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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 351-373 TOMOCHIC DE HERIBERTO FRÍAS: VIOLENCIA CAMPESINA, MELANCOLÍA Y GENEALOGÍA FRATRICIDA DE LAS NACIONES Juan Pablo Dabove University of Colorado - Boulder Para Emilio Bejel ¡Era preciso acabar con ellos!... ¡No podía ser de otro modo, no podía ser! [Oficial de guardia, en el fusilamiento de Cruz Chávez, líder de Tomochic.] Those that I fight I do not hate, Those that I guard I do not love. W.B. Yeats “An Irish Airman Foresees His Death”. I. Violencia campesina, letrado nacional 1 Este trabajo aborda la relación entre violencia campesina y memoria letrada en el “largo siglo XIX”. Examino este tópico a partir del caso de Tomochic, la narración de la campaña militar que aplastó al movimiento milenarista chihuahuense (1892), pu- blicada anónimamente en El Demócrata (marzo-abril 1893) por el subteniente del ejército Heriberto Frías (1870-1925). Comenzaré con un rodeo que –espero– ceñirá algunas dimensiones del pro- blema: En un momento de La jaula de la melancolía (1987), su ana- tomía de la “identidad mexicana” hegemónica (el “canon del axolo- te”), Roger Bartra solicita una poderosa imagen a El luto humano (José Revueltas, 1943). Es el episodio de la novela donde el cadá- ver de Adán, flotando a la deriva en un río furiosamente desborda- do, “aparece” en la casa de Ursulo (de la cual resta apenas un te- cho que sobresale del agua), como una amonestación póstuma por el homicidio del que fuera víctima (170-172). Bartra eleva este mo- tivo narrativo a eje de una alegoría nacional. Adán es “el cadáver del campesino [el Campesino, diríamos, que] flota durante largo tiempo en la conciencia nacional” (el río, que es también la pecu- liar modernidad posrevolucionaria). Añade: “por eso, esta concien-

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 351-373

TOMOCHIC DE HERIBERTO FRÍAS: VIOLENCIA CAMPESINA, MELANCOLÍA

Y GENEALOGÍA FRATRICIDA DE LAS NACIONES

Juan Pablo Dabove University of Colorado - Boulder

Para Emilio Bejel

¡Era preciso acabar con ellos!... ¡No podía ser de otro modo, no podía ser! [Oficial de guardia, en el fusilamiento de Cruz Chávez, líder de Tomochic.] Those that I fight I do not hate, Those that I guard I do not love. W.B. Yeats “An Irish Airman Foresees His Death”.

I. Violencia campesina, letrado nacional1

Este trabajo aborda la relación entre violencia campesina y memoria letrada en el “largo siglo XIX”. Examino este tópico a partir del caso de Tomochic, la narración de la campaña militar que aplastó al movimiento milenarista chihuahuense (1892), pu-blicada anónimamente en El Demócrata (marzo-abril 1893) por el subteniente del ejército Heriberto Frías (1870-1925). Comenzaré con un rodeo que –espero– ceñirá algunas dimensiones del pro-blema:

En un momento de La jaula de la melancolía (1987), su ana-tomía de la “identidad mexicana” hegemónica (el “canon del axolo-te”), Roger Bartra solicita una poderosa imagen a El luto humano (José Revueltas, 1943). Es el episodio de la novela donde el cadá-ver de Adán, flotando a la deriva en un río furiosamente desborda-do, “aparece” en la casa de Ursulo (de la cual resta apenas un te-cho que sobresale del agua), como una amonestación póstuma por el homicidio del que fuera víctima (170-172). Bartra eleva este mo-tivo narrativo a eje de una alegoría nacional. Adán es “el cadáver del campesino [el Campesino, diríamos, que] flota durante largo tiempo en la conciencia nacional” (el río, que es también la pecu-liar modernidad posrevolucionaria). Añade: “por eso, esta concien-

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cia se presenta con frecuencia como una doble sensación de nostal-gia y de zozobra, tan característica del síndrome de la melancolía. Se llega a creer firmemente que bajo el torbellino de la moderni-dad yace un estrato mítico, un edén inundado con el que ya sólo podemos tener una relación melancólica; sólo por vía de la nostal-gia profunda podemos tener contacto con él y comunicarnos con los seres que lo pueblan: pues esos seres edénicos son también seres melancólicos, con quienes es imposible relacionarse materialmen-te, y sin embargo son la razón de ser del mexicano” (44).

La lectura alegórica es del todo justificada. “Adán [reflexiona el narrador de El luto humano] padre de Abel, padre de Caín, padre de los hombres. Representaba mucho aquel cuerpo habitado por la muerte. No era un cuerpo ocasional, sino profundo; un proceso sombrío”. (172). Asimismo, retengamos esta paradoja por la cual aquél con quien “es imposible relacionarse materialmente” es sin embargo la raison d’être del mexicano (y aquí “mexicano” significa “letrado”). Pero Adán contradice o complica el argumento de Bar-tra. Para los otros campesinos, Adán era “el enemigo” (170), un asesino a sueldo del Gobernador, responsable de la muerte de Na-tividad, y del fracaso de la huelga que Natividad animaba, fracaso que destruyó tanto la colectividad en la que la huelga se sostenía, como el proyecto estatal (el Sistema de Riego) que había dotado al llano de una nueva vitalidad. Adán devuelve el yermo a su sole-dad, que prescinde de efímeros algodonales o progresos técnicos.

En la novela de Revueltas, el campesino muerto que revisita a los vivos es la cifra de la ruina tanto de un proyecto nacional de-mocrático (la huelga campesina) como de uno populista-autoritario (el Sistema de Riego). Pero es también la condición de imposibili-dad de esos proyectos: el asesinato de Natividad a manos de Adán desata la emigración masiva que anula al pueblo, arruina el dique, y provoca la inundación final. Adán como símbolo mayor de la no-vela (en vez de Natividad, el campesino propiamente revoluciona-rio) tiene un sentido irreparable —y deliberadamente— contradic-torio, donde reside la apuesta ético-política de El luto humano. Adán retorna fantasmáticamente a la memoria nacional, se niega a desaparecer en el río del olvido, y esa insistencia es refractaria a la interpretación. Adán está más allá de los paradigmas letrados: “padre de Abel, padre de Caín, padre de los hombres”. “Hombre” nombra ese más allá que no es el noble salvaje o el monstruo, la víctima o el bandido, el rebelde primitivo, el campesino sumiso o el revolucionario (pero que también es todas esas cosas a la vez). El campesino acosa la memoria mexicana: pero no el campesino edé-nico, sino aquél cuya violencia es, para sus mejores exégetas, in-comprensible.

La melancolía que (des)anima la cultura letrada mexicana es, por un lado, huella de la pérdida (imaginaria) del edén premoder-no, que haría de la cultura una elegía “sentimental” de la “inge-

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nuidad” campesina (según la dicotomía, no del todo impertinente, de Friedrich Schiller). Ésta es la acepción de Bartra. Por otro lado, propongo que la melancolía letrada es la huella de la pérdida de la “transparencia” como privilegio epistemológico del letrado sobre el campesino. Es la sospecha de que la plenitud campesina existe (hoy en día la llamaríamos “conciencia subalterna”), pero que es opaca y hostil a la posición de enunciación del letrado. La concien-cia subalterna que nos ocupa no es la de los melancólicos otomíes de El resplandor (Mauricio Magdaleno, 1937), con su infinita capa-cidad de sufrimiento, sino más bien la feroz felicidad del güero Margarito, la Pintada o Demetrio Macías cuando profanan el salón burgués y queman los libros (Los de abajo, Mariano Azuela, 1915). Ante esto, nuestra debilidad sólo puede sentir horror, porque ya no recurre (ojalá) a los tropos de la barbarie o del noble salvaje (cuyas últimas vibraciones animan incluso el proyecto del testimonio), que de retorno posicionaban al letrado como una memoria rebelde, un maestro compasivo o un fiscal con una misión inequívoca.

Ésta es la melancolía que asedia a Miguel Mercado, protagonis-ta de Tomochic. Miguel, alter ego ficcional de Frías, comprueba con “horror y tristeza” que Cruz Chávez y sus seguidores no piensan claudicar ni siquiera ante la inminencia del exterminio. Se pre-gunta: “¿Era posible que aquellos obcecados que velaban esperan-do la muerte, y tras ella la vida eterna en el Paraíso, fuesen más felices que él, que vivía sin esperanza, abatido?” (245, mi énfasis)2. Miguel no puede responder ni desestimar esta pregunta, y está condenado a aferrarse a la incertidumbre, que si bien lo acerca a la experiencia de la literatura (como exposición a la ruina del senti-do), agota su carrera como hombre de letras, ya que lo condena a la soledad y el fracaso: lo excluye de la “ciudad letrada” sin siquiera darle el ambiguo prestigio de “raro” finisecular, o de escritor mal-dito. Constatamos esto en lo que se llamaría el “ciclo de Miguel Mercado” (Las miserias de México, 1916; El triunfo de Sancho Panza 1911 y ¿Águila o sol?, 1923). En cada una de las piezas hay una larga digresión, que muchas veces no viene al caso del argu-mento sobre Tomochic y la vida de Frías / Mercado antes y des-pués de la obra3. Pero esta repetición es más que un sales pitch un poco patético4 Es el acontecimiento que Mercado está condenado a reactuar. En una medida hasta ahora no señalada, todas las nove-las post-Tomochic son, en un contexto urbano, una variación y una repetición del fracaso de Mercado en Tomochic: el letrado es lla-mado a una tarea donde podría encontrar la dimensión de su heroísmo y su redención política y ética por medio de la construc-ción de una comunidad imaginada ciudadana, pero fracasa y abandona el sitio acarreando la memoria de ese fracaso. La persis-tencia en escribir este fracaso es lo que vincula a Frías con algunas de nuestras problemáticas más urgentes. Entre ellas, las parado-jas a partir de las cuales se constituye la institución letrada como

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intérprete y reaseguro de una comunidad imaginada que, en este caso, llamamos “México”, cuando esa comunidad está cruzada por conflictos (culturales, raciales, de clase) para los que aún no se halla una fórmula de conciliación.

II. Tomochic: bandidos, paladines, caníbales, próceres

La constitución de la nación-estado como síntesis política y cul-tural moderna por excelencia estuvo supeditada a dos condiciones: (1) La consecución del monopolio estatal de la violencia territorial mediante la expropiación (o cooptación) de los medios de violencia de la sociedad civil; (2) La legitimación social de este monopolio mediante la imposición de narrativas que lo hagan “natural” y “ne-cesario”. Este último es el lugar de la literatura decimonónica5.

Sólo a partir de este doble proceso los estados pueden ser lla-mados naciones-estados, sujetos únicos o preeminentes de sobe-ranía territorial efectiva, en lugar de segmentaridad (existencia de fronteras internas) y heteronomia (dominios de soberanía en co-existencia / competencia en el mismo territorio) (Cf. Anthony Gid-dens)6. Aunque los resultados estuvieron muy lejos del éxito in-cuestionable (Cf. Centeno), éste es el impulso que define el Porfi-riato, en cuya crónica la campaña contra el poblado de Tomochic ocupa un lugar particularmente notorio y problemático. Un ejem-plo de esa sombría eminencia es La sucesión presidencial en 1910 (1909) de Francisco Madero (1873-1913). Madero construye su caso contra Díaz de manera paulatina. La sección “El poder absoluto en México” es el momento del volumen donde, luego de los prolegó-menos históricos y teóricos sobre el militarismo mexicano y uni-versal, y las ambiguas críticas / elogios a Díaz, se enumeran “las más grandes faltas cometidas” por el Caudillo. La primera que se menciona es precisamente la “Guerra de Tomochic”, a la que se le dedica una sección exclusiva (197-203).

Sin embargo, ni la rebelión serrana de inspiración milenarista que renegó del estado y proclamó fidelidad exclusiva a Dios y A?? la Santa de Cabora, y muerte a los hijos de Lucifer (el ejército fe-deral y la milicia estadual), ni la campaña que la aplastó, alcanza-ron las proporciones (en términos de territorio comprometido, vi-das humanas, o duración del conflicto) de las guerras contra los Yaquis o el Cruzob, movimientos que también tenían un fuerte componente milenarista que, sin embargo, no dejaron en la memo-ria nacional una huella comparable a la de Tomochic7.

Ese lugar en la memoria pública no hubiese sido posible sin la novela de Frías, ya que ni la rebelión ni la campaña que la supri-mió habían tenido casi repercusión en los diarios de México D.F. antes de ella (Cf. Saborit, 95). Desde su aparición en 1893, hasta la muerte de Frías en 1925, Tomochic tuvo cinco ediciones, un récord para los estándares decimonónicos, hasta que fue eclipsada por la

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Novela de la Revolución, de la que se consideró un heraldo (Cf. René Avilés, E.R. Moore; Antonio Magaña-Esquivel). Este éxito se debió parcialmente a las escenas de corte naturalista que pueblan el volumen, a veces reescrituras literales de episodios de La débâcle (1892), el best-seller de Emile Zola (1840-1902) sobre la guerra franco-prusiana, que tuvo una calurosa recepción en el México finisecular (Cf. Saborit, 82). En efecto: Tomochic pulula de cerdos que disputan con los perros su ración de carne humana (226-228), de soldados sin miembros y a veces sin caras (119, 132), de pilas de cadáveres que los soldados cruzan como si fuera un río (259), de sangre y cerebros desperdigados (118, 133, 151, 290), de “aullidos que parecían hacer tiritar las sombras” (223) y fogatas de cuerpos que arden por días, inundando el valle de un olor particu-larmente nauseabundo (267-268). Hambre, incesto, bandidaje y canibalismo completan este cuadro nada bucólico.

La novela reivindica a los oficiales de jerarquía media, y al Ejército como institución8. Pero es una denuncia de la brutalidad de la masacre y de los oscuros intereses que la promovieron (Cf. 273-274)9, del poco promisorio estado tanto del Ejército federal co-mo de las milicias estaduales y de la problemática conducción de la campaña (Cf. los capítulos “Causas ostensibles” y “Cruz de Tomo-chic, ‘Papa Máximo’”). Esta dimensión testimonial de la obra le va-lió a Frías una corte marcial, donde fue absuelto dado que Joaquín Clausell reclamó para sí la autoría, y como civil no era imputable de los cargos estrictamente militares que le hubieran costado la cabeza a Frías. Frías no reconocerá oficialmente la obra hasta la edición de 189910.

Tomochic fue excepcional porque puso en entredicho algunas de las convicciones centrales en las que se asentaba la ideología mo-dernizadora del Porfiriato. A pesar de los realizados por parte de los gobiernos estadual y federal por “indianizar” el conflicto (Cf. Vanderwood), no se pudo ocultar que –como señala Frías con algu-na extrañeza– Tomochic no era “una tribu bárbara” (57). Contra estos últimos una campaña hubiese presentado obstáculos mate-riales, pero nunca culturales (la distancia que separaba a los con-tendientes hubiese sido obvia, e infranqueable, Cf. la guerra co-ntra el Cruzob). Pero Tomochic era un pueblo de “criollos”11 (57), algunos de ellos descendientes de las primeras familias en coloni-zar el norte de México (Vanderwood, 110): “sangre española, san-gre árabe, de fanatismo cruel y de bravura caballeresca, circulaba en aquella raza maravillosa tarahumara y andaluza...” (Frías, 57)12.

Los tomochitecos, de acuerdo a los paradigmas positivistas que dominaban el pensamiento mexicano (Cf. Francisco Bulnes o Andrés Molina Enríquez), no eran parte de “los problemas de México”, sino que representaban un modo de sociabilidad y pro-ducción exaltado como el núcleo de la demografía y la producción

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nacional: la pequeña y mediana propiedad (Molina Enríquez) de agricultura extratropical (Bulnes) en oposición al régimen de la gran hacienda de producción tropical. Como acertadamente señala Joshua Lund, la campaña de Tomochic fue considerada por una parte importante de la intelectualidad mexicana, no como una campaña contra un “otro” bárbaro e inferior, cuya supresión es la condición de posibilidad de afirmación de la nacionalidad13, sino como una campaña contra México mismo, una “guerra horrenda de mexicanos contra mexicanos, en el santo nombre de Dios” (273)14.

Así, la herida real a la auto-imagen Porfirista radicó en el hecho de que Frías apuntó a la colusión y eventual falta de dife-renciación entre “civilización” y “barbarie”, o en todo caso a su fal-ta de correspondencia unívoca con alguno de los adversarios impli-cados en la lucha15. De este modo, Frías fue capaz de mostrar el problemático sustento en el que se basaba el proyecto moderno mexicano. Esta es una de las lecturas de la novela, que creó para Frías una imagen (que aún se sostiene) de obstinado opositor a Díaz. Sin embargo, me interesa mostrar cómo las cosas son algo más complejas:

La cuarta edición de la novela fue publicada en 1906 por la ca-sa Valadés de Mazatlán, y es la edición definitiva del texto (la edi-ción de 1911 agrega una serie de ilustraciones, como se señaló an-tes), de la que se han reproducido las muchas ediciones posterio-res. Las modificaciones de la primera a la cuarta edición son de-masiadas para enumerarlas. aquí. Aquí me interesa enfatizar cua-tro: (1) modificaciones sucesivas en el título de la novela (Cf. co-mentarios a esto en infra); (2) inclusión de nuevos capítulos (algu-nos de ellos cruciales, como “Los perros de Tomochic”, publicado inicialmente como relato independiente en la Revista Moderna y “¡Chapultepec, Chapultepec!”); (3) titulación de los mismos (en El demócrata, cada entrega tenía número pero no título); (4) una mo-dificación radical del estilo que implicó una reescritura casi total, y añadidos y supresiones dentro del marco de la misma historia.16 Transcribo un ejemplo crucial, ya que cambia la evaluación de la entera campaña, y contradice el programa político que parecía alentar inicialmente. Miguel medita, cuando ya todo ha terminado:

Miguel reconocía, otra vez, que la Suprema Autoridad Nacional había cumplido con su deber sofocando de golpe, a sangre y fuego, aquella re-belión, por la férrea mano del General Díaz. El grito de guerra de Tomochic, orgulloso y místico, sostenido por una audacia inaudita y por unas magníficas carabinas Winchester, diabóli-camente manejadas en el fondo de la gran sierra, tenía que ser ahogado como lo fue: ¡sin misericordia! [...] Todo cuanto contemplara Miguel hab-ía sido inexorablemente necesario. (283-284, énfasis mío)

A lo largo de toda la obra los tomochitecos son representados de manera dual, difícilmente reconciliable. Por un lado son abyectos: bandidos (Cf. Pedro Chaparro y Bernardo), caníbales (Cf. el capítu-

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lo VII, “La ‘ración’ del ogro”), dementes (57), incestuosos (47). Sin embargo, al mismo tiempo son sublimes: héroes sin tacha, paladi-nes, caballerescos patriarcas de una moral e industria intachable (286-288). Tomochic, para Frías, no pertenece al siglo XIX17. Este carácter intempestivo, esta heterogeneidad temporal se bifurca en términos axiológicos. Por un lado los hace bárbaros (156), orienta-les (51), tribales (57), medievales (51), atávicos (57). Por otro los convierte en héroes clásicos, griegos, romanos o ibéricos. Esto es: los tomochitecos son alternativamente protagonistas de las supers-ticiones del pasado, o de sus memorables gestas. Tomochic es o bien un miserable caserío colgado de las montañas (205) o bien una segunda Numancia (164), la última resistencia contra el Im-perio18: el sitio de una demencia peligrosa, o la posibilidad misma de la mexicanidad.

Por un lado los tomochitecos tienen un edge tecnológico sobre los federales: sus armas, contrabandeadas o adquiridas en la fron-tera son notablemente superiores a las del ejército. Sin embargo, la presentación de esta superioridad técnica omite lo técnico, y convierte a las armas en una especie de segunda naturaleza19.

Por un lado están representados a partir de un principio de in-dividuación fuerte. Por ejemplo, las metáforas del halcón, del águi-la, del perro bravo (Cf. “Los perros de Tomochic”) y del tigre y el semidiós (23), ejemplares de la épica. Por otro están caracterizados con metáforas entrópicas, como catástrofes que arruinan la repre-sentación: el volcán en erupción (52), la multitud histérica (51), la mina llena de pólvora esperando la chispa que causa la explosión (52), el “foco de contagio” de una enfermedad (57).

Esta escisión de los tomochitecos entre lo sublime (247) y lo ab-yecto es característica en la representación de la otredad cultural (Cf. Stuart Hall). Es también uno de los principales obstáculos en la historia crítica (muy breve) de Tomochic (Cf. “Obras citadas”), que adelanta la estética y algunas problemáticas de la Novela de la Revolución, pero justifica y exalta la supresión de un movimien-to precursor de la Revolución (el valle de Papigochic es considerado la “cuna de la Revolución”) que inscribe plenamente a Tomochic en lo que Ranajit Guha denomina “prosa de contrainsurgencia”20.

A cierto nivel, esto se explica (o resuelve) en el personaje de Miguel Mercado: decadente finisecular, alcohólico, neurasténico, escritor fracasado con una percepción inestable de la realidad. Sin embargo, quisiera proponer que esta contradicción no debe ser re-conciliada en tanto representativa de un personaje denso, sino que Frías se instala en ella, y esto es inevitable en tanto su posición de enunciación como intelectual nacionalista. No es su neurosis lo que explica su ambigüedad política, sino que la melancolía es un efecto de esa ambigüedad.

Entiendo que en la obra hay una “evolución” que corresponde a la historia de las diversas correcciones de la novela en sucesivas

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ediciones, donde la campaña pasa de ser una masacre y un trauma inasimilable en la conciencia nacional a una tragedia (Cf. 25, 35, 101, 247) alojada en el seno de una narrativa multisecular de cons-trucción de la nacionalidad: lo que Benedict Anderson llamara “fratricidio tranquilizador”. En este paso del trauma a la tragedia, podemos leer, por una parte, la puesta a prueba de los límites éti-cos y epistemológicos del intelectual nacionalista como instancia interpretativa, como “mediación” capaz de alcanzar una síntesis entre una concepción universal de cultura y los elementos geográ-ficos, culturales, temporales, étnicos de la aún problemática “na-ción mexicana” y por otra los mecanismos por los cuales un episo-dio de violencia que exhibe el “peor” rostro de la nación-estado puede ser asimilado en la narrativa de auto exaltación nacionalis-ta. En un segundo momento, también podemos leer la insatisfac-ción de Frías con esa narrativa: de allí la melancolía con la que la novela termina, que repite la melancolía con la que empieza (Cf. 17, 18, 19, 21, 27, 31) pero adquiere un sentido de clausura mucho más profundo.

III. La historia de amor

Tomochic es el recuento de una campaña militar, pero es tam-bién una historia de amor. Esta conjunción de erótica y política es la fórmula clásica del “romance nacional” decimonónico (Cf. Som-mer), donde la historia de amor que cruza un límite (de raza, de clase, de status legal, de preferencia política, de posición ante la ley) es un “tropo rector” (Cf. Nicolas Shumway) con el que las eli-tes letradas “imaginan la nación” como comunidad que incorpora (jerarquizadamente) un espectro de diferencias, o por el contrario, expresan su ansiedad frente a la imposibilidad de esa incorpora-ción.

En su camino hacia Tomochic, el Noveno Batallón se detiene en Ciudad Guerrero, cabecera del distrito al que pertenece el pueblo rebelde. Allí, Mercado conoce y se enamora de Julia. Julia es –no podría ser de otra manera– de Tomochic, sobrina y amante de Bernardo, líder rebelde apostado en Ciudad Guerrero. La condi-ción del amor de Mercado por Julia no es la afinidad, sino la dife-rencia. Después de conocerla, Mercado medita en su encuentro “no con una virgen ideal, no con una doncella de leyenda, ni con una Margarita pálida y rubia, sino con aquella pobre muchacha macu-lada vilmente, manceba de un bandido, ¡ser humilde y candoroso, que le había mirado con sus ingenuos ojos negros, como de-mandándole auxilio [...]!” (71). Julia reciproca su amor por razones análogas: ha vivido en Chihuahua –la novela no menciona en qué condición, aunque muy probablemente lo hizo como empleada en la casa de su padrino / patrón– y ha vislumbrado la “civilización” (58-62). Ve en Miguel, dice la novela, la encarnación de esa civili-

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zación, de cuya ausencia en la sierra es dolorosamente consciente (59).

Julia y Miguel consuman su amor la noche misma en que ella debe volver a Tomochic, pero prometen casarse en cuanto el con-flicto termine (91 y 136). El cumplimiento de esa promesa brindar-ía una posibilidad única de sutura simbólica, ya que supera (incor-porando) la lógica del conflicto militar. El encuentro entre Miguel (blanco, hombre, citadino, europeizado, letrado) y Julia (mestiza, mujer, rural, sin educación formal) fue propiciado por la campaña de supresión de Tomochic, que trajo a Miguel desde la Ciudad de México (donde estaba estacionado su regimiento) a la sierra de Chihuahua. La guerra, así, brinda la ocasión para el amor, que durará más allá de ella. Esto da cierta verosimilitud (no narrativa, sino ideológica) al hecho de que Julia y Miguel no desertan antes de la campaña, como podrían haberlo hecho, sino que acuerdan re-unirse después, aunque Miguel debiera saber que la campaña sería de tierra arrasada y por ende, las posibilidades de sobrevivir de Julia eran pocas. La historia de amor no es un agregado a la histo-ria de guerra, sino su redención: la alegoría de la totalización cul-tural de la nación, naturalizada en la familia. En esta alegoría, las relaciones entre los “dos Méxicos” oscilan entre la violencia y el amor, que no se oponen, sino que se relevan uno a otro: un poco como la primera noche de Miguel y Julia, donde Miguel, borracho, fuerza a Julia a una relación sexual, a la que ella termina consin-tiendo:

¡Se dejó tomar!... Dejó que los brazos del subteniente borracho la estru-jaran, y la apretaran, y la palparan, paseando sus manos rapaces y sus labios triunfantes, de la fina garganta y de los pequeños senos erectos, á los muslos desnudos, sacudiéndola con caricias de una sensualidad brusca, pero que vertían en ella un deleite no gustado hasta entonces. Se dejó tomar, sumisa, resignada… Resignada y feliz, abandonándose, sobre el mismo lecho del bandido; desvaneciéndose en un éxtasis de sus-piros y de besos, en una deliciosa agonía, en las tinieblas. (88).

En este encuentro consensual, la ciudad (el principio estatal, Miguel) repara la violación de una doncella por un oficial del Go-bierno que había dado origen al conflicto de Tomochic (52), y anula el pasado (el milenarismo) como condición de posibilidad del futuro (la familia nacional), donde la invocación guerrera de los tomochi-tecos (“el gran poder de Dios”) se conserva, pero como garantía de inviolabilidad del sacramento del matrimonio burgués (136)

En otro nivel de sentido, el romance es una alegoría de la rela-ción entre letrado (Miguel) y sociedad (Julia). Recordemos que desde el punto de vista de Miguel, la relación romántica tiene mu-cho de escena de lectura (Cf. la referencia a Goethe más arriba), donde Miguel trata de descifrar un sentido que –en la tradición del romance decimonónico– reside en los ojos.

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La nube de misterio doloroso y extraordinario, casi fantástico, que flota-ba en torno a los ojos negros de la airosa tomochiteca, prestigiaba tan espléndidamente a la víctima que pensó libertarla. ¿Por qué no realizar un acto soberbio, un heroísmo caballeresco, arreba-tarla de aquella guarida y llevársela de aventura en aventura, paseando su idilio apasionado, al flanco del Noveno Batallón? El alma de poeta que dormía en el subteniente parecía despertar. (69, énfasis mío)

Así, Julia ama a Miguel y lo salvaría de su soledad y su irrele-vancia histórica, mientras que aquél salvaría a ésta del incesto (metáfora de la barbarie), y la llevaría hacia la civilización. El en-tendimiento amoroso es una clave para el entendimiento político, y la alegoría es una alegoría nacional (en términos raciales, regiona-les, culturales) y también una alegoría de la posición del intelec-tual vis-à-vis la nación-estado.

Asimismo, el éxito de la relación amorosa repararía la violación (incestuosa) que Julia sufre a manos de Bernardo (59) con el con-sentimiento del padre de ésta (58), y reinstalaría una metáfora pa-terna legítima: Miguel como padre de los hijos mestizos de su hipotético matrimonio futuro, donde la autoridad surge del amor, reemplazando el paradigma genealógico por el paradigma genera-tivo (Sommer, “Irresistible romance”). Como Julia, Miguel estaba condenado por una falla de la instancia paterna: su padre biológico fue un lerdista derrotado y condenado al ostracismo político, y un letrado de ínfima categoría, cuyo fracaso y cuya muerte impiden a Miguel llegar a ser lo que es, mientras que su padrastro es un bo-rracho, jugador y violento que lo aleja de su madre (70). El roman-ce con Julia sería así su oportunidad de redención político-cultural.

Sin embargo, las cosas no suceden de acuerdo a los deseos de Miguel. De vuelta a Tomochic Julia se une a la guerra contra los federales, y es herida de muerte en la última desesperada resis-tencia. Miguel la encuentra en su lecho de muerte, y espera encon-trar en sus ojos, como tantas otras veces, un cálido espejo de amor. Sin embargo:

Julia, contemplándole fijamente, sonrió de nuevo en éxtasis lánguido; acercó su cabeza a la suya, extendiendo a los suyos sus labios en de-manda de un ósculo; pero Miguel no la besó en la boca sino en la frente, con castísimo beso. –¡Contigo…! ¡Siempre contigo! –clamó ella. Permaneció aletargada un momento; pero abriendo los ojos, con una voz ronca y un timbre nuevo y horrible, impregnada de súbita cólera, gritó: –¡Viva el Gran Poder de Dios!... Nueva ráfaga fría de pavor bañó el cráneo del oficial que aflojó el brazo que sostenía a Julia desvanecida, quien cayó hacia atrás, golpeando con ruido seco su cabeza contra la piedra que le servía de almohada. Violenta convulsión; y abrió la boca; y abrió, aún más, los ojos. Expiró. (297-8)

Este desconocimiento es una brutal confesión del fracaso amo-

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roso, político, y cultural, donde no hay reconciliación posible entre los dos bandos en guerra. Aunque victorioso, Mercado estará con-denado a la soledad y a la melancolía.

-¡Ah! Señor, ¡ah! Dios mío…¡solo…! ¡solo…! ¿adonde voy? ¿adónde iré…? –sollozó [...] Y cuando levantó la cabeza y se irguió, otra vez resignado y fuerte, sus ojos húmedos, sus tristes ojos contemplaron: abajo, las tinieblas macu-ladas por los fulgores fatídicos de los cadáveres ardiendo en la soledad profunda del valle…y arriba, hacia el oriente, sobre las crestas de los montes, el alba… Y entonces, gritó: –¡Corneta de guardia!– toca la diana! (299).

Esta escena, con la que la novela concluye, es crucial. Las edi-ciones previas de la obra (1894, 1899), terminan con “los fulgores fatídicos de los cadáveres ardiendo en la soledad profunda del va-lle”. En la edición de 1906, ante la soledad (que es amorosa, pero es sobre todo política) el letrado claudica su voz en la voz del esta-do: el toque de clarín omnipresente en la obra (Cf. 40, 114, 148, 150-154, 244-247)21. Ante la destrucción de la posibilidad de la na-ción (el romance), que daría a Miguel legitimidad, ya que Julia, metáfora del “buen” México rural, habría elegido voluntariamente la civilización representada en el letrado, Miguel retrocede a su afiliación primaria, aquélla que lo llevó allí y que –ahora lo descu-bre– es la única que puede brindar una totalización simbólica a su vida, y a los hechos de la campaña: el estado, del cual es oficial (sus últimas palabras no son palabras de poeta, sino una voz de mando inscripta en una jerarquía). Por medio de ella, una nueva metáfora paterna se instala: Miguel como “hijo de Chapultepec”. Y una interpretación nueva del conflicto aparece, el “fratricidio tran-quilizador”.

IV. El fratricidio tranquilizador

Benedict Anderson famosamente acuñó la noción de “fratricidio tranquilizador” para explicar cómo las elites letradas narran la historia de sus conflictos por medio de un “nacionalismo retrospec-tivo” (Anthony Smith). Por medio de él, se añade una dimensión nacional (mediante la metáfora familiar: la guerra entre “herma-nos”) a un conflicto que originalmente no lo tenía, y se lo torna por consiguiente en un hito de la historia nacional: la dolorosa y pau-latina adquisición de auto conciencia. Por medio de esta operación, el intelectual nacionalista se confiere a sí mismo el derecho de hablar por los muertos (por aquellos que efectivamente participa-ron del conflicto, “sin conciencia” de su dimensión nacional). El evento se recuerda como fratricidio, esto es, atribuyéndole un lu-gar falsamente incómodo (porque la crisis de la familia presupone la existencia de la misma). Se lo recuerda como ya-habiendo-sido-olvidado: “falso” olvido que encubre un olvido “real”, el de la super-

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imposición nacionalista como violencia epistemológica que otorga sentido a la violencia histórica. Si el fratricidio habla de la violen-cia que funda el interior de la nación como comunidad imaginada, no es porque habría una opción donde esa comunidad podría exis-tir sin ese fratricidio. Por el contrario, ese “interior” es una inven-ción que no lo preexiste.

La constatación de los indudables horrores de Tomochic con-fronta a Frías con dos opciones. La primera es eliminar el horror de la memoria pública justificando la masacre, y considerar la campaña como una costosa gloria de la historia militar mexicana (como la Guerra de Independencia). Este es el camino que –sin equívoco– elige Castorena, el otro intelectual de la novela, una suerte de doble degradado de Miguel Mercado22. En tanto letrado público Castorena es mucho más exitoso que Miguel. Miguel es un borracho triste que se limita a fantasear despierto, a “monologa[r] tristemente, solitario, en aquella barahúnda tumultuosa” de la campaña (81), y a escribir cartas a su madre (el único acto de es-critura de Miguel que vemos en la novela (21). Castorena, por el contrario, es saludado como “el vate” (80), a la vez que como solda-do indudablemente heroico (Cf. 126, 128-9) y cumple las funciones públicas del letrado: es invariablemente el encargado de los brin-dis públicos en los festines de los oficiales, que funcionan como co-mentario e interpretación de la campaña. Miguel “odia cordial-mente” (15) a Castorena, sin poder apuntar mayor razón de ello (15). Podemos aventurar una hipótesis: Castorena es un letrado nacionalista uno con su tarea, incapaz de percibir la ambigüedad inherente a la empresa que ellos llevan adelante: brinda “sin re-proche” (81) por el triunfo, e incurre en la ira de Miguel al celebrar la muerte de Cruz Chávez. Por eso, para Miguel es un letrado sin conciencia, sin intimidad, “un payaso” (35-36) capaz de ejercer sus funciones solamente en ocasiones públicas. En algún sentido, po-demos pensar que Castorena es una crítica a la institución letrada tal como existe en el Porfiriato, para Frías una celebración indivi-sa de la irracionalidad.

Esta posibilidad haría de Miguel “un escritor feliz”, porque ser-ía uno con el sentido de la historia (Barthes, “El último escritor fe-liz”). La otra opción es solidarizarse de manera real con los tomo-chitecos, y considerar la campaña como una de las infamias nacio-nales (como la Guerra con Estados Unidos, por ejemplo)23. Esta op-ción también le proveería una felicidad, dura felicidad que equi-valdría a persecuciones y quizás a la muerte, pero que le daría “la seguridad de luchar por una causa justa y natural” (Barthes, 115). Esta opción es imposible, dado que Miguel entiende la necesidad, la fatalidad (21) de la campaña:

Por un momento, el subteniente intentó imaginarse lo que hubiera sido en Chihuahua, en Sonora, en la República entera, el contagio de la locu-ra de Tomochic por toda la Sierra Madre, a Norte y Sur… ¡cuánta san-

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gre inútil, entonces, qué catástrofe nacional [...] Todo cuanto contemplara Miguel había sido inexorablemente necesario. Y si los tomoches habían sido heroicos, y si mostráronse dignos de mejor destino, no lo fueron menos los hombres de la tropa, ni los oficiales héroes. (284)

El triunfo de los tomochitecos hubiese sido una “catástrofe”, di-ce Miguel. No por el número de muertos o la infraestructura des-truida, sino porque hubiera dado origen a un nuevo tipo de cuerpo político para el cual “México” no hubiese sido un rótulo adecuado: una catástrofe epistemológica. En otras palabras, el triunfo de To-mochic hubiese sido una “catástrofe nacional”, no por el alcance de la destrucción, sino porque hubiese sido una catástrofe de la na-ción, que hubiese impuesto al seno de México otros “dominios de soberanía”: aquel que Cruz Chávez estentóreamente invoca al ex-pulsar al sacerdote del pueblo “En el nombre del Gran Poder de Dios, yo que soy policía de su Divina Majestad, te echo!” (53, énfa-sis en el original)

Ante esta dualidad insalvable, la solución ética y política que la novela propone consiste en hacer de Tomochic una tragedia pero no un trauma. Tomochic como tragedia desafía la representación, nos dice Frías: pero ese desafío es una cuestión de número. Tomo-chic como trauma sería irrepresentable. Así, mientras la primera versión de Tomochic (considerada “poco literaria”) es una herida en la conciencia nacional, Tomochic en tanto novela histórica se propone como una cura, donde la violencia se reincorpora en la trama de la historia de la subjetividad nacional, no la repetición (reactualización) fantasmática del trauma, sino la recitación me-lancólica de la pérdida.

Tomochic como “tragedia” pertenece a la historia nacional, y a la larga cadena de eventos desde la Conquista (a la que Frías dedi-ca una parte importante de sus Episodios históricos mexicanos) que forman el destino de la nación: una tragedia entonces necesa-ria. Su sentido es arduo de descifrar en medio del humo de las ca-sas y los cadáveres en llamas, pero no porque no tenga uno, sino porque este sentido no se da a los sentidos: es trascendente. Esta trascendencia no es metafísica. Ninguno de los participantes de la tragedia es consciente del significado de sus acciones: son, como los tomochitecos, “víctimas del Deber” (21), que se duelen de imponer un sitio y conquistar por hambre, enfermedad y fuego a un pueblo que, hacia el final, estaba compuesto en su mayoría de ancianos y mujeres, pero que lo hacen de todos modos.

A veces, casi de súbito, había pausas de un silencio sombrío. Pasaban, entonces, dolorosos pensamientos por las frentes de aquellos jóvenes, que no se daban cuenta del confuso drama en que eran precipitados por el destino; por el destino y por la férrea mano del general Díaz, diestra y rápida en la acción, dura y eficaz en el castigo. [...]

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Comprendían vagamente que aquello era necesario, que aquello era fa-tal. Era preciso ir adonde se les mandaba, ir y morir, para que los de-más, la gran patria mexicana, viviesen tranquilos…Era preciso sacrifi-carse, sin una protesta, sin un rumor hostil, prontos a dar su sangre y su alma, y la sangre y el alma de los seres queridos y ausentes en los le-janos hogares… ¡Tristes y oscuras, ignoradas y mudas víctimas del De-ber! (21)

Sólo dos personas tienen el privilegio de ser “uno” con el sentido de la historia. La primera es Porfirio Díaz, quien nunca aparece en la obra aunque es la garantía del sentido a lo largo de todo el texto (se menciona que dirige la campaña por telégrafo, se lo invoca en brindis). No aparece representado porque es él quien da racionali-dad al espacio de representación (quien transforma la masacre in-sensata en “fratricidio tranquilizador” y en sacrificio propiciatorio de los manes de la nacionalidad24.

La segunda persona es Miguel Mercado. Pero para Mercado, este privilegio es dudoso. Lo condena a la melancolía, como huella de la plenitud perdida (la plenitud que envidia a los tomochitecos) y a la soledad. Tomochic es entonces para Frías una épica nacional que trasciende a sus participantes (incapaces de percibirla como tal). Esto es solamente discernible desde el punto de vista del hombre de estado, y, en otro plano, del intelectual que es capaz de encontrar en la masacre el fratricidio tranquilizador: la necesidad en la contingencia. Tomochic puede haber sido el lugar de una ma-sacre, pero para Frías, es también el locus del nacimiento de la na-ción, el lugar (a diferencia de México D.F., de Chihuahua, de Ma-zatlán, de Mixtlán) donde un sujeto colectivo se hace posible (aun-que Miguel quede excluido de ese colectivo), donde la multitud de-viene “pueblo” y la banda, ejército. Un nacionalismo, sin embargo, cuya causa eficiente y sostén único es el estado (y ni siquiera él, sino el hombre de estado). Frías agrega este nivel de sentido en las ediciones subsecuentes. No oculta los horrores de la guerra, sino que pone en escena una totalización simbólica: donde Tomochic, peleando una guerra contra México, está inadvertidamente parti-cipando en una narrativa multisecular del devenir mexicano. Una guerra de hermanos:

¡Viva el Gran Poder de Dios! ¡El poder de Dios nos valga! Un joven recluta, apenas de dieciocho años, agazapado tras de las bre-ñas, se batía y gritaba, también furioso y heroico [como los tomoches] –¡Viva el Noveno Batallón! ¡A nosotros nos valga nuestra señora de Guadalupe! [...] Aquel heroico soldadito, invocador de la Virgen Republicana, apuntó a un hombre que, a distancia de ocho pasos, hacía fuego; pero el tomochi-teco, de un gran salto, quedó a su frente y allí, a boca de jarro, le disparó en el pecho la carabina. Cayó el bravo rapaz de espaldas, y en ese instante una bala rompiendo la rodilla de su enemigo le hizo yacer a su lado. Incorporóse éste prepa-rando su arma, pero al ver que el moribundo, haciendo su último esfuer-zo, le apuntaba aún, vagamente, sin poder tirar del llamador, le apuntó

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TOMOCHIC DE HERIBERTO FRÍAS

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a su vez, descargando de nuevo sobre él, en el momento mismo en que el otro lograba disparar también. Las dos descargas no hicieron sino un solo estampido y una sola nube. Y los dos héroes quedaron tendidos instantáneamente, uno al flanco del otro. Y escenas semejantes se reproducían bajo cada roca, dentro de cada hondonada, en torno de cada árbol. (124, énfasis mío)

Este es un motivo retórico clásico de la literatura de guerra25 y una repetición de la escena de Zola donde un zuavo y un prusiano mueren abrazados en la disputa por Bazeilles (345). Un solo tiro, una sola nube de humo: un acto único de violencia con un único sentido, donde ambos lados del conflicto son estrictamente equiva-lentes: la división necesaria para asegurar la unidad vía el sacrifi-cio, que restaura (o instaura: la confusión es aquí necesaria) el pa-radigma de sentido que la violencia de los tomochitecos puso en entredicho26. El sacrificio repone la diferencia entre la ley (el esta-do) y su otro (Tomochic) en lugar de lo que, aunque sea por el más breve de los instantes, había sido una competencia de dos leyes o una proliferación de leyes sin centro. El fratricidio tranquilizador convierte ese enfrentamiento entre dominios de soberanía en un enfrentamiento entre hermanos, uno de ellos descarriado, uno de ellos reponiendo una disciplina dura, pero fraterna.

Esta dinámica que aúna memoria, olvido y totalización simbóli-ca puede ser rastreada en la evolución del título de la obra en las sucesivas ediciones. La narrativa de El Demócrata se titula ¡To-mochic! Episodios de campaña (relación escrita por un testigo pre-sencial). La edición tejana de 1894 fue titulada ¡Tomochic! Episo-dios de la campaña de Chihuahua. En 1899 la novela sólo se llamó (y así es recordada) Tomochic. Finalmente, en la edición de 1906, el título es Tomochic: novela histórica mexicana. Esta transforma-ción es una decisiva reubicación del lugar que Frías propone para la masacre en la memoria nacional mexicana, que va de una cam-paña contemporánea peleada por enemigos irreconciliables, narra-da desde un punto de vista singular, no totalizable (es una “rela-ción”, escrita por “un testigo”), a un asunto de familia (es una obra “mexicana”) distanciada en el pasado (es “histórica”), totalizada (es una “novela” no una serie de “episodios”) y cuya violencia es nom-brada pero silenciada, ya que “Tomochic” refiere tanto al pueblo, como al movimiento milenarista, como a la campaña que lo supri-mió27. Desde la primera a la última edición ocurre un traslado del sentido de la novela: desde la denuncia de un crimen en función de un proyecto contingente, la barbarie de la civilización, hasta la exaltación del proyecto de nación-estado mexicano.

Por eso, la novela implica un recorrido físico e imaginario ce-rrado. Comienza con un movimiento desde el centro (México D.F., donde está estacionado el Noveno) a la entonces periferia (Chihu-ahua). Pero termina con un viaje “imaginario” de regreso, donde

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Miguel reasume su experiencia del margen desde la perspectiva del centro, y donde el principio paterno como garantía del sentido se recompone desde un lugar estatista. Reflexionando sobre los hechos de los cuales fue un participante a regañadientes, Miguel se exalta:

¡Chapultepec…! Vibró en el alma desolada del meditabundo oficial el nombre azteca como un canto épico, como un alegre toque de diana que le despertara a la lucha, al deber, a la vida [...] ¡Chapultepec, Chapulte-pec, el heroísmo de los niños expirando épicamente en 1847, iluminando las tinieblas de México con una aurora de sangre! Y ante la visión del Colegio Militar de Chapultepec, apoyándose en el alcázar presidencial del Dominador, Miguel una vez más tuvo fe en la vida, en la redención, en la victoria …en el porvenir de su patria… y hasta en el suyo propio, ya que él también era hijo de Chapultepec! (284).

“Hijo de Chapultepec” significa, desde luego “hijo de Díaz”. Mi-guel es demasiado lúcido para pretender que es un destino satis-factorio: la diana del clarín es más “sarcástica” (247) que épica. Pe-ro es incapaz de percibir otro. De esa doble imposibilidad (de en-contrar otro destino, de conciliarse con el destino que tiene), nace la melancolía que caracteriza el resto de su obra.

Frías es, después de Tomochic, un “escritor fracasado”, cuya única nota de fama es un acontecimiento que debiera no haber existido. frías, y demasiado lo sabe cuando incluye su propio alter ego en casi todas las otras novelas, vive como el escritor gracias a Tomochic. Entonces, si Tomochic fue necesario para la construc-ción de una memoria nacional, también lo fue para la construcción de una identidad pública de Frías en el seno de esa nacionalidad. Pero falla, entre otras cosas, porque Frías nunca pudo deshacerse de la conciencia de la violencia que está en el origen de esa consti-tución. Esa colusión no es nada que se represente en el libro, sino la representación misma: el libro, cuya condición de posibilidad es la masacre. El libro, como producto civilizado por excelencia, que no puede existir sin la masacre de la que es permanente memoria, lo que nos lleva a la famosa tesis de Benjamin de que “todo docu-mento de cultura es también un documento de barbarie”, y nunca tan literalmente como en este caso, donde Tomochic (el tesoro cul-tural del que habla Benjamin) es una parte del botín de los vence-dores (256-257).

Así, se condena a la soledad: “¡Solo!… ¡Qué siniestra palabra! Ella resumía todo el infortunio de su vida desventurada, encerraba la amargura, el desencanto, el tedio infinito á que se vería perpe-tuamente condenado!” (282). Pero ésta no es una soledad soberana, “arielista” (Tomochic es estrictamente contemporáneo de Ariel), sino una soledad melancólica, donde la plenitud del sentido de lo nacional se pierde, pero no hay otra plenitud que la reemplace, y donde lo que se repite (lo que Frías repetirá en cada una de sus

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TOMOCHIC DE HERIBERTO FRÍAS

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obras, casi hasta su muerte), como un trauma no es Tomochic, sino la escena de su fracaso como escritor capaz de crear comunidad. Esta es la “jaula de la melancolía” del letrado latinoamericano, en la que hoy, más de un siglo después, todavía nos encontramos.

NOTAS

1. Quisiera agradecer a Nelson Osorio Tejeda y a Fernando Sánchez sus lectu-ras y comentarios; a Peter Elmore, el haberme hecho conocer el magnífico poema de Yeats que transcribo parcialmente como epígrafe.

2. Todas las citas de la novela de Frías provienen de la edición de 1911. 3. Esto ocurre incluso en una novela donde Mercado es totalmente secundario,

como El amor de las sirenas (1895). 4. Aunque Frías publicó intensamente durante las tres décadas de su vida lite-

raria, pasa a la historia literaria como el autor de una sola obra, Tomochic, que marcó el inicio de un paulatino declive. Frías fue siempre consciente de eso, y la insistencia en presentarse en función de Tomochic lo evidencia.

5. La validación cultural de la nación-estado no fue una tarea exclusiva del Porfiriato: trasciende con mucho los avatares de las administraciones y los partidos, y forma el paradigma común en el que se mueven prácticamente todos los intelectuales del siglo XIX (Cf. Dabove, “Bandidos y Letrados”). En ese sentido, la afiliación entre intelectual moderno y nación-estado va más allá de una ideología política contingente: es el paradigma dentro del cual el intelectual decimonónico puede pensar y concebir la política, a la vez una posibilidad y (como veremos en el caso de Frías) una clausura.

6. La centralidad de la querella en torno a la violencia aparece en la definición de nación-estado que Anthony Giddens elaboró en la estela de Weber: “The nation state, which exists in a complex of other nation-states, is a set of ins-titutional forms of governance maintaining an administrative monopoly over a territory with demarcated boundaries (borders), its rule being sanc-tioned by law and direct control of the means of internal and external vio-lence”. (121). Giddens añade una dimensión cultural al caracterizar a la na-ción-estado como una “comunidad conceptual” (219), en sentido similar al que utiliza Anderson al hablar de “comunidad imaginada”. (1983).

7. Para un recuento de la insurgencia tomochiteca, Cf. Vanderwood. Para un examen de la campaña contra los Yaquis en el contexto de una lucha cultu-ral y económica secular, Cf. Evelyn Hu-DeHart. Con respecto al movimiento del Cruzob y su supresión, Cf. Nelson Reed.

8. Dice Mercado, luego de la inequívoca derrota del primer ataque al pueblo: “¡La derrota!... No, no sentía vergüenza, ni por él, ni por los suyos, ni por su amado 9º Batallón, ni por el Ejército Nacional, con acquella [sic] derrota, que era un desastre del que otros fueron culpables. La joven oficialidad –flor del Colegio Militar– se había portado gallardamente, tan gallardamente que había dejado prendidos rojos pétalos de sangre suya entre los pedregales de la cuesta que baja a Tomochic”. (163). Cf. asimismo 132 y 169 (sobre el Ca-pitán Servin), 172-3 (sobre el coronel Miguel Vela) y sobre todo el capítulo “La muerte de un héroe”.

9. Algunos de esos intereses están detallados en Vanderwood, e implicaban desde jefes políticos locales a altos funcionarios de la administración Díaz, el gobierno estadual y corporaciones extranjeras.

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10. Para un magnífico recuento de la corte marcial a Frías, y de los procesos co-ntra Clausell y El Demócrata, en el contexto del México finisecular, Cf. Sa-borit.

11. En este caso, la denominación políticamente correcta de la época para “mes-tizo”.

Ilustración 1 (tomada de Tomochic, edición de 1911, p. 65): 12. Curiosamente, Frías, que pasará a la historia como el gran contradictor de

la versión de Tomochic como “otra rebelión de indios salvajes” (Cf. Lund), no fue del todo ajeno a ese equívoco. La edición de 1911 (la última al cuidado de Frías) tiene dos tipos de ilustraciones: litografías y fotos. Algunas litografías son reproducidas en las ediciones de Porrúa. Estas, a tono con el texto, re-presentan a los tomochitecos como mestizos o criollos, indudablemente “oc-cidentales” en su atuendo, sus armas, sus barbas patriarcales, y sus postu-ras de paladines. Cuando son a página entera están acompañadas de un epígrafe que fija el sentido de la ilustración (Cf. ilustración 1 y 2). Las fotos, por otro lado, son casi invariablemente fotos de indios. Indios “estereotípi-cos”: sumisos, semidesnudos, sonrientes (Cf. ilustración 3): no los feroces apaches o pimas que la narrativa retrata. Además, las fotos no están acom-pañadas de epígrafes y aparecen sin correspondencia con las secciones de la obra donde sí se mencionan indígenas. (Cf. el capítulo XVI: “Evocación: La campaña contra los apaches“). Hay allí una ambigüedad donde encuentra verosimilitud el obstinado intento de indianizar el conflicto. Incluso el

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TOMOCHIC DE HERIBERTO FRÍAS

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prólogo de Ferrel a las ediciones de 1906 y 1911 habla de los “indios de Chihuahua” contra los que habría peleado Frías (contradiciendo afirmacio-nes de la novela que prologa).

Ilustración 2 (tomada de Tomochic, edición de 1911, p. 125):

Ilustración 3

(tomada de Tomochic edición de 1911, p. 113):

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13. El artículo de Lund rastrea de manera superlativa el funcionamiento del

paradigma racial finisecular en Tomochic (en el contexto de la instauración del “estado mestizo” porfiriano), y sus estribaciones hasta la actualidad. Aunque el presente trabajo aborda un tópico diferente, muchas de mis afir-maciones dialogan con este artículo.

14. Lo cual narrativamente se verifica en la escena donde el terror del ejército federal repetidamente confunde a otros miembros del mismo ejército con tomochitecos (Cf. 121 y 165-66).

15. Lund apunta y desarrolla prolijamente el tópico de la inversión, donde el ejército es la barbarie y los tomochitecos la civilización (en su moral, su res-peto a los prisioneros y las mujeres, su manera de hacer la guerra). Si bien estoy de acuerdo con este enfoque, creo que podemos extremarlo y mostrar cómo la dualidad habita en cada uno de los contendientes. Esto funciona con la interpretación que propongo más adelante, de Tomochic como un “fratri-cidio tranquilizador”. (Cf. infra).

16. Me encuentro en este momento preparando una edición crítica de la obra, donde las sucesivas reescrituras de la novela serán debidamente anotadas. A pesar de las muchas ediciones de la obra, nunca se ha intentado una edi-ción crítica. La única excepción parcial es la edición de James Brown, hoy disponible en Editorial Porrúa. A pesar de que allí Brown (uno de los inves-tigadores más importantes de la vida y obra de Frías, junto con Antonio Sa-borit) señala en el prólogo y en las notas al pie algunas de las divergencias más importantes entre las cuatro primeras ediciones (eg. párrafos agrega-dos a partir de la tercera o cuarta edición). Este intento, encomiable en tan-to es el material más exhaustivo que hay con respecto a la historia editorial de Tomochic está lejos de ser una edición crítica, ya que hay centenares de variantes entre una edición y otra, que nunca han sido rastreadas de mane-ra consistente, ni puestas en evidencia de acuerdo a las convenciones de una edición crítica.

17. Esta misma heterogeneidad es el tropo rector de otras grandes narrativas de insurgencia campesina latinoamericana, como Facundo (1845), de Do-mingo Faustino Sarmiento (1810-1888) y Os sertões (1902) de Euclydes da Cunha (xxx).

18. Apropiándose, desde luego, de la Numancia de Cervantes. 19. Dice Gerardo, al inicio de la novela, describiendo las habilidades bélicas de

los “tomoches”: “…parecen venados, los ves aquí, y de repente ¡zás! En la punta del cerro y “¡Viva el poder de Dios y mueran los pelones!” y rau… ¡ca-ramba! si ni apuntan...al descubrir, hermano …te recontramatan. Con de-cirte que cada cartucho es un muerto; no yerran”. (12).

20. Rubén Osorio (Tomóchic en llamas) historia los levantamientos de mayor o menor escala que siguieron al de Tomochic, y que no tienen solución de con-tinuidad con la Revolución. De hecho, uno de los hijos de Cruz Chávez formó parte de las tropas de Pancho Villa, y fue muerto en el ataque a Columbus, Nuevo México.

21. Asimismo, sobre el principio de la campaña se menciona en dos oportunida-des la muerte de sendos cornetas por las balas tomochitecas, puesta en es-cena de la interdicción de la voz del estado por la violencia insurgente (Cf. 119, 153).

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22. En todas las obras de lo que podríamos llamar el “ciclo de Miguel Mercado”, éste es contrapuesto a otro letrado, cuyas opciones éticas y políticas iniciales suelen diferir punto por punto con las de Miguel.

23. La Guerra de Independencia y la Guerra contra Estados Unidos fueron el centro de otra obra de Frías, Episodios militares mexicanos.

24. La obra incluso tiene algunos de los motivos “literales” de la escena sacrifi-cial clásica: la pira, la grasa que se quema, el humo que asciende. Recorde-mos que en los sacrificios griegos (modelo del sacrificio occidental) el cuerpo de la víctima se solía quemar para que el aroma de la grasa llegara a los dioses y los complaciera.

25. Ver, por ejemplo, el duelo entre el mayor Bartola Herrera de la Brigada Ur-bina, y el capitán primero Jacinto Cano, del Quinto regimiento (revoluciona-rio y federal, respectivamente), en “De hombre a hombre”, o el doble fratri-cidio en “Hermanos” (ambos incluidos en Si me han de matar mañana, de Rafael Muñoz).

26. Sobre el final de la campaña, esta indistinción adquiere una dimensión más acentuada, cuando se habla de los cerdos que confunden los cadáveres, al punto de hacerlos irreconocibles. “En el trayecto de la casa de Medrano a la iglesia, Miguel había encontrado cadáveres abandonados sobre el campo, en completa putrefacción y tan despedazados por los cerdos, y tan hechos fango los trajes y las carnes, que era imposible reconocer a primera vista a qué bando pertenecían. Por el ambiente húmedo dilatábase un hedor nausea-bundo”. (257).

27. Esta misma evolución ya ha sido notada por nosotros en la otra gran obra de insurrección campesina mexicana, Los de Abajo (Cf. Dabove, “La fiesta po-pular, la banda de bandidos”, 177-178).

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