ya!, ¿qué me ves, menso?). A uno por leer el periódico. A las mujeres pintarse las uñas, las pestañas o la boca. Un señor a... ¿rasurar-se?, ¡sí, rasurarse!, igual que papá lo hace en el baño. Otros están con el celular; a escribir en compu pórtatil; ver la tele; comer un mango; otras piensan en quién sabe qué, como mamá lo hizo. Y uno más estar de mirón, ¡claro!, yo.

Yo no sé porqué los adultos se complican tanto la vida. Tan fácil como andar en bici, avanzarían más rápido. ¡Eso es, deberían andar en bicis!, ¡sería padrísimo! -pensé.

¿Se imaginan una ciudad sin coches y sólo con bicis, patinetas, patines y triciclos?

Segurito que la gente sería más feliz, se divertirían al sentir el aire en la cara, harían ejercicio -que por lo que veo, les hace falta a muchos- y llegarían más rápido a donde fueran. Y hasta les saldría más barato, porque las bicis cuestan muchísimo menos... y se ahorrarían lo de la gasolina, composturas, seguros, verificaciones y tenencias -eso lo sé porque mamá a cada rato se quejaba, bue-no, lo único que ya no pagaba era tenencia, porque nuestro volcho era muy viejo.

Además, cada persona podría escoger su bici a su gusto, fuera de carreras, de montaña, de triciclo o triple.

Sin coches no habría contaminación. Mamá me había explicado que los motores de los coches generan humo que sube al cielo (At-mósfera, hijo) y se mezcla con el aire que respiramos. Eso quiere decir que nosotros ¡respiramos humo!, por eso hace tiempo unos pajaritos que volaban en el cielo, de pronto cayeron muertos, se murieron por el humo.

Y cómo carambas no se va a formar la contaminación, si cuando hay tráfico todos los coches están con los motores prendidos sin avanzar, pero eso sí eche y eche humo.

Me di cuenta de todo lo que nos evitamos mamá y yo todos los días. ¡Qué bueno que mi escuela y su trabajo estuvieron en casa!, porque el tráfico enoja hasta al más tranquilo, como mamá (¡Déjeme pasar señor: para qué cree que pongo las direccionales!).

En pleno embotellamiento me acordé del cuento de un mago que desinventa aparatos o cosas que han llegado a causar problemas a la gente, como los coches. En el cuento este mago desaparece todos los coches, camionetas y camiones de la tierra, obligando a la gente a caminar.

Una hora y cuarto después de salir de casa, quince minutos antes de la consulta, llegamos al consultorio. Mamá tocó el timbre de la puerta del consultorio del doctor. -¿Diga? -dijo una voz en el interfón.-¡Buen día, venimos a la cita de Eduardo Alegre Rauda!

Me sudaron las manos y mi corazón empezó su toc-toc-toc.

XII.- Ciao bambino

El doctor Clemente Locca Bellone es alto y flaco como una palmera, calvito, bigote como de morsa, lentes, habla poco y cuando lo hace diche palabras muy raras, que se escuchan graciosas (Eduardo, acuérdate de que es italiano, por eso habla así).

Es un doctor diferente a todos los que conocía –que fueron muchísimos-, y no lo digo por su forma de hablar, sino por otras cosas. Por ejemplo, su bata es azul cielo en vez de la blanca de todos los doctores. Su forma de tratarme es diferente a la de los otros, quienes me hacían sentir como si fuera invisible y sólo hablaban con mamá, ¡como si no fuera mi enfermedad!

El doctor Clemente platicaba conmigo, bueno, mejor dicho, me dejaba hablar cada que preguntaba cómo estaba y cómo me sentía, mientras hablaba y hablaba él escuchaba y parecía entender lo que le decía, porque asentaba con la cabeza y a veces reía.

Mamá lo puso al tanto de cómo ha sido mi vida y salud desde mis tres meses de edad.-Mire doctor, hemos acudido con todo tipo de especialistas y a terapias alternativas, pero sin éxito. Las crisis respiratorias, que no lo dejan en paz, le vienen de tres a cuatro veces a la semana.-Capisco -“entiendo”, dijo mamá para que yo también entendiera.

¡Ah!, porque déjenme presumirles que ella, que se las sabe de todas, todas, habla italiano, lo aprendió cuando estudió para periodista, ¡qué coincidencia!-Con la inhaloterapia sale de las crisis respiratorias -añadió mamá.

El doctor señaló una cama de consultorio, a dos pasos de donde estábamos sentados. Dijo algo que me quedé sin entender porque mamá no me lo pasó al español. Fuimos a donde nos indicó, me senté en la orilla y mamá de pie me levantó por atrás, hasta la nuca, mi querido suéter verde de cuello de tortuga, mientras el doctor parado puso directo sobre mi espalda y sin avisar una cosa de metal friísima (¡UF!).-Per favore, bambino, inalare forte y esalare lontano

Mamá me lo tradujo: respira fuerte y deja salir el aire despacio. Otra volta, -“otra vez” dijo mamá, mientras el doctor detrás pasaba esa cosa fría de la derecha a izquierda de mi espalda.

Después me puso a inflar –y desinflar- seis veces el mismo globo. Quedé sin nada de aire, ponchado. Sentí que venía una nueva crisis, porque empezaba el toc-toc-toc del corazón, pero el doctor me calmó (Trancuilo bambino, trancuilo).

Al quitarme esa cosa fría, que era el aparato que usan para escuchar los latidos del corazón, acomodé el suéter en su lugar, espe-rando –y por su cara veía que mamá también– que el doctor dijera algo sobre el estado de mis pulmones, algo parecido a il bambino necesita unos novos pulmones, o parecere come un gatto dormito.

Pero no dijo ni una sola parola sobre lo que escuchó, en cambio nos citó al siguiente día a las siete de la mañana (Domani in la mat-tina a la sete). Yo tenía que ir con la panza vacía (Sensa mangiare), para hacerme unos análisis. Después, a las diez tendríamos cita con él.

Llegamos puntuales. Mamá, como yo, sin comer ni tomar nada, ni gota de agua (Es solidaridad, hijo, pero después nos vamos a de-sayunar rico, ¿Te parece?). En el consultorio estaba una enfermera alta, gorda, con cara de sargento mal pagado –después creería que era mi coco-, que sin hablar me señaló una silla. Me senté.-El suéter, el suéter. Arremángate la manga derecha, hasta arriba del codo -dijo y me di cuenta que también tenía voz de sargento mal pagado.

Me subí la manga del suéter verde –mi preferido, aunque a mamá no le guste (Eduardo pareces retrato... y ese suéter está muy gas-tado ¡ponte otra cosa, caramba!).

La enfermera, con sus manos grandes y toscas me amarró una liga gruesa en el brazo derecho. Sin darme oportunidad de ver qué hacía, rápido me untó un algodón con alcohol cerca de la liga, agarró de una charola una jeringota con una aguja como de pez espa-da y... (¡AY, AY!), sin decir agua va me picó en el brazo y me empezó a sacar sangre. Al ver cómo mi sangre llenaba la jeringa empe-cé a sentir que todo daba vueltas, todo. Mamá vio que me puse blanco como polvorón (¡Vamos campeón, ya casi está!).

La hermana de drácula, con cara de “vaya, qué delicadito, ni aguantas nada”, me puso una bolita de algodón mojado con alcohol donde me sacó toda mi sangre, me dobló el brazo como si aplicara una llave de lucha (¡Quédate así diez minutos!).

De ahí luego, luego yo todavía adolorido y con el brazo doblado como muñeco articulado, la luchadora me entregó un frasco de plás-tico blanco vacío (Para muestra de orina). Mamá intentó entrar conmigo al baño, pero no la dejé porque desde que me acuerdo he hecho pipí yo solo (Pero, ¡no vas a poder con una mano! No tienes que desdoblar el brazo derecho).

Me las arreglé como pude con la mano izquierda. Claro que me costó trabajo pero llené el frasquito. Lo más difícil fue hacer del uno, no tenía ganas –y cómo iba a tener ganas si no había tomado ni un traguito de agua. Hasta que se me ocurrió abrir la llave del lava-bo y al rato, nada más de ver correr el agua, lo logré.

Fuimos a desayunar a un restaurante cerca del consultorio. Mientras traían mi jugo de naranja, leche y hot cakes y la ensalada de frutas de mamá, ella me preguntó si todavía tenía incertidumbre.-Ya no. Con decirte que ni me di cuenta de cuando se me quitó el miedo. Ahora me siento como mi nombre, alegre, alegre, nada más. Porque algo dentro de mí me hace sentir que el doctor me curará. -¿Y tú, má?

-Yo también, hijo, también estoy alegre. Confío en este doctor. Se ve que es una eminencia. Vi que ha recibido muchísimos recono-cimientos por sus investigaciones sobre las enfermedades que ocasiona la contaminación ambiental y que tiene varios estudios de posgrado. ¿No viste todos los diplomas de su consultorio?

Al terminar de comer y esperar que el mesero trajera la cuenta, por la ventana vi algo increíble. Me froté los ojos para darme cuenta de que no era una visión (¡Mira, má, mira, afuera!). Era el doctor Clemente Locca montado en una bicicleta de montaña. Su bata azul volaba por el aire como la capa de Harry Potter. Mamá no se sorprendió tanto (Debe vivir por aquí....y eso de la bicicleta es muy euro-peo).

Me cayó requetebién el doctor, porque hacía lo que deberían de hacer todas las personas: cambiar sus coches por bicis.

Al regresar al consultorio, después de desayunar, nos recibió el doctor.-Buon giorno! -dijo. Traía un papel en la mano.-¡Buen día, doctor! -respondió mamá.-Su bici está padrísima!

El papel era el resultado de lo que salió en mi sangre y en mi pis. El doctor dijo que mi sistema inmunológico estaba bajísimo, algo así que las defensas de mi cuerpo eran muy poquitas y por eso me enfermo al respirar aire con humo, que es cuando me dan mis crisis respiratorias.-Bene, bene....no e facile ma, il bambino pian pianitosera sanato...-....¿Qué...?, ¿quién viene...?, ¿quién vino...? y ¿cuál pianito..?

Me aceleré. No le había dado tiempo a que mamá me tradujera y entró al rescate.-Cálmate, Eduardo, tranquilo. Dice que te curarás poco a poco.

El doctor dijo que con una serie de cuidados y un tratamiento, a base de vacunas, aumentarían mis defensas.

También indicó que debería dejar la inhaloterapia.-Pero, doctor, ¿qué haremos en las crisis? –preguntó mamá.-E facile -el doctor sacó de su escritorio un aparatito muy extraño, un tubito de plástico transparente con una bomba de hule del tamaño de un limón y del otro lado una mascarilla. Un inhalador.

Dijo el doctor que mis pulmones se habían atrofiado (Vuelto perezosos, flojos, hijo) por la inhaloterapia, que había trabajado por ellos. Para ejercitarlos recetó que diario tenía que inflar un globo diez veces, además de ponerme una pijama limpia cada noche, debíamos sacar el colchón al sol cada tercer día y estrenar almohada cada mes. Y otras cosas que ya sabía: nada de mascotas, muñecos de peluche, cuidarse de la gripe, no salir a la intemperie y no estar en lugares cerrados con más gente.

El sábado le platiqué a papá cómo estuvo la consulta y que mamá y yo teníamos confianza en el doctor; de la rudeza de la enfermera al sacarme sangre. Rió mucho cuando le conté cómo logré hacer pipí sin tener ganas y llenar el frasco con la izquierda. También le dije lo chistoso del idioma italiano.

Papá me dijo que era un niño muy valiente y de que si quería curarme tenía que seguir siéndolo.

XIII.- ¿Qué le ocurre a mamá?

Mamá cambió su forma de ser desde que regresó a trabajar a la oficina. Parecía león enjaulado, por cualquier cosita gritaba o respon-día de mal modo.

Un fin de semana le llamó Maguie por teléfono. No sé qué tanto platicaron, pero debió ser algo serio porque se la pasó callada todo el domingo. Sólo nos avisó que a partir del lunes tenía que presentarse en La Revista.

Por su regreso al trabajo tuvimos que finalizar un mes antes nuestras clases en la escuelita. Pero no importaba mucho, ya había apren-dido a sumar y restar, que era lo que necesitaba para pasar a tercer año.

Aunque el doctor había dicho que mis crisis se espaciarían hasta desaparecer y que con el inhalador era suficiente, mamá me enseñó a usar el aparato de inhaloterapia. Me explicó más de diez veces cómo debía usarlo (Eduardo, fíjate bien cómo se hace. Es muy im-portante que lo aprendas) y solamente quedó conforme cuando le demostré que había entendido: puse el medicamento en el depósito, conecté el aparato a la luz, me coloque la mascarilla y prendí el botón.

Haberme dejado solo en casa me hizo pensar que algo sucedía en su trabajo, de otra manera no lo hubiera hecho. Lo que tampoco entendía fue su cambio de carácter, ya que al pasar los días se volvió más enojona. Pensé en varias explicaciones: ¿Sería el tráfico que la ponía diario de malas?, ¿algo qué yo había hecho?, ¿se peleó con papá?, ¿habría pasado algo entre ella y Maguie?

Una semana después de los análisis inició mi tratamiento. La misma enfermera que me había sacado la sangre para el análisis fue la encargada de ponerme las inyecciones, del tratamiento. Cuando la vi me temblaron las rodillas.

La gladiadora de blanco dijo que el tratamiento consistía en tres vacunas. Dos en el brazo derecho y una en el izquierdo. Así, sin nada más, como si le diera órdenes a uno de sus soldados –solo le faltó el “¡firmes, ya!”.

Vi que el uniforme de la sargenta traía una placa con un nombre: Socorro. Y socorro era precisamente lo que yo necesitaba, volteé a ver a mamá, quien me regaló una pequeña sonrisa y las palabras de los momentos difíciles (¡Vamos campeón!). -¡Quítate el suéter! -gruñó Godzila.

La obedecí. No fuera a enojarse más de lo que ya parecía estar. Me quité mi inseparable suéter verde. Mamá con su mano me acicaló los cabellos, mientras la enfermera me untó un algodón mojado en alcohol en el brazo derecho cerca del hombro. Después la luchadora sacó lenta y cuidadosamente de su empaque una jeringa con una puntiaguda aguja. Me dio la impresión de que lo hizo en cámara lenta para que yo viera bien con qué me inyectaría, como cuando el mago de la tele muestra la espada que atravesará la caja donde está me-tida su ayudante. Si su intención fue espantarme, lo logró, ya que comenzó el toc-toc-toc de mi corazón y las rodillas me temblaron.

Mamá, que estaba a mi izquierda, tuvo una buena idea (Eduardo, para que no veas cómo te vacunan mejor mírame). Así lo hice y no sentí mucho dolor con el piquete; sólo un poco cuando el medicamento entró en mi vena.

Sin darme tiempo de recuperarme de la primera inyección, rápido la hermana de Drácula aplicó la otra vacuna en el mismo lugar. Me limpió con un algodón empapado de alcohol.-Ya ves, no pasó nada -dijo mamá-, sólo falta una.

Mamá se pasó a mi derecha para que la enfermera infernal repitiera en el brazo izquierdo todo: alcohol, pinchazo y alcohol.

Esa mañana mamá estuvo de buenas, pero ya en la tarde regresó de su trabajo bastante cambiada, como si fuera otra.

Cuando empezaba a oscurecer le llamé a papá a su celular -él estaba en Veracruz-, para contarle lo del tratamiento y el terror que me causaba la enfermera. El me pidió echarle valor a las inyecciones y me platicó que cuando tenía más o menos mi edad lo vacunaron ¡doce veces! en la barriga, porque lo mordió un perro callejero. Que se acuerda sólo de la primera inyección, porque le dio miedo, pero de las demás no.

También me pidió no pensar cosas malas de la enfermera (Sólo hace su trabajo, hijo), porque si no después tendría pesadillas (Puedes llegar a soñar que te persigue con una jeringa de dos metros, y que...)-...EDUARDO, ¿POR QUÉ DEJASTE LA MANTEQUILLA AFUERA DEL REFRI?, ¡POR ESO SE ECHA A PERDER! -gritó mamá des-de la cocina; papá me preguntó que qué pasaba- ¡CONTÉSTAME CUANDO TE HABLO!....-ella se acercó a la sala- ¿QUÉ HACES?, ¿CON QUIÉN HABLAS, EH...?-Con papá, má, le platico del tratamiento y...-NADA, ¡CUELGA, POR ESO EL RECIBO VIENE TAN ALTO!, ¡QUÉ CUELGUES YA!

Por un momento pensé que era una broma, pero cuando puso sus manos en la cadera, movió su pierna derecha, sus ojos echaron chispas y escuché su respiración, me di cuenta de que la cosa era seria. Parecía un alebrije. Nunca la había visto así, bueno, en verdad sí, el día en que peleó con papá por lo del helado de chocolate. -Pásame a tu mamá -dijo papá por teléfono.

Le di el aparato a ella, pero en vez de hablarle colgó.Me agarró del brazo para llevarme a la mesita de la cocina, tomé la mantequilla y la metí en el refri.

Durante el primer mes, el tratamiento de vacunas fue de dos veces por semana. Yo tenía los brazos como coladera de tantos piquetes, ¡diez y ocho inyecciones! Al fin de ese mes fuimos en ayunas, mamá y yo, para hacerme otros análisis.

El doctor vio en los resultados de los estudios que el tratamiento había aumentado mis defensas. Fue una buenísima noticia que en-tendí como pude (Bene, multo bene, bambino), ya que mamá se la pasó mire y mire su reloj y no me tradujo nada.

El tratamiento pasó a ser cada semana. No sé si esa noticia fue buena o mala para mamá, porque cuando el doctor nos dijo, ella se quedó callada, sin hacer ningún comentario. Y sólo habló para saber en qué momento podíamos irnos.-¿Es todo...? -preguntó al doctor- ... ¿Sí?... Vámonos. ¡Es tardísimo! -me sacó del consultorio sin darme tiempo de despedirme.

Mis crisis respiratorias casi habían desaparecido. En el primer mes de tratamiento me dieron dos veces y salí de ellas yo solo gracias al inhalador.

La primera fue en la noche, después del escándalo que armó mamá por lo de la mantequilla. Como quería olvidar ese asunto, subí a mi cuarto para hojear un libro ilustrado muy gracioso, de un chimpancé pintor, cuando me empezó a faltar el aire, el corazón inició su toc-toc-toc y antes de que me empezaran a temblar las rodillas y sudar las manos, me dije: “Tranquilo, tranquilo, campeón”.

Como había indicado el doctor, agarré el inhalador, me coloqué la mascarilla en la nariz y apreté la bombita de hule dos veces. El toc-toc-toc del corazón se calmó, quité la mascarilla de mi nariz y respiré con normalidad. Así nada más. Mis pulmones se pusieron a trabajar. Me di cuenta de que sí sirvió tanta inflada de globos.

Me dio tanta alegría mi hazaña que brinqué de gusto sobre la cama, sentí que tenía un motor encendido dentro de mí, hasta se me olvidó que mamá andaba como puerco espín. Bajé las escaleras lo más rápido que pude. Ella estaba abajo en la sala.-¡LO HICE, MÁ!... ¡PUDE YO SOLO!... ¡YUPI!

Mamá volteó a mirarme (¿QUÉ TE PASÓ...?). Le expliqué cómo salí de la crisis, pero no se alegró tanto como yo (Ah, ¡qué bueno!).-¡PERO LO HICE, MÁ LO HICE! -repetí lo mismo, muy contento.

Yo pensé que esa noticia le daría mucho gusto, pero sólo me dio un abrazo que sentí diferente a los de antes, como sin ganas, y dijo que qué bueno que hubiera salido de la crisis por mí mismo, que eso la tranquilizaba.

Ese día me sentí realmente como un triunfador, un campeón, porque había salido de la crisis solo.

Cuando papá regresó de Veracruz le conté muchas veces cómo pasó todo. Él sí se puso contentísimo. Me abrazó, me cargó y me besó.

Salí de la segunda crisis como quince días después de la primera, también yo solo, con el inhalador. Pero como ocurrió un sábado, al mediodía, papá vio con la boca abierta cómo lo hice (¡BRAVO, HIJO! ¡Eso merece una pizza especial!).

Pero mamá seguía cada vez más irritable, y a veces muy callada. No sé qué le sucedía, si yo estaba mejor.

En esos días leí un libro de terror que me asustó, porque pensé que a lo mejor eso le pasaba a mamá. Trataba de una familia como la mía, formada por los papás y un niño como de mi edad -que coincidencia, ¿no?-, que se cambia a un edificio abandonado. Al pa-sar los días el papá se va comportando de manera más extraña, se vuelve cada día más enojón, se la pasa encerrado en su cuarto y dice cosas sin sentido. El niño, aterrado, descubre que el espíritu de un señor que había asesinado a su familia, en ese mismo edifi-cio, se había posesionado de su papá.

¿A poco no es de miedo?

XIV.- Las brujas sí existen

Le conté a papá sobre la historia del libro de terror. Él me respondió que no, el problema de mamá no tenía nada que ver con algún espíritu. Sin embargo, después de quedarse callado dijo algo que me confundió.-Aunque pensándolo bien, y en algún sentido, tiene que ver con una especie de engendro.

Me quedé con el mismo miedo. Entonces, ¿sí o no? Me puse chinito nada más de pensar qué clase de engendro había hecho cambiar a mamá.

Ella seguía de malas, enojada hasta con el clima (¡Qué calor, está insoportable!). En el tráfico se comportaba como los otros conduc-tores: se les cruzaba, se pegaba al claxon y gritaba una que otra palabrota. Al doctor Clemente ya no le respondía ni el saludo y un día le reclamó a la enfermera su brusquedad (¡OIGAME CARA DE SARGENTO MAL PAGADO: MI HIJO NO ES MUÑECO PARA QUE LO TRATE DE ESA MANERA!). A pesar de que la parienta de King Kong había sido tosca conmigo me dio pena que mamá le dijera eso –y es que una cosa bien distinta es pensar lo de cara de sargento mal pagado, a decírselo.

En casa los gritos de enojo de mamá eran por cualquier cosa, como un foco prendido, no encontrar el control de la tele, la pasta dental abierta, la corbata de papá en un sillón, la presencia de una mosca o la puerta del baño abierta. Papá sabía qué le sucedía (¡Tranqui-lízate, Elena, no es para tanto!). Pero cuando yo le preguntaba, él sólo me respondía sin más explicaciones que nada.

Una noche descubrí una pista que indicó que no se trataba de la posesión de ningún espíritu, ni por la presencia de un engendro. En mi papel de investigador, me acerqué sin hacer ruido a la puerta del cuarto de mis papás que hablaban bajito. Escuché que papá decía que ella ya no tenía necesidad de soportar tanta presión, que yo estaba aliviado y que serían menos gastos (¡Ponle fin a esa situación o te volverás loca!).

Pero por más que pensé y pensé no pude relacionar lo que oí con que ella se pusiera como alebrije a cada rato.

Un sábado sucedió algo que hizo que mamá explotara como bomba atómica.

Al regresar del súper, mamá no metió el coche al patio, porque después de comer iríamos los tres al cine. Yo estaba entusiasmadísimo porque era la primera vez que iba a ver una película a un cine. Yo le había pedido permiso al doctor, me dijo que sí, pero debía ir bien abrigado, por si el clima de la sala estaba muy frío, y sobre todo llevar el inhalador.

Al salir de casa, para ir al cine, nos llevamos una sorpresa.-¿Y el volcho, má? -pregunté.-...-¿Dónde lo dejaste? Es broma, ¿verdad? -dijo papá.-¡SE LO ROBARON!, ¡AQUÍ LO DEJE, AQUÍ! -respondió mamá y se puso roja, se le humedecieron los ojos y su respiración se hizo más fuerte -¡NO PUEDE SER!, ¡VIVIMOS ENTRE RATEROS!, ¡YA NADA MÁS ESO ME FALTABA!... ¡TODO ESTÁ CONTRA MI!

Azotó las llaves contra el suelo, zapateó como si hiciera un berrinche y se echó a llorar.-¡Cálmate! Es sólo un coche, ¡no es para tanto! –dijo papá y la abrazó.

Yo recogí las llaves del volcho y los tres nos metimos a la casa, porque las personas que estaban dentro de la tienda de enfrente sa-lieron a ver qué había pasado.

Me entristeció el robo del volchito, al que le tenía cariño, aunque estuviera viejito.

Papá, después de calmar a mamá y servirle un té de tila, fue a la policía a avisar lo del coche. -Ojalá y lo encuentren, pá.-No, no creo que lo hallen, hijo. Pero de todos modos debemos denunciar el robo. Mira, es más fácil que los perros vuelen a que en-cuentren el coche. Los volchos los desarman para vender sus partes.

Ya no fuimos al cine. Traté de bromear con mamá para que se le bajara el coraje, no fuera a enfermarse. -Oye má, ya no hay que comprar un coche, sino una bici triple, ¿cómo ves?

Mamá nada más me miró con sus ojos rojos y húmedos. Llorar le hizo sacar todo su enojo, porque me abrazó con ganas, después de muchos días de no hacerlo de esa forma.

Aproveché para preguntarle qué era lo que le pasaba. Ella respondió que nada. -Má, entonces... ¿por qué andas siempre de malas?-No es importante, hijo. Pero voy a ponerle fin, porque me hace daño y a ustedes también. Y no vale la pena, ¿cómo explicarte...?

No encontró la forma de explicarme, pero me pidió que la acompañara a su trabajo el lunes.-¡Claro, má! Tiene mucho que no veo a Maguie. Voy a platicarle que ya estoy bien y...-...Eduardo, no vas a ver a Maguie, ya no trabaja en La Revista, por eso tuve que regresar a la oficina –dijo-; Hubo cambios en los puestos importantes y la despidieron.

Casi a las diez de la noche regresó papá (¡Caramba, cuatro horas para levantar un acta!, ¡cuatro horas!).-¿Cómo están?, ¿cómo sigues, Elena?-¡Bien, bien! Por cierto ya tomé una decisión. Y lo haré el lunes.-¿Quieres que te acompañe?-No, no es necesario. Te agradezco, me acompañará Eduardo.-Pero, Elena, ¿será buena idea que él vaya? -Es importante que me acompañe, porque además de que necesito su apoyo, quiero que comprenda muchas cosas.

Nos fuimos a su trabajo en Metro. Pensé que saldríamos muy temprano, porque ella entraba a las nueve de la mañana (Hoy no im-porta, Eduardo). Salimos de casa a las once (Así no nos toca la hora pico, en que no cabe ni un alfiler en los vagones).

Al llegar al edificio, donde está La Revista, mamá me pidió que me comportara, se traducía en no hacer escándalo, ni hablar y me-nos saludar a gritos como era mi costumbre (¡HOLA TETE!, ¡QUÉ HAY DORITA!).

Al entrar a la oficina me dio la impresión de que algo raro pasaba ahí, porque Tete, Lorena, Graciela y Dorita, que son las compañe-ras de trabajo de mamá, se comportaban raras, como temerosas. Casi no hablaban y cuando lo hacían parecía como si estuvieran en un hospital o en la iglesia (¡Qué hay, Eduardo!, ¿cómo estás?). Caminaban de puntitas para no hacer ruido con sus tacones.

El silencio era tan fuerte que del otro lado de la puerta de la oficina que fue de Maguie –que siempre estaba abierta, donde veíamos el Bosque y el Castillo de Chapultepec-, se escuchó claramente cómo la nueva jefa hablaba por teléfono, con un vocabulario lleno de sapos, culebras, tarántulas y alacranes, igualito al que usan los señores en el tráfico.

De repente se calló y de golpe abrió la puerta de la oficina. Salió una señora como de la edad de mamá, pero con cabellos anaranjados, con una cara muy pintada y con un gesto como si probara un limón agrio y ojos como de toro, pero no cualquier toro, sino uno muy enojado, igual al de los Bulls de Chicago.-¡QUÉ HORAS SON ESTAS DE LLEGAR ELENA! -gritó y al verme, agregó-, ADEMÁS, ¡AQUÍ NO ES GUARDERÍA, ES UNA OFICI-NA!, ¿ES-TÁ CLA-RO?

Se me pararon los pelos, me quedé como estatua, sentí como si me dieran toques eléctricos en la espalda. Cuando me miró pensé que me convertiría en ratón o sapo. Esa señora me dio muchísimo miedo. Y entendí aquello de lo de engendro, que había dicho papá.

Repuesto del espanto, imaginé que la enfermera era como Blanca Nieves junto a esta señora. Y me quedé con una duda, me daba un aire conocido (¿A quién se parece...?, ¿a quién...?).

¡Cierto!, la nueva jefa sólo podía ser la peor señora del mundo, pero dudé porque también podría ser la directora de la escuela de Ma-tilda. Sin embargo, tenía un gran parecido con Cruela Devile. Para no hacerme bolas, concluí que la jefa era el resultado de las tres.

Pero me faltaba ver más.

La jefa salió de su oficina como torbellino, fue al escritorio de Teté y le aventó unos papeles. -¡HÁZLO OTRA VEZ, TODO ESTÁ MAL!, ¡PONTE LAS PILAS, SI NO! -gritó para que todos escucháramos, hasta los vidrios vibra-ron. -P-pero, pero usted así me lo pidió. Yo hasta le dije que...-...LICENCIADA, ¿CUÁNTAS VECES TE HE DICHO QUE ME DIGAS LI-CEN-CIA-DA?, AUNQUE TE CUESTE TRABAJO -dijo fuerte, como si estuviera en el cerro-; Y NO ME DISCUTAS, ¿QUIÉN TE CREES, EH?

Tete se quedó callada, empezó a hacer pucheros, se le llenaron los ojos de lágrimas, se levantó de su lugar y fue al baño. Lore, Gra-ciela y Dorita la siguieron. En tanto la li-cen-cia-da hizo una mueca que pareció una sonrisa maléfica. Regresó a su oficina y azotó la puerta. Me dio más miedo.

Sólo quedamos mamá y yo en la oficina. Ella respiró hondo, como cuando meditábamos en la hora de deportes de nuestra escuelita, agarró con la mano izquierda el fólder que traía desde la casa, con la derecha me tomó de la mano y me dijo: “Es nuestro turno, cam-peón. ¡Vamos!”

Aunque sentía mis pies como si fueran de trapo, mis manos sudaban y el corazón hizo toc-toc-toc, hice como si estuviera acostumbra-do a enfrentarme a brujas de ese calibre (¡Vamos, campeona!).

Yo no sabía ni qué iba a hacer, pero sentí que ella me necesitaba. Tocó la puerta varias veces, hasta que oímos.-¿QUIEEEEÉN?

Mamá me dio el fólder. Abrió la puerta y entramos. Luego, luego al entrar me di cuenta de que esa oficina ya no era la misma de an-tes, cuando estaba Maguie. La ventana donde mirábamos Chapultepec estaba completamente tapada por unas persianas cafés, el florero azul de vidrio con margaritas ya no estaba, ni la dulcera con bombones, ni los cuadros llenos de colores.

La jefa empezaba a pintarse las uñas de la mano izquierda. Levantó la mirada y al vernos hizo cara de fuchi.

Yo pensaba que los jefes tenían tantas o más cosas qué hacer que los demás empleados. Entendí porqué ella cerraba la puerta de su oficina: para que no se dieran cuenta de que no trabaja.-¿QUÉ QUIERES, EH? Estoy ocupada. Ah, si es porque llegaste tarde, te aviso que no te quitaré el retardo, te descontaré el día. Así que si quieres, ya puedes irte a tu casa -dijo y continuó pintándose las uñas.-Sí, ya me voy..., pero para siempre. ¡Aquí tienes mi renuncia! -respondió mamá con voz firme, me hizo una seña con la mano y le devolví el fólder.

La jefa dejó de pintarse las uñas, quitó su cara de fuchi y se quedó sólo con la que parece que chupa un limón agrio y miró a mamá. Mamá, que me tenía agarrado con su mano izquierda, le extendió el fólder con la derecha.-P-pero, por qué, no entiendo, ¿estás segura...? –dijo desconcertada la li-cen-cia-da.-¡Me preguntas si estoy segura! Pues sí, ¡estoy segura de no soportar más majaderías! -contestó mamá. -...

La jefa no dijo nada. -...¡También estoy segura de no aguantar más tu falta de respeto conmigo y con mi trabajo! -añadió mamá con voz firme. -...

La señora de cabello color zanahoria abrió más los ojos.-...¡También estoy segura de no tolerar más tu desprecio hacia la gente!

Mientras mamá seguía hablando -y la que era su jefa se mantenía sin decir ni pío- me di cuenta que efectivamente era muy buena para hablar. Creo que ella también pudo ser abogada, como las que he visto en la tele que hablan ante el juez y mucha gente. -...Porque, mira -dijo mamá y volteó a verme, pero también la jefa lo hizo y eso no me gustó-: él es mi hijo, se llama Eduardo, y lo traje para que vea en ti lo que debe evitar ser de adulto. A él le he enseñado a tratar a los demás como quisiera que lo traten. Estoy segura de que Eduardo nunca le gritará, ni maltratará a sus semejantes, como tú lo haces.-...

De repente me di cuenta que a la jefa-licenciada se le había quitado la cara de fuchi.-...Ah y también lo traje para que comprendiera por qué me he portado con él tan grosera. Por culpa tuya, ya que...-...¿Por mi culpa? -dijo la jefa.-¡Sí, por tu culpa! Porque déjame decirte que has hecho sacar lo peor de mí. Has hecho que dude de mi capacidad profesional. Mi autoestima está por los suelos, al bloquearme...

-¿Yooo…?-¿Acaso no me regresas los reportajes sin explicar porqué están mal? Desde que llegaste no he publicado nada -siguió mamá-; tengo los nervios de punta, estoy irritable con mi familia.

En ese momento me sentí seguro, mis pies dejaron de ser de trapo, mis manos dejaron de sudar y el toc-toc-toc, del corazón se cal-mó.

La jefa se quedó como si fuera un zombi. Y como no le recibió el fólder que tenía la renuncia, mamá lo dejó encima del escritorio, junto a su barniz negro de uñas.-Ah, por cierto, la renuncia tiene fecha de hoy y es irrevocable, porque ni loca seguiría bajo tus órdenes, mejor dicho, bajo tus malos tratos, ni un minuto más. ¡Adiós! -dijo mamá y salimos de la oficina.

En casa le contamos a papá lo qué ocurrió.

Después de renunciar a su trabajo, mamá volvió a ser la misma de antes… recuperó su sonrisa.

XV.- Un montón de buenas noticias y una muy especial

Al segundo mes de tratamiento, la enfermera con su delicadeza de gladiador me hizo otro análisis -después me enteraría de que era el último-. Salió que mis defensas se habían completado, mi sistema inmunológico quedó como siempre debió de haber estado.-Edordo essere un bambino alleviato -dijo el doctor, pero mamá en vez de traducirme le preguntó sorprendida.-¿Come ha detto, doctor? -Che Edordo sei un bambino normale -respondió el doctor.

Comprendí que me había aliviado, ¡aliviado! y qué podía hacer lo mismo que todos los niños.

No lo creía.

Mamá me abrazó, me besó, se le salieron unas lágrimas y no paraba de agradecerle al doctor (¡Gracias, gracias doctor! ¡Gracias de verdad!).

En ese momento de tanta alegría, entró al consultorio la enfermera con sus fuertes pisadas. Como se dirigió directo hacia mí, imaginé que me pondría una inyección de despedida (¡No, por fa, me doy!). Se hizo un silencio para saber qué quería la hermana de Drácula.-¡Te felicito Eduardo! Eres un niño muy valiente -dijo la enfermera Socorro-. ¡El niño más valiente que he conocido! -agregó y me abra-zo.-G-gracias -respondí sorprendido, y me arrepentí de los apodos que había pensado para ella.

Ya en casa estuvimos archicontentos. Nos abrazamos, lloramos de puro gusto. Nada más faltó el confeti, cantar Somos los Campeo-nes –la canción que ponen cuando un equipo gana un torneo- y hacer la ola.

¡Al fin, después de ocho años -toda mi vida- estaba sano! ¡Guau!

Días antes de la buena noticia, me dio una crisis chiquita, de la cual salí sin siquiera usar el inhalador nada más respirando fuerte y sacando el aire despacio.

El doctor recetó la natación como ejercicio para fortalecer más mis pulmones. -¡No lo podía creer, lo que siempre había querido, nadar como pez!

A mis papás les entregué una lista de las cosas que quiero hacer: comer una paleta helada, asolearme, jugar futbol, tener amigos, ir al circo, conocer a los animales del zoológico, aprender a montar en bicicleta, conocer el mar, asistir a la escuela, tener un perro, y un montón de cosas más que todos los niños hacen.-Con calma, hijo, tenemos mucho tiempo por delante -dijo papá-, también conocerás a tus primos y...-...¿Primos?, ¿tengo primos?, ¡nunca me lo habías dicho, pá! -pregunté.-No lo había hecho para no inquietarte, como tenías que estar aislado, no le veía caso decírtelo. Pero, sí tienes primos -contestó.

Además de haberme aliviado, aprobé el año escolar. La directora y la subdirectora de la escuela me pusieron como prueba diez sumas y cinco restas. Esa vez no me temblaron las rodillas ni me sudaron las manos y tampoco se me trabó la lengua (Muy bien Eduardo, ¡Felicidades!). Mamá avisó a las maestras que para tercero ya asistiré, como los demás niños, a la escuela (Eduardo ya está bien).

Me doy cuenta de que sí heredé de papá la facilidad para los números. Ah, por cierto, él dejó de viajar. Ahora es gerente de una tienda de la compañía telefónica, cerca de casa. Y lo veo diario.Papá me inscribió en una escuela de natación que está en la otra colonia. Y ya me compró traje de baño, gogles, gorra de hule y una tabla de hule espuma. ¡Por fin me voy a meter a una alberca!, ¡en una alberca!, ¡no lo puedo creer!

Después de unos días de estar en casa, mamá estaba como león enjaulado, pero, manso. -¡Relájate, Elena!, ¿Por qué no estudias una maestría? -Má... ¿por qué no pones una escuelita, aquí en casa?-Mmm, mmm, podría ser, pero no soy maestra...-...¡O escribes cuentos! -dije. -¿Escritora?, estaría bien, suena bien eso de escribir -respondió mamá.-Ahí está má, escritora… Yo te puedo dar las ideas.

Puedes empezar con un cuento sobre un niño al que la vida le pone pruebas a cada rato, pero tiene una súper mamá que lo cuida y......-...¡Ah ya sé por dónde vas!, pero ¿a poco crees que alguien lo va a creer? -Pero má, es cierto.-Sí lo es, pero a veces la realidad no es creíble.

Ella me prometió pensar en mi idea de hacerse escritora. Hasta me imagino “El ángel de un campeón” de Elena Rauda.

Sería una coincidencia padrísima que algún día llegue a leer historias escritas por mamá -a mí que me gustan tanto los libros.

Final

¡Qué sorprendente es el rehilete! Ahora al girar por el viento se ve de color blanco, aunque sus aspas sean verdes, rojas, amarillas y azules. Mamá me explicó el por qué se ve así el rehilete (No, Eduardo, no es magia, es sólo un efecto óptico debido a su movimien-to).

Aunque estoy tan, pero tan contento, como nunca lo había estado, no sé por qué me acuerdo de sucesos tristes por los que he pasa-do.

Ahora que veo al rehilete, se me ocurre que la vida es parecida a él, que no para de girar, y que cada color de sus aspas son como los momentos de alegría, tristeza, miedo, tranquilidad y enojo por los que pasamos.

Y también se me ocurre, creo que el chiste de todo está en disfrutar los días de alegría como si fuera este helado de chocolate y en-frentar los momentos difíciles como un campeón.

¡Uhm!..¡de veras qué está rico el helado!... ¿Gustan?