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CRITICÓN, 101, 2007, pp. 177-198. Del Guzmán de Alfarache al Persiles: Cervantes frente a Mateo Alemán (¿Por qué Clodio no merece ir a Roma?) Michel Cavillac Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3 «Yo escupí a el cielo: volviéronse las flechas contra mí, pagando justos por pecadores.» Guzmán de Alfarache (II, p. 182) Tras el alud de celebraciones quijotescas del año 2005 y la increíble conspiración de silencio que acogió en 2004 al IV Centenario del Guzmán de Alfarache, es de agradecer que la Universidad de Lille tomara la iniciativa de rescatar al otro gran novelista del Siglo de Oro convocando a alemanistas y cervantistas para reflexionar sobre el ineludible desafío poético que, a ojos de Cervantes, significó la obra maestra de Mateo Alemán. Desde los estudios de Américo Castro, Carlos Blanco Aguinaga y Monique Joly, hasta los más recientes ensayos de Francisco Márquez Villanueva 1 o Antonio Rey Hazas 2 , queda en efecto sobradamente demostrado que sin el aguijón de la Atalaya de la vida humana (1599-1604), no sólo el Quijote sería muy distinto al que conocemos, sino que algunas de las Novelas ejemplares quizá no llegaran siquiera a ver la luz 3 . A pesar 1 En especial su artículo de 1991, estudio clave que muestra cómo «los tres últimos lustros de Cervantes [transcurrieron] bajo una continua meditación del caso de Mateo Alemán y de las razones que los distanciaban tanto en el terreno del arte como en todo lo demás»; y, últimamente, su libro: 2005, pp. 31-34, 139, 143 y 167. 2 Véase su excelente estado de la cuestión de 2002. 3 Véase Dunn, 1993, p. 219: «without Lazarillo and Guzmán he [Cervantes] could not have written Rinconete y Cortadillo or the Coloquio de los perros or La ilustre fregona».

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CRITICÓN, 101 , 2 0 0 7 , pp. 177-198 .

Del Guzmán de Alfarache al Persiles: Cervantes frente a Mateo Alemán

(¿Por qué Clodio no merece ir a Roma?)

Miche l C a v i l l a c

Universidad Michel de Montaigne-Bordeaux 3

« Y o escupí a el cielo: volviéronse las flechas

contra mí, pagando justos por pecadores.»

Guzmán de Alfarache (II, p. 1 8 2 )

Tras el alud de celebraciones quijotescas del año 2 0 0 5 y la increíble conspiración de

silencio que acogió en 2 0 0 4 al IV Centenario del Guzmán de Alfarache, es de agradecer

que la Universidad de Lille tomara la iniciativa de rescatar al o tro gran novelista del

Siglo de O r o c o n v o c a n d o a alemanistas y cervantistas para reflexionar sobre el

ineludible desafío poético que, a ojos de Cervantes, significó la obra maestra de Mateo

Alemán.

Desde los estudios de Américo Castro , Carlos Blanco Aguinaga y Monique Joly ,

hasta los más recientes ensayos de Francisco Márquez Villanueva 1 o Antonio Rey

Hazas 2 , queda en efecto sobradamente demostrado que sin el aguijón de la Atalaya de la

vida humana ( 1 5 9 9 - 1 6 0 4 ) , no sólo el Quijote sería muy distinto al que conocemos, sino

que algunas de las Novelas ejemplares quizá no llegaran siquiera a ver la luz 3. A pesar

1 En especial su artículo de 1991 , estudio clave que muestra cómo «los tres últimos lustros de Cervantes [transcurrieron] bajo una continua meditación del caso de Mateo Alemán y de las razones que los distanciaban tanto en el terreno del arte como en todo lo demás»; y, últimamente, su libro: 2 0 0 5 , pp. 31-34 , 139, 143 y 167.

2 Véase su excelente estado de la cuestión de 2002 . 3 Véase Dunn, 1993 , p. 219: «without Lazarillo and Guzmán he [Cervantes] could not have written

Rinconete y Cortadillo or the Coloquio de los perros or La ilustre fregona».

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1 7 8 M I C H E L C A V I L L A C Criticón, 101, 2007

de una cierta hagiografía cervantina proclive a postergar a Alemán para mejor realzar la

sin par genialidad del autor del Quijote, resulta hoy evidente que nadie en la época leyó

el Guzmán con más atención y provecho que el propio Cervantes. Su mismo radical

enfrentamiento, ético y estético, con el modelo alemaniano prueba que supo él captar en

seguida la conflictiva novedad narrat iva que entrañaba la «poét ica historia» del

sevillano, ficción de envergadura, hondura y modernidad inéditas por aquel entonces.

Ningún novelista coetáneo podía plantearle un reto tan fecundo y tan a la altura de sus

ambiciones literarias. En realidad, casi toda la producción novelesca de Cervantes

posterior a 1 5 9 9 se va e laborando en tácita polémica con el innominado (¿por

innombrable?) creador del Guzmán, «aquel otro gigante de la novela» en palabras de

Márquez Villanueva 4 . Y es de notar que dicha contienda, no exenta de admiración,

apuntaba menos a echar por tierra cuanto suponía el mundo guzmanesco, que a

competir — p a r a superarlo— con el concepto de novela larga que sustentaba la corrosiva

autobiografía del Picaro. Desde esta perspectiva de soterrada pugna con la poética de

Alemán convendría revisitar el Persiles, obra casi siempre editada y analizada sin contar

con la Atalaya5, cuya obsesiva sombra acompañó a Cervantes hasta los últimos días de

su vida.

E L PERSILES: ¿ U N A R É P L I C A A L GUZMÁN DE ALFARACHE?

N a r r a c i ó n de t r a m a bizantina, expl íc i tamente concebida p a r a rival izar c o n Hel iodoro , Los trabajos de Persiles y Sigismunda ( 1 6 1 7 ) se sitúan en un polo tan opuesto a la estética de la Atalaya que, al pronto, está uno tentado de eludir cualquier influjo alemaniano. Frente al punto de vista subjetivo imperante en el Guzmán que bucea en la psicología de un «sujeto humilde y bajo» confrontado al mal (humano y social) , Cervantes multiplica los personajes —ari s tócratas los m á s — en aras de un pluriperspectivismo que, al acumular peripecias y relatos interpolados, reduce la conciencia de los protagonistas a un estado relativamente plano 6 . Siendo Periandro y Auristela casi perfectos, apenas tienen por qué evolucionar: están destinados a un desenlace feliz en las antípodas del amargo final que espera al galeote-escritor imaginado por Alemán. Entre la peregrinación, casi a temporal y ahis tór ica , de los héroes cervantinos que se mueven por una geografía exótica o bien cuidadosamente apartada de la agitación urbana (con la simbólica excepción de R o m a ) , y el itinerario de Guzmán imantado por las ciudades y sus tráfagos económicos, la distancia es punto menos que abismal. Al apostar por la «escritura desatada» de una ficción heliodoriana al límite de

4 Márquez Villanueva, 2 0 0 5 , p. 144. «La revelación central de la vida en las Letras de Miguel de Cervantes —destaca Márquez Villanueva— [fue] un hecho de inmensa resonancia, marcado por la aparición de la primera parte del Guzmán de Alfarache del sevillano Mateo Alemán en 1599» (2005, p. 31) .

5 Sorprende comprobar que tanto las ediciones de Avalle-Arce y Romero Muñoz como las de Molho y Pelorson para la traducción francesa, pasan por alto la intertextualidad guzmanesca latente en muchas páginas del Persiles. Tampoco, v. gr., se rastrea la menor alusión a la Atalaya en Forcione, 1972; Williamsen, 1994; o Lozano Renieblas, 1998 . Salvo error, el único estudioso que ha tomado en cuenta —si bien algo superficialmente— la huella del Guzmán en el texto cervantino es Márquez Villanueva, 1991 , pp. 177-178 .

6 Véase González Maestro, 2003 , p. 179: «La superficialidad y planicie de los protagonistas literarios del Persiles está fuera de toda duda».

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C E R V A N T E S F R E N T E A M A T E O A L E M Á N 1 7 9

la verosimilitud —un pastiche, opina J e a n - M a r c Pelorson 7 —, el autor del Persiles

optaba con nitidez por una literatura de «entretenimiento», escasamente comprometida,

que volvía la espalda al realismo sociopolítico de la Atalaya.

Esta contraposición de ambos discursos novelescos no deja, sin embargo, de suscitar

sospechas acerca de las motivaciones de Cervantes al planear (probablemente desde

1 5 9 9 ) su ambiciosa Historia septentrional en forma de alegoría cristiana de la vida

humana. En este sentido, Aurora Egido lleva toda la razón cuando , tras valorar el

estridente contraste entre la novela bizantina y la picaresca al estilo del Guzmán,

consigna que «sería interesante un careo entre El Persiles y la obra de Alemán por lo que

al protagonista de éste tiene de figura contradictoria» 8 . De hecho, la impresión de que la

fábula de los príncipes Periandro y Auristela, patente reverso moral de la historia del

Picaro/Atalaya, pudo haber sido una solapada réplica al novelista sevillano, tiende a

confirmarse si paramos mientes en el largo proceso de escritura —unos quince años— de

esta última creación cervantina.

Entre 1 6 1 3 y 1 6 1 5 , Cervantes cuidó mucho — c o m o se sabe— de preparar el

lanzamiento de su obra anticipando que ésta iba a consagrar definitivamente su fama en

el círculo de la alta literatura. Así, en el Viaje del Parnaso (IV, vv. 4 6 - 4 8 ) , no se recata

de declarar al propio Apolo: « Y o estoy, cual decir suelen, puesto a pique / para dar a la

estampa el gran Persiles, I con que mi nombre y obras multiplique». En su pluma, «el

gran Persiles» es entonces una fórmula recurrente, a tono con el orgullo que sentía ante

una ficción l lamada a sellar su supremacía en el dominio del poema épico en prosa.

Conforme ha reseñado Avalle-Arce, «ninguna obra de Cervantes apareció precedida de

tanta fanfarria y autobombo como sus Trabajos de Persiles y Sigismunda»9, libro que

había de ser «o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero

decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo

porque, según opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible» 1 0 . En

otros términos, el Persiles sería la mejor novela larga de cuantas hasta la fecha se habían

escrito en España. Ahora bien, ¿en qué libros de entretenimiento estaría pensando

Cervantes?

Habida cuenta del inmediato contexto novelístico, lícito es preguntarse si no se

trataba, una vez más, de relegar a un plano secundario al único auténtico best seller

capaz, a la sazón, de competir con la magnitud del Persiles: el Guzmán de Alfarache de

Mateo Alemán 1 1 , del cual se decía —según el prologuista Luis de Valdés— que «no

7 Pelorson, 2003b, p. 40 . 8 Egido, 2004a , pp. 36-39 y 64 (n. 105) . Esa afinidad y contraste entre el picaro y el peregrino —ya

analizados por Avalle-Arce, 1973 , p. 3 1 — habían inspirado a Antonio Vilanova (1989, p. 396) la reflexión siguiente: «El influjo de las ideas morales del Guzmán en el pensamiento español del Barroco, desde Cervantes a Gracián, es de un alcance incalculable. Una de las ideas fundamentales del mundo barroco, la peregrinación como experiencia, procede directamente del ideario filosófico del Guzmán».

'Avalle-Arce, 1989 ,1 , p. 45 . 10 Quijote, II, «Dedicatoria al conde de Lemos» (p. 623) . 1 1 «Con el concepto de libro de entretenimiento —comenta Márquez Villanueva, 2 0 0 5 , p. 3 2 — que

encarnaba ya el Guzmán de Alfarache, pero no era certeramente acuñado hasta ha picara Justina (1605) , nacía la literatura no como discurso de belleza ideal, sino como ese factor de universal aceptación a que sólo podría dar cabida la novela, en cuanto forma específica del poema moderno y único género irregulable por

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[había] salido a luz libro profano de mayor provecho y gusto hasta entonces» (II, p. 2 7 ) .

Ni La picara Justina ( 1 6 0 5 ) , tedioso «librazo» —reza el Viaje del Parnaso (v. 2 2 4 ) —

que con todo se reclamaba de la literatura «de entretenimiento», ni siquiera el lopesco

Peregrino en su patria ( 1 6 0 4 ) , que a Cervantes debió de antojársele bastante mediocre,

se hallaban en situación de constituir un reto a la medida del Persiles. Y no hablemos de

la Vida y trabajos de Gerónimo de Pasamonte ( 1 6 0 5 ) , cuya calidad literaria dejaba

francamente que desear. En cambio, la Atalaya de la vida humana, novela de amplio

peregrinar por España e Italia, que ambicionaba «fabricar un hombre perfe to» 1 2 a partir

de las vivencias de un picaro, ocupaba casi el mismo territorio novelesco —centrado

también en R o m a — que se proponía explorar la Historia septentrional al recorrer «la

escala de perfección» 1 3 que desde la Isla Bárbara conducía a la Ciudad Eterna. Bien

mirado, «el primer román escrito como alegoría cristiana» no era el Persiles1*, sino el

Guzmán de Alfarache. Esta «poética historia» digna —al decir de sus prologuistas— de

«un altro Homero» y equiparable a las creaciones de «los más aventajados de los latinos

y griegos» 1 5 , no estaba lejos de amoldarse a la definición de la épica en prosa en la cual

los preceptistas italianos y el Pinciano veían la vanguardia literaria de la época. Fino

catador de la escritura de M a t e o Alemán, «el mejor y más clásico español», Baltasar

Gracián no dudaría precisamente en elevar la Atalaya, «aunque de sujeto humilde», al

rango de «las graves epopeyas», tales c o m o la agradable Ulisíada de H o m e r o » , la

Eneida de Virgilio, o la Historia etiópica de Heliodoro 1 6 . En suma, parece muy verosímil

que, al idear y redactar el Persiles, Cervantes tuviera en mente la odisea de Guzmán, la

cual, pese a su incontestable logro artístico, le sonaba a impostura moral , c o m o ya lo

ejemplificaran el galeote Ginés de Pasamonte en el Quijote y el apicarado Berganza, el

perro hablador del Coloquio.

Desde tal óptica, importa tener presente la cuasi unanimidad de la crítica en admitir

que los cuatro libros del Persiles pertenecen a épocas distintas, y que los dos primeros

—sin perjuicio de retoques ulteriores— hubieron de componerse entre 1 5 9 9 y 1 6 0 5 1 7 ,

aunque Romero se decanta por una fecha algo más temprana, en la estela de la Filosofía

antigua poética ( 1 5 9 6 ) de Alonso López Pinciano. Sin subestimar la idea de que

Cervantes quisiera, de pasada, enmendar la plana al Peregrino de Lope , creo que es

insostenible minimizar aquí la eventual influencia del Guzmán cuya publicación,

capaz de adaptarse a cualquiera invención». Sobre la recepción del Guzmán «como obra de entretenimiento», véase Chevalier, 1973.

n Alemán, Guzmán de Alfarache, II, pp. 22 y 127. 1 3 Sobre «este archi-tradicional presupuesto metafísico de la cadena y escala ontológica», véase Avalle-

Arce, 1989, pp. 48-49 . 1 4 Como asegura Avalle Arce con cierta ligereza (1989, p. 48) . 1 5 Para un análisis del paratexto de la Atalaya y sus implicaciones poéticas, véase Cavillac, 2 0 0 0 . 1 6 Gracián, Agudeza y arte de ingenio, II, pp. 199 y 244 . En esta línea, véase Testa, 1988, p. 233 : «se

podría considerar el Guzmán una épica picaresca en la cual Alemán se muestra muy conocedor y empapado no sólo de la originalidad de Lazarillo de Tormes sino también de las formas arquetípicas y alegóricas de la vida como viaje proteico, de peripecias y especialmente como búsqueda compulsiva».

1 7 Al respecto, Avalle-Arce (1989, p. 47) se muestra tajante: «Quiero hacer especial hincapié en el hecho de que la primera mitad del Persiles se redactó entre los años aproximados de 1599 y 1605» . A pesar de las reticencias de Pelorson (2003a) ante dicha cronología, me inclino a tomar en consideración semejantes «conjeturas verosímiles».

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C E R V A N T E S F R E N T E A M A T E O A L E M Á N

justamente por aquellos mismos años, revolucionó literalmente la prosa de ficción 1 8 .

Pues bien, los únicos cervantistas atentos a relacionar la todavía enigmática génesis de la

Historia septentrional con la obra de Alemán, son —que yo sepa— William Childers,

para quien «Cervantes stopped writing the Per siles as a consequence of the arrival on

the literary scene of a work, Mateo Alemán's Guzmán de Alfarache», y a su zaga María

Alberta Sacchetti que, dando un paso más, sugiere (sin detenerse en ello) que «Cervantes

wrote his modified romance as a kind of response to the new literary vogue of the

picaresque novel» 1 9 . Que la Atalaya constituyera un estímulo inicial o un contrapunto

integrado a posteriori, su impronta en el Persiles no hubo de ser desdeñable, empezando

por la intensificación del contexto realista que se da en la segunda parte del texto .

Mucho más arduo, por supuesto, es identificar rastros de polémica antialemaniana en la

compleja intertextualidad cervantina. N o obstante, me atreveré a llamar la atención

sobre dos facetas del Persiles que, a mi entender, entrañan una maliciosa respuesta al

Guzmán: la evocación de R o m a y, sobre todo, el personaje de Clodio.

D O S V I S I O N E S C O N T R A P U E S T A S D E R O M A

En los t iempos de la C o n t r a r r e f o r m a tr iunfante , hablar de R o m a no era

evidentemente un tema anodino: la satírica tradición renacentista seguía connotando

cualquier referencia crít ica a la capital del cato l ic i smo. Entre las «novelas de

peregrinaje» 2 0 que, al calor del ideario postridentino, erigen en metáfora de la vida

humana la peregrinación del crist iano en busca de sus señas de identidad, tres

narraciones de largo aliento coinciden ejemplarmente en el camino de R o m a 2 1 : el

Guzmán, el Persiles y el Criticón. Al imaginar las aventuras de Periandro y Auristela

rumbo a la Ciudad Eterna, Cervantes no podía, pues, ignorar el precedente alemaniano

que, pese a cultivar igualmente «la idea paulina y agustiniana de la peregrinatio entendida c o m o camino de perfecc ión» 2 2 , confrontaba al lector c o n una imagen

deletérea de «la tierra del Papa» (I, p. 4 1 8 ) .

La insólita relevancia que adquiere, en la Atalaya, el episodio r o m a n o —nueve

capítulos de la Primera Parte y seis de la Segunda, o sea, unas 1 8 0 páginas en la edición

de J . M. Mico—, demuestra por sí sola que, para Alemán, la estancia de Guzmán en la

ciudad papal revestía una importancia clave en la trayectoria moral del protagonista,

quien vive allí, desde los catorce hasta los veinte años, al servicio de un Cardenal y del

Embajador de Francia.

La R o m a guzmaniana no brilla, ni mucho menos, por su descripción reverencial.

Ahí, los habituales tópicos movilizados para ensalzar la majestad de la terrenal Civitas Dei (andar «la estación de las siete iglesias», venerar las reliquias de los santos mártires,

confesar sus pecados con un penitenciario, «ganar el Jubi leo» , «besar los pies al

1 8 Véase Márquez Villanueva, 1991 , p. 151: «No se ha calado aún la magnitud abrumadora del Guzmán

de Alfarache en su perspectiva coetánea de salto sin precedentes de un género menor, como hasta entonces era la novela, a la monumentalidad y ambiciones que sólo alcanzaban un puñado de obras de la tradición antigua y medieval».

"Cito a Childers a través de Sacchetti, 2 0 0 1 , pp. 7 y 22. 2°Vilanova, 1989, p. 331 . 2 1 Véase el valioso estudio de Egido, 2 0 0 5 . ^VéaseEgido, 2005 , p. 18.

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1 8 2 M I C H E L C A V I L L A C Criticón, 101, 2007

Pontífice») se esfuman en pro de una visión a-religiosa dominada por la riqueza délas

casas de los cardenales, embajadores, príncipes, obispos y otros potentados» (I, p. 3 8 6 ) .

L a alta jerarquía eclesial, incluido el titular del «palacio sacro» (I, p. 4 2 3 ) , queda

definida por su poder temporal sin apenas mediar alusión a su ejemplaridad espiritual.

En R o m a , al parecer, sólo hay aristócratas poderosos y fraudulentos mendigos expertos

en explotar la caridad 2 3 . Estos últimos, al mando del carnavalesco Micer M o r c ó n ,

«príncipe de Poltronia y archibribón del cristianismo» (I, p. 3 9 4 ) , campaban allí por sus

respetos al amparo del desgobierno ambiente, muy a la inversa del orden laico que

reinaba en Gaeta (I, pp. 4 1 6 - 4 1 8 ) , ciudad fronteriza con la jurisdicción papal. Escaldado

por los azotes que el gobernador de Gaeta ordenara propinarle por mendigar

fingidamente, Guzmanillo regresa así enseguida a su paraíso romano , no sin apostillar

con mordaz ironía:

Con esto me fui a la tierra del Papa, acordándome de mi Roma y echándole a millares las bendiciones, que nunca reparaban en menudencias ni se ponían a espulgar colores: cada uno busque su vida como mejor pudiere. Al fin tierra larga, donde hay qué mariscar y por donde navegar; y no por estrechos, siempre por la canal (I, p. 418) .

Dentro del mismo registro irónico — a menudo desatendido por los cr í t i cos—

conviene interpretar el seudohomenaje a la santidad de R o m a que el picaro formula a

continuación:

Cuando allá llegué, me reventaron las lágrimas de gozo. Quisiera fueran los brazos capaces de abrazar aquellas santas murallas. El primer paso que dentro puse fue con la boca, besando aquel santo suelo. Y como la tierra que el hombre sabe, esa es su madre, yo sabía bien la ciudad, era conocido en ella; comencé como antes a buscar mi vida. Vida la llamaba, siendo mi muerte. Y aquél me parecía mi centro (I, p. 422) .

Y esta parodia de la tópica emocional ligada a la Ciudad Eterna va a prolongarse

(eso sí, mediante cautelas) con el retrato del ambiguo Cardenal cuyas responsabilidades

en la política del Papado son evocadas de entrada, ya que su encuentro con Guzmanillo

tiene lugar «como él saliese para el palacio sacro» (I, p. 4 2 3 ) . Calificado con insistencia

de «santo varón» al cual «sólo caridad movía» , este príncipe de la Iglesia resulta ser en

realidad — c o m o sabemos 2 4 — un sibarita aficionado a exquisitas «conservas» y amigo

de timbas «con otros cardenales», cuando no celebra con risas las dudosas burlas de sus

criados . Amo permisivo, pero pésimo purpurado de Curia , «Monseñor Ilustrísimo

Cardenal» , que conjuga el pecado de la gula y el vicio del juego, difiere mucho del

perfecto prelado diseñado por el concilio de Trento 2 5 . De hecho, todo el episodio está

2 3 Incluso se nos sugiere que, con motivo de los Jubileos, solían acudir a Roma tropeles de falsos pobres solamente movidos por el afán de lucrarse con las limosnas (Guzmán, I, p. 396).

2 4 Sobre este «buen cardenal» de los de antes del Concilio —tradicionalmente considerado como un dechado de virtudes—, véanse Cavillac, 1983, pp. 370-390; y Márquez Villanueva, 1983a.

2 5 Sesión XXV, Decretum de reformatione, cap. 1: «Usen de modesto ajuar y mesa los Cardenales [...]; demuestren con sus mismos hechos y con las acciones de su vida (que son una especie de incesante predicación) que se conforman y ajustan a las obligaciones de su dignidad. En primer lugar, arreglen de tal modo todas sus costumbres que puedan los demás tomar de ellos ejemplos de frugalidad, de modestia y de continencia [...]; pues estribando el gobierno de la Iglesia universal en los consejos que dan al santísimo

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C E R V A N T E S F R E N T E A M A T E O A L E M Á N 1 8 3

inmerso en un ambiente de comedia, nada adecuado a la gravedad propia de un

miembro del Sacro Colegio. Ni siquiera se nos ahorra el espectáculo de «Su Señoría

Ilustrísima» que, con «el orinal» en la mano, está «orinando» en su recámara (I, p. 4 4 1 ) .

Bajo una retórica lenitiva aplicada a recalcar que «Monseñor era la misma caridad», late

y alienta una ironía punzante toda vez que los hechos no confirman ese discurso. El

narrador , además, se encarga de ponerlo en evidencia: «¿De qué sirven las palabras

—precisa—, donde hay obras?» (I, p. 4 5 0 ) . Poco sorprendente, a la postre, es el fracaso

educacional del Cardenal con su paje. «Metido en un paraíso de conservas» (I, p. 4 5 4 ) y

viendo a su a m o barajar los naipes (I, p. 4 4 1 ) , Guzmanillo se hace lógicamente goloso y

reincidente en el vicio del juego: «la muestra del paño del a m o son sus criados» (II,

p. 1 3 0 ) , sentenciará más adelante el protagonista-narrador.

El otro símbolo de la R o m a guzmaniana es el Embajador de Francia. «Muy discreto,

compuesto, virtuoso, gentil estudiante y amigo de tales», este fino diplomático «tenía las

calidades que pide semejante plaza» (II, p. 6 0 ) . A priori, aquel gran señor ilustrado

cuyas dotes políticas jamás se ponen en tela de juicio, encarna pues la contrafigura del

Cardenal a quien no vemos nunca preocupado por el gobierno de la Iglesia. Pero el

Embajador, que tampoco aparece dibujado de un solo trazo, tiene su punto flaco: «Era

enamorado. Que no hay carne tan sana, donde no haya corrupción y se hallen miserias y

enfermedades. La suya era querer bien y aun con exceso» (II, p. 6 0 ) . Esta desmedida

afición a las mujeres, que vincula al personaje con la tradición putesca de la capital del

Papado, airea aquí un tópico prudentemente orillado hasta entonces, aunque no es de

descartar que pudiera afectar retrospect ivamente al propio Cardenal por cuanto

«Monseñor —se nos avisa— tuvo estrechas amistades» con «el embajador de Francia»

(I, 4 6 4 ) . Comoquiera que fuese, es obvio que el purpurado y el diplomático constituyen

dos figuras complementarias del desbarajuste moral imperante en la Ciudad Eterna.

En este aspecto , merecería recordarse que, en La Lozana andaluza ( 1 5 2 8 ) de

Francisco Delicado, cáustica pintura del ambiente lupanario de R o m a , son precisamente

un cardenal lascivo y «el embajador de Francia» quienes solicitan con más fervor a las

cortesanas. Incluso nos enteramos, a través de una de las prostitutas asiduas de «la

guardarropa de Monseñor» , de que dicho prelado suele regalarle allí golosinas porque

«toda es llena de confición, todo venido de Valencia, que se lo envía la madre de

Monseñor» 2 6 . Para el «discreto lector» del Guzmán, los muchos géneros de «conservas

azucaradas» que guardaba el Cardenal «en la recámara , para su regalo» (I, p. 4 3 9 ) ,

habían de despertar reminiscencias de otras gollerías non sanctas difundidas por la

literatura del primer Renacimiento 2 7 .

Pontífice Romano, tiene apariencias de grave maldad que no se distingan con sobresalientes virtudes, y con tal conducta de vida que justamente merezcan la atención de todos los demás» (Concilio de Trento, pp. 384-386) . La cursiva es mía.

2 6 Delicado, Retrato de la Lozana andaluza, 1969, pp. 133 y 143. 2 7 Buen conocedor de la semiclandestina prosa humanística del Quinientos (Cavillac, 2005 ) , Alemán pudo

igualmente sacar de La Lozana (p. 144) la idea del tropiezo de Guzmanillo «en un montón de basura» (II, p. 103) o «en medio de un lodazal» (II, p. 107) , dos malolientes lances muy afines a la caída de Rampín «en una privada». Interesa notar asimismo que, en las escenas ubicadas en el palacio cardenalicio, se trasluce la comedia Tinelaria de Torres Naharro, mientras el propio personaje de Guzmán —en especial durante la secuencia de Almagro con el capitán (I, pp. 3 5 7 - 3 6 2 ) — mantiene cierta afinidad con su homónimo de la

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C o m o comprobamos , el hipotexto de los capítulos romanos de la Atalaya es más

problemático de lo que se suele admitir. La visión de R o m a que nos transmite el

novelista sevillano emparenta más con la vieja corriente erasmista 2 8 que con el ideal

contrarreformista de «la santa Ciudad» acatado por Cervantes. Muy ilustrativa de esta

diferente percepción es la comparación entre Florencia y R o m a que figura en el Guzmán

y en El licenciado Vidriera.

El himno a la Florencia de los Médicis que, en la novela de Alemán, marca el apogeo

de la tópica de laude urbium, sobrepasa en mucho el homenaje a los orígenes maternos

del autor . Esta descripción de Florencia, «flor de toda Italia» que « c o m o madre

verdadera» acoge con «caridad y a m o r » a los forasteros (II, p. 1 6 9 ) , es el tributo de

admiración rendido por un humanista a la nueva R o m a de los tiempos modernos. Al

contemplar el esplendor urbanístico de la ciudad, reflejo del «buen gobierno, costumbres

y trato general» que allí se percibía, Guzmán no puede por menos de advertir:

Quedé confuso, porque nunca creí que había otra Roma. Y bien considerado su tanto, le hace muchas ventajas en los edificios; porque los buenos de Roma ya están por el suelo y poco hay en pie que no sean sombras de lo pasado, ruinas y fragmentos. Pero Florencia todo es flor, todo está vivo (II, p. 163).

Según se advierte, la floreciente capital toscana donde «se saben conocer y estimar

los méritos de cada uno» (II, p. 1 7 0 ) , se define por contraste con la ociosa Ciudad

Eterna cuyas decrépitas bellezas pertenecen al pasado. ¿Cabría sugerir con más claridad

que "la cabeza de la Cristiandad" es ya una urbe muerta? N o sólo se nos explica que en

Florencia, a diferencia de R o m a , «la limosna que allí se distribuye a pobres» no

fomentaba la «bribiática» pues «la justicia no les permitía tener academias» (II, pp. 1 6 5 -

1 6 6 ) , sino que se nos invita a admirar el gran número de iglesias y conventos del lugar,

tema normalmente reservado a la sede del Papado, pero en la cual Guzmán no sintió la

necesidad de tratarlo. Así, visitamos «la Iglesia M a y o r » del Duomo donde Guzmán oye

misa, «la Anunciada» con su «angelical pintura» de la Virgen, obra digna de «la m a n o

poderosa del Señor» (II, p. 1 6 4 ) , «el templo de San Juan Baptista» donde «se cristianan

todos los de aquella c iudad», y además se nos informa de que hay «en Florencia

cuarenta y una iglesias parroquiales, veinte y dos monasterios de frailes, cuarenta y siete

de monjas, cuatro recogimientos, veinte y ocho casas de hospitalidad y dos del nombre

de Jesús» (II, p. 1 6 8 ) . Verdaderamente, la fe y la religiosidad, apenas ejemplificadas en

R o m a , triunfan en la patria de los Médicis, cuna del Humanismo renacentista. L a

espiritualidad alemaniana no parece comulgar con la acartonada Contrarreforma 2 9 .

Bastante lejos estamos de la visión que Cervantes, pocos años después, propone de

ambas ciudades en El licenciado Vidriera. Tras dedicar dos líneas convencionales a la

belleza de Florencia, son al menos veinte las que consagra a «la grandeza y majestad

Soldadesca, el cua l , pese a a l a r d e a r de su linaje, no pasa de ser un p o b r e t ó n que aprend ió a r e m a r en las

ga leras . A m b a s comedias , c o m o es sabido, t ranscurren en R o m a . 2 8 Piénsese en el cardenal r o m a n o r e t r a t a d o por Alfonso de Valdés (Diálogo de Mercurio y Carón, pp . 7 4 -

7 5 ) . Sobre el e rasmismo de Alemán, véase Cavi l lac , 1 9 8 3 , pp. 3 3 - 3 8 , 8 7 - 9 0 , 2 1 0 - 2 3 1 y 2 9 2 - 3 0 7 . 2 9 Véase R i c o , 1 9 6 7 , p . C X L I , n. 4 9 : « c r e o indudable que la Atalaya es o b r a de a f i rmac ión ca tó l i ca , no de

c o m b a t e c o n t r a r r e f o r m i s t a » .

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r o m a n a » , sin olvidarse de glorificar al «Colegio de los Cardenales» y al «Sumo

Pontífice». Vale la pena citar los pasajes más significativos de esas visitas de Tomás:

Contentóle Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, suntuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza [...], sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, [...] su famoso y santo río que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura [...]. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró y notó y puso en su punto. Y habiendo andado la estación de las siete iglesias y confesádose con un penitenciario y besado el pie a su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas determinó irse a Ñapóles33.

Por lo visto, Cervantes cuida mucho — a la inversa de Alemán— de inclinar la

balanza a favor de la ciudad papal «reina de las ciudades y señora del mundo» . La

misma descripción reverencial —también rastreable en La española inglesa3^— se

desprende, con algunos matices, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Largo viaje

desde las tinieblas de la barbarie hasta la luz del catolicismo simbolizada por R o m a ,

«cielo de la t ierra» (p. 3 2 0 ) 3 2 , la peregrinación de Periandro y Auristela, pronto

convertida en aventura colectiva con motivo de un Jubileo, queda imantada desde sus

comienzos por «la santa ciudad» del Papa, soñada meta de purificación a la que casi

todos los protagonistas se apresuran a rendir culto conforme van apareciendo en la

narración. Escasos son los personajes que no proclaman, cual la anciana Cloelia (p. 1 7 1 )

o la prudente Riela (p. 1 7 6 ) , su fervorosa adhesión a «la Santa Iglesia Católica Romana ,

regida por el Espíritu Santo y gobernada por el Sumo Pontífice, vicario y visorrey de

Dios en la t ierra»; o que no tienen a gala afirmar, c o m o el antiprotestante Maurico:

«Soy cristiano católico, y no de aquellos que andan mendigando la fee verdadera entre

opiniones» (p. 2 1 3 ) . Por su parte, el discreto Periandro no omite subrayar que él y su

hermana van «llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de R o m a y, hasta

vernos en ella —puntualiza— parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de

nuestro albedrío. Si el cielo nos llevare a pisar la santísima tierra y adorar sus reliquias

santas, quedaremos en disposición de disponer de nuestras hasta agora impedidas

voluntades» (pp. 2 3 2 - 2 3 3 ) . En resumen, nuestro novelista no pierde ocas ión de

identificar «la alma ciudad de R o m a » (p. 3 8 5 ) con un ideal de perfección humana a la

medida del catolicismo postridentino.

Cervantes, por cierto, no deja de mencionar las dos caras tradicionales de la urbe

papal, caput mundi y sentina di peccati, a través de dos sonetos (pp. 6 4 4 - 6 4 5 ) : uno en

loor de la «sacrosanta» ciudad purificada por «la sangre de márt ires», que recita un

3 0 Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 272-273 . 31 Ibid., p. 259: «llegué a Roma —cuenta Ricaredo—, donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé

los pies al Sumo Pontífice, confesé mis pecados con el mayor penitenciero, absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa».

3 2 Cito siempre por la tercera edición de Romero Muñoz (2004).

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peregrino, «hincado de rodillas» y «con lágrimas en los ojos»; otro —tan sólo aludido—

«en vituperio desta insigne c iudad», que se atribuye a un anónimo «poeta español,

enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación», al cual el antedicho recitante

tilda de ser más poeta que cristiano. Imputado a veces por la crítica al conde de

Villamediana, este indeseable soneto antipapista equivale, de hecho, a poner en la picota

a toda una corriente satírica que, al filo del Seiscientos, afloraba todavía —según hemos

visto— en el Guzmán de Alfarache. N o es, por tanto , imposible que la referencia a ese

anónimo «poeta español», tan mal «cristiano», entrañe asimismo un dardo envenenado

destinado a Mateo Alemán cuya evocación de «la tierra del Papa» encajaba al fin y al

cabo dentro del vituperio de R o m a . Recuérdese que en el Viaje del Parnaso ( 1 6 1 4 ) se

disimula tal vez — « c o n alta probabilidad», estima Márquez Villanueva— una indirecta

al, por otro lado, nunca nominado autor de la Atalaya, tachado allí de no ser cristiano

aunque sus escritos merezcan sobrevivirle. En esa revista de los literatos de su tiempo,

donde curiosamente brilla la «ausencia conspicua de M a t e o A l e m á n » , Cervantes

introduce en efecto un terceto relativo a c ierto poeta cuyo nombre no se desea

pronunciar: «Este que el cuerpo y aun el alma bruma / de mil, aunque no muestra ser

cristiano, I sus escritos el t iempo no c o n s u m a » (II, vv. 2 9 5 - 2 9 7 ) . T r a t á n d o s e

forzosamente de un «poeta de grueso cal ibre», cuyas «sátiras o fisgas —especifica

Márquez Villanueva— no sólo resultan agobiantes, sino que llegan a causar también

una especie de opresión física», nada se opone a que dicho retrato pueda «valer c o m o

un perfecto esbozo fenomenológico de Alemán» 3 3 .

En todo caso, la Roma que sirve de marco espiritual al desenlace del Persiles, difiere

notablemente de aquella urbe del fraude a la que el picaro alemaniano «llamaba [su]

vida, siendo [su] muerte» (I, p. 4 2 2 ) . Al contrar io que en la escena homologa del

Guzmán, difícil sería detectar atisbos burlescos en la actitud devocional que, al llegar a

R o m a , adoptan los peregrinos «besando primero una y muchas veces los umbrales y

márgenes de la entrada de la ciudad santa» (p. 6 4 6 ) . M á s difícil aún sería discernir un

sesgo irónico en las explicaciones doctrinales sobre «los principales y más convenientes

misterios de nuestra fe» — « l a Encarnación» y «la Santísima Trinidad»—, «la eficacia de

los sacramentos», «la firmeza de la Iglesia» o «el poder del Sumo Pontífice, visorrey de

Dios en la tierra y llavero del cielo», que los penitenciarios exponen ante una Auristela

ansiosa de informarse acerca de «la fe católica» (pp. 6 5 6 - 6 5 8 ) que «en aquellas partes

setentrionales andaba algo de quiebra» (p. 7 0 3 ) . Pese a las reticencias de ciertos

cervantistas, fuerza es reconocer que no escasean en el Persiles indicios de una explícita

devoción hacia la Iglesia postridentina, empezando por el tema de las indulgencias

papales con motivo del Jubileo 3 4 . El final de la Historia septentrional tampoco se presta

3 3 Márquez Villanueva, 1991, pp. 170-171. 3 4 Sobre la religiosidad de la obra, véase Egido, 2004b, p. 216: «Desde la confesión de fe de Cloelia en el

capítulo quinto del Primer Libro, al capítulo quinto del Cuarto, donde Auristela aquilata la suya, hay un arco que se cierra simétricamente en el que los personajes llegan a tocar las esferas celestes, mostrando los distintos modos de perfeccionarse en la virtud». El Credo de Auristela, esencial para los aspectos morales de la novela, es «tridentino, a mi parecer, en todos los sentidos», ratifica Romero en su citada edición (Apéndice XXXIII , p. 748) . A la mitificación de Roma contribuye la técnica dilatoria que va demorando la entrada final de los peregrinos en la ciudad. Y sabido es que, previamente, el viaje ha sido balizado por la visita a numerosos santuarios.

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al equívoco. Periandro no sólo cumple —cual Tomás en El licenciado Vidriera— con la

piadosa costumbre de «andar las siete iglesias» (p. 6 6 3 ) , sino que, tras las últimas

peripecias, «volvió a visitar los templos de R o m a » (p. 7 1 3 ) en son de acción de gracias,

mientras Auristela, «habiendo besado los pies al Pontífice, sosegó su espíritu», tal como

hiciera ya Ricaredo, en La española inglesa, para sellar su conversión al catolicismo.

Sostener con algunos crít icos (Nerlich o Molho , entre o tros ) reacios a admitir la

ortodoxia de la novela, que en la R o m a del Persiles apenas se ven reflejos de la Civitas

Dei sino solamente la degradante imagen conclusiva de «los pies» de Su Santidad, es — a

mi modo de ver— una lectura muy discutible.

Es verdad que no todo es luz en la «ciudad santa» . Sombras no faltan, c o m o lo

testimonian el judío Zabulón y la cortesana Hipólita confabulados para desbaratar los

sagrados planes de Periandro y Auristela. Pero su intervención en la fábula consiste

sobre todo en poner a prueba la pureza de intenciones de la pareja que, a la postre,

saldrá vencedora de esa confrontación con las fuerzas maléficas. Lejos de menoscabar la

espiritualidad de la Ciudad Eterna, dichos incidentes robustecen su ejemplaridad. El feliz

desenlace de la historia, en el que se aunan amor y catolicismo, supone que fe religiosa y

a m o r o s a no han de disociarse, a riesgo de destruirse mutuamente , conforme al

palíndromo Amor-Roma. El hecho de que la religión sea, en el Persiles, «una necesidad

artística» en línea con el género heliodoriano, no implica que la misma sea un mero

«recurso es tét ico» 3 5 capaz de poner en entredicho la apología de la fe católica, e incluso

papista, recurrente en el re lato . H a y que rendirse ante la evidencia: sin ser un

«reazionario», como quería De Lollis, Cervantes suele mostrar, en el resbaladizo terreno

religioso, la prudencia de un discreto conservador tentado por el conformismo; y con

mayor razón en su última obra terminada «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias

de la muerte» , según confiesa en su dedicatoria al Conde de L e m o s 3 6 (p. 1 1 6 ) . En el

fondo, su cuasi inocuo erasmismo que sólo afecta a facetas subalternas de la

religiosidad, corre parejo con su habitual respeto a la clase aris tocrát ica 3 7 . En vano se

buscarían en sus escritos censuras tan acerbas c o m o las que Alemán dirige, en el

Guzmán, a «los príncipes, los poderosos y gente de calidad» (II, p. 4 4 6 ) , «desde la tiara

hasta la corona» (I, p. 2 8 5 ) , en virtud del axioma «todos somos hombres» (I, p. 1 4 2 ) y

«todos pecamos en Adán» (II, p. 3 5 0 ) .

E L P E R S O N A J E D E C L O D I O :

¿ U N N U E V O A V A T A R D E A L E M Á N / G U Z M Á N ?

Uno de los argumentos esgrimidos por la crít ica reciente del Persiles p a r a

fundamentar la ironización del modelo bizantino, y desmitificar de rebote los alardes

contrarreformistas del texto , sería el paradójico papel asignado al personaje de Clodio,

3 5 Tesis de González Maestro (2003, pp. 192-193) , coincidente con los análisis de Lozano Renieblas. 3 6 «Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida», notaba en su Prólogo (1612) a las Novelas

ejemplares (p. 19). 3 7 En cambio, la gran mayoría de los personajes negativos que figuran en el Persiles son plebeyos. Por lo

demás, si en la Roma de Cervantes reaparecen «el embajador de Francia» (p. 655) y «un monseñor» de la Cámara Apostólica (p. 6 6 4 ) , ambos personajes son ahí muy positivos. Ese predominante conformismo ideológico, compartido en buena medida por el público lector, obedece sin duda a la «ejemplaridad» que combina decoro y verosimilitud.

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«sistemáticamente despreciado y vituperado por el n a r r a d o r » , cuando viene a ser

—observa González M a e s t r o — «el único que advierte ciertas verdades esenciales, y que

declara la realidad de determinadas actitudes humanas». Así las cosas, sería preciso no

confundir la postura distanciada de Cervantes con la de su cínico narrador , quien, al

fingir «una actitud de respeto hacia las normas del arte y de la fe» más or todoxa , «no

duda en presentar c o m o malvados y perversos precisamente a los personajes más

inteligentes y valientes de la novela, entre los que sobresale el singular Clodio y la no

menos subversiva Rosamunda: a diferencia de la pareja protagonista, sus personalidades

no se basan en sendas mentiras». En opinión de González Maestro , «el autor, Cervantes,

crea al personaje de Clodio, con todo el poder subversivo de su verdad, y, para

disimular su personal responsabilidad autorial, pone en boca del narrador , y de otros

personajes supuestamente virtuosos, una serie de acusaciones, no justificadas en la

acción de la novela, contra Clodio» 3 8 . Bajo tal luz, Clodio, encarnación de «la verdad

p r o s c r i t a » , sería uno de los p o c o s protagonis tas posit ivos de la fábula. Este

planteamiento —que, a mi juicio, cabría rectif icar— tiene el mérito de focalizar la

atención sobre la conflictiva figura de Clodio, harto desatendida por los cervantistas 3 9

pese a constituir una clave maestra para despejar el complicado intertexto de la Historia

septentrional.

¿Quién es Clodio? ¿Por qué no merece ir a R o m a ni siquiera pisar tierras católicas?

M á s que el disimulado portavoz de un maquiavélico Cervantes, el «maldiciente» Clodio

cuyo nombre asuena con odio, parece ser el blanco de un ajuste de cuentas. Pero, ¿quién

puede ocultarse detrás de ese calumniador sin escrúpulos? Se han propuesto variadas

identificaciones. La más obvia concierne al demagogo latino Publio Clodio, político

corrupto y malvado, desterrado de R o m a por Cicerón. Bien conocido del avisado lector

del Seiscientos por venir mentado —siempre de manera negativa— en las Epístolas

familiares de Guevara 4 0 y en la Silva de varia lección de M e x í a 4 1 , el «infame» y

«traidor» Clodio mal se prestaba a asumir la verdad autorial del creador del Persiles.

T a m p o c o han faltado tentativas de encontrar un modelo vivo para ese protagonista

discordante e incordiante. C o m o refiere Romero en los Apéndices a su edición (p. 7 2 2 ) ,

Azorín y Rothbauer apuntaron a Pietro Aretino, mientras que Blanca de los Ríos, «con

más imaginación que buenas razones», se inclinó a pensar en Tirso de Mol ina . . . M á s

plausible sería la sugerencia, debida ahora a J . M . Pelorson 4 2 , de que Clodio pudiera ser

un disfraz del «infame» Antonio Pérez, el revoltoso Secretario de Felipe II, quien,

encarcelado a raíz de la muerte de Escobedo, consiguiera huir en 1 5 9 0 y exiliarse

finalmente a Inglaterra ( 1 5 9 3 - 1 5 9 5 ) y a Francia , desde donde lanzó libelos contra la

Corona hispana. A partir de 1 6 0 3 , perdidos ya sus apoyos en Europa , Pérez solicitaría

3 8 González Maestro, 2 0 0 3 , pp. 161 , 178-179 y 190. Reflexiones análogas en Palazón (2004 , pp. 767-789) que —si bien tangencialmente— «intenta reivindicar a Clodio» cuya «visión superior a los otros» le convierte en «el personaje más perspicaz y agudo de la novela».

3 9 Con la honrosa excepción —que yo sepa— de Egido (2004b, pp. 1 9 8 - 2 0 2 ) , quien le dedica clarificadoras páginas como exponente de «la discreción mal entendida».

40 Epístolas familiares, I, p. 4 7 0 , donde leemos que «el malvado de Clodio», o «el traidor de Clodio», «infame, sacrilego y adúltero», «no sólo pecó, mas fue alcahuete para que otros pecasen» (Letra para el regidor Tamayo, en la cual se toca que el hombre honrado no debe tener su casa infamada).

41 Silva de varia lección, I, p. 668. 4 2 Véanse los comentarios a su traducción del Persiles, 2 0 0 1 , II, pp. 1020-1021 .

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en balde el perdón del Rey para volver a España. Considerado un traidor a su patria,

había de morir en 1 6 1 1 , antes de que la Inquisición revocara ( 1 6 1 5 ) la sentencia contra

él pronunciada por supuesto delito de herejía 4 3 . Los puntos fuertes de la hipótesis de

Pelorson son, c iertamente , la presunta nacionalidad inglesa de Clodio (p. 2 1 0 ) ,

difamador de «los reyes y príncipes que nos gobiernan» (p. 2 2 4 ) , su status de perpetuo

desterrado por «traidor» (p. 2 2 5 ) y, en fin, su deseo de «alcanzar perdón de su rey»

( p - 2 3 4 ) .

Si bien esta identificación con Antonio Pérez (cuyas andanzas aún estaban en la

mente de todos hacia 1 6 1 5 ) 4 4 no ha de soslayarse, creo que el personaje literario de

Clodio —el más interesante de cuantos atraviesan los libros iniciales del Persiles,

justamente por cuestionar la poética misma de la fábula— es más complejo y rebasa el

ámbito de la política al cual le reduciría la figura del ex secretario real. Cincelado con

esmero , d icho r e t r a t o , por lo menos bifronte, aglutina a todas luces varias

personalidades. Detrás del «satírico y maldiciente» Clodio, caracterizado por su «pluma

veloz» (p. 2 2 3 ) y sus escritos «agudos sobre bellacos» (p. 2 2 5 ) , podría esconderse quizás

el autor de las Relaciones ( 1 5 9 4 ) publicadas en Londres; pero importa subrayar que

toda esta polémica acerca de «la murmurac ión» disfrazada de «filosófico y grave

razonamiento» (p. 2 9 1 ) , evoca ante todo el debate ético-literario al cual asistimos en el

Coloquio de los perros, obra forjada en concomitancia con los primeros libros del

Persiles. Y allí, las impertinencias bajo capa de filosofía moral que Cipión reprocha a

Berganza, «Guzmán de cuatro p a t a s » 4 5 , nada tienen que ver con Pérez sino con el m o d o

de imbricar la sátira en el arte de novelar a tono con las pautas marcadas por el

Pinciano: «el que enseña virtud no conviene sea malo en manera alguna» 4 6 .

Muy llamativo es este paralelismo con el Coloquio, donde «la identidad latente desde

el principio entre Berganza y M a t e o A l e m á n » 4 7 no ofrece duda. T r a t a n d o ahí del

«maldiciente murmurador» , resaltaba Cervantes que la maledicencia amparada en «la

gana de filosofar» —una de las controvertidas vertientes del Guzmán— era «tentación

del demonio», porque «no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su

maldad disoluta que darse a entender el m u r m u r a d o r que todo cuanto dice son

sentencias de filósofos y que el decir mal es reprehensión, y el descubrir los defetos

ajenos, buen ce lo» 4 8 . Al «murmurante» Berganza, en efecto, quien, a semejanza del

locuaz Guzmán, se desvive por hablar, Cipión le afea su intento de vender por filosofía

un sermoneo de corte satírico: «¿Al murmurar llamas filosofar? —le dice— ¡Así va ello!

¡Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración!, y dale el nombre

que quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos» 4 9 . En tales reparos, no era difícil

distinguir una crítica de aquel implacable censor del linaje humano que era Alemán. Y ,

43 Diccionario de Historia de España, 1969, III, pp. 223-226 . 4 1 Como lo atestigua el Buscón de Quevedo (p. 99 ) , el caso Pérez formaba ya parte de la memoria

colectiva. 4 5 Blanco Aguinaga, 1957, p. 333. 4 6 Así se expresa Fadrique en lo tocante al «poema satyrico» (López Pinciano, Philosophía Antigua

Poética, III, p. 238) . 4 7 Márquez Villanueva, 1991, pp. 158-168. 4 8 Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 562-566 . ^Ibid., pp. 567-568 .

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ya en el Persiles, cuando Rutilio replica al «murmurador» Clodio puesto a disertar sobre

los «peligros de la condición humana», lo precario de «las amistades entre los ricos y los

pobres» y «la desigualdad que hay entre la riqueza y la pobreza» —temas básicos de la

Atalaya50— con un «Filósofo estás» (p. 3 1 0 ) , nos hallamos ante el mismo tipo de

controversia.

Si, además, tenemos en cuenta que el propio Alemán calificaba «la mormurac ión

c o m o hija natural del odio» asentado por lo general «en la gente de condición vil y

baja» (I, 2 2 4 ) , salta a la vista que el «maldiciente y murmurador» Clodio (p. 2 2 9 ) , un

hombre bajo y humilde» (p. 3 1 7 ) , asume no pocas de las características atribuidas al

Picaro. T a n t o es así que Clodio, gran «letrado» (p. 3 1 0 ) y experto en «[quitar] las

honras por escrito» (p. 2 2 5 ) , se autodefine con cierta complacencia por sus dotes de

escritor satírico propenso a «las maliciosas agudezas»:

Tengo un cierto espíritu satírico y maldiciente —explica—, una pluma veloz y una lengua libre; deléitanme las maliciosas agudezas y, por decir una, perderé yo, no sólo un amigo, pero cien mil vidas. No me ataban la lengua prisiones, ni enmudecían destierros, ni atemorizaban amenazas, ni enmendaban castigos (p. 223) .

Si quieren que no hable o escriba —prosigue—, córtenme la lengua y las manos, y aun entonces pondré la boca en las entrañas de la tierra, y daré voces como pudiere [...], porque, aunque soy murmurador y maldiciente, el gusto que recibo de decir mal, cuando lo digo bien, es tal que quiero vivir porque quiero decir mal (pp. 225-226) .

Me salen a la lengua y a la boca ciertos pensamientos que rabian porque los ponga en voz y los arroje en las plazas antes que se me pudran en el pecho o reviente con ellos (p. 308) .

Este autorre trato , cuyos rasgos remiten a un orden l i terar io 5 1 , no está lejos de

siluetear al galeote Guzmán de Alfarache, impenitente «satírico» de «pluma veloz y

lengua libre», que narra sus fechorías desde las galeras. Al propósito, se observará que

Clodio irrumpe en el Persiles bajo la apariencia de un preso «aherrojado» (p. 2 2 1 ) a

bordo de un «navio», visión evocadora del picaro alemaniano «preso y aherrojado» (II,

4 9 ) en una nave de Su Majestad. «Echaron de la nave al esquife —relata Cervantes— un

hombre lleno de cadenas [ . . . ] , de hasta cuarenta años de edad [ . . . ] , brioso y

despechado» (p. 2 1 1 ) : edad y prestancia confirman el parecido de ese nuevo Ginés de

Pasamonte con el forzado sevillano. También, al igual que Guzmán «desherrado» por el

capitán de la galera en espera del indulto real, Clodio obtiene que el príncipe Arnaldo

«le mandase quitar la cadena», el cual «hizo por un capitán que [le] traía a su cargo, que

[le] desherrase y se [le] entregase, que él tomaba a su cargo a lcanzar le ] perdón de su

rey» (p. 2 3 4 ) . La coincidencia entre esta escena y el desenlace de la Atalaya no debió de

pasarle inadvertida al «curioso lector» de la época. Y máxime si se repara en ciertos

pasajes del Persiles que suenan a reminiscencias guzmanescas. Tal es el caso , por

ejemplo, de la sentencia «La traición contenta, pero el traidor enfada» (p. 2 2 5 ) , que se

5 0 Piénsese en las disquisiciones de Guzmán sobre la amistad en relación con la pobreza o la riqueza (II, pp. 153-157): «Muchos amigos tuve cuando próspero; todos me deseaban, me regalaban y con sumisión se me ofrecían. Cuando faltaron dineros, faltaron ellos; fallecieron en un día su amistad y mi dinero» (II, p. 157) .

5 1 Véase Casalduero, 1975, p. 121: «[Clodio] tiene placer en oírse y leerse, placer cuyas raíces son de un orden literario».

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encuentra en el Guzmán bajo la forma «La traición aplace, y no el traidor que la hace»

(I, p. 3 7 0 ) . Dicha fórmula, que prefigura el capítulo conclusivo en el que el galeote

delata a Soto para congraciarse con las autoridades, cobra tal vez especial significado

intertextual en la pluma de Cervantes cuando se nos dice que, para encubrir «su

bellaquería», «Clodio, desesperado, había de dar en traidor» (p. 3 2 9 ) . A este tenor

cabría interpretar la sospechosa contrición del «arrepentido» Clodio: «ya la experiencia

me ha mostrado — o b s e r v a — que no es bien ofender a los poderosos y la caridad

cristiana» (p. 2 2 6 ) . Esta reflexión sintoniza con el arrepentimiento tardío del Picaro:

«las experiencias me dicen y con la senectud conozco la falta que me hice» (II, p. 1 2 7 ) .

Y es tentador aplicar al ya anciano Guzmán-narrador la malévola advertencia de

R o s a m u n d a tocante a la incurable indiscreción de Clodio: «Sobre la lengua del

maldiciente no tiene jurisdición el tiempo y, así, los ancianos murmuradores hablan más

cuanto más viejos» (p. 2 4 8 ) . Curiosas, asimismo, por su analogía con el discurso de

Guzmán confiado en que los «trabajos» padecidos habían de levantarle a «la cumbre»

desde «la ínfima miseria», porque bajar a más no era posible» (II, p. 5 1 9 ) , son las

consideraciones de Periandro sobre su propia trayectoria vital:

Los trabajos que yo hasta aquí he padecido imagino que han llegado al último paradero de la miserable fortuna y que es forzoso que declinen: que, cuando en el estremo de los trabajos no sucede el de la muerte, que es el último de todos, ha de seguirse la mudanza, no de mal a mal, sino de mal a bien, y de bien a más bien; y éste en que estoy [...] me asegura y promete que tengo de llegar a la cumbre de los más felices que acierte a desearme (p. 398) .

Esas concordanc ias y homologías textuales con la Atalaya51 no pueden ser totalmente fortuitas: en el retrato de Clodio se transparentan en filigrana tanto Guzmán como Alemán. La mayoría de los rasgos negativos achacados a Clodio (la irreprimible murmuración, la maldad cínica, la bajeza de nacimiento, o su trato con la «torpe y viciosa Rosamunda») se ajustan a los vicios y pecados del Picaro cuya confesión hace hincapié en su trágica maldad: « C o m o soy malo , nada juzgo por bueno: tal es mi desventura y de semejantes. Convierto las violetas en ponzoña, pongo en la nieve manchas, maltrato y sobajo con el pensamiento la fresca rosa» (II, p. 4 0 ) . «¿Qué nos

5 2 Entre otras, cotéjense las siguientes. Al señalar que «Contra el callar no hay castigo ni respuesta. Vivir quiero en paz los días que me quedan» (p. 247), Clodio hace eco a una declaración similar por parte de Guzmán: «Quiero callar, y no habrá ley contra mí: mi secreto para mí, que al buen callar llaman santo. Pues aún conozco mi exceso en lo hablado» (I, p. 288). La observación de Auristela, «Los varones prudentes por los casos pasados y por los presentes juzgan los que están por venir» (p. 325), armoniza con las definiciones de la prudencia diseminadas en el Guzmán: «quien se quisiere ayudar a salir del cenagal, nunca le faltarán buenas inspiraciones del cielo, que favoreciendo los actos de virtud los esfuerza, con que, conocido el error pasado, enmienden lo presente y lleguen a la perfeción en lo venidero» (II, p. 260). Cuando Clodio dice a Rutilio: «necio es, y muy necio, el que, descubriendo un secreto a otro, le pide encarecidamente que le calle» (p. 307), coincide con otra advertencia de Guzmán: «yerran aquellos que, sabiendo la mala inclinación de los hombres, hacen confianza dellos» (II, p. 287). Podrían multiplicarse los ejemplos. Hasta la asimilación de Persiles y Sigismunda a «ángeles humanados» (p. 705) parece ser una réplica al pesimismo de Alemán, quien escribía en la Ortografía castellana (México, J. Balli, 1609): «aun aquellos a quien juzgamos ángeles entre nosotros, tengo por sin duda que, si un poco los manoseásemos, los hallaríamos humanos y vestidos de nuestra misma carne, sin escaparse alguno, que no la tenga ribeteada de ignorancias, descuidos, pasiones y flaquezas» (p. 113 en la ed. de Rojas Garcidueñas).

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podrá decir un malo, que no sea malo?» (II, p. 4 3 ) . Pero es más: las taras de Clodio

—«desgraciado con todo el mundo» (p. 2 2 4 ) — concuerdan igualmente con la leyenda

negra que rodeaba por aquellas fechas al polémico autor del Guzmán. Vergonzosamente

cesado de la Contaduría M a y o r y enemistado con no pocos de sus amigos, Alemán

había de optar en 1 6 0 7 - 1 6 0 8 por expatriarse a Méjico en compañía de su amante y de

tres hijos naturales suyos. Estos datos escandalosos eran bien conocidos en los cenáculos

literarios del t iempo 5 3 . Prueba de ello es la acerada caricatura que López de Ubeda hace,

en La picara Justina, de un tal Perl ícaro, máscara probable — c o m o ha mostrado

Márquez Vil lanueva 5 4 — del propio Alemán asimilado a su criatura literaria. El perfil de

aquel p icaro crit icón, escritor de «redomada sabiondez», cuya viperina lengua es

c o m p a r a d a con un dardo de ballesta «sobre el arco de sus dientes», nos interesa

directamente. «Hidaruynes», «público pecador» y «contador del diablo», Perl ícaro,

« l lamado el matraquis ta» o « m u r m u r a d o r de ventaja» que husmea cual «perro

perdiguero» y «juez de c o m i s i ó n » 5 5 , se caracter iza por su intolerable maledicencia

merecedora —se nos sugiere 5 6 — de las cárceles del Santo Oficio. En esta línea, la

descalificación ética que imputa Cervantes al enigmático literato mencionado en el Viaje

del Parnaso («no muestra ser cristiano») cobra acaso su exacto significado; sobre todo si

recordamos que de la afilada «lengua» de Clodio «tal vez no están seguros los cielos ni

los santos» (p. 2 2 4 ) . Esta última saeta bien podría apuntar al San Antonio de Padua que

Alemán publicara en 1 6 0 4 con miras a contrabalancear cualquier interpretación pérfida

de la Atalaya.

De todos modos, Cervantes dista de mostrarse tan despiadado como López de Ubeda

hacia el novelista sevillano. Sus reservas en lo moral y religioso no excluyen un claro

homenaje artístico al «famoso de Alfarache» c o m o lo nombra en La ilustre fregona, o

como sugiere el antes citado pasaje del Viaje del Parnaso («sus escritos el tiempo no

consuma») . Si bien, al aseverar que no «ha de esperar el que siembra cizaña y maldad dé

buen fruto su cosecha», el narrador del Persiles tiende a confinar a Clodio en su papel

de portavoz de «la malicia humana» (pp. 2 3 4 - 2 3 5 ) , no por ello deja de reconocerle una

cierta «discreción» a la altura de su agudo ingenio:

Era Clodio —leemos— [...] hombre malicioso sobre discreto, de donde le nacía ser gentil maldiciente, que el tonto y simple ni sabe murmurar ni maldecir y, aunque no es bien decir bien mal, como otra vez se ha dicho, con todo esto alaban al maldiciente discreto, que la agudeza maliciosa no hay conversación que no la ponga en punto y dé sabor, como la sal a los manjares, y, por lo menos, al maldiciente agudo, si le vituperan y condenan por perjudicial, no dejan de absolverle y alabarle por discreto (p. 307) .

5 3 Véase Márquez Villanueva, 1991 , p. 153: «La impopularidad de Mateo Alemán no podía ser mayor dentro del gremio».

5 4 Márquez Villanueva, 1983b. 55 La picara Justina (alias «la Guzmana de Alfarache»), pp. 84-85. Paralelamente, los títulos que se otorga

«el licenciado Perlícaro» —«ortógrapho», «gramático, poeta, retórico, dialéctico», «médico», «metaphísico y theólogo» (p. 8 7 ) — cuadran a las claras con la personalidad de Alemán, quien, además, actuó como Juez de Comisión en varias ocasiones.

5 6 Véase Márquez Villanueva, 1983b, p. 429 .

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Esta paradój ica configuración del talento de Clodio, «hombre malicioso sobre

discreto» o «maldiciente discreto», resulta ser tanto más iluminadora cuanto que, para

Cervantes y los escritores de su tiempo, «la discreción», crisol del arte de hablar y de

escribir, «fue también filología», según aclara Aurora Egido 5 7 . Así pues, el ingenio de

Clodio remite esencialmente a la esfera de la literatura y, en particular, a la sátira cuyo

referente más brillante era, a la sazón, el lucianesco Guzmán de Alfarache, «cette belle et

grande satire», al decir de Jean Chapelain 5 8 . La Atalaya —añadiría Baltasar Grac ián—

merecía el título de parangón de «la agudeza española» 5 9 . Desde tal ángulo de enfoque,

interesa no perder de vista que el Guzmán —«este libro discreto», realzaba Hernando de

Soto, en el que un «picaro con discreción [...] enseña por su contrario la forma de bien

vivir» (I, p. 1 2 1 ) — vehiculaba un arte de prudencia basado en la «discreta

disimulación» (I, p. 2 3 4 ) , pregraciana filosofía moral que a Cervantes hubo de saberle a

amarga pócima tacitista.

Clodio, por o tro lado, partidario de que todos «[discurran] por el camino de la

razón» (p. 2 9 8 ) , porque «los gustos de los discretos hanse de medir con la razón y no

con los mismos gustos» (p. 2 9 1 ) , queda definido por su culto a la racionalidad frente a

las artificiosas apariencias. Siempre movido por «ciertos ímpetus maliciosos que [le]

hacen bailar la lengua en la boca y malográrse le ] entre los dientes más de cuatro

verdades, que andan por salir a la plaza del mundo» (p. 2 4 7 ) 6 0 , «nuestro murmurador»

— a imagen de Guzmán, fiscal de las falsas apariencias sociales y de las ilusiones

l i terarias 6 1 — es un abanderado de la razón y de «la verdad proscr i ta» 6 2 . Acorde con la

tesitura guzmaniana —«digo verdades y hácensete amargas» (II, p. 4 2 ) , «créeme que te

digo verdad y verdades» (II, p. 1 8 5 ) , «verdaderamente son verdades las que t ra to , no

son para entretenimiento» (II, p. 3 7 7 ) — , el personaje, al cual «jamás [le] ha acusado la

conciencia de haber dicho alguna mentira» (p. 2 2 4 ) , se ve abocado a faltar al decoro y a

5 7 Egido, 2004b, pp. 193-194. Téngase presente este comentario de Alemán: «Lo que pretendo introducir, sólo es que a la lengua imite la pluma», pues «el escribir es copia del bien hablar» (Ortografía castellana, III, pp. 34-35) . El oralismo del Guzmán, calificado de «discurso» o «confesión», corrobora esa fusión entre «arte de hablar y de escribir». Véase Peale, 1979.

s «Préface» a su traducción (1619) de la obra, p. 62. En su prólogo al Caballero venturoso (c. 1617) , Juan Valladares se refiere asimismo a las «sátiras, y cautelas del agradable Picaro» (Gallardo, Ensayo, IV, n° 4 1 6 4 , p. 896) . Véase Cáscales: «El satirógrapho [...] comienca cautelosamente, y como quien haze otra cosa, va culebreando hasta dar en el vicioso que pretende morder. [...] Ama un dezir proprio y puro, y en las sentencias, la agudeza» (Tablas poéticas, pp. 180 y 183).

59 Agudeza y arte de ingenio, II, pp. 199-200. ffl Es de notar que Clodio habla aquí como Berganza/Guzmán: «a cuatro verdades que digo, me acuden

palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes» (Novelas ejemplares, p. 562) . Entre el texto del Coloquio que acusa al «maldiciente murmurador» de «echar a perder diez linajes y de caluniar veinte buenos» (p. 562) , y el del Persiles que echa en cara a Clodio: «Tú has lastimado mil ajenas honras, has aniquilado ilustres créditos [...] y contaminado linajes claros» (p. 2 2 4 ) , las convergencias son elocuentes.

6 1 Guzmán, no lo olvidemos, arremete contra la nociva inverosimilitud de las novelas pastoriles y de caballerías donde «todo es encantamento», «como si fuera verdad o lo pudiera ser» (II, pp. 392-393) .

6 2 Según la fórmula de González Maestro, 2 0 0 3 , p. 189. Véase Guzmán de Alfarache: «donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro» (I, p. 165); «la razón es como el maestro que, para bien corregirnos, anda siempre con el azote de la reprehensión en la mano» (II, p. 4 3 4 ) . Sobre la racionalidad tacitista de Alemán —cercana a la postura de Antonio Pérez—, consúltese Cavillac, 1994, pp. 471-603; y 2004 .

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que sus verdades sean repudiadas con displicencia. Cuando, por ejemplo, procura dar

sensatos consejos políticos al príncipe Arnaldo, representándole «la voluble condición de

las mujeres» y la necesidad para un futuro monarca de «casarse no con la hermosura,

sino con el linaje» (p. 2 9 8 ) , aquel le rechaza con altivez. Escarmentado, Clodio, «con

propósito de no servir más de consejero», admite entonces que «el que lo ha de ser

requiere tener tres cualidades: la primera, autoridad; la segunda, prudencia y, la tercera,

ser l lamado» (p. 2 9 9 ) . Esta reacción despechada nos trae a la mente las invectivas del

Picaro contra el autismo de «los príncipes» sordos a los consejos de «sus criados,

aunque les importaran mucho y fueran ellos grandísimos estadistas para poderles

aconsejar» (II, p. 5 6 ) . Más tarde, Guzmán señalará: « N o hay burlarse con poderosos ni

mentar verdades» (II, p. 1 2 5 ) ; «por decir verdades me tienen arr inconado, por dar

consejos me llaman picaro y me los despiden. Allá se lo hayan» (II, p. 2 6 9 ) 6 3 .

Dicha problemática de la verdad indecorosa entronca claramente en el realismo de la

Picaresca, lugar de la voz indeseable: «no todas las verdades han de salir en público ni a

los ojos de todos» (p. 2 2 4 ) , se le reprocha a Clodio. Entre esas verdades inoportunas

sobresale, desde luego, el empeño del «murmurador» en denunciar la fingida hermandad

entre Periandro y Auristela, mentira poét ica sobre la cual se edifica la Historia

septentrional. Varias veces, en efecto, el racional y perspicaz Clodio —que «[entiende]

mejor que todos» (p. 2 9 1 ) , y «llegó a sospechar la verdad» (p. 6 3 0 ) — interviene para

desvelar la probable falacia del guión que los demás parecen aceptar sin chistar. Así,

refiriéndose a la norma picaresca: «el que está ausente de su patria , donde nadie le

conoce, bien puede darse los padres que quisiere» (p. 3 0 8 ) , pone él en duda la supuesta

virtud de Periandro y Auristela equiparados a «mozos vagamundos, encubridores de su

linaje», pues —confía a Rutilio— «no me puedo persuadir que sean hermanos» (p. 3 0 9 ) .

Estas intervenciones encaminadas a socavar "lo maravilloso verosímil" que anima la

ficción cervantina vienen en definitiva a legitimarlo: dicho distanciamiento crít ico

refuerza el interés del lector por un argumento tal vez menos liso de lo que aparentaba

en un principio. Clodio asume una función reveladora forzosamente efímera. Por ende,

no me acaban de convencer los análisis de González Maestro aplicados a probar que

Cervantes utiliza al escéptico Clodio para desmitificar no sólo la t rama bizantina de la

historia sino también su aparente ortodoxia católica. Verdad es que «Clodio es una de

las grietas del Persiles», y que este «racionalista de la sospecha» amenaza con «poner en

peligro la integridad de toda la novela»; pero precisamente por ello — « p o r sus verdades

capaces de tras tornar el mundo en que vive y sus ideologías fundamenta les» 6 4 —,

Cervantes no podía seguirle el juego durante mucho tiempo sin exponerse a pactar con

la poética naturalista del Guzmán de Alfarache.

° Compárese todo ello con la reflexión de Cipión en el Coloquio: «nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presunción de aconsejar a los grandes» (Novelas ejemplares, p. 622) . La misma amargura preside otras consideraciones de Guzmán consciente de «predicar en desierto»: «Alguno del arte mercante me dirá: "Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, picaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?" Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar...» (I, p. 134) . «Aun conozco mi exceso en lo hablado, que más es dotrina de predicación que de picaro. Estos ladridos a mejores perros tocan: rómpanse las gargantas, descubran los ladrones. Mas ¡ay si por ventura o desventura les han echado pan a la boca y callan!» (I, p. 288) .

6 4 González Maestro, 2003 , pp. 189-191.

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Desde tales presupuestos, la muerte de Clodio antes de que los peregrinos llegaran a

Lisboa adquiere toda su ejemplaridad: condenado a no pisar tierras cristianas y, por

consiguiente, a no ir a R o m a , el personaje expía sus culpas (morales y estéticas) siendo

eternamente recluido entre los semi-bárbaros del Norte . Las mismas condiciones de su

desaparición son simbólicas. Considerada un providencial castigo del cielo, su muerte

accidental se debe a una flecha —comparable a los dardos del deslenguado Perl ícaro—

que «le pasó la boca y la lengua, y le dejó la vida en perpetuo silencio: castigo merecido

a sus muchas culpas» (p. 3 3 5 ) . « Y o escupí a el cielo —decía el p icaro—: volviéronse las

flechas contra mí» (II, 1 8 2 ) . Por lo visto, «el desalmado» Clodio, cuya memoria sólo

vindicaría la bruja Cenotia (p. 3 5 5 ) , no era digno de caminar rumbo a la católica R o m a ,

«cielo de la t ierra». Si nuestro «satírico» hubiera acompañado a los peregrinos hasta «la

tierra del Papa» tan grata a Guzmán, ¡qué de impertinencias podrían habérsele ocurrido!

Urge concluir subrayando que ya sería hora de valorar la impronta de la Atalaya en

la génesis y redacción del Persiles. Si bien es cierto — c o m o explica Aurora Egido— que

el paradójico personaje de Clodio es pieza clave en el debate cervantino sobre «ser o no

ser discreto» en relación con la ética del arte de novelar 6 5 , no lo es menos que al trasluz

de aquel «espíritu satírico», «hombre malicioso sobre discreto» dotado de «una pluma

veloz y una lengua libre», se perfilan y cuestionan los rasgos definitorios del Picaro

inmortal izado por el Guzmán de Alfarache, inevitable referencia, en vísperas del

Persiles, de la f icción inconformis ta c o n pretensiones m o r a l e s . E l a b o r a d o s

probablemente entre 1 5 9 9 y 1 6 0 5 , los dos libros iniciales de la Historia septentrional

atestiguan, a mi juicio, la fascinación/repulsa — y a subyacente al Coloquio de los

perros— que Cervantes experimentó hasta sus últimos días por el subversivo modelo

novelíst ico lanzado por M a t e o Alemán. Antítesis del discreto P e r i a n d r o 6 6 , el

«maldiciente» Clodio personificaría así un concepto de la novela satírica forjada desde

el compromiso ético-político, que chocaba con la poética de la ejemplaridad inherente,

para Cervantes, al «libro de entretenimiento»: «no todas las cosas que suceden son

buenas para contadas» , especifica el narrador del Persiles, «acciones hay que, por

grandes deben de callarse y otras que, por bajas, no deben decirse» (pp. 5 2 6 - 5 2 7 ) . Al

rayar en cínica maledicencia, la demasiado aguda discreción se arriesgaba a desviarse del

bien moral , por mucho que la corease el público lector. Así y todo, tales discrepancias

(en buena parte ideológicas) no excluían una indudable admiración artística por el golpe

maestro que significara la Atalaya para la creación de la novela moderna. Lást ima que,

hoy en día, los cervantistas (y los hispanistas en general) no sientan por la obra y la

influencia del gran novelista sevillano el mismo interés que el propio Cervantes.

6 5 «Clodio —escribe la profesora Egido (2004b, p. 2 0 1 ) — que pone su agudeza al servicio de la maledicencia, representa el dispar acomodo entre indiscreción e ingenio. El asunto es capital para entender hasta qué punto Cervantes aplicó los dictados humanistas al arte de novelar, entendiendo que la elocuencia podía y debía ser un medio para volver mejor y más civilizado al hombre y no para que derivara en actitudes viciosas».

6 6 Véase el sugerente trabajo de Moner, 2003 , p. 104.

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Resumen. Este trabajo pretende fundamentar la hipótesis de que el Persiles fue concebido en parte como un Anti-Guzmán, y que detrás del «murmurador y maldiciente» Clodio, condenado a no pisar tierras católicas, se perfila la figura polémica de Mateo Alemán identificado con su «satírico» e irrespetuoso Picaro.

Résumé. Ce travail prétend étayer l'hypothèse selon laquelle le Persiles fut en partie conçu comme un Anti-Guzmán. Derrière le «murmurador y maldiciente» Clodio condamné à ne jamais fouler le sol catholique, se profile vraisemblablement la figure polémique de Mateo Alemán identifié à son «satírico» et irrespectueux Picaro.

Summary. This work aims at supporting the hypothesis according to which Persiles was partly designed as an Anti-Guzmán. The controversial figure of Mateo Alemán identified with his «satírico» and disrespectful Picaro, probably appears beyond Clodio, the «murmurador y maldiciente», condemned never to tread Catholic ground.

Palabras clave. A L E M Á N , Mateo. C E R V A N T E S , Miguel de. Ejemplaridad. Guzmán de Alfarache. Novelas ejemplares. Persiles. Picaresca. Poética. Sátira.